Los guardias no acatan el nuevo régimen. —Tres horas para decidir. —Con las «primeras luses, los primeros tiros»

Por la noche, las cosas materiales no se ven claras; las otras se presentan con una diafanidad engañosa. Parecían fáciles en la noche del día 10 muchas cosas que no lo fueron luego. La Comisión que fue a destituir al alcalde, señor Bascuñana, habló con él desde la calle. Rafael Mateo, José Ruiz González y Juan Grimaldi llamaron a la puerta y se separaron, esperando que el alcalde se asomara a una ventana. Eran las tres y media de la madrugada. Rafael y Juan eran de mediana estatura. Uno llevaba blusa y el otro una chaqueta parda. José era más alto y un poco encorvado, aunque todavía no era viejo. El alcalde apareció junto al alero:

—¿Qué queréis?

—Na, Juan. De parte del Sindicato venimos a desirte que tienes que bajá y vení con nosotros.

El alcalde vio que en la esquina había cincuenta hombres armados.

—¿Para qué? —recelaba.

—Se ha implantao er comunismo libertario, y tienes que pedí a los siviles que se entreguen. No os pasará nada a naide.

El alcalde cerró la ventana. Tardó algo en vestirse.

Serían las cuatro cuando apareció en la calle. Sin hablar, fueron bajando seguidos de la gente armada. Ya en la plaza quiso hacer advertencias a los revoltosos, pero había oído hablar del teléfono cortado y de la carretera interceptada. «Eso —pensó— ya no tiene remedio». Se dejó conducir. Antes de entrar en el cuartel advirtió, sin embargo, a la Comisión:

—Pensarlo bien.

—Nada hay que pensá, Juan. Todo está pensao. Tú haz lo que te manda er Comité.

La plaza es una plataforma rectangular, a cuyo fondo se alza la iglesia. Como todo el pueblo está en acentuada pendiente, la horizontalidad de la plaza se rompe verticalmente por los dos lados, sobre todo por uno de ellos. Abajo, la calle con edificios a un lado, y al otro, cerrada por una calzada dé piedra que circunda la plaza, y que por el costado donde está la casa-cuartel alcanza una altura de tres o cuatro metros, porque el desnivel es muy acentuado. Las ventanas de ese edificio quedan a la altura de la base de la iglesia y, naturalmente, del plano donde la iglesia se sustenta. Tienen enfrente la calzada de piedra, que es una trinchera bastante segura. Todos los edificios están encalados, menos el templo, que tiene un tono rosáceo. Algunos bajaron con la Comisión hasta la puerta de la casa-cuartel. Otros, los más, se quedaron arriba, en la plaza. La noche era obscura y fría. El relente barnizaba las piedras. Grimaldi llevaba una cuerda atada bajo las axilas, alrededor del pecho, para substituir los botones de su harapiento chaquetón.

Llamaron otra vez a la puerta. No se oía dentro el menor ruido. Inesperadamente, la puerta se abrió. Avanzó Bascuñana. El sargento le hizo entrar y cerró concienzudamente fallebas y cerrojos. La Comisión se encontró otra vez ante la puerta cerrada y sin la compañía del alcalde. La Comisión no comprendía bien. Esperó media hora allí mismo. Se hacían suposiciones y cálculos. Comenzaban a ir subiendo hacia la plaza, donde estaban los demás. El alcalde no reaparecía. Continuaban los obreros en actitud pacífica, dando largas a su fe y a la confianza en las previsiones de «Seisdedos». Algunos campesinos golpeaban el suelo con los pies para no entumecerse. Había muy cerca una cancela con lindos cristales. Otra, un poco más arriba. Las dos con un patio interior, que conducía a una despensa bien provista. También estaba allí mismo la iglesia. Y el cura dormía en la fonda, enfrente de la casa-cuartel Todos llevaban la escopeta a la espalda y los bolsillos llenos de sotreras. Se ha dicho que en esos instantes los campesinos tenían sitiado el cuartel. El hecho de que cerca de las cinco saliera el alcalde por una puerta trasera y se fuera a su casa denota que no existía ese bloqueo. Porque salió y se marchó sin que lo viera nadie, lo que revela que los campesinos no establecieron vigilancia. Vagaban por la plaza, esperando, en actitud pacífica. A las cinco de la madrugada la puerta principal se abrió, y el sargento salió tranquilamente a ver lo que sucedía. Fue entonces cuando se cruzaron, entre obreros y guardias, las palabras definitivas. No hubo acuerdo, y otra vez se oyeron las fallebas y los cerrojos. La puerta volvió a cerrarse.

Los obreros se reunieron en corro y trataron la cuestión. ¿El «Seisdedos» se equivocaba? Había que enviarle un «mandao» a «Seisdedos». Ya subían tres camino del Sindicato cuando de la alta ventana de la casa-cuartel partieron dos tiros. El eco se perdió en lo alto de la colina. Cuando los emisarios iban en busca del «Seisdedos» lo encontraron al frente de un centenar de hombres que bajaban en tropel.

En las calles inmediatas se oyeron rumores apresurados. El pueblo, que parecía dormir, estaba despierto y a la expectativa. Puertas cerradas resonaban bajo las aldabas y travesaños. Voces histéricas llegaban de los patios interiores, A los dos primeros estampidos no había seguido ningún otro. «Seisdedos» se encontró en la plaza con los compañeros, que se atrincheraban tras de la calzada.

—¡Quietos! No disparéis. Aguardad al amanesido.

Faltaba cerca de una hora para el amanecer. Hacía rato que cantaban los gallos. Josefa Franco llegó sin aliento y advirtió que entre los tres hombres que custodiaban la zanja en la carretera sólo llevaban siete tiros. Ella se prestaba a llevarles repuesto de municiones. Francisco Lago le dio un puñado de cartuchos, y Josefa partió como un rayo calles arriba. «Seisdedos» veía que la lucha quedaba abierta. «¡Al avío! ¡Todos al avío!». De un grupo de campesinos partió una descarga cerrada. Saltó el rebozo de la pared en las orillas de las ventanas. Era mucho más fuerte el estampido de las escopetas que el de los máuseres. «Seisdedos» corrió a advertir de nuevo:

—¡No tirar hasta que amanesca!

Pero ya todo el pueblo había entrado en la zona de lo extraordinario, y ya nadie oía a nadie. Los guardias contestaban con fuego graneado, también a bulto. Un muchacho, de pie sobre la cerca, disparaba contra el muro de la casa con una pistola, a tenazón. No bajó mientras tuvo municiones. «Seisdedos» seguía sentado en el suelo, de espaldas a la calzada. Por encima pasaban las balas. El viejo «Seisdedos» decía a los más próximos que no dispararan:

—Van a faltar sorreras, y luego con el perdigón no haréis ustés na.

Miraba al cielo, que comenzó a clarear poco después. Preguntó si había bajas. Se animó al saber que no. La luz destacaba ya perfectamente sobre el blanco de los muros la sombra cuadrada de las ventanas. Entonces se incorporó, avanzó a cuatro manos y asomó la escopeta entre dos piedras. Estuvo largo rato afinando la puntería y aguardando. Disparó. Un guardia se levantó convulsivamente tras la ventana y cayó con la cabeza abierta.

—¡Es el sargento! —gritaron aquí y allá.

«Seisdedos» había vuelto a cargar la escopeta, impasible. Dentro de la habitación se vio una sombra que, sin duda, acudía en auxilio del herido. Sonó otro disparo del «Seisdedos», y la sombra dio un alarido y cayó también.

Siguieron unos minutos de silencio. A las ventanas de la casa-cuartel no se asomaba nadie. Algunos campesinos no se recataban ya tras la cerca, y se ponían de pie comentando. Se acercaron al «Seisdedos», que molía un poco de tabaco entre las manos.

—¿No os desía a ustés —recalcó, señalando con la cabeza la ventana de los guardias— que aguardarais al amanesido?