Las mujeres no lloran. —Siguen las detenciones

El pánico en las chozas era como una epidemia. La fiebre había atacado repentinamente a todos. Con los ojos hundidos y secos, el oído atento, pasaban las horas sin que se moviera nadie, Cuando hablaba de las familias de las víctimas, un propietario decía con gesto encogido, fingiendo un respeto que estaba preñado de rencor y de odio:

—Los dolientes…

En aquellos momentos eran «dolientes» todos. Las mujeres no lloraban. Los chicos miraban espantados a los guardias. No hubo una sola de esas crisis de nervios con mujeres desmelenadas y frenéticas. Callaban y esperaban. Sólo una mujer salió de su casa y se dirigió a la plaza, a la Guardia civil:

—Me han matao al hombre —dijo secamente.

Luego añadió:

—Vengo a pedí permiso pa que le hagan la caja.

El guardia le dijo que sí, que podía encargársela. Pero no se la hizo, porque el carpintero se negó a medir el cuerpo. Fue ella misma y le dio la medida. El carpintero nos decía en la taberna que hay al pie de la posada:

—No la hise. ¿Cómo iba a serla, si no podía dar gorpe?

Continuaban las detenciones. Cuando sacaban a un campesino de su choza no faltaba algún chico que insultara a las fuerzas, como un perrillo ladrador. La mujer, los viejos, creían que lo perdían para siempre; como en casa de Benítez, de Toro, del «Zumaquero», del «Tullido» y de tantos otros.

Había remordimiento en algunos de los que intervinieron en la represión. Fríamente, vistas las cosas, dos días después se sentían avergonzados ante nosotros. No había de durar mucho esa actitud. También un guardia civil dijo dos o tres veces:

—¡Los pobres obreros…!

Oyéndole, los campesinos sentían repugnancia. La conciencia de la injusticia estaba de tal forma en el aire, que otro guardia, torturado quizá por el recuerdo, nos confesó:

—Mire usted. Yo tengo mis ideas, como cada cual. No vaya a creer. Me las callo, porque llevo un uniforme, y…

Yo veía todo aquello y lo confrontaba con el terror de las pocas familias obreras que quedaban —incompletas casi todas— en el pueblo. Después del crimen, nadie se atrevía a mantener la posición de la noche anterior. El guardia tenía «sus ideas» y no las decía; pero quería que el forastero, a quien en otra ocasión probablemente hubiera metido en la cárcel o conducido por la carretera, no pensara que él carecía de ideas propias sobre «aquello». Otros guardias civiles hablaban de «los pobres obreros». Luego supimos que aquella extraña posición de los civiles obedecía a que la matanza la habían hecho sus rivales, los guardias de asalto, que se les iban a llevar las recompensas. En el cementerio había diecisiete cadáveres con las heridas todavía frescas, más cuatro que quedaron «completamente incinerados», y cuyos restos permanecieron en los escombros bastante tiempo. Iban llevándoselos; pero ocho días después todavía había huesos y pedazos de trapo y de suela. En las chozas, al hambre ordinaria y usual se unía la de aquellos dos días de lucha y de represión. No se atrevían a salir ni a hablar de «la limosna». Se nutrían del dolor y del odio, como los días anteriores de la esperanza.