El temor de que nos enteráramos. —Primeras argucias
Cuando poseíamos ya todas estas notas cayeron los propietarios de Casas Viejas en que aquel ir y venir con los campesinos, aquellas visitas a los altos de la colina y a las chozas, aquellas notas en varios blocks, las rectificaciones sobre los propios periódicos madrileños de horas, fechas y nombres que en las prisas del teléfono fueron confundidos; todo aquel despliegue de papeles y de actividades podía tener verdadera trascendencia. Había que evitar que siguiéramos enterándonos antes de que fuera demasiado tarde. Pero no había manera, una manera lógica.
Nos habíamos propuesto obrar con la natural discreción, y nos abstuvimos, aun en los momentos en que más duro resultaba contenerse, de hacer juicios. Tuvimos un especial cuidado en no hacer comentarios que implicaran censura para nadie, ni siquiera exhibir sentimientos humanitarios que pudieran interpretarse como juicios contra alguien. Sabíamos la curiosidad y las suspicacias con que se seguían nuestros pasos, y no dudábamos de que cualquier imprudencia podía dificultar o impedir que acabáramos de informarnos.
Sin embargo, serían ya las nueve de la noche del día 14, cuando dos guardias civiles vinieron a decirnos:
—Hay cierto ambiente contra ustedes. Tengan cuidado.
—¿En dónde?
—En el pueblo.
¡Bah! Eso era absurdo. Al ver que no les comprendíamos, los guardias añadieron:
—Quizá no es conveniente que hablen ustedes como hablan.
Seguíamos sin comprender. El guardia añadió:
—Dense ustedes cuenta de que el pueblo está muy excitado, y si ahora van diciendo que se han cometido con ellos tantos crímenes…
Nadie había hablado así. Ya digo que nos abstuvimos de hacer comentarios, entre otras razones, porque una estrategia elemental obliga a conducirse con pies de plomo cuando se está en el campo del enemigo, en aquel campamento feudal. Yo comprendí que los propietarios comenzaban a desplegar sus argucias y que querían presentarnos combate franco.
—Eso se lo han dicho a ustedes los terratenientes; pero es mentira. Podemos pensar lo que queramos; pero nos abstenemos de hablar cuando es inútil o contraproducente.
—Hombre, —vacilaban los guardias.
Había uno corpulento que hacía gestos de impaciencia. De pronto, nos preguntó:
—¿Están ustedes autorizados para hacer información? ¿Llevan el permiso de la Dirección de Seguridad?
Seguían insistiendo en que el ambiente en el pueblo se enrarecía. Tomaron nota de mi cédula. Un guardia insistió:
—Si van ustedes diciendo esas cosas… es natural.
Aunque lo hubiéramos dicho, no se hubiera sorprendido nadie. Eso lo pensaban todos los campesinos. Los caciques quisieron echarnos encima a la Guardia civil y les fueron con ese cuento. No lo consiguieron. Los sucesos estaban demasiado recientes y el «triunfo» era demasiado terminante para que la Guardia civil —a la que no iba enderezada directamente la responsabilidad— se preocupara mucho de nosotros. Eso les falló, de momento, a los terratenientes.