16
Iván había estado ocupado
La fiesta de la policía
Su inofensiva artesanía
Podemos colaborar
¿Poder mental jedi?
Diversión trepidante y amenazas de muerte
Actuar primero y pensar después
El cristo avanza hacia mí y una lengua roja y húmeda asoma tras sus dientes. Me fijo entonces en el trapo que cubre su entrepierna y me doy cuenta de que tiene una erección gigantesca.
Eso hace que salga de mi estupor.
Recuerdo lo que tengo entre las manos, apunto y disparo.
Media cara del cristo desaparece con el estampido, pero eso no lo detiene. Sigue avanzando hacia mí de un modo torpe. En lo que le queda de cara, la sonrisa es aún mayor.
Disparo de nuevo y le vuelo la erección.
Sigue caminando.
Amartillo el fusil.
Cuando intento disparar por tercera vez, él ha llegado a mí, toma el fusil entre sus manos y me lo arranca sin que parezca costarle esfuerzo. Echo mano al costado, trato de desenfundar la pistola.
Pero es tarde. Se deshace de ella con la misma facilidad con que me ha arrebatado el fusil.
Lo siguiente que sé es que estoy en sus brazos. Que el medio rostro carcomido que le queda está a escasos centímetros del mío y que apenas puedo contener las náuseas ante el olor a madera podrida que sale de él.
Mientras Tomás y yo nos metíamos alegremente en la boca del lobo, Iván había estado ocupado.
No mucho, al principio. Cuando nos dejó no sabía muy bien qué hacer, así que fue a ver a Carmen. Ella lo recibió con algo que era una mezcla de alivio y temor. No sé muy bien de qué estuvieron hablando, aunque estoy segura de que se trataba de algo que para ellos dos resultaba vital y que el resto del mundo encontraría incomprensible. Las cosas suelen ser así cuando dos personas están tan entontecidas la una con la otra que no son capaces de quitarse los ojos de encima. No digamos ya las manos u otras partes del cuerpo.
Y sin duda Iván y Carmen habían llegado a aquel punto. En realidad, yo sospechaba que Carmen estaba en él desde hacía un buen rato y que Iván había llegado hacía muy poco. Desde su... episodio, podríamos decir.
Así que allí estaban. Y así siguieron.
Hasta que, de pronto, Carmen lo miró con el ceño fruncido y le preguntó por mí. Iván se lo dijo.
—¿Qué? ¿Se ha vuelto loca?
—Sí. No sé cuándo, porque ya la conocí así. Pero sí.
Carmen no se molestó en reírse del ridículo chiste de Iván, lo que éste encontró bastante ofensivo.
—¿No te das cuenta? Se va a meter en...
Iván nunca supo dónde creía Carmen que me iba a meter, porque en aquel momento lo llamaron por el móvil.
—¿Sí? ¿Cómo? Ah, hola, hombre, cuánto tiempo. No, no sé dónde... —Una larga pausa—. Escucha, ya te he dicho que...
Y ahí su vista se cruzó con la de Carmen. Y a partir de ese momento, la actitud de Iván cambió por completo.
—¿Dónde estás? De acuerdo, en unos veinte minutos. Sí, me daré prisa.
Colgó y se volvió a su novia.
—Era Morales —dijo. Ella asintió. A aquellas alturas, Iván la había puesto bastante al tanto, no sólo de sus relaciones sino de las mías. Al menos, de buena parte de ellas—. Quería hablar con Uve. Y...
Se sentó de pronto y se llevó las manos a la cabeza.
—Joder. Qué hemos hecho. La van a...
No terminó la frase. Carmen tomó sus manos y se las apartó del rostro.
—A lo mejor no —dijo ella. Estaba calmada, fría, de un modo que Iván encontró antinatural y que, al mismo tiempo, lo puso a cien, según me confesó más tarde—. Por lo que me has contado, a esos tipos les gusta ir paso a paso. Es posible que...
—Y también es posible que les haya entrado prisa de repente. No sé qué quieren, pero quieren algo de Uve, eso está claro. La han... cortejado. Y ahora ella va y...
Carmen asintió.
—He quedado con Morales. Intentaré convencerlo de que me acompañe a la Casa de los Cuervo y sacaremos a Uve de allí.
—Vete.
—¿Estás segura?
—Vete —repitió ella—. Salva a Uve y vuelve.
Iván contuvo una sonrisa. De pronto se sintió en medio de algo imposible, irreal. Como si acabara de convertirse en el héroe de alguna de sus malas novelas favoritas.
—Eres... increíble —dijo.
Carmen sonrió.
—No. Sólo bastante improbable —respondió, usando las mismas palabras que Paloma había usado conmigo no hacía mucho.
En aquellos momentos, me dijo, habría caído a sus pies y habría hecho todo cuanto ella quisiera.
Bueno, en realidad eso es lo que acabó haciendo, más o menos.
Sin embargo, no fue a buscarme, no inmediatamente, al menos.
Había quedado con Morales en un parque cercano, pero no se esperaba lo que encontró al llegar: una media docena de coches y cerca de veinte tipos con pinta de madero divididos en varios corrillos que no paraban de murmurar y que daban un mal rollo bastante intenso. Morales estaba en uno de los corrillos, y a Iván le costó algún tiempo dar con él.
—¿Dónde está Uve? —preguntó Morales antes de que Iván hubiera tenido tiempo de saludar.
—Bueno, no sé si debería contártelo —fue la respuesta de Iván, pese a que había ido precisamente a eso—. No sabía que hoy era la fiesta de la policía. Y, la verdad, no estoy muy seguro...
—Déjate de chorradas —dijo Morales.
Estaba serio, casi fúnebre, me dijo Iván. Morales y él nunca habían sido grandes amigos. En realidad, se soportaban, más que otra cosa. Lo único que tenían en común era yo.
Iván se lo pensó unos momentos y acabó contándole a Morales adónde había ido.
—La Casa de los Cuervo. ¿Es allí donde hacen esas muñecas?
Iván asintió.
—Y ella ha decidido hacerles una visita. Y habrá entrado andando y por la puerta principal. Con dos cojones.
—Algo así.
—Ya veo que has intentado impedírselo.
Iván se encogió de hombros, no muy cómodo con las palabras de Morales. Al fin y al cabo, tenía razón. ¿Por qué no había intentado quitarme de la cabeza la estúpida idea de ir allí? ¿Por qué ni siquiera lo había considerado?
Básicamente porque cuando salíamos de la iglesia del padre Goróspide estaba muerto de miedo. Aterrado. En su mente no había sitio para nada más en aquellos momentos. Su mundo entero se había convertido en un escenario en penumbra lleno de cosas amenazadoras por todas partes. De hecho, cuando le dije que iría con Tomás a la casa, su alivio fue palpable.
Iván no era un cobarde. No cuando conseguía asimilar las cosas y se ponía en la dirección correcta. O, como en este caso, alguien lo orientaba hacia allí. Hecho eso, alcanzada una decisión, el miedo ya no importaba. Estaba allí, claro, y no se iba jamás, pero dejaba de ser quien decidía por él.
—Bueno, nadie es perfecto —fue su respuesta a las palabras de Morales—. Igual tardo en darme cuenta de las cosas un poco más de lo conveniente, pero...
Morales apartó sus palabras con un gesto despectivo.
—Sí, vale.
Dio media vuelta mientras fruncía el ceño, tratando de tomar una decisión. Tenía que encontrarme. En parte había salido aquella noche pensando en eso. Pero también lo había hecho con otro propósito, y estaba tratando de decidir qué era prioritario.
Meneó la cabeza y miró de nuevo a Iván.
—Tendrá que esperar —dijo—. Se las apañará, al fin y al cabo. Siempre lo hace. Ahora hay otras cosas bastante más urgentes.
Iván no preguntó de qué estaba hablando. En silencio, tras una larga mirada a Morales y sus acompañantes, asintió muy despacio.
—Las muñecas —dijo.
—Las muñecas —corroboró Morales—. He destruido todas las que encontré en el hospital. Y luego... —Parecía incómodo—. Bueno, me las he apañado para recordar todos los favores que me debían e inventarme unos cuantos. —Señaló al resto de los policías con un ademán—. Destruiremos esas puñeteras cosas aunque tengamos que ir casa por casa.
Iván enarcó una ceja.
—Bueno, igual tenéis que hacer precisamente eso —dijo.
—Ya. ¿Vienes, o sigues tu camino?
Iván lo pensó unos instantes.
—Voy —acabó diciendo.
Iván me contó luego que no estaba muy seguro de por qué acabó yendo con Morales. ¿La confianza que daba la manada? ¿El pensamiento de que, si estaba metida en un apuro, poco podría haber hecho para ayudarme, pero al menos podía aportar su granito de arena reventando muñecas? Seguramente una mezcla de ambas cosas, y algo más.
La misión en la que Morales se había embarcado, por otra parte, se acercaba a lo imposible. Detener a los vendedores callejeros, requisar sus muñecas y destruirlas no iba a resultar demasiado difícil. Pero ¿qué pasaba con todas las que se habían vendido? ¿Cómo iba a localizar dónde estaban? ¿Acaso esperaba ir casa por casa llamando a la puerta y preguntando si habían comprado una muñeca de trapo a una andina en la calle?
Aquello podía llevarle semanas. Y si de algo estaba seguro Morales era de que no se podía permitir ese tiempo. Había que destruir las muñecas y había que hacerlo ya. Aquella misma noche, a ser posible.
Pero ¿cómo?
Iván, en el asiento de al lado del conductor pensaba poco más o menos lo mismo. De vez en cuando, por el retrovisor, les echaba un vistazo a los dos tipos que los acompañaban en los asientos traseros.
Morales decidió empezar por lo fácil. Una calle peatonal, un parque, la explanada frente al teatro, el paseo junto a los muelles deportivos...
Las caras de los manteros debieron de ser todo un poema, mientras un ejército de policías de paisano dejaban de lado sus cedés, sus bolsos, sus deuvedés, sus relojes, sus pañuelos, sus encendedores y sus paraguas y se lanzaban sobre los inofensivos andinos que miraban a ninguna parte con rostro inexpresivo rodeados de su inofensiva artesanía.
Ninguno opuso mucha resistencia, como si todo aquello no fuese con ellos o estuvieran a mitad de camino de un universo distinto.
En poco más de hora y media se habían pateado los principales lugares de venta callejera y los maleteros de los coches estaban repletos de muñecas quitapenas.
—Y fue en ese momento cuando pasó lo más gracioso —me dijo Iván—. Porque te aseguro, Uve, que lo último que esperábamos ver, mientras tratábamos de decidir dónde íbamos a quemar todo aquello, era a media docena de japoneses bajarse de una furgoneta, entrar en uno de los edificios frente al parque y salir a los pocos minutos con un par de bolsas de basura llenas de... bueno, ya te lo imaginas.
Sí, claro que me lo imaginaba. O, al menos podía hacerme una idea.
—¿Qué demonios? —había preguntado Morales cuando los orientales descendieron del vehículo.
Se movían con una precisión casi militar y una economía de gestos un tanto inquietante. Vestían de un modo anodino, gris, tan poco notable como sus rostros inexpresivos.
Morales hizo ademán de dirigirse hacia ellos. Iván, sin estar del todo seguro de lo que hacía, lo detuvo.
—Espera —dijo.
—¿Qué...?
—No lo sé —respondió Iván—. Pero sospecho que no tardaremos en enterarnos.
Morales dudó unos instantes, pero acabó haciendo lo que Iván le pedía. Cuando los japoneses salieron de nuevo del edificio, éste dijo:
—Vamos. —E indicó con un gesto a Morales que lo siguiera sólo él.
Éste habló un momento con el resto de los policías y luego cruzó la calle acompañado de Iván.
Los japoneses estaban metiendo las bolsas de basura en el interior de la furgoneta y, al darse cuenta de que alguien se acercaba, se quedaron completamente inmóviles. Sus rostros seguían siendo inexpresivos, pero había algo en ellos ligeramente amenazante. Iván vio que todos llevaban a la espalda lo que parecía una planera.
—Pero habría apostado mi vida a que no había planos dentro de aquello, Uve.
Y no la habría perdido.
Se detuvo a un par de metros de ellos y Morales, algo rezagado, hizo lo mismo. Lentamente, inclinó la cabeza y los saludó en japonés. Muy despacio, ellos le devolvieron el gesto y el saludo.
—¿Koko de Taira-san ga imasu ka? —preguntó Iván después.
Era un tiro al aire. Una corazonada que, en realidad, no tenía demasiado sentido. Y sin embargo...
El grupo se hizo a un lado y un hombrecillo menudo con el ceño fruncido se acercó a Iván. Inclinó la cabeza y luego empezó a hablar en japonés a una velocidad endemoniada y con ese tono de voz autoritario que siempre los hace parecer enfadados.
—Gomen nasai —se disculpó Iván—. Pero me temo que mi japonés se terminó hace tres o cuatro palabras. Soy...
—Amigo de Viola —dijo Taira—. Sí.
Perceptivo el amarillito, se dijo Iván. Bueno, al fin y al cabo, si él se acordaba de Taira (Iván había pasado por el gimnasio a buscarme un par de veces), no tenía nada de raro que el otro lo recordase a él.
—No quisiera ser descortés, pero eso que llevan en las bolsas ¿no serán muñecas quitapenas, por un casual?
Por un instante, Iván creyó que Taira iba a sonreír. Sin embargo, su expresión no se alteró cuando dijo:
—No. —Una pausa deliberadamente larga—. No es por un casual. Y sí, son muñecas quitapenas.
Si lo que Iván me contó era una crónica medianamente fidedigna de su conversación con Taira, resulta que el muy hijo de perra estaba intercambiando con él más palabras en dos minutos que conmigo en más de dos años. Bueno, a aquellas alturas ya ni siquiera me sorprendía.
No mucho.
Taira hizo un gesto a uno de sus hombres y éste abrió las puertas de atrás de la furgoneta. Había cerca de veinte bolsas de basura, todas llenas.
Iván se mordió el labio. Miró a Morales y disfrutó de la expresión de desconcierto en el rostro del policía.
—¿Y acierto al suponer —dijo luego, dirigiéndose a Taira— que son capaces de localizar de algún modo dónde están las muñecas?
—Acierta —respondió Taira.
—Joder —se le escapó a Iván.
Taira miraba ahora al otro lado de la calle, al grupo de coches aparcados junto al parque y a los hombres alrededor de los vehículos. Miró luego a Morales y, finalmente, a Iván.
—¿Policías? —preguntó.
Iván asintió.
—¿Por muñecas?
Nuevo asentimiento.
Taira frunció el ceño. Habló en japonés con uno de sus hombres. Éste subió a la furgoneta y volvió poco después, negando con la cabeza.
—No han tenido mucha suerte.
Iván se encogió de hombros.
—Bueno, llevamos los maleteros repletos de muñecas —dijo—. Más o menos nos las hemos apañado.
Taira frunció el ceño otra vez. Comprendió de repente:
—Las inactivas —dijo—. Los vendedores callejeros.
—Así es.
—Inofensivas —dijo Taira—. Aunque no viene mal quitarlas de circulación. Gracias.
Iván se mordió el labio. Miró de nuevo a Morales. Éste parecía estar haciendo verdaderos esfuerzos por contenerse.
—¿Podemos ayudarlos? —preguntó Iván.
Dio la impresión otra vez de que Taira iba a sonreír. De nuevo su gesto se mantuvo igual.
—¿O ayudarlos nosotros a ustedes? —preguntó, en un tono en el que sólo había un ligerísimo asomo de ironía.
—Ustedes a nosotros, nosotros a ustedes. Qué más da. Quién se fija en esas cosas —farfulló Iván apresuradamente—. Podemos colaborar.
Taira miró a sus hombres. Miró a Iván. Miró la mandíbula crispada de Morales. Miró hacia el parque.
—Sí —dijo al fin.
Lo que siguió fue... Iván no sabía si calificarlo de pesadilla o de alucinación. Quizá las dos cosas.
La reacción de Morales fue de incredulidad. Iván intentó explicarle por qué aquellos japoneses sabían lo de las muñecas quitapenas, cómo eran capaces de encontrarlas y por qué las estaban destruyendo.
Claro que Iván no lo sabía. En realidad, no. Al verlo, su mente se había llenado de conjeturas disparatadas e ideas locas que no había tenido valor para dejar a un lado. Había hecho bien, tal como comprobaba ahora, pero en realidad había actuado en base a una corazonada.
¿Cómo le explicas eso a un policía que está acostumbrado a tener los pies bien plantados en el suelo y desconfía de las corazonadas tanto como... bueno, yo qué sé, como una persona normal de un funcionario amable?
Claro que por otro lado, se dijo Iván, también era un policía que estaba dispuesto a quemar una muñeca de trapo sólo porque yo se lo había dicho, y que ahora mismo se había metido en una cruzada personal para destruir todas las que encontrase. Morales podía creer en lo que fuese. Y seguramente prefería no plantearse realmente lo que estaba pasando. Pero estaba claro que consideraba las muñecas un peligro real y palpable y que haría todo lo que estuviera en su mano para destruirlas.
Así que, medio improvisando y medio inventando (y rogando por que sus embustes acabaran encontrando la realidad de un modo u otro, tarde o temprano) lo convenció para que dejase que los japoneses fueran sus guías aquella noche.
Mientras hablaba con Morales no pudo por menos de preguntarse cómo se las habían apañado aquellos tipos para entrar en una casa particular y convencer a sus ocupantes de que les dieran las muñecas.
¿Hipnotismo?
¿Persuasión oriental?
¿Poder mental jedi?
Qué más daba. Además, estaba a punto de comprobarlo en vivo y en directo. Se sorprendió al descubrirse extrañamente contento, alegre, como si todo aquello no fuera más que una juerga enloquecida o una fiesta que se hubiese desmadrado.
Así que recorrieron la ciudad. Media docena de coches de policía y una furgoneta con seis japoneses.
El circo ha llegado a la ciudad, amigos y vecinos, pensaba Iván, en una mala imitación del estilo de Stephen King. ¡Acercaos, niños y niñas! ¡Traednos vuestras muñecas y a cambio os proporcionaremos dos horas de diversión trepidante y amenazas de muerte! ¡Y si tenéis suerte, puede que hasta el payaso Pennywise, también conocido como Bob Gray, se una a la fiesta! ¡Vamos, a qué esperáis!
La furgoneta era su vara de zahorí, su detector de metales, su GPS. Llegaban a una manzana de edificios y uno de los japoneses se acercaba a Morales y, en el mismo tono de voz en el que habría pedido un juego de cuchillos para sushi o preguntado una dirección, le iba recitando los pisos y las puertas en las que había alguna de aquellas muñecas. Luego, todos se distribuían y empezaba la danza.
Iván fue con ellos, al principio. Algunas personas les daban las muñecas sin vacilar, como si fueran vagamente conscientes de la amenaza que representaban. Otras, perplejas, respondían sin embargo a la autoridad de un placa sujeta con mano firme y tras la que había un rostro ceñudo de aire autoritario. Pero muchas negaban tener muñeca alguna, o directamente se oponían a entregarlas.
No tardó en cansarse de todo aquello. La vez siguiente se quedó junto a Morales y Taira en la calle, esperando a que los demás terminasen el trabajo.
—Se nos va a acabar el espacio —dijo mientras Morales encendía un cigarrillo.
—Puedo conseguir más vehículos —respondió éste.
—No será necesario —dijo Taira.
Lo que propuso después tenía sentido. Tras la siguiente recolección, los policías irían a algún lugar aislado y quemarían sus... existencias, mientras Taira y sus hombres seguían con su labor. Cuando hubieran acabado se reunirían todos otra vez y continuarían con el asunto.
Morales asintió.
—De acuerdo —dijo—. Pero yo me quedo con ustedes.
No lo decía en un tono desconfiado. Seguramente a aquellas alturas ya no le quedaban fuerzas para desconfiar o tener dudas. Se había metido en algo que no terminaba de creer y que no comprendía muy bien. Y lo único que quería era terminarlo cuanto antes y volver a casa.
Los policías se fueron. Iván y Morales se acomodaron en la furgoneta y continuaron buscando muñecas.
Poco a poco, las bolsas de basura se iban llenando. Lentamente, el número de muñecas iba menguando.
Yo no lo sabía. Y de haberlo sabido, no me habría importado gran cosa. En aquel momento estaba demasiado ocupada uniéndome a una orgía sin fin.
Pero lo cierto es que lo que hicieron Iván, Morales y Taira aquella noche salvó mi vida y, seguramente, la de Tomás.
Porque a medida que el número de muñecas disminuía, también lo hacía la influencia que aquella... cosa lasciva y brillante ejercía sobre mí. Cuantas menos muñecas había, más era yo misma, mejor podía pensar.
Así que su deambular por la ciudad me salvó. Y creo que nos salvó a todos. Ishtar obtenía su fuerza de nosotros, la acrecentaba a base de nuestra... vida, nuestras emociones, nuestra capacidad de decisión. Y las muñecas eran el intermediario que drenaba todo aquello y se lo transmitía a la diosa.
O al yinn. O al demiurgo. O al monstruo.
—Y bien, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Iván.
Taira les había asegurado que el trabajo más importante estaba hecho. Apenas quedaban muñecas quitapenas en la ciudad. Y sus hombres podían encargarse de las pocas que hubiese. Morales había acogido sus palabras con el rostro ceñudo, pero no había puesto ninguna objeción.
—Viola-san —dijo Taira.
Y sólo en ese momento Iván se dio cuenta de que se había olvidado de mí. De que, sumido en aquella absurda misión de recolectar muñecas de trapo, había dejado de pensar en dónde estaba yo, qué estaba haciendo y en qué lío me habría metido.
Se llevó la mano a la frente como si se hubiera olvidado los donuts o la cartera y lanzó una maldición.
—¡Joder! ¡Uve!
—Está en la casa —dijo Taira. No era una pregunta.
—Sí —respondió Iván, sin embargo.
Taira asintió.
—Actuar primero y pensar después —murmuró—. Era de esperar.
—Un momento, un momento —intervino Morales tras encender un cigarrillo—. A ver si consigo aclararme un poco, por favor.
Miró a su alrededor, como si la ciudad se hubiera convertido en un territorio desconocido y no demasiado amistoso.
—No sé qué está pasando aquí, ¿vale? No tengo ni idea de... Pero Uve me dijo que esas muñecas estaban matando a mis hijas y... bueno, joder, era verdad. O lo parecía. O...
Se detuvo, de repente. Las palabras estaban allí. Simplemente, no se atrevía a pronunciarlas.
—Así que vale, de acuerdo, requisamos todas las puñeteras muñecas, las quemamos, nos deshacemos de ellas, lo que sea. De acuerdo. Había que hacerlo y se ha hecho. —Alzó una mano—. No, no quiero explicaciones. No quiero saber lo que pasa. Porque si lo sé, tendré que llegar a la conclusión de que todos nos hemos vuelto locos, ¿de acuerdo?
Taira asintió. Iván permaneció inmóvil.
—Había que hacerlo y lo hemos hecho. ¿Qué más?
Iván tomó aire.
—La secta que ha comprado la Casa de los Cuervo está detrás de todo esto. Son ellos los que fabricaban las muñecas. Uve está allí. Tenemos que ir a buscarla.
Morales asintió.
—Perfecto. Suficiente para mí. Iremos por ella. La sacaremos de allí y... —miró a Taira, casi implorante—, y se habrá acabado. Para mí, se habrá terminado.
Taira volvió a asentir. Iván lo imitó.
—Vamos —dijo Morales—. Vosotros dos venís conmigo.
Miró a su alrededor, dudando sobre si llevarse a sus hombres con él o no. Acabó por decidir que no estaría de más y les explicó brevemente adónde iban.
Lo más sorprendente de todo, me diría Iván más tarde, no era que hubieran estado pateándose la ciudad para requisar y quemar muñecas, ni que por el camino se hubieran encontrado con un grupo de japoneses empeñados en lo mismo.
No, lo más increíble era la calma antinatural con la que los policías amigos de Morales se tomaban todo aquello. Sin vacilaciones, sin preguntas, sin pararse a pensar qué hacían ni por qué. Simplemente cumplían las órdenes de Morales, con eficacia y en silencio.
—Y no lo entiendo, ¿sabes? De todo lo que pasó esta noche es lo que menos entiendo.
Pero así era. Ni Iván ni yo supimos nunca qué les había contado Morales a sus compañeros, cómo los había convencido ni de qué favores había echado mano para conseguir su ayuda. Simplemente, estaban allí y hacían lo que se les decía.
—Era como el puñetero ataque de los clones —me dijo Iván más tarde.
Dejaron a un par de policías supervisando la quema de las muñecas requisadas y Taira dio instrucciones a sus hombres sobre lo que debían hacer.
Luego, con el coche de Morales abriendo camino, el resto se fue hacia la casa de los Cuervo.
Recorrieron un barrio de San Andrés que estaba totalmente en silencio, abandonado, como si en él no hubiera vivido nunca nadie. Divisaron un resplandor rosado un par de manzanas más allá y, de pronto, se dieron de narices con un coche de bomberos intentando controlar el incendio que estaba devorando la parroquia.
Iván trató de encontrar al padre Goróspide entre las personas que contemplaban el incendio, pero no vio rastro alguno de él: sólo una iglesia en llamas y los bomberos luchando contra ellas con poca fortuna.
El incendio no tardó en quedar atrás. La casona de los Cuervo se iba acercando.
Como la caballería en las películas de vaqueros, llegaron cuando casi había acabado todo, con el tiempo justo para vernos salir de la casa a Tomás a y mí y a ésta desmoronarse en medio de un caos de carreras y voces.
A salvo en el coche de Morales, dejamos aquel lugar y volvimos a la ciudad, al desguace de coches donde los policías habían apilado las muñecas y las estaban quemando. La hoguera seguía, alimentada de vez en cuando por nuevas remesas que traían los hombres de Taira.
—¿Faltan muchas? —preguntó Morales.
Taira se encogió de hombros.
—Unos días —dijo—. Quizá no haga falta recuperarlas todas, pero...
—Mejor nos aseguramos —terminó Morales.
Taira asintió.
—¿Y qué hacemos mientras tanto?
Taira miró a su alrededor. Sus ojos encontraron los míos y no sé muy bien lo que vieron en ellos. Luego se fijó en Tomás y contempló de un modo distraído a Iván.
—Un baño. Un refugio. Un descanso por una noche —dijo al fin—. Comparar notas. Y preparar el próximo asalto.
Morales se lo pensó unos instantes.
—No estoy muy seguro de que vaya a participar en eso —terminó diciendo—. Pero los llevaré a donde me digan y oiré lo que tengan que decir. Luego... ya veremos.
—Razonable —dijo Taira.
—Amigo —dijo Morales mientras encendía un cigarrillo—, «razonable» es la última palabra que yo habría usado para describir este maldito asunto.
Taira se quitó las gafas y se las limpió en silencio. Volvió a ponérselas y miró al policía:
—¿Vamos? —preguntó.
Y fuimos.
Yo ya conocía el lugar, por supuesto; al fin y al cabo había estado en él aquella misma mañana, pero para los demás fue toda una sorpresa. Creo que especialmente para Iván, quien estaba encantado ante el paisaje que se abrió a sus ojos en cuanto hubimos cruzado el muro que protegía la propiedad de Taira.
—Joder —se le escapó mientras salíamos del coche.
Iesu salió a recibirnos. Al ver el estado en que veníamos Tomás y yo, dijo:
—Diré que preparen un baño. Creo que les hará falta.
La expresión de mi rostro fue bastante elocuente.