Un incidente en la fonda y paréntesis. —Los tres «procedimientos». —¿Y obreros? Obreros no hay
Interrumpimos esta crónica un instante para atender a una muchacha que se acerca al teléfono de la fonda y habla. Sólo pronuncia la mitad de las sílabas, y su acento es de una musicalidad extraordinaria.
—¿Eh? ¡Oigasté! ¿Es los hermanos Quintero? ¡A ve! Que se ha roto un crista.
No oímos la respuesta. La chica continúa:
—Sí, señó. Que vengan los hermanos Quintero a pone un crista.
Luego deja el teléfono y se va hacia adentro. Muy bien. Los hermanos Quintero, cristaleros de Medina Sidonia, serán unos inteligentes y honestos operarios. Pero los cristales de esta ciudad, si los ponen los hermanos Quintero, no dejarán pasar sino miradas tiernas, suspiros y atardeceres color rosa. Si los hermanos Quintero ponen aquí los cristales, ¿cómo vamos a protestar de tal o cual pedrada? ¡Señor, señor!
Nos disponemos a continuar la crónica, pero ahora resulta que hay que ampliar y extender el paréntesis, porque entran al vestíbulo dos señores. Uno es alto y grave. El otro, pequeño y de ojos suspicaces.
—Pues no hay más remedio —va diciendo el mayor—. Contra las extralimitaciones de los campesinos tenemos tres procedimientos; el civil, por levantamiento; el militar, por ataque a fuerza armada, y el gubernativo.
—¿El gubernativo? —pregunta el pequeño.
Le contesta gravemente su compañero, cerrando el puño en el aire y haciendo ademán de dar vuelta a una llave:
—Sí, hombre. La trinca.
Estos no son funcionarios de ninguna clase. Son administradores de los cuatro señores que dominan estas cincuenta y cuatro mil hectáreas incultas, sembradas de boñigas de cabestro. Lo dicen porque corren rumores de que…
La ciudad no tiene obreros. ¿Dónde están los obreros? Ya hemos dicho que tiene la ciudad lujos e insolencias de bienestar poco propicios para que los holle la alpargata podrida, la cara sin afeitar del bracero, la colilla del hambriento. Más adelante, en la plaza, vemos, bajo los soportales del Ayuntamiento, hasta trescientos hombres apiñados a resguardo de la lluvia. Las ropas mojadas se pudren con el calor febril del hambre. Bajo los arcos huele a enfermedad. Esperan dos o tres horas a que suene su nombre y asome por una ventana el brazo uniformado de un guardia con un papelillo en la mano. Reciben un bono que les permite adquirir una peseta de víveres. Lo pagan los terratenientes y los comerciantes en un impuesto. Claro es que luego estos lo cobran con creces al venderles artículos caros y malos. Algunos de estos obreros tienen que sostener a ocho o diez de familia. ¿Con qué? En una tienda señalamos un pan de kilo y medio, que es el tipo de fabricación de aquí.
—¿Cuánto vale esto?
—Noventisinco sentimos, señor.
¿Qué van a hacer aquí los obreros? Los que pueden se van. ¿Adónde? Las leyes españolas les impiden trabajar en otra parte, y las de los países vecinos les prohiben la entrada. Y, sin embargo, algunos se van, nadie sabe adónde. Los que no pueden, ¿qué hacen? Desde Sevilla hemos visto muy pocos trabajadores en el campo. Todo está inculto. Desde Jerez no hemos visto, a lo largo de treinta y cinco kilómetros, ni un solo labriego. Ni en el camino ni en los campos.
—Donde hay más trabajadores —nos dice un muchacho— es en Benalup.
Ya sabemos que Benalup es Casas Viejas.
—Allí —dice— están peo que aquí. Siquiera aquí no les falta esa poquedá del bono. En Casas Viejas, el bono lo dan de tarde en tarde, y pa cogerlo tienen que ir los jornaleros a la iglesia a aguantar un sermón del cura. Algunos prefieren no ir y pasá hambre.