La Guardia civil bate al destacamento de la carretera y lleva la noticia a Medina. —El teléfono funciona
La noche anterior habían querido llamar de Medina Sidonia por teléfono a Casas Viejas. Al advertir la avería dispusieron que a primera hora de la mañana saliera un equipo a reconocer la línea. Con los obreros iba, a las seis y media, una pareja de la Guardia civil. Cerca ya del pueblo, entre dos luces, advirtieron que la línea estaba cortada junto a uno de los postes inmediato a la carretera. No lejos había calzadas de piedra y chumberas. Es frecuente hallarlas en todas las cortaduras del terreno, quizá para sujetar la tierra fértil, para facilitar la distribución del agua de lluvia o simplemente para señalar lindes. Uno de los mecánicos, desde lo alto del poste, advirtió la zanja de la carretera y avisó a los guardias. También desde arriba se veían sombras sospechosas tras de las chumberas. Los guardias, ya prevenidos, tomaron precauciones para acercarse.
—¡Alto! ¿Quién vive?
De los dos lados de la carretera partieron disparos. Si hubiera estado allí «Seisdedos» hubiera repetido el consejo. Los disparos fallaban. Los guardias contestaron. Siete disparos de escopeta, entre tres tiradores, se hacen pronto. Ya sin municiones el pequeño destacamento quiso huir. Los guardias avanzaron y se parapetaron en los mismos lugares que los revoltosos habían abandonado. Les hicieron fuego una y otra vez. Los proyectiles daban entre los pies o pasaban zumbando. Uno de los fugitivos tiró la escopeta y se detuvo. Los otros dos lo hicieron más adelante. Avanzaron los guardias, ordenándoles que se tiraran a tierra. Los registraron, les hicieron levantarse, y esposados dos entre sí y suelto el tercero volvieron al lugar de la avería. Por el teléfono del equipo ambulante hablaron con Medina y Jerez. Minutos después se enteraba el gobernador de Cádiz. Los guardias volvieron con sus presos a Medina. No con los tres, porque el que iba suelto dio un salto de liebre sobre un desmonte y huyó pegado a los accidentes del terreno. Los guardias prefirieron conservar a los dos detenidos, y aunque hicieron fuego sobre el fugitivo, no lo hirieron. Era José Silva, que volvió al pueblo corriendo. Los otros dos ingresaron en la cárcel de Medina Sidonia, donde había unas celdas con paredes que no eran de barro y techumbre más sólida que la de sus chozas. Donde hacía un poco menos de frío y donde, además, daban de comer. Mientras no se notara la falta de libertad —aunque sea una libertad tan cuestionable como la esclavitud de Casas Viejas (la libertad de escoger entre morirse de frío o de hambre siempre es alguna libertad)—, aquello de la cárcel estaba bastante bien. Entre tanto, había llegado a la carretera, al lugar de la escaramuza, Josefa Franco, descalza de pie y pierna, con dos docenas de cartuchos. Llamó en vano a un lado y otro.
—¡Osé, Osé!
En esta tierra se oye llamar «Osé» a todas horas. Hay muchos gaditanos que se llaman José. Pero este José Silva no parecía. Josefa subió a un altozano, vio el teléfono reparado. En unas chozas próximas dijeron que habían oído más de cincuenta tiros. Ya no necesitaba más, y volvió al pueblo. Cuando llegó a la plaza tuvo que esconderse y retroceder. Seguía el fuego. Subió al Sindicato. La bandera anarcosindicalista tremolaba en lo alto. Unas mujeres harapientas —alguna embarazada de seis u ocho meses— esperaban con unas esportillas bajo el brazo. Esperaban poder llenarlas en algún sitio con pan y quizá con arroz o carne. La mayor parte había buscado leña, preparado fuego y dispuesto «la puchera con agua». Josefa estuvo hablando con ellas, pero no les contó lo ocurrido en la carretera. Era el primer fracaso. Abajo seguían los tiros.
Apareció luego «Seisdedos» rodeado de un grupo. Abajo habían quedado algunos de vigilancia para evitar que los dos guardias que quedaban ilesos salieran del cuartel. Se le acercó Josefa y comenzó a referir lo ocurrido en la carretera; pero «Seisdedos» la atajó señalándole a José Silva, que iba con él. Ya lo sabía. No tenía importancia. Cuando llegaran a Medina los guardias se encontrarían con que los compañeros de aquel Sindicato se habrían apoderado de la ciudad. Y si no, se apoderarían a la noche. Aquello no era cosa mayor. Como le rodearan las mujeres y los obreros sin armas que esperaban allí, «Seisdedos» expuso su impresión:
—El Sindicato es dueño del pueblo. Ha habido nesesidá de derrama sangre, pero ha sido al otro lao. Del nuestro, na.
Apartó a unas mujeres que interceptaban la puerta. Palpando el abultado vientre de una de ellas, «Seisdedos» sonrió:
—Este no conoserá ya los amos.
Entró en el Sindicato y terminó de redactar la comunicación a la comarcal de Jerez, que consideraba también vencedora. Comenzaba él escrito con los consabidos renglones: «Estimados compañeros. Salud». Y terminaba: «Vuestros fraternalmente y de la causa. —Por el Comité, Francisco Cruz». Tuvo, como siempre, dudas de ortografía; pero no reparó gran cosa. En la comunicación se hablaba —como ya dijimos— del material necesario para las roturaciones.