14

Como personajes de Dumas

Podré aguantar un poco más

Discusiones bizantinas

La prisión de su dios

tutelar

Amuletos de poder

Como una infección

Los diosecillos nómadas contra la Triple Diosa

Una vieja tradición

Su guerrero en esta batalla

El Mal debe ser destruido

Tomo ambos trapos e improviso con ellos un abrigo, y me doy cuenta en ese momento de que la temperatura ha vuelto a descender.

Me siento tras el altar y procuro mantenerme despierta.

El tiempo va pasando lentamente. Miro el cristo. Miro el espejo. Miro la puerta de la ermita. Miro la nubecita que forma mi aliento frente a mí.

La luna casi ha sido tragada por las paredes de la ermita cuando siento el ruido.

Pasitos. Pequeños pies saltando por el camino hacia mí. Me han encontrado.

Me incorporo, me apoyo en el altar y preparo el fusil.

Venga, venid, cabronas, me digo. Venid a cogerme si podéis.

Allí estábamos.

Sentado, cansino y decrépito, el padre Goróspide le daba la espalda a la ventana cuya vidriera convertía la luz en algo falso y, por extensión, todo lo que iluminaba en ficticio.

Tomás se sentaba junto a él. Nervioso, incómodo con su nerviosismo, una emoción que no estaba preparado para manejar. Aquella combinación lo volvía más atractivo que de costumbre.

Iván junto a mí, exultante, activo, impaciente.

Y yo, por supuesto. Que no me creía nada de todo aquello. Y que, al mismo tiempo, no podía dejar de creerlo.

Como personajes de Dumas antes del momento definitivo. ¿Eran ellos los tres mosqueteros y yo el arrogante gascón que les daba sentido? ¿O éramos cuatro condes de Montecristo dando los pasos finales para nuestra venganza? ¿O...? O yo qué sabía. De Dumas sólo me había leído la trilogía de los Mosqueteros y su novela sobre Edmundo Dantés, y la segunda no me gustaba demasiado. Así que se me habían terminado los referentes con los que compararnos a nosotros mismos.

Había otros grupos de cuatro, claro. Los cuatro fantásticos. Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Cuatro tíos de Texas. Los cuatro evangelistas. Los cuatro Beatles. El signo de los cuatro. Cuatro bodas y un funeral. Los cuatro... cientos golpes. Los...

A la mierda.

Carmen no había venido con nosotros. No supe si afortunadamente o por desgracia. De haberlo hecho, habría perdido el tiempo y las neuronas buscando grupos de cinco, claro, así que la situación no habría sido muy distinta.

—Prefiere mantenerse al margen —me había dicho Iván mientras íbamos en dirección al barrio de San Andrés.

Chica lista, me dije entonces. Aunque, teniendo en cuenta su gusto en hombres, eso era como poco discutible. Bueno, si teníamos en cuenta el mío... Sólo que yo nunca he dicho que fuera lista. Sólo tozuda y afortunada. Casi siempre, en todo caso.

El padre Goróspide no nos miraba. Mantenía la vista baja, clavada en un libro encuadernado en cuero y bastante baqueteado, no sabía si por los años o por sus sucesivos dueños. Las dos cosas, seguramente. De vez en cuando posaba las manos sobre su cubierta, apretaba la mandíbula y parpadeaba.

Parecía varios años más viejo que cuando había... exorcizado a Iván. De hecho, daba la impresión de ir envejeciendo a ojos vistas.

De pronto, tomó aire y alzó la cabeza. Se quedó un rato mirando al techo, asintió dos veces y por fin condescendió a mirarnos.

Lo que había en sus ojos resultaba difícil de describir. Cansancio y derrota. Y un brillo amargo y apagado que hablaba de miedo y de demasiados silencios.

—No creo que sepan realmente a qué se enfrentan —dijo de repente. Tenía razón, desde luego, pero eso no cambiaba nada—. Como le dije hace unos días a la señorita, éste no es su lugar y sería mejor que se fueran de aquí. —Se encogió de hombros—. Sin embargo, supongo que pedir eso ya es inútil, a juzgar por lo que ha ocurrido.

—Lo que está ocurriendo —dijo Tomás en voz muy baja.

Parecía un alumno temeroso de despertar la desaprobación de su maestro. El padre Goróspide lo miró unos segundos y luego asintió.

—Sí, lo que está ocurriendo. Tienes razón. —Tomó aire de nuevo—. Estamos atrapados entre dos bandos. Aunque quizá eso no sea del todo exacto. Hay una voluntad clara y precisa, mezquina y traicionera, en una de las dos partes involucradas en todo esto. Pero en cuanto a la otra, dudo que a estas alturas tenga nada que se parezca a la voluntad; no hay intención en lo que hace, ningún propósito en sus movimientos. En estos momentos, creo que lo único que hay en él es un hambre atroz y un deseo aún más atroz de seguir con vida. Como sea, estamos atrapados entre ambos. Y gane quien gane, nosotros perdemos.

Nos miró a los tres, como si quisiera asegurarse de que lo entendíamos.

—No podemos permitir que ganen, aunque no creo que podemos impedírselo. Yo ya no puedo, al menos. Vosotros... Sois tres, después de todo. Un número importante. Claro que funcionaría mejor si los tres fueseis mujeres, y de las edades adecuadas. Ellos temen a cualquier cosa que pueda parecer un avatar de la vieja Triple Diosa. Y supongo que no sin razón. El principio femenino, al fin y al cabo...

Vaciló, torció el gesto y se dobló sobre sí mismo mientras se llevaba una mano al vientre. Tomás se apresuró a sujetarlo y, cuando vi el modo en que lo contemplaba, la veneración que había en su rostro al mirar al viejo sacerdote, comprendí muchas cosas.

—Tranquilo —dijo éste al cabo de un rato—. Aguantaré. No mucho, pero lo suficiente, en todo caso. —Sonrió y, al hacerlo, su rostro se convirtió en un enloquecido mapa de carreteras—. Al fin y al cabo, los médicos me dieron seis meses hace dos años y me las he apañado hasta ahora. Así que supongo que podré aguantar un poco más.

No había ninguna sorpresa en el rostro de Tomás al escuchar aquellas palabras, así que supuse que ya conocía la enfermedad del viejo sacerdote, fuera la que fuese.

—Hay mucho que contar. O muy poco, según se mire. Podría decíroslo en dos o tres frases, explicaros lo que pasa con cuatro líneas y un par de interjecciones, y tendríais toda la información esencial. —Alzó de nuevo la vista y una sonrisa enigmática se extendió lentamente por su rostro cansado—. Es tan fácil... Basta con decir que en la ermita de los Cuervo se oculta una parte de la abominación a la que la Iglesia lleva adorando como si fuera Dios desde hace dieciséis siglos. Y que la Iglesia del Dios Primigenio quiere capturarla. No sólo esa parte, sino todas las que pueda. Todas ellas, si es posible. Quiere tener completa a la cosa que hemos llamado Dios todo este tiempo. Recomponerla y controlarla. ¿Para qué? Para destruir el mundo. O para hacer de él un lugar mejor. O para cumplir sus fantasías de poder. O para adorarlo. No importa. Sus intenciones son irrelevantes. No deben tener éxito.

Posó las manos otra vez sobre el libro. Cerró los ojos y durante casi un minuto fue como si no estuviera allí. No sé muy bien dónde se había perdido, pero estaba claro que en aquellos momentos ninguno de nosotros existía para él.

—Pero no es así como se deben contar las cosas —dijo de pronto, aún con los ojos cerrados—. Y no soy yo quien debe contároslas. Al fin y al cabo, no soy más que el guardián, el custodio de una historia que sólo es mía de segunda mano. Es mejor que os lo cuente la persona a la que realmente le pertenece.

Abrió el libro.

—Está en clave —dijo—. Una clave que Walter y yo diseñamos cuando aún éramos unos críos hambrientos de Dios en el seminario. Estaba basada en una frase de trece palabras que, repetida, nos daba veintiséis códigos sobre los que trabajar.

Sonrió, y algo brilló en su mirada. De repente, su voz adoptó un tono profundo y resonante mientras decía:

Ash Nazg durbatulûk, ash Nazg gimbatul, ash Nazg thrakatulûk agh burzum-ishi krimpatul.

Tomás e Iván intercambiaron una mirada y, de pronto, los dos se echaron a reír. El padre Goróspide los miró con benevolencia y luego me miró a mí.

—Pareces lista, hija mía, así que no creo que te sorprenda saber que los hombres nunca dejamos del todo la adolescencia.

—No, padre, para nada.

—Bien.

Así empezó.

El padre Goróspide se puso a leer el libro. Enseguida nos quedó claro que era un diario, y no tardamos en darnos cuenta de que había sido escrito por Walter Kovacs, algo que medio nos había dicho al hablar de la clave que lo descifraba.

Pasaba las páginas sin ningún orden aparente, yendo hacia delante y hacia atrás llevado por el impulso del momento. A veces se detenía y dejaba vagar la vista por lo que había escrito y de nuevo volvía a parecer ausente, a miles de kilómetros de allí, o tal vez a varios años de distancia.

Seguramente, ambas cosas.

Cinco jóvenes en sus últimos años de seminario. Cinco jóvenes dados a las especulaciones ociosas. A las discusiones bizantinas.

—Supongamos que el Dios del Antiguo Testamento no es el mismo que el del Nuevo —dijo uno de ellos una noche.

No era una idea novedosa, en realidad. Después de todo, había un claro cambio de personalidad de una parte de la Biblia a la otra. ¿Aquel Dios de amor y misericordia, generoso con el perdón y tardo a la ira, omnipotente, omnisciente, ubicuo, preocupado por todas y cada una de sus creaciones, podía ser la misma criatura celosa y vengativa que había establecido una alianza con los descendientes de Jacob?

Uno era un dios universal. El otro, la deidad de un pueblo de pastores. ¿Y si el primero, la auténtica divinidad, se había aprovechado de las supersticiones judías para llevar su mensaje al mundo?

Como digo, no era una idea novedosa. La típica tontería que se te ocurre tras una noche en vela, bebiendo y discutiendo de lo divino y de lo humano. La clásica idea que un adolescente encuentra original y brillante. La reinvención de la rueda.

Lo lógico habría sido que no le hubieran dado más vueltas al asunto. Pero lo hicieron.

—Yo lo hice —dijo el padre Goróspide—. Yo fui quien no pudo dejar descansar la idea. Siempre me he preguntado por qué. A veces me digo a mí mismo que algo, en lo más hondo de mí, ya sabía la respuesta. Que ya conocía lo que había en la ermita de los Cuervo y su relación con lo que habíamos estado hablando. Sin duda no es así. Pura cabezonería por mi parte, lo más seguro.

Walter Kovacs no tardó en dejarse seducir por la idea. Y, poco a poco, todos los demás. Una semana más tarde hacían un pacto.

—Descubriríamos la verdad. Desenterraríamos lo que estaba oculto, demostraríamos cómo había sido creado el dios de los judíos y a partir de qué elementos. Así liberaríamos de un pasado incómodo al Dios en que los cinco creíamos.

Y lo hicieron. Eso fue lo peor.

El padre Goróspide seguía leyendo trozos del diario de su viejo compañero. Una página aquí, un párrafo allá, un par de frases, a veces menos de una línea.

Treinta años de investigaciones recogidas de un modo caótico pero, de alguna manera, comprensible.

Fue Minamoto Asano quien lo echó a rodar de verdad. Fue él quien propuso la idea de que el dios de los judíos no era simplemente una idea primitiva (ensamblada con partes diversas, con esto tomado de aquí y aquello otro de allá), sino una criatura real. Un... diosecillo. Un demiurgo, por así decir. No el auténtico Dios, no la divinidad real, pero sí una criatura poderosa, tal vez inmortal.

Fue Enrico Castiglione el que dio el siguiente paso. Él imaginó un mundo poblado por criaturas anteriores al hombre, seres de gran poder, hambrientos de ser adorados y obedecidos. Él supuso la posibilidad de que cada tribu nómada de la antigüedad tuviera una de esas criaturas como deidad tutelar. Y que lo que en realidad describía el Antiguo Testamento no era tanto la lucha de los judíos como la de su diosecillo por imponerse a los otros diosecillos.

Fue Lazlo Marlovic el que le puso un nombre. El que dijo que podía ser uno de los yinns descritos por el islam, las criaturas que, en la tradición española de Las mil y una noches habían acabado llamándose «genios». Encerrados en sus botellas o sus lámparas, regidos por ciertas reglas y capaces de otorgar ciertos deseos. Una especie de humanidad prehumana, tal como el islam los describe, criaturas de enorme poder, anteriores al hombre, pero también ellos sometidos al imperio de Dios, después de todo.

—Todo estaba en la Biblia, en realidad —nos dijo el padre Goróspide—. Cuando Dios les dice a los hebreos que no tendrán más dioses que él, lo que les dice es «Lo ihyu lachem elohim acherim al Panay», que quiere decir, en realidad, que no adorarán a dioses ajenos por encima de él. Está diciendo, implícitamente, que los otros dioses, que las deidades de los pueblos vecinos, son tan reales y verdaderas como él. Pero él es el dios específico de los hebreos, es con ellos con quienes firma su contrato y, por tanto, ellos están obligados a preferirlo sobre otros dioses.

—Henoteísmo —murmuró Tomás.

El padre Goróspide alzó la vista, sorprendido.

—¿Eh? Sí, ésa es la explicación oficial. Lo que nosotros creíamos entonces.

—¿Qué demonios es el henote... lo que sea? —pregunté.

—Un paso intermedio entre el politeísmo y el monoteísmo, en realidad —dijo Iván antes de que Tomás o el padre Goróspide pudieran responder—. Pasas de una multiplicidad de dioses, todos aceptados por igual, a tener un favorito, un contrato con una deidad concreta, una preferencia hacia él sobre todos los demás. Eso no hace que los otros sean falsos, pero el tuyo es, en cierto modo, más «auténtico». A partir de ahí, desembocar en el monoteísmo, en la idea de que tu dios es el único verdadero, es cuestión de tiempo. A los hebreos debió de pasarles durante el cautiverio en Babilonia, seguramente.

Lo miré con el ceño fruncido. Él se encogió de hombros:

—Escribí una entrada sobre eso en mi blog hace un par de semanas —dijo.

El padre Goróspide asintió. Luego, como si aquella interrupción no hubiera tenido lugar, siguió contando lo que había ocurrido aquella noche, tantos años atrás.

Fue él, precisamente, el que enlazó todo eso en una nueva idea. El que apuntó la posibilidad de que el Arca de la Alianza fuese precisamente lo que usaban los judíos para contener a su genio, a su yinn. La morada y, en cierto modo, la prisión de su dios tutelar. El lugar en el que vivía, y la celda que lo ataba al pueblo con el que había pactado.

Y fue Walter Kovacs quien se lanzó por el mundo a buscar pistas de todo eso. Mientras trabajaba para el servicio secreto del Vaticano, convertido en una sombra, en un susurro, en poco menos que un rumor, dedicó los siguientes años de su vida a buscar indicios, pruebas.

Y las encontró.

En su diario describía lo que había hecho, dónde y con quién. Y qué había encontrado y cómo encajaba cada nueva pieza en aquella idea loca que se les había ocurrido una madrugada absurda en una Italia que no era ya, para ellos, más que un sueño.

Pero también encontró algo más.

—Queríamos probar que nuestro Dios y aquel diosecillo tutelar de una tribu de Oriente Medio no eran la misma entidad. Y lo que acabamos descubriendo fue justo todo lo contrario.

Aunque no exactamente.

Durante siglos, dentro del Arca que lo confinaba, en el interior del tabernáculo del templo, el dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el dios de Moisés y de David, permaneció con el pueblo que lo adoraba y que, en cierto modo, lo controlaba.

Y un día, el Arca desapareció. Se perdió. Robaba por los egipcios. O por los babilonios, o por cualquier otro de los pueblos que, a lo largo del tiempo, sometieron a los hebreos.

Eso, en cierto modo, liberó a los judíos. Sin un dios real, físico, sin una presencia definida que todos podían sentir, su religión cambió y evolucionó. Y, cuando apareció Jesús, cuando llegó Pablo, estaba lista para dar un nuevo paso.

Así, la nueva religión nació, en cierto modo, libre de ataduras y con capacidad para crear su dios a su imagen y semejanza. Pudieron redefinir la idea de Dios a su antojo, porque no había un dios real que los contradijera. O, si lo había, nadie sabía dónde estaba.

Así fue durante cuatrocientos años.

Hasta Constantino.

«Hasta que el maldito Constantino nos contaminó —escribía Kovacs—. Hasta que llegó Constantino y se apoderó de la Iglesia y le dio el poder y a cambio la corrompió para siempre.»

Más pruebas, más indicios, viejos documentos que se creían perdidos, crónicas celosamente ocultas de ojos indiscretos.

Kovacs había escarbado con cuidado. Moviéndose como una sombra, precavido, silencioso e invisible, había entrado en lugares que, en apariencia, no existían y había leído textos que, en teoría, jamás habían sido escritos.

Constantino. El emperador que convirtió a los cristianos en la niña mimada del Imperio. Que ganó una batalla decisiva pintando una cruz en los escudos de sus hombres.

Una historia que hasta los más devotos ponían en duda. Constantino era un oportunista y la Iglesia estaba empezando a convertirse en un poder que se debía respetar en el Imperio. Hacer lo que hizo fue puro cálculo político.

Y sin embargo...

Sí que había una cruz en los escudos de sus hombres. Pequeñas cruces en todos y cada uno de ellos. Pero no pintadas.

«Constantino encontró el Arca —escribía Kovacs—. Y se la entregó a la Iglesia. Y, al hacerlo, la manchó para siempre.»

Después de todo aquel tiempo, la criatura que moraba en el Arca se había fusionado, en cierto modo, con la materia que la confinaba. Su esencia se había mezclado con la del Arca, hasta el punto en que prisión y prisionero eran ahora una sola cosa.

La forma del Arca lo había confinado en su interior. Su estructura, el modo en que estaba llena de ángulos rectos por todas partes, impedían que aquel diosecillo, aquella criatura, escapase de su reclusión.

Lo que hizo Constantino, o los padres de la Iglesia a la que entregó el Arca (Kovacs no parecía seguro) fue desmembrar al yinn. Hicieron pedazos el Arca y, con ella, a la criatura que contenía. Y al hacerlo dividieron también su poder.

Un dios portátil.

Un dios que podías llevar colgado del cuello, en un trozo de madera en forma de cruz.

¿Por qué una cruz? Por tradición, sin duda. Al fin y al cabo, Jesús había muerto en ella. Pero también por conveniencia. De algún modo, los ángulos rectos confinaban a la criatura, la ataban a un lugar, le impedían campar a su antojo. El Arca de la Alianza estaba llena de esos ángulos, y las cruces que se construyeron a partir de ella, también.

Allí estaba Dios. Confinado a un crucifijo colgado del cuello de los padres de la Iglesia. De los soldados de élite de Constantino. Del propio emperador y tal vez de sus favoritos. Crucifijos con una perla de conciencia y con una pizca del poder de la criatura original. Una pizca, sin embargo, suficiente para protegerlos del daño, para hacerlos quizá invencibles en una batalla.

Poder. Al final se reducía todo a eso, al poder.

Desmembraron a lo que había sido Dios y construyeron amuletos de poder con sus pedazos.

Y luego lo esparcieron por el mundo.

Ni Tomás ni Iván ni yo dijimos nada mientras el padre Goróspide nos contaba todo esto, a su modo caótico y quebrado. A veces nos mirábamos, lanzándonos mensajes mudos con los ojos. Intentábamos parecer incrédulos, pero a aquellas alturas era un esfuerzo inútil.

No importaba lo absurdo que fuese lo que nos estaba contando. Nos lo creíamos. Cómo no íbamos a creerlo.

Hubo un momento en que el viejo sacerdote se detuvo y nos miró a los tres. Parecía cansado, al borde del agotamiento, pero al mismo tiempo había algo febril brillando en sus ojos. Estaba diciendo en voz alta algo que no se había atrevido a compartir con nadie en todo aquel tiempo, que quizá había sido incapaz de contarse a sí mismo todos aquellos años. Y ahora, a medida que lo sacaba a la luz, era como si se liberase de una carga pesada.

—Lo esparcieron por el mundo —dijo sin dejar de mirarnos—. Esparcieron la abominación que vivía en el Arca y tejieron una red.

—¿De qué? —preguntó Iván.

—De oscuridad. De miedo. De culpa. Durante cuatrocientos años la Iglesia se las apañó como pudo para alcanzar la edad adulta. Y lo hizo de un modo ejemplar. Estábamos a punto de construir algo hermoso y perdurable, de alcanzar una idea de Dios que realmente mereciera la pena. Y entonces llegó Constantino y nos contaminó. Y sí, sin duda los padres de la Iglesia fueron tan culpables como él. Al fin y al cabo, no parece que opusieran mucha resistencia. Sabían que aquello que se les estaba ofreciendo no era Dios, sino tan sólo un dios. Y no les importó. Era poder, era control, era la posibilidad de esparcirse por el mundo como una infección, de obtenerlo todo y controlarlo todo. Así que se postraron ante él. Y lo adoraron. Y lo llamaron Dios y construyeron objetos de poder con su cuerpo. Lo que hicieron los judíos con el becerro de oro, lo repitieron los padres de la Iglesia con la criatura que vivía en el Arca. Y a partir de ese momento, la Iglesia se convirtió en el Mal.

Todos oímos la eme mayúscula. El padre Goróspide sonrió con tristeza al ver nuestra reacción.

—¿Os parezco exagerado? ¿Acaso no cambió la Iglesia en esa época? Pasamos de la tolerancia a la persecución; de la integración a la discriminación; del amor a la culpa; de la comunidad al dogma. Apartamos a las mujeres de todo lo que tuviera que ver con el culto, las convertimos en algo menos que humano y nos aseguramos de que nunca tuvieran el menor poder real en la Iglesia y de que no pudieran ser nunca las dueñas de su propio cuerpo. Y, en cierto modo, instauramos una teocracia donde pecado y delito se acabaron convirtiendo en la misma cosa.

—Bueno —dijo Iván, encogiéndose de hombros—, eso pasa siempre que una religión llega al poder.

—Es cierto —confirmó el padre Goróspide—. Y también lo fue en este caso. Sólo que no se trató del simple poder temporal, sino de algo más. El modo en que arrinconamos todo elemento femenino dentro de la Iglesia es una muestra evidente. Echadles un vistazo a las religiones primitivas que nacieron alrededor de la Media Luna Fértil. Y lo que veréis es una guerra. La guerra de los yinns masculinos contra una deidad anterior, de características claramente femeninas.

—Los diosecillos nómadas contra la Triple Diosa —murmuró Iván, en un tono que intentaba sonar socarrón.

—Algo así —corroboró el viejo sacerdote.

Lo que hizo la Iglesia fue esparcir a su falso Dios por el mundo. Sus misioneros, armados con un trozo en forma de cruz de lo que había sido el Arca de la Alianza, con un pedazo del yinn confinado y atado a ella, llegaban a nuevos lugares y fundaban nuevas iglesias. A ser posible en antiguos altares paganos. Al fin y al cabo, había poder en aquellos lugares, y qué mejor que un lugar de poder para depositar a una criatura de poder.

La materia del Arca no era infinita. Pero fue dividida y troceada con mucho cuidado. Y dio para mucho, contaba el padre Kovacs. Para medio mundo, en realidad. Aprovechándose de la eficaz red de comunicaciones que el Imperio romano había creado, aquellos trozos del dios dividido llegaron a casi todas partes. La Iglesia creó una malla de poder e influencia en todo lo que había sido el Imperio.

Y en muchos otros sitios, con el tiempo y con cuidado. Plantando sus semillas en lugares clave, en sitios precisos y concretos.

Por toda Europa. Y, con el tiempo, en todo el mundo. En África y América. En Asia.

En Japón.

Los jesuitas portugueses no llegaron solos a Japón. Llevaban con ellos una astilla de la cosa a la que llamaban Dios. Y en pocos años se convirtieron en una infección que estuvo a punto de contaminar por completo el país. Estuvieron a punto de conseguir, en un tiempo récord, un Japón totalmente cristianizado.

Fracasaron, pero fue por poco.

El primer sogún Tokugawa destruyó la cruz y la criatura partida que vivía en ella. Kovacs no sabía cómo lo había hecho, de qué modo Tokugawa había sabido lo que tenía que hacer. Tal vez, aventuraba Kovacs, el capitán William Adams, el inglés que se había acabado convirtiendo en samurái y hatamoto de Tokugawa, le había puesto en antecedentes. Pero, de ser así, ¿de dónde había sacado Adams la información? ¿Fue tal vez el padre João Rodrigues, intérprete personal del sogún, quien se lo contó?

En cualquier caso, fue destruida, y el pedazo del dios que había en ella, también. Pero se habían conservado sus cenizas y los indicios apuntaban a que éstas estaban guardadas en alguna parte del antiguo castillo de Osaka.

Asano. Minamoto Asano.

Él había intentado conseguir las cenizas. Había muerto en el proceso, pero había tenido éxito. Kovacs llegó a tiempo a Osaka, sobornó a los forenses y consiguió llevarse una redoma con las cenizas.

—Y me las mandó a mí —dijo el padre Goróspide.

—¿Para qué? —preguntó Iván.

—Es una vieja tradición —respondió Tomás—. Las cenizas de un dios muerto pueden servir como protección contra uno vivo. Y eso, unido al sello de protección creado por Salomón...

—¿El qué?

Tomás mostró el tatuaje de su antebrazo.

—Ya veo —dijo Iván—. Pero no parece que a Asano eso le sirviera de mucho.

—No sabemos gran cosa de lo que pasó en Osaka —dijo el padre Goróspide—. Pero Walter estaba seguro de que alguien había intervenido y se había interpuesto en el camino de Asano. Seguramente lo torturó. Walter suponía que no sabían realmente lo que buscaba Asano, o se habrían llevado las cenizas.

Como fuese, Kovacs le envió las cenizas a su viejo amigo. Y, con ellas, le hizo llegar un mensaje:

«Hay una astilla donde vives».

Algo que, en realidad, el padre Goróspide llevaba un tiempo sospechando. Tras la separación del grupo, él había vuelto a su ciudad natal y durante unos años ejerció de profesor en el colegio que allí tenían los jesuitas. También empezó a recopilar una biblioteca personal que, con el tiempo, acabó sobrepasándolo.

—No se sabe mucho sobre la ermita —nos dijo—. Pocos han querido escribir sobre ella. Pero lo poco que había era... inquietante. Y a medida que Walter me iba informando de sus descubrimientos, la sospecha fue creciendo. Desde luego, estaba claro que la ermita era mucho más antigua de lo que se decía. ¿Prerrománico? Absurdo. Totalmente estúpido. Sin embargo, no siempre fue el lugar siniestro que es ahora. Como dije, las crónicas son escasas, pero a finales de la Edad Media era un lugar de culto con cierto renombre en la región, y permaneció así los trescientos años siguientes. Luego, en el siglo XVIII, ocurrió algo. Al principio, no sabía qué.

Miró a Tomás y luego a Iván. Entrecerró los ojos y volvió a sumergirse en su propio pasado.

—Cuando me avisaron de lo que os había ocurrido no tenía ni idea de lo que iba a descubrir. Al principio, sólo vi a tres jóvenes al borde de la locura y el agotamiento, gritando un galimatías en hebreo que apenas podía comprender. Pregunté por Álvaro, pero nadie supo decirme nada. Luego, no tardé en darme cuenta de lo que había pasado. Habíais estado en la ermita.

Tomó aire, como si le costase trabajo.

—Traje las cenizas que Asano había recuperado en Osaka y dibujé con ellas el símbolo de protección en vuestra frente. Funcionó, porque dejasteis de aullar y patalear y os tranquilizasteis enseguida. Y durante unos minutos, hasta que os venció el sueño, fuisteis capaces de hablar de lo que había pasado.

—¿Qué? —preguntaron Iván y Tomás casi a la vez.

—Sí, me lo contasteis —dijo el padre Goróspide—. Luego, os dormisteis, y al despertar ya no recordabais nada. Al menos de forma consciente. —Se encogió de hombros—. No creo que os sorprenda si os digo que os he seguido la pista todos estos años. Sobre todo a Tomás, claro, con él era más fácil. Al fin y al cabo, yo había sido su tutor.

Iván y Tomás se miraban con tal expresión de estupidez que me costó trabajo aguantar la risa.

—El fragmento del dios estaba atado a la cruz. Y a algo más, como descubrí a raíz de lo que me contasteis. La cruz se había doblado formando un cubo, lo que era perfecto: una superficie cerrada sobre sí misma, toda ella ángulos rectos. Pero, con el tiempo, el cubo se había roto. Y había una fuga. No necesité releer mis libros para llegar a la conclusión de que aquello debió de pasar hacia 1710, que fue cuando los fieles dejaron de ir a la ermita y las leyendas sobre ella empezaron a surgir. El dios, el pedazo del dios, había escapado de su confinamiento. Supongo que no mucho: llevaba demasiado tiempo siendo uno con la madera.

Iván asintió, recordando sin duda lo que nos había estado contando sobre sus recuerdos en la ermita, el modo en que aquella cosa oscura y hambrienta había reptado lentamente fuera del cubo.

—Pero la fuga se ha acelerado. Cuando devoró a Álvaro, ganó poder. Y eso se ha ido notando en los últimos años. Yo lo he ido notando. —Se encogió de hombros—. Y mi cuerpo también. Ya no me quedan fuerzas para hacer lo que debo y me temo que tendréis que ser vosotros los que acabéis mi tarea. ¿Taira te ha dado algo para mí? —preguntó de repente.

Al principio no comprendí que hablaba conmigo.

—Sí —dije luego—. Pero...

El viejo sacerdote sonrió.

—¿Piensas que Taira te ha estado entrenando para que seas su guerrero en esta batalla? —En realidad no lo había pensado hasta aquel momento, pero ahora ya no podía quitármelo de la cabeza—. No lo creo. No es más que una afortunada casualidad que estuvieras en el lugar adecuado en el momento oportuno.

—¿O la voluntad de Dios? —preguntó Iván, con el ceño fruncido. Era evidente que se moría por saber de qué estábamos hablando.

—Todo es la voluntad de Dios. O nada, según lo mires —dijo el padre Goróspide—. No importa. ¿Lo has traído?

Abrí la bolsa que llevaba conmigo y deposité el paquete sobre la mesa. El padre Goróspide lo desenvolvió con manos temblorosas mientras decía:

—Taira y Asano eran amigos. Asano siempre decía que era una forma de cerrar viejas heridas entre sus clanes. No sé lo que pensaba Taira al respecto. En cualquier caso, en los últimos años me ha hecho unos cuantos favores. Éste será el último, seguramente.

Abrió el paquete y nos mostró su contenido.

Era un cubo de madera, no muy grande. En cada una de sus caras había grabado un carácter en hebreo. Me di cuenta de que Iván abría los ojos desmesuradamente al verlo.

—Es...

—Sí —dijo el padre Goróspide—. Una nueva prisión. Y, con suerte, una tumba.

Luego nos explicó lo que pretendía que hiciéramos con aquello.

Tomás acompañó al padre Goróspide a sus habitaciones, e Iván y yo nos quedamos solos en la sacristía. Entre los dos, en la mesa, el cubo de madera parecía extrañamente irreal, coloreado por la luz que entraba por las vidrieras.

Iván alargó la mano en su dirección y se detuvo. Me miró y lo animé con un gesto a seguir. Sus dedos se posaron sobre la superficie pulida y vi que contenía un suspiro de alivio.

—¿Funcionará? —preguntó.

Me encogí de hombros.

—No lo sé. En realidad, ni siquiera estoy muy segura de creer nada de todo esto.

No era cierto. No quería creerlo, pero al mismo tiempo no podía dejar de hacerlo.

—Y aunque funcione —añadí—, ¿de qué servirá? Si todo es cierto, esto no es más que un trozo de esa... cosa. El mundo está lleno de ellos. ¿Qué ganamos destruyendo una parte?

—Una batalla —dijo Tomás mientras entraba en la habitación—. En una guerra que quizá no termine nunca.

Se sentó a mi lado y sonrió.

—¿Cómo está? —pregunté.

—Al borde de la muerte. Ha gastado sus fuerzas... En realidad no sé muy bien cómo las ha gastado. Pero estoy seguro de que ha estado todo este tiempo luchando para que eso no saliera de la ermita, para que siguiera confinado a ella.

Sacó un relicario del bolsillo y lo depositó junto al cubo. En su interior había un polvo oscuro, casi negro.

—¿Las cenizas?

—Las cenizas.

¿Qué íbamos a hacer?, me pregunté. ¿En qué absurda cruzada estábamos a punto de embarcarnos?

Un trozo de un genio a punto de escapar de su lámpara. Una secta que quería utilizarlo para sus propios propósitos y que obtenía energía de nosotros por medio de unas muñecas de trapo.

¿Qué íbamos a hacer?, me repetí.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Iván en voz alta.

—Lo que podamos —dijo Tomás—. Matar a la criatura, si es posible. Confinarla, si no. Detener a la Iglesia del Dios Primigenio.

—¿Nosotros tres?

—Nosotros tres.

Iván meneó la cabeza.

—¿Por qué?

—Porque si no paramos a esos tipos, convertirán en zombis a toda la ciudad —dije de repente—. Porque esa cosa chunga que hay en la ermita mató a tu amigo. ¿Te parecen motivos suficientes?

Iván retrocedió, como si acabara de golpearlo.

—Tranquila, Uve...

—No, no estoy tranquila. No sé cómo cojones estoy, pero desde luego no estoy tranquila. ¿Nos os dais cuenta de que, si todo esto es cierto, el mundo no tiene sentido? Genios atrapados en arcas. Muñecas que te roban el alma. Es absurdo. Es estúpido.

Pero era cierto.

—Sabía que la Iglesia no estaba haciendo la labor de Dios —murmuró de pronto Tomás. Hablaba como si estuviera solo—. Pero nunca imaginé que lo supiera, que lo estuviera haciendo de un modo consciente y deliberado, que hubiera vendido su alma a un falso ídolo. El padre Goróspide tiene razón. La Iglesia es el Mal. Y el Mal debe ser destruido. —Tomó aire mientras acariciaba el relicario con ceniza—. A cualquier precio. De un modo u otro, debe ser destruido.

Parpadeó y nos miró.

—Lo siento —dijo—. No sé vosotros, pero yo haré lo que pueda. Y cuando haya acabado aquí... tengo el diario del padre Kovacs, y la clave para descifrarlo. Encontraré los otros lugares donde está el yinn y lo destruiré. O moriré intentándolo.

Me parecía absurdo, aunque no dije nada. ¿Cómo explicarle que, aunque tuviera éxito y destruyera todos los fragmentos del yinn, eso ya no importaba? La Iglesia llevaba mil seiscientos años infectada con la idea de que servía a un falso dios a cambio de poder. Aunque la criatura a la que adoraban desapareciera, eso no cambiaría nada. Porque, comprendí entonces, el yinn no sólo se había fusionado con la madera en la que vivía, no sólo se había incrustado dentro de ella hasta el extremo de ser uno solo con ella, sino que había hecho lo mismo con la Iglesia. La había contaminado. A todos los niveles. Y aunque desapareciera lo que había causado la contaminación, la contaminación misma ya no lo haría.

Pero no podía decirle aquello a Tomás. No en esos momentos.

Creo que Iván adivinó lo que pensaba. Y creo también que estaba de acuerdo conmigo.

—Bueno —dijo—. Vayamos paso a paso. Se supone que con esto podemos confinar de nuevo al genio. Y, si usamos las cenizas, podremos destruirlo. Es como una vacuna, ¿no? El principio es el mismo: muestras inertes de la propia enfermedad para destruir la enfermedad.

—Bueno, no es exactamente eso...

—Al cuerno, Mastropiero. No me seas pejigueras. —Tenía gracia que fuera él precisamente el que dijera eso—. El símil no será perfecto, pero funciona. Con esto podemos solucionar lo de tu diosecillo de medio pelo. —Vi cómo apretaba la mandíbula al decir aquello—. Pero ¿qué hacemos con nuestros amigos del Dios Primigenio? ¿Vamos casa por casa quemando muñecas? ¿Le pegamos fuego al caserón donde viven, a ver si así sueltan la energía psíquica que han acumulado? A ver, ideas.

—De momento podemos echar un vistazo a lo que hacen —dije—. Me han invitado a una de sus ceremonias.

Les conté mi visita al caserón de los Cuervo y la aparición posterior de Blackwood en mi oficina.

—Uf —dijo Iván—. Eso es meterse en la boca del lobo.

—No creo que nos hagan nada. Su forma de actuar parece bastante más sutil que todo eso. Y, al fin y al cabo, deberían sentirse seguros. Están teniendo éxito.

Iván meneó la cabeza.

—No me gusta.

—Ya. Como si a mí me gustara algo de todo esto. Pero dado que no tenemos ni puñetera idea de cómo pararlos, creo que es buena idea echar un vistazo.

Iván no dijo nada y se limitó a fruncir el ceño. Bueno, me dije, más lo iba a fruncir cuando supiese que quería que Tomás me acompañara a la casa de los Cuervo, y no él.

Estábamos a punto de salir de la iglesia cuando, de pronto, Iván se detuvo. Dudó unos instantes, nos miró y luego se sentó en un banco. Tomás y yo intercambiamos una mirada de perplejidad antes de acercarnos a él.

—¿Y si lo dejamos? —preguntó Iván—. ¿Y si nos vamos a casita, nos relajamos y nos olvidamos de todo esto?

—No hablas en serio —dijo Tomás.

—Claro que sí. Nunca en mi vida he hablado tan en serio. ¿Qué podemos hacer, al fin y al cabo? Esa cosa... Bueno, no se va a ir de la ermita, no se va a largar a ninguna parte. Y si alguien es tan tonto de acercársele demasiado... —Se encogió de hombros—. Estas cosas pasan.

—¿Y lo demás?

—¿Lo demás? ¿Qué es lo demás? ¿Un puñado de muñecas que nos están robando el alma? Bueno, y si es verdad, ¿qué? Si todo lo que hemos oído es cierto, ¿qué más da? Usarán el poder robado para destruir a la cosa de la ermita, o para controlarla, o para llegar a un pacto con ella. Lo que sea. No importa. Cuando terminen, se marcharán y todo volverá a la normalidad.

—Iván... —empecé a decir.

Pero no me dejó continuar.

—No, Uve, no. —Trataba de no mirarme, de no mirar a ningún lado en particular, y mantenía la cabeza medio agachada—. No me vengas con que es nuestro deber. No somos héroes. No somos... joder, ¿qué es lo que somos? Nada. Nadie importante. Todo esto nos viene demasiado grande, ¿no lo veis?

—A lo mejor tienes razón —concedí.

Esperanzado, alzó la vista. Al mirarme, no tardó en comprender que estaba muy lejos de darle la razón. Volvió a agachar la cabeza, pero no le permití que me rehuyera la mirada. Me puse en cuclillas a su lado y lo obligué a mirarme.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Qué es lo que pasa realmente?

—Joder, ¿cómo que qué pasa? ¿Es que no lo ves? No tenemos la menor posibilidad. Vamos a... pringar. Van a jodernos por arriba y por abajo. Y cuando acaben con nosotros... Si nos metemos en esto estamos muertos, Uve. Peor que muertos. Álvaro desapareció, ¿no lo recuerdas? Esa cosa se lo tragó y lo borró de la existencia. ¿Quieres que nos pase lo mismo a nosotros?

—No —dije.

—Bien, pues vámonos. Volvamos a casa. Larguémonos de aquí. No sé. Lo que sea menos... Joder.

—No —dijo Tomás—. Al menos, yo no lo haré.

—Qué heroico, Mastropiero.

Tomás se encogió de hombros.

—Simplemente, no puedo irme —dijo.

—Yo tampoco —dije a mi vez.

Iván me miró. Lo que vio en mis ojos le hizo apartar la vista. Le tomé la barbilla entre las manos y lo obligué a mirarme otra vez.

—Y tampoco tú —dije.

—Mierda, Uve, joder.

—Tampoco tú —repetí.

Cerró los ojos. Volvió a abrirlos y tomó aire.

—Joder —dijo una vez más.

—Tenemos que hacerlo —dije.

—¿Por qué?

—Porque no lo va a hacer nadie más.

Sonrió. A punto de soltar un nuevo «joder», pareció pensárselo mejor y meneó la cabeza.

—Hija de puta —murmuró.

Le devolví la sonrisa.

—Seguro que sí —dije—. Ya me conoces.

—No me vas a dejar que me salga de ésta, ¿verdad?

No hacía falta responderle, así que no lo hice. Volvió a tomar aire, apartó con delicadeza mis manos de su rostro y luego, como si cada movimiento le costara un esfuerzo sobrehumano, se puso de pie.

—Vale —dijo al fin—. Venga, vamos por ellos. Nos van a joder, pero qué demonios, tampoco es que tengamos nada mejor que hacer, ¿no?

Ni Tomás ni yo respondimos.

—Al menos, espero que alguien tenga un plan. Porque lo que es a mí, hace tiempo que las ideas se me han agotado.

—Se me ocurren un par de cosas —dijo Tomás.

—Cómo me tranquiliza eso, Mastropiero.

—Venga, vámonos —dije.

Iván asintió y los tres salimos de la iglesia. La tarde se había convertido en algo indeciso, indefinido. Ni demasiado nublada ni con demasiado sol, ni demasiado cálida ni demasiado fría, ni demasiado... ni demasiado nada, en realidad.

Las calles estaban desiertas. Y tenían aspecto de haberlo estado siempre. Era como si todo a nuestro alrededor se hubiera convertido en un mausoleo, en el monumento absurdo a una civilización largo tiempo desaparecida.

—Vamos —dijo Iván—. No quiero llegar tarde a mi propio funeral.