Vuelve el ataque. —La choza es un pequeño volcán. —Dos cabos de asalto, heridos. —El incendio
Las fuerzas recién llegadas se movían con recelo, hasta quedar parapetadas y dispuestas. El viaje había sido sobresaltado. Informes de Medina aseguraban que toda la zona estaba en poder de los revolucionarios. Ya en el pueblo la tragedia estaba en la soledad de las calles, en el gesto de los terratenientes, en las cifras exageradas que se daban al hablar de las bajas de las fuerzas de asalto. Llegaron a los altos de la colina con el ánimo dispuesto a lo épico. Hay que tener presente que no pocos de los que constituyen esos Cuerpos de represión proceden del Tercio, acostumbrados en Marruecos al olor de la sangre. Ya parapetados, las descargas eran mucho más nutridas. Había dos compañías de asalto, y como la concentración de Guardia civil continuaba, había que contar también ocho o diez parejas. Pero la iniciativa allí correspondió en todo momento a los de asalto. Doscientos fusiles disparando sin cesar sobre la choza de barro y ramaje es algo que no se explica aquí, en el lugar del suceso, ante el pequeño cuadrilátero cubierto de cenizas, de las que emerge todavía el esqueleto retorcido de la cama de hierro.
Transcurrieron dos horas de intenso fuego. La madrugaba avanzaba sin que la resistencia del «Seisdedos» cediera. Habían vacilado en emplear las bombas de mano, porque temían que abrieran brechas en algún lugar resguardado del fuego y pudieran huir los sitiados. Por fin, y con la orden de arrojarlas sólo sobre la techumbre, comenzaron a caer las granadas. Estallaban en los ángulos, en la cima, con estruendo. Dentro seguía el fuego. Dos abrieron brecha en el muro, y entonces, mientras seguían cayendo bombas sobre la techumbre y esta crujía y se cuarteaba, dos cabos de asalto corrieron a emplazar una ametralladora. Fue necesario el auxilio de una lámpara de bolsillo para colocar los peines, para enlazar los cargadores. Apenas encendida, sonaron dos tiros en la choza, y el cabo José Sánchez recibió en las manos una perdigonada. Al otro, Manuel Martínez, le alcanzaron varias postas en la frente y en la boca. Fueron retirados y substituidos. Ya sin aventurarse a encender luz, la ametralladora se emplazó y comenzó a funcionar. A su fuego regular y mecánico se unían las descargas cerradas de los fusileros y las bombas, que, una tras otra, estallaban sobre la choza.
Así transcurrió una hora más y otra. La techumbre estaba destruida casi por completo. Era un montón de leña. Algunas granadas prendieron en la paja, y eso les sugirió la idea de incendiarla. Se aproximaba el amanecer, y para entonces debía estar todo resuelto. Dentro de la choza seguían disparando. Se oían alaridos y gemidos de mujer. Debían estar heridos todos. Los guardias lanzaban granadas y la ametralladora había callado y esperaba que intentaran salir los revolucionarios por el boquete abierto, para dispararles a campo libre. De las cercas más próximas a la choza —unos nueve metros— lanzaron dos paquetes de algodón impregnados en gasolina. Luego, algunas tablas y trozos de ramas envueltas en algodón también impregnado. Quedaron interceptadas entre la techumbre y bastaron dos granadas para que la gasolina se inflamara. Entonces cesó el fuego. La choza ardía. Se veía perfectamente el borrico muerto en la cerca de al lado, el cadáver del guardia asomado fuera. Fusiles, ametralladoras y bombas callaban, esperando.