Diálogo con «María Mármol» al volver a Medina Sidonia
En una esquina de la calle principal seguía «María Mármol» serena en su sueño de siglos. La calle —blanco y verde— acaba en montaña, pero tiene la armonía suave y el aire azul y fluido de las calles que dan al mar. No hemos visto nunca juntas tanta belleza y tanto dolor. Ni una belleza tan interesada en ocultar y disimular lo dramático. «María Mármol» está incrustada en la esquina trunca de una iglesia, sobre una columna de piedra. Nació mucho antes que el catolicismo. Conoció otros templos, otras columnas. Antes de que las muchachas de esta generación la llamaran «María Mármol», ha debido tener nombres fenicios, griegos, romanos. Puede ser, en esa serenidad rígida y en lo arbitrario de sus proporciones, un símbolo cualquiera. Está por encima del dolor, de la justicia, de la gloria y de la misma inmortalidad. Puede ser, sin embargo, cualquiera de esas frívolas cosas para un viajero impresionable. Nos habla de los hechos que todavía estremecen a la ciudad:
—Con los fenicios, con los griegos y los romanos, estos hombres tenían la tierra. Todo lo que llegaba por el Mediterráneo les era propicio, porque el Mediterráneo son ellos mismos. Pero del Norte vinieron el Estado, la ley y la Iglesia. Todavía durante varios siglos les salvó el hermano de África, que les dejaba la tierra, el sol y el tiempo. Largos ocios que aquí son indispensables, porque este es uno de los pocos lugares del mundo donde sentirse vivir es una delicia. Pero los hermanos de África fueron arrojados de aquí. Entonces fue cuando el Estado, la ley y la Iglesia quedaron verdaderamente constituidos e hicieron sentir su peso. Poco después se deslindaban las tierras que fueron de todos y les ponían alambres alrededor. Benalup se declaró por Médina-Coeli, por la ciudad —Estado, ley— y el cielo —religión—. En el nombre mismo —Medinaceli— se mezcla una palabra árabe con otra latina. Y la espada era de Toledo, pero la manejaba algún visigodo pariente quizá del Gutmann —hombre bueno— de Tarifa. Desde entonces se suceden las generaciones en esta esquina, cara al Mediterráneo, legándose el hambre y la desesperación. Hasta hace un siglo era posible la aventura. Estos hombres echados de la tierra salían al mar, abordaban barcos y se internaban en las faldas de la serranía con el botín. Desde hace un siglo eso es imposible. Los hombres que se han lanzado a reconquistar la tierra, organizados en clan, con el viejo «Seisdedos» presidiendo una democracia de hermandad y trabajo, son la cuarta generación que vive en Ronda al margen de la tierra y de las aventuras del mar. En su solera rebelde llevan hambre de tres generaciones anteriores. Eso es todo. Cuando la tierra sea suya…
—¿Lo será?
—Claro que sí. Lo ha sido siempre. Esto de ahora —de hace seis siglos— es anómalo. No puede sostenerse un equilibrio tan falso. Cuando las tierras sean suyas verás cómo vuelve esa armonía y esa serenidad que represento yo y que ahora tú encuentras tan fuera de lugar. Y no tardará. ¿No ves cómo los odios se han enconado, cómo las distancias y las diferencias han aumentado y hasta qué extremo la ley, el Estado y la Iglesia, desconociendo estas tierras y estos hombres, se han cebado en su sangre y han dejado ya en una posición irreconciliable, de lucha, esos dos conceptos de Benalup y Medinaceli? Planteadas así las cosas, ¿quién puede dudar de que la cuarta generación de hambrientos pegados a la tierra, que son la tierra misma, ha de triunfar?
Desde la esquina de la iglesia encalada, «María Mármol» ve pasar a las muchachas de quince años con la cantarilla en el anca, alegres, a pesar de todo. En esa alegría hay también una serenidad y una certidumbre oculta y firme, como la misma tierra de abajo, la tierra fértil que aún no ha sido volcada a la luz por el arado. Pero que allí está muy segura en su esperanza.