10
Todo había ido bien, al principio
Las luces crean sombras
Algo sobre un harén
La chica tenía redaños
La curvatura de la Tierra Media
Necesito una copa
En el lado derecho
Una bolsa de basura
Me doy cuenta enseguida de que ya no hace frío. Al contrario, la temperatura sube con cada paso que doy y no tardo en empezar a sudar.
El camino sigue colina abajo y muere en una cañada cruzada por un arroyo.
La luna sale de repente y lo ilumina todo. A su luz fría y distante, casi burlona, lo que me rodea parece detenido en el tiempo, el paisaje de una mala fotografía.
Cruzo el arroyo y encuentro de nuevo el camino, que ahora asciende. No tardo en ver hacia dónde.
La casa. Reconozco la casa, y es el último lugar al que querría ir. En la casa es donde están ellas, con sus sonrisas cosidas y sus piececitos de palo. Seguir hacia la casa es ir a su encuentro.
Y ellas me están esperando, lo noto.
Me presienten.
Sonríen.
Aquello que estaba sonando podía ser una alarma contra incendios o el timbre del móvil. Acabé decidiendo que era lo segundo, logré despertar y, medio a tientas, busqué el maldito teléfono por toda la mesita de noche.
—¿Viola?
Era una voz femenina que me resultaba vagamente conocida, pero que no conseguía identificar.
—Sí —mascullé mientras encendía la luz—. ¿Quién es?
—Carmen.
¿Carmen? ¿Qué Carmen? De algún modo, las cosas terminaron de encajar en mi cabeza y me di cuenta de quién era.
—¿Qué pasa?
—Es Iván. Tienes que venir. No para de... —Hizo una pausa y me pareció que estaba intentando contener las lágrimas—. Tienes que venir, por favor.
—Claro —dije mientras salía de la cama y buscaba mi ropa—. ¿Estáis en su casa?
—No. —Una nueva pausa—. En el hospital.
El teléfono estuvo a punto de caérseme. Logré agarrarlo de milagro.
—¿Qué coño ha pasado?
—No lo sé. No consiguen calmarlo. No...
—No importa. Voy para allá. Llegaré lo más rápido que pueda.
Lo más rápido que pude fueron veinte minutos y, en ese tiempo, creo que me comí una docena de semáforos y me salté todos los límites de velocidad.
Entré por urgencias, que a esas horas era la única parte abierta al público del hospital, y no tardé en ver a Carmen, paseando de un lado a otro de la sala de espera, con los ojos enrojecidos, un pañuelo de papel en la mano y el rostro a medio camino entre el miedo y la incomprensión. Me vio llegar y se abalanzó hacia mí.
—¡Gracias a Dios! —dijo mientras me abrazaba—. Ya no sabía qué hacer. No...
Se detuvo y sus ojos se convirtieron en un torrente. La sujeté por los brazos y me la llevé a un lado. La hice sentarse y esperé a que se tranquilizara un poco.
—¿Mejor? —pregunté.
Asintió, aunque no lo parecía.
—Vale, ahora cuéntamelo todo.
No le llevó mucho tiempo ponerme en antecedentes. Iván la había llamado al mediodía y habían quedado aquella tarde en su casa. Todo había ido bien, al principio. Una tarde casi perfecta, según sus propias palabras.
—Luego, cuando estábamos durmiendo...
Iván había empezado a gritar, a moverse y a patalear. Aullaba sin parar frases incomprensibles y se revolvía como si quisiera quitarse algo de encima.
—Era como la niña de El exorcista —decía Carmen—. Parecía poseído. Y no lograba despertarlo.
Pero al fin lo consiguió. De algún modo se las apañó para hacerlo volver de dondequiera que estuviese.
—Abrió los ojos y al principio no me reconoció. Fue... horrible, como si no supiese quién era ni qué hacía allí, por qué estaba con él, cómo me había metido en su cama. Fue... —Tomó aire, intentando no dejarse llevar—. Y luego volvió a ser el Iván de siempre.
No recordaba nada de lo ocurrido y parecía totalmente normal. Hablaron un rato, volvieron a tumbarse y apagaron la luz.
—Y entonces empezó todo de nuevo. Y esta vez ni siquiera estaba dormido.
Gritos, aullidos, pataleos. En cuanto la luz se fue, Iván se convirtió en una bestia acorralada. Carmen encendió la luz y los gritos cesaron. Pero Iván ya no estaba normal: jadeaba y en sus ojos abiertos no había otra cosa que miedo.
A partir de entonces, todo había ido empeorando. Ya ni siquiera las luces conseguían tranquilizarlo. Al fin y al cabo, las luces crean sombras, y ante cada sombra Iván reaccionaba con un grito de horror y un salto. Nada de lo que ella hacía para calmarlo tenía el menor efecto y, a medida que transcurría la noche, todo iba a peor.
—No sabes lo que me ha costado traerlo hasta aquí.
Podía imaginarlo. Era como tener un niño de ochenta kilos muerto de miedo e incapaz de decir lo que pasaba. Carmen tenía que haberle echado muchas narices para sacarlo de casa, conseguir meterlo en el coche y conducir con él al lado hasta el hospital.
Buena chica, me dije.
—¿Dónde está ahora?
—Dentro. No sé. Quedaron en avisarme si había algún cambio.
Tomé aire.
—Pero no lo ha habido, ¿verdad? Lo han atiborrado a sedantes pero sigue igual.
Si había esperado algún gesto de sorpresa por su parte, me quedé chasqueada.
—La última vez que lo vi estaba en la habitación más iluminada que han podido encontrar —dijo—. Tenía un gotero por el que le estaban metiendo de todo. —Se mordió el labio—. Le habían atado las manos a la cama y ya no se movía tanto como antes, pero seguía respirando como si... Tenía los ojos abiertos, miraba a los lados continuamente, y todo lo que veía lo estaba asustando de un modo... no sé explicarlo.
Yo sí sabía, claro. Y me maldije a mí misma por no haber anticipado aquello. Claro que ¿cómo iba a haberlo hecho?
Parecía normal, ¿no? Estaba asustado, lleno de temores absurdos, pero se las iba apañando para vivir con aquello, para sobreponerse. Eso fue lo que creí.
Estúpida, me dije.
La puerta que comunicaba con el hospital se abrió y alguien se acercó a nosotras. Carmen alzó la vista y se puso en pie.
—¿Cómo está?
El médico dudó unos momentos.
—Descansa —dijo—. Pero no sé durante cuánto tiempo lo hará. La dosis de sedantes que le hemos administrado debería bastar para hacer dormir a un elefante, pero lo único que hemos conseguido es que se tranquilice un poco. Está adormilado, aunque consciente. Y temo que el efecto no tarde en pasársele. No sé qué podemos hacer.
Muy comunicativo, pensé. Demasiado para un médico, y más teniendo en cuenta que ni Carmen ni yo éramos parientes de Iván y, por tanto, no tenía por qué contarnos nada.
—De verdad, Carmen, nunca he visto nada igual —añadió, confirmando lo que sospechaba—. Tendría que estar casi en coma, con lo que le hemos dado. Es increíble.
—¿Podemos verlo? —pregunté.
Él interrogó a Carmen con la mirada y ella asintió imperceptiblemente.
—Claro, pero no estéis mucho tiempo. —Nos indicó que lo siguiéramos y echó a andar, meneando la cabeza—. No sé qué vamos a hacer si lo que le hemos dado no basta. No tengo ni idea...
Guardó silencio mientras lo seguíamos por los pasillos del hospital. Se detuvo junto a una habitación con la puerta entreabierta.
—Tengo que seguir con mi ronda —dijo—. Volveré en unos minutos. Y para cualquier cosa, llamad a la enfermera.
Carmen asintió y le dio las gracias.
Entramos. La habitación había sido iluminada a conciencia, buscando un modo de hacer desaparecer cualquier posibilidad de sombra. No habían tenido éxito del todo, y mientras parpadeaba tratando de acostumbrarme y de que los ojos no me lagrimearan ante tanta luz, me pregunté a qué habría estado destinado aquel cuarto originalmente. Desde luego, no parecía una habitación de hospital.
Iván estaba en la cama, con los brazos atados a ella. Tenía los ojos medio cerrados y su respiración era la de alguien agotado. Al sentirnos entrar volvió la cabeza poco a poco en nuestra dirección. Intentó sonreír al vernos, y hasta aquel gesto mínimo parecía costarle demasiado esfuerzo.
—Uve —murmuró—. ¿Qué haces...?
La voz se le rompió a mitad de la pregunta.
—La he llamado yo —dijo Carmen.
—Vaya —consiguió decir él.
Nos sentamos cada una a un lado de la cama. Intentó sonreír otra vez. Articuló un par de palabras, pero lo hizo tan bajo que apenas pudimos oír lo que decía. Algo sobre un harén, en todo caso.
Vi que Carmen sonreía al comentario y lo llamaba idiota. Decidí en ese instante que la chica me gustaba. No para mí. Bueno, tal vez también, pero en aquellos momentos en mí era lo último en que estaba pensando.
—Estoy... jodido —dijo Iván con voz pastosa.
Lo estaba, desde luego.
—Puto... Mastro... piero.
Me di cuenta de que Carmen parecía saber de qué estaba hablando Iván. No me sorprendió demasiado, en realidad.
El médico volvió algo después y asomó con cuidado la cabeza por la puerta. Suspiró aliviado al ver que todo estaba en calma y entró en la habitación. Comprobó el gotero y luego le tomó el pulso a Iván y midió la reacción de sus ojos a la luz. Estuve a punto de decirle que el problema no era la luz, sino las sombras, pero me mordí la lengua a tiempo.
—Parece que está bastante estable —dijo sin hablar con nadie en particular—. Si se mantiene así en las próximas horas, podremos ir reduciéndole la dosis.
—¿Podemos quedarnos? —preguntó Carmen.
Él dudó unos instantes.
—En realidad, no deberíais —dijo—. Pero, bueno, supongo que podremos hacer una excepción. Eso sí, procurad ser discretas.
Intercambiaron después un poco de cháchara trivial sobre algunos conocidos y volvió con su ronda.
—Menos mal que Héctor estaba de guardia —dijo Carmen, algo más tarde—. No habría sabido qué hacer si no. —Dudó un momento—. Es mi ex —añadió luego.
La verdad es que me importaba un pimiento que fuera su ex, su marido, su contable o su hermano. Pero asentí comprensivamente y dije algo que ya no recuerdo y que seguramente no significaba nada.
El tiempo fue pasando perezosamente, e Iván se mantenía estable. El tal Héctor volvió un par de horas más tarde y, con un cuidado exquisito, redujo la dosis en el gotero. Una hora después la redujo otra vez.
Para el amanecer, Iván seguía sin dar muestra de ninguna reacción histérica ante las sombras y ya era capaz de hablar con cierta normalidad. De lo que parecía incapaz era de hablar en serio, pero ésa había sido siempre su forma de enfrentarse a las crisis, al fin y al cabo: hacer el payaso. Bueno, eso o quedarse totalmente parado sin saber qué hacer ni qué decir. Confieso que no sé muy bien cuál de las dos cosas prefería.
A la hora de comer pudimos llevarnos a Iván a casa. Héctor no estaba muy convencido, pero Carmen se las apañó bastante bien para persuadirlo. Iván llevaba casi desde el desayuno sin sedantes y se había comportado de forma normal durante toda la mañana, al fin y al cabo.
Antes de irnos vi que Héctor le pasaba a Carmen una bolsa y le decía algo al oído. Ella asintió, con una sonrisa, y lo recompensó con un «gracias» a media voz y un beso rápido en los labios.
Fuimos en mi coche. La verdad es que no me lo podía creer cuando en el parking del hospital le pregunté a Carmen dónde tenía el suyo y ella me dijo que habían venido en un taxi. ¿Se las había apañado para meter a Iván en un taxi en aquel estado y, sobre todo, para conseguir que el taxista los llevara? La chica tenía redaños, desde luego.
Mi idea era llevarlos hasta casa de Iván y dejarlos allí. No porque no estuviera preocupada o no quisiera quedarme, sino porque (salvo excepciones muy concretas y generalmente fugaces) tres son multitud y lo último que quería ser era la tercera en discordia.
Sin embargo, Carmen insistió en que subiera con ellos, e Iván, todavía débil, se mostró de acuerdo con todo el entusiasmo que pudo reunir.
Así que subí.
Los primeros minutos fueron extraños. Al fin y al cabo, el piso de Iván era mi territorio casi tanto como mi propia casa y enfrente tenía a una hembra alfa (que camuflaba con bastante éxito su naturaleza bajo unas maneras tranquilas y un comportamiento sosegado que no me había engañado durante mucho tiempo) con la que no tenía demasiadas ganas de vérmelas en aquel momento. Bueno, y en ningún otro, en realidad.
En realidad no sabía gran cosa de ella. Era la segunda vez que la veía y todas las ideas que me había formado de su carácter eran más instintivas que otra cosa. Sin embargo, aunque el instinto me puede fallar de vez en cuando con los hombres, rara vez lo hacía con las mujeres. Así que me fiaba de él.
Durante algún tiempo las dos nos movimos con un cuidado exquisito, cada una de nosotras intentando no pisar el territorio de la otra y, al mismo tiempo, marcando con claridad el nuestro. Iván asistía a todo aquello con un brillo socarrón en la mirada y el asomo no confirmado de una sonrisa en los labios. Era evidente que se lo estaba pasando de miedo y no pude por menos que recordar lo que había farfullado en el hospital sobre su «harén».
Al final, de algún modo, nos las apañamos para llegar a una especie de entente y encontrar un territorio común por el que las dos pudiéramos pasear sin sentirnos amenazadas. Tengo la sensación de que ella tenía más miedo de mí que yo de ella. No era tanto que pensase que, llegado el caso y puesto entre la espada y la pared, Iván me hubiese elegido a mí antes que a ella, sino algo un poco más sutil. Como si mi aprobación fuera algo necesario para que las cosas funcionaran entre ellos.
No estaba muy segura de que eso fuera del todo cierto. Pero no me atrevía a negarlo. Y en el fondo me gustaba pensar que era así, qué narices.
Comimos los tres juntos, aunque Iván no probó gran cosa. Ya no parecía embotado por los sedantes y, de hecho, estaba lo bastante lúcido para haber recuperado su humor infantil y su actitud de payaso. Pero era también evidente que estaba agotado. Se había pasado buena parte de la noche gritando, aullando y pataleando, y su cuerpo le estaba pidiendo a gritos que descansara.
Así que tomó un bocado aquí y otro allá, más por cortesía que por otra cosa y luego fue a tumbarse al sofá. Dejé que Carmen tomase asiento a su lado y yo lo hice en uno de los sillones.
Hablamos durante largo rato, sin llegar a ninguna parte.
Les conté buena parte de lo que había estado pensando aquellos días, todas y cada una de las teorías absurdas que se me habían ocurrido para explicar las historias a medio acabar y los rumores a medio confirmar que teníamos. Ellos lanzaron algunas teorías de su propia cosecha y lo cierto es que resultó refrescante ver a Carmen implicándose en el asunto. Parecía una conversa reciente a una nueva religión, llena de entusiasmo y ganas de agradar a la jerarquía.
Y en cierto modo lo era.
Cuando lo conocí, Iván se definió a sí mismo como un friqui orgulloso de serlo. Para mí, en aquella época, «friqui» era un término que estaba relacionado con ciertas criaturas patéticas que poblaban la telebasura y lo mismo podían decir que venían de un planeta de nombre ridículo y eran capaces de ver el futuro que afirmar que cantaban, no estaban operadas, o jamás se habían tirado a una vieja folklórica por su dinero.
—Entonces, ¿cuál es tu categoría de friqui? —le pregunté.
—Ya sabes, el adolescente pajillero, condenado a ser virgen de por vida, lleno de granos y cuya principal meta en la vida es conocer el radio exacto de Mundo Anillo, la curvatura de la Tierra Media o la velocidad a través del hiperespacio de la Estrella de la Muerte.
—Hmmm. Veo que de los granos ya te has librado. Y en cuanto a la adolescencia, diría que la dejaste olvidada por ahí hace ya algún tiempo.
Él había sonreído, y luego, en ese tono de estar pontificando sobre lo divino y lo humano que, a no tardar mucho, acabaría convirtiéndose en una de las cosas que más atractivas encontraba de él, dijo:
—Bueno, ésa es la imagen estándar del friqui. El cienciaficcionero. El comiquero. El fan de las dragonadas y los elfos. Ya sabes. El conanista y el frodomita. Metido en su afición como si fuera una religión y dispuesto a matar a quien se aparte del dogma que él considera correcto. Pero las cosas han evolucionado un poco. Ya se nos permite perder el acné, se nos deja follar (y hasta tener pareja y fundar una familia, fíjate) y, en algunos casos, hasta podemos hacernos mayores. Aunque nunca dejamos del todo de estar en la adolescencia.
—Bueno, sois hombres, al fin y al cabo.
—Ah, ésa es otra de las cosas que han cambiado. Los mundillos friquis empiezan a llenarse de mujeres. Y algunas no están nada mal.
—Debe de haber sido terrible.
—No te rías. Para algunos fue como si se acabase el mundo. Otros... bueno, nos las fuimos apañando. Yo diría que bastante bien.
A Iván le encantaba oírse hablar, ésa fue una de las primeras cosas de las que me di cuenta. Y, sin la menor duda, estaba encantado de haberse conocido. Al mismo tiempo (y eso era lo que hizo que me interesara por él, pese a todo) era capaz de no tomarse demasiado en serio a sí mismo. Y era, también, uno de los tipos más ferozmente autocríticos que he conocido.
También tenía algo más. Era adictivo. No sólo él, sino sus condenadas aficiones. No tardé en devorar aquellos libros de portadas chillonas, en quedarme hasta las tantas viendo series de televisión de aspecto cutre —cuando no casposo y directamente hortera—, en tragar anime a paletadas y en ponerme al día en todos los universos de superhéroes posibles.
Y me gustó. Iván decía que él había sacado del armario a la friqui que yo llevaba dentro y nunca me atreví a contradecirlo. Entre otras cosas porque tenía razón.
Y ahora estaba viendo cómo el proceso se repetía con Carmen. Tenía algo de divertido contemplarlo desde fuera y preguntarme, de paso, si yo habría tenido ese mismo aspecto. Seguramente sí, sobre todo al principio.
Así que allí estábamos los tres, lanzando al aire teorías conspiranoicas a cuál más absurda, creando refritos de situaciones y tramas que habíamos visto o leído y tratando de llevar todo aquello un paso más allá. Metidos en una especie de concurso en el que no había premios ni ganadores y en el que los tres competíamos por ver quién resultaba más extremo en lo absurdo de sus planteamientos.
Las horas fueron pasando. Iván, cada vez más cansado, apenas intervenía en la conversación. Carmen y yo seguíamos lanzando al aire teorías disparatadas, fingiendo una indiferencia que estábamos muy lejos de sentir. Las dos nos dábamos cuenta de lo que pasaba; ambas percibíamos las miradas de reojo que Iván lanzaba hacia el dormitorio, el modo en que luchaba consigo mismo y, una y otra vez, perdía.
De pronto, se levantó y dijo:
—Estoy agotado. Será mejor que me eche un rato.
Echó a andar hacia el dormitorio. Carmen y yo nos miramos y nos pusimos en pie casi a la vez. Iván nos detuvo con una sonrisa y un gesto desganado de la mano.
—Tranquilas —dijo—. Creo que puedo encontrar yo solo el camino. Y a lo mejor hasta soy capaz de ponerme el pijama sin ayuda.
Asentí. Carmen dudó unos segundos, pero no dijo nada. Nos sentamos mientras él desaparecía tras la puerta del cuarto. Lo oímos trastear por aquí y por allá y luego escuchamos un suspiro de alivio mientras se tumbaba en la cama.
Seguimos hablando, como si no hubiera pasado nada. Sin embargo, a la tercera vez que nuestras miradas se cruzaron para luego dirigirse hacia la puerta cerrada del dormitorio, no pudimos contener la risa.
—Esto es absurdo —dijo Carmen.
—Sí —asentí.
Pero ¿lo era? Y, aunque lo fuese...
—Es raro que no nos haya pedido que lo acompañemos, ¿verdad? —preguntó ella de repente.
Llevaba en pie desde las tres de la mañana del día anterior y no estaba en mi mejor momento, así que al principio no pillé lo que quería decir. Cuando lo hice, confieso que la idea no me resultó del todo desagradable.
—No creo que esté ahora mismo para atender a su harén —dije con una sonrisa.
—Pero seguro que está para que su harén lo atienda a él —replicó ella—. Al fin y al cabo, es un hombre. Le encanta dejarse hacer.
No había discusión posible, y menos si se refería a Iván. Volví a pensar en lo mucho que me gustaba Carmen. Sobre todo, en lo mucho que me gustaba para Iván.
Noté que parecía aliviada, como si algo acabara de romperse del todo, por fin, entre las dos.
—Qué tontería —murmuró.
No le pregunté a qué se refería. Era bastante obvio.
—Sí —dije—. Pero supongo que era inevitable.
Se desperezó y se puso en pie.
—Necesito una copa. O un café. O las dos cosas.
—Buena idea. Hago el café y te encargas del licor.
Fue una especie de ballet, las dos moviéndonos por una cocina que conocíamos casi tan bien como la nuestra y coordinándonos como si lleváramos toda la vida haciéndolo.
—¿Licor de manzana? ¿Crema de orujo? ¿Una cosa rara de color indefinido que no me atrevo a preguntar qué es?
—Crema de orujo —respondí mientras terminaba de echar el café, cerraba la cafetera y la ponía al fuego—. En cuanto a eso indefinido... creo que una vez fue licor de café. Hace por lo menos veinte años.
—¿Le parecerá mal si lo tiro?
Meneé la cabeza.
—Sólo si se entera. Y no creo que vaya a pasar.
Poco después, tras un café bien cargado y un par de chupitos de crema de orujo, Carmen me estaba confesando cuánto miedo me había tenido desde el momento mismo en que Iván empezó a hablarle de mí. Algo que, por supuesto, no me resultó ninguna novedad.
Le dije que no tenía nada que temer de mí, lo que era innecesario pero para ella fue un alivio.
—En realidad, ése es el menor de mis problemas. Tu aprobación sólo es el primer paso.
Fruncí el ceño.
—No te entiendo.
—Bueno, claro, es lógico. Creo que nunca has visto a Iván hablando de ti. Es como si... No sé cómo explicarlo. Pero se apresura a dejar bien claro lo importante que eres para él y el hecho de que no está dispuesto a renunciar a ti. Que si lo quieres a él, tú eres parte del pack. Y eso no es negociable. —Se encogió de hombros—. No lo dice con tantas palabras, ni de un modo tan claro, pero al final es eso lo que está diciendo. Y, no sé, no estaba segura de que pudiera cargar con todo el pack.
—¿Y ya lo estás?
—Eso creo.
—Brindo por eso.
Entrechocamos los vasos y apuramos el licor de un trago.
Casi amanecía cuando empezaron los golpes, y al principio estábamos demasiado ocupadas conociéndonos y gustándonos la una a la otra para darnos cuenta.
Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos levantamos a la vez y echamos a andar en dirección a la puerta del dormitorio. Al abrirla, un rectángulo de luz cayó sobre la cama e iluminó difusamente un bulto bajo las mantas que se agitaba de un lado a otro y saltaba como poseído por una especie de baile de san Vito. Carmen encendió la luz y el bulto cobró de repente la forma de Iván. Tenía los ojos cerrados, meneaba la cabeza de un lado a otro y agitaba los brazos, tratando de atrapar algo que no estaba allí.
Sin embargo, lo que más me sorprendió era que estaba en el lado derecho de la cama. Sí, suena absurdo, ahora mismo al decirlo me doy cuenta de que no tiene ningún sentido. Pero lo que en aquel momento me hizo estremecer fue darme cuenta de que el cuerpo de Iván —sin dejar de moverse, saltar y patalear— no abandonaba nunca la parte derecha de la cama.
Todos tenemos nuestras manías a la hora de dormir. E Iván, no importaba dónde estuviera, siempre tomaba el lado izquierdo del lecho. Lo he visto dormir en camas kilométricas en las que un equipo de fútbol podía tenderse con facilidad, acurrucado en la parte izquierda como si el resto fuera territorio prohibido.
Y ahora estaba a la derecha. Hecho un amasijo de aspavientos, golpes y saltos, pero a la derecha. Y, por absurdo que fuera, no podía quitarme de la cabeza la idea de que evitaba de modo deliberado la parte izquierda.
Todo esto pasó por mi cabeza en un par de segundos, el tiempo que nos tomó a Carmen y a mí llegar hasta él y tratar de tranquilizarlo.
Estaba dormido, o al menos tenía los ojos cerrados, y nada de cuanto hicimos consiguió despertarlo. Iván nunca había sido una persona especialmente fuerte, pero ahora mismo nos las veíamos y deseábamos para mantenerlo inmóvil.
Mascullaba. Algo incomprensible. Seguramente hebreo, me dije.
Carmen me pidió con la mirada que lo sujetase y, antes de que yo pudiera asentir, soltó su presa sobre Iván y abandonó la habitación. No tardó en volver. Se sentó en la parte de la cama que Iván insistía en dejar libre y abrió el estuche que había traído consigo. Capté el brillo de una aguja y, mientras ella alzaba en alto la jeringuilla y empezaba a llenarla con lo que supuse que era un sedante, vi el modo en que apretaba su mandíbula. Se movía de un modo lento, haciendo de cada gesto algo deliberado y preciso, y comprendí que estaba tratando de centrarse en el momento presente, en el instante concreto.
—Descúbrele el brazo —dijo con voz temblorosa.
Si entre las dos casi no podíamos sujetar a Iván, hacerlo yo sola me estaba dejando agotada. Sin embargo, me eché encima de él, me las apañé para pillarle el brazo y pude arremangarlo y hacer que estuviera más o menos inmóvil.
De un gesto rápido y medido, Carmen clavó la jeringuilla en el brazo y apretó el émbolo.
Al principio no pasó nada. Luego, poco a poco, sentí cómo el cuerpo de Iván se iba relajando bajo el mío. Sus murmullos frenéticos fueron perdiendo coherencia, si es que alguna vez la habían tenido, y su voz se fue volviendo pastosa. No tardó en quedarse inmóvil.
No del todo. A veces, como si sufriera un espasmo, pataleaba o lanzaba un manotazo. Y seguía mascullando algo incomprensible.
Vi a Carmen soltar el aire mientras guardaba la jeringuilla. Comprendí que aquello era lo que le había dado su ex novio.
—Le he puesto una dosis suficiente para dormir a dos personas —dijo. Medía cada palabra, y comprendí lo mucho que le estaba costando aquello—. Si no basta, no sé qué hacer.
Asentí y miré a Iván.
Parecía tranquilo, pero ¿durante cuánto tiempo?
—Esperaremos —dije.
Carmen se mordió el labio.
—¿Cuánto?
—No sé. Lo que haga falta.
No quería llevarlo de nuevo al hospital, y creo que a ella tampoco le hacía mucha gracia la idea.
—Espera un momento —dije—. Vuelvo enseguida.
La dejé allí, muerta de miedo y preocupación pero dispuesta a aguantar lo que hiciera falta. No tardé mucho en volver. Lo que buscaba estaba en la despensa de Iván y no me costó demasiado dar con ello.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Carmen al verme entrar.
—Atarlo. Nos será más fácil controlarlo si vuelve a darle otro ataque. Y evitaremos que se haga daño a sí mismo.
Dudó unos instantes y luego puso el estuche médico sobre la mesita de noche.
—Venga —dijo.
En su estado, Iván no habría podido oponer ninguna resistencia, pero tampoco lo intentó. Sólo un momento, mientras terminábamos de atarlo, volvió él a patalear y agitarse, pero en cuanto lo apartamos del lado izquierdo de la cama se tranquilizó otra vez.
Enseguida estuvo atado como un regalo de Navidad. Seguía mascullando en hebreo o lo que demonios fuera aquello y, ocasionalmente, su cuerpo se ponía rígido y meneaba la cabeza con fuerza de un lado a otro.
De pie, junto a la cama, contemplé el paisaje. Dos mujeres jadeantes y agitadas; un hombre en el lado derecho de la cama, atado y totalmente indefenso. Una extraña fantasía de bondage que habría hecho las delicias de Iván, seguramente.
No sonreí ante el pensamiento. En aquellos momentos tenía otras cosas en la cabeza. No podía apartar la vista del lado izquierdo de la cama y no dejaba de pensar en el comportamiento de Iván.
No diré que era extraño, entre otras cosas porque en aquellos momentos nada en el comportamiento de Iván era normal. Pero aquella insistencia en no acercarse a la parte izquierda, el modo en que se había puesto cuando, sin querer, lo movimos hacia allá mientras lo atábamos...
Di la vuelta a la cama y me acerqué al lado izquierdo. No había nada bajo la almohada. ¿Y por qué tendría que haber algo?, me dije, ¿qué tontería estaba pensando?
Luego alcé el colchón y la vi.
Pequeña. Los ojos cosidos con hilo negro. El cuerpo de trapo. La boca, un botón de un rojo intenso.
Saqué la muñeca quitapenas, intentando tocarla lo menos posible, tratando de no pensar nada, esforzándome por dejar la mente en blanco, por no hacerme ninguna pregunta.
Iván empezó a gritar en aquel momento. Seguía con los ojos cerrados, pero había vuelto la cabeza en mi dirección y aullaba como un animal atrapado, como una bestia herida.
—Dame una bolsa —conseguí decir, con la mandíbula apretada, incapaz de separar los dientes—. Una bolsa de basura.
Carmen se fue y volvió al poco rato. Yo sostenía la muñeca entre el índice y el pulgar, asqueada ante la sola idea de que mi piel estuviera en contacto con aquella... cosa. Carmen sostuvo la bolsa abierta ante mí y dejé caer la muñeca dentro. Cogí la bolsa, la cerré y la até.
¿Y ahora?
Tírala, quémala, rómpela, destrózala, decía una voz dentro de mí.
En la cama, Iván se tranquilizó en parte, aunque no dejaba de menear la cabeza y musitar algo sin sentido.
Quémala, destrúyela, seguía diciendo la voz.
Quizá, pensé.
Pero antes tenía algo que hacer.
Lancé la bolsa fuera de la habitación. Cayó sobre la mesa del salón, rebotó y se quedó quieta. Saqué el móvil y marqué un número.
—¿A quién llamas? —preguntó una Carmen cuya voz era casi un suspiro.
—A la Caballería —dije—. Eso espero.