CAPÍTULO 30

Las ruedas de la justicia estuvieron girando las dos semanas siguientes sin que Tracy pudiera quitarse de la cabeza la idea de que el caso de la muerte de Megan Chen era demasiado sencillo, tanto como condenar a Graham Strickland por ello. Además, a medida que avanzaba la causa, se hacía más patente que el asesinato de Devin Chambers y la desaparición de Andrea Strickland —y de su dinero— estaban quedando relegados a un segundo plano. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Nolasco fue a confirmar su preocupación cuando entró en su cubículo un miércoles por la tarde para comunicarles que «personas que cobran mucho más que yo» habían decidido mantener abierto el caso de Devin Chambers con la única intención de no perderlo de vista mientras se desarrollaba el de Megan Chen. Dicho de otro modo, el fiscal del distrito del condado de King se aprovecharía del esfuerzo de Portland. Las pruebas que apuntaban a que Strickland había matado a Chen, cada vez más numerosas, habían llevado al fiscal del distrito de Oregón a acusarlo de homicidio intencionado, lo que quería decir que podía enfrentarse a la pena capital. Ante tal posibilidad, era probable que convencieran al reo a tratar de llegar a un acuerdo y reconocer haber matado a Devin Chambers —y quizá también a su esposa— a cambio de una cadena perpetua, lo que ahorraría a los contribuyentes del condado de King millones de dólares en costas por un juicio de asesinato por todo lo alto. Si Strickland no se declaraba culpable del asesinato de Chambers, las autoridades volverían a evaluar si los gastos previstos justificaban la celebración de otro proceso. Solo se puede matar una vez a una misma persona, aunque Andrea Strickland parecía una excepción.

Además, Tracy sospechaba que ya sabía la respuesta: sin pruebas que vinculasen a Graham Strickland con el investigador privado que localizó a Chambers o con el dinero desaparecido o que demostrasen que el arma empleada para quitarle la vida a Chen había sido la misma que mató a Chambers, el fiscal del distrito no seguiría adelante.

Aún no se había completado el análisis del ordenador del sospechoso y la auditoría forense no había hecho sino confirmar lo que ya sabían, es decir, que alguien había vaciado las cuentas de Lynn Hoff después de la muerte de Devin Chambers. Por lo que se había podido averiguar hasta el momento, el dinero había salido del país y se había transferido a una cuenta en Luxemburgo, un país donde se protegía a capa y espada la intimidad de los clientes bancarios. Tampoco importaba mucho, pues era poco probable que hubiera permanecido mucho tiempo ingresado o que el autor hubiese usado un nombre que pudieran reconocer. Lo más seguro era que se hubiese servido de un nombre comercial para desviar a continuación el capital. Dar con su paradero final supondría una inversión muy superior de tiempo y de dinero sin que tamaño esfuerzo garantizara de manera alguna que el resultado fuese a proporcionar las pruebas necesarias para asegurar una condena.

—¿Y qué hay de Andrea Strickland? —preguntó Tracy.

El capitán se encogió de hombros, con lo que dejó claro que ya habían empezado a olvidarse de ella.

—A no ser que el marido confiese que la mató o que aparezca su cadáver en el glaciar, sigue estando desaparecida y, por tanto, es problema del condado de Pierce, no nuestro.

Ni Andrea Strickland ni Devin Chambers contaban con familiares dispuestos a presionar para obtener respuestas o protestar por la escasa atención que estaba recibiendo la investigación sobre su muerte y su desaparición. Dicho de otro modo, si no se oían chirridos, nadie iba a molestarse en engrasar las ruedas.

—Ya sabemos quién las mató —aseveró Nolasco como si quisiera justificar la decisión, si bien solo logró que Tracy sintiera un escalofrío por la espalda—, aunque puede ser que no podamos demostrarlo nunca. A veces pasan cosas así, lo sabéis todos. Lo importante es que Strickland acabará entre rejas para el resto de sus días.

Mientras tanto, Tracy y Kins tendrían que brindar a la policía de Portland toda la ayuda necesaria para investigar y encausar al reo.

La inspectora se ocupó en estudiar otros casos, pero no acababa de concentrarse y por un motivo que jamás habría imaginado: por más que intentase hacer caso omiso de cuanto decía Nolasco, había apuntado algo a comienzos de la investigación que Kins había repetido y que no dejaba de asaltarle el cerebro como uno de los insistentes mensajes de las vallas publicitarias de Times Square. Dudaba mucho que Nolasco lo hubiera dicho como un principio de sabiduría. De hecho, lo más probable era que no pretendiese otra cosa que denigrar a Tracy, pero, aun así, no se lo sacaba de la cabeza. «A veces —había aseverado—, estas cosas son, ni más ni menos, lo que parecen».

El caso de Megan Chen, desde luego, daba la impresión de ajustarse a la perfección a aquel principio. Sin embargo, Tracy no dejaba de relacionarlo con Devin Chambers y Andrea Strickland. ¿Podía ser que ella misma hubiese complicado demasiado aquellas investigaciones? Los datos eran complejos, sin lugar a duda, pero ¿y el elemento humano, la motivación? Había llegado a la conclusión de que, si Andrea Strickland seguía con vida, tenía que haber actuado por venganza, en tanto que los actos de Chambers se habían visto impulsados por su adicción y su codicia.

Después de que el resto del equipo A hubiese dado por concluida su jornada, extendió el contenido del expediente de aquel caso sobre la mesa del centro del cubículo. En los años que llevaba trabajando en la Sección de Crímenes Violentos, había desarrollado aquel método cuando se veía atascada en una investigación. Se trataba de algo más visual que analítico, pero lo cierto era que al desplegar todas las pruebas de que disponía le resultaba más fácil relacionar unas con otras. Tenía la intención de hacer lo que le había recomendado Nolasco y reducir el caso a sus preguntas más sencillas para tratar de dar con alguna respuesta.

La primera que escribió en su libreta fue la que había formulado Graham Strickland: «¿Quién tenía el código de acceso del ascensor y la puerta principal?». Debajo escribió con letras de molde el nombre del principal sospechoso y, bajo él: «Andrea Strickland, Megan Chen, mujer de la limpieza, casero, ¿otro?». Después trazó un círculo alrededor de Graham Strickland y escribió: «Caso cerrado».

¿Y si no había sido Strickland quien había entrado con el código? ¿Y si decía la verdad y no había matado a Megan Chen? Trazó una segunda línea, que remató con una punta de flecha para escribir a continuación: «No ha sido Strickland». Tachó el nombre de Megan Chen y también el de la mujer de la limpieza, con lo que le quedaron Andrea Strickland, el casero y «otro». De los dos primeros, Andrea Strickland era mucho más sospechosa que el arrendador. Los asesinatos aleatorios no eran frecuentes salvo en el caso de los psicópatas y dudaba mucho que el casero lo fuese.

Acto seguido repasó la conversación que había mantenido con Graham Strickland. Se sentó, se puso los auriculares, cerró los ojos y escuchó la grabación para analizar las respuestas del detenido sin la tensión del momento. Durante la entrevista había extremado la cautela, porque sabía que los sociópatas salpicaban sus relaciones con mentiras y verdades a medias para intentar dar al traste con el interrogatorio, sembrar confusión o crear una base sobre la que argumentar la existencia de una duda razonable si llegaban a enjuiciarlos.

¿Cuáles eran las mentiras y las verdades a medias que había mezclado Strickland con los hechos? ¿Había pretendido matar a su mujer o había llevado a cabo de veras su plan?

Strickland decía que no había sido capaz, pero no por haber cambiado de opinión, sino porque se lo impedía su estado físico: se sentía como drogado, letárgico, y ni siquiera había logrado despertarse. Tracy escribió: «¿Drogado?», y lo rodeó. Entonces la asaltó una idea y añadió debajo: «¿Inventario de Génesis?».

Si era cierto que la idea de escalar el Rainier había sido de Andrea y que había planeado tender una trampa a su marido para que lo acusaran de su asesinato, la primera dificultad a la que se habría enfrentado era salir de la montaña sin que su marido se enterase y eso le habría resultado difícil y más teniendo en cuenta que, según Hicks, el guardabosques, los montañeros apenas podían conciliar el sueño antes de la ascensión por la adrenalina y los nervios, a lo que había que sumar que hasta un sociópata como Graham Strickland debía de haber experimentado cierto desasosiego frente a lo que pensaba hacer. De modo que, para salir de la montaña sin ser notada, Andrea Strickland habría necesitado dejar fuera de combate a su marido. Y lo cierto era que tenía las drogas necesarias para lograrlo.

Impulsó la silla hacia atrás y llegó rodando a su rincón, encendió el ordenador, accedió a Internet y tecleó: «Génesis», «Portland» y «marihuana». La página del establecimiento seguía activa. Accedió al menú y se desplazó hasta «Flores y comestibles». Se detuvo al llegar a los concentrados y supo así que la marihuana podía ingerirse en forma de té o de otra clase de bebida y recordó la conversación con Strickland, que seguía sonando en sus auriculares:

—¿Hicieron algo antes de acostarse?

—No: cenamos la comida que llevábamos preparada y tomamos té.

—¿Quién hizo la cena y el té?

—Andrea.

Salió de la página web y buscó en Google «THC líquido». Visitó algunos de los miles de resultados hasta dar con uno en el que se describían los efectos físicos. Supo así que aquel compuesto podía provocar sopor y afectar a la capacidad de concentración, a la coordinación y a la percepción sensorial y temporal.

Se reclinó en su asiento. Podía ser que lo hubiesen drogado.

De ser así, la siguiente pregunta era cómo pudo salir Andrea Strickland de la montaña. Por lo que le había dicho Glen Hicks, quien debía de saberlo mejor que nadie, era muy poco probable que hubiera actuado sola. Tracy volvió a la mesa y escribió la siguiente cuestión: «¿Quién pudo ayudarla?».

La respuesta más evidente habría sido Devin Chambers, aunque, según Graham, había sido ella quien le había hecho ver que podía hacerse con el dinero del fondo fiduciario si mataba a Andrea. Además, según Fields, Chambers tenía resguardos que demostraban que había estado fuera aquel fin de semana. Podía ser que se tratara de una de las mentiras de Strickland, destinada a facilitar el camino a su defensa. Como había dicho Kins, Strickland podía alegar que había sido sincero, pero haber reconocido su adulterio no lo convertía en asesino.

Con todo, Tracy tenía para sí que era verdad. El motivo era el mismo que había expuesto a Kins: al admitir que había tenido una aventura con Devin Chambers estaba creando un lazo con esta que de otro modo no habría existido, razón por la que no tenía mucho sentido mentir al respecto. Alison McCabe, además, había presentado a su hermana como una estafadora adicta a fármacos y el extracto de su tarjeta de crédito así parecía confirmarlo. Aquella prueba apoyaba, al menos en cierto sentido, la afirmación de Graham Strickland de que había sido Devin quien le había dado a entender que podía resolver sus problemas matando a su esposa. Si eso era cierto, a Chambers no le habría interesado, por supuesto, ayudar a Andrea a salir de la montaña: para ella habría sido mucho mejor dejar que Graham la matase y facilitar así su acceso sin restricciones a su dinero. Muerta Andrea, Graham Strickland no estaría en posición de acudir a la policía diciendo: «Creo que la mejor amiga de mi mujer me ha robado el dinero con el que pensaba quedarme yo cuando la maté». De hecho, el propio detenido había reconocido durante el interrogatorio que cualquier intento de dirigir la atención hacia Chambers tenía todas las probabilidades de volverse contra él como un bumerán para golpearle el trasero. Con todas las demás pruebas circunstanciales apuntándolo, lo último que necesitaba era que una timadora confesara que había estado acostándose con él y quizás hasta que él le había revelado que tenía la intención de matar a su mujer lanzándola al vacío.

Adiós, Graham, el dinero es mío.

Por tanto, la respuesta más sencilla era que Chambers no debía de estar confabulada con Graham ni ser la persona que ayudó a Andrea Strickland a bajar de la montaña.

¿Y Brenda Berg? Era posible, pero Tracy lo dudaba. De entrada, Berg tenía que pensar en su hija recién nacida. ¿Por qué iba a asumir semejante riesgo? La jefa de Andrea había confirmado que, tal como había dicho su marido, la desaparecida no tenía más amistades. Solo quedaba pensar en algún familiar o algún extraño.

Alan Townsend, el psiquiatra, tenía conocimiento de la existencia del fondo de fideicomiso. Tracy escribió su nombre y lo rodeó. Andrea no tenía hermanos y sus padres habían muerto. Solo quedaba su tía. «Penny Orr», anotó la inspectora.

Orr decía que casi no había tenido contacto con su sobrina desde que Andrea se mudó de San Bernardino a Portland y que ni siquiera sabía que se hubiera casado.

Aquello era, al menos, lo que le había dicho cuando habló con ella. Por lo que sabía del expediente del condado de Pierce, nadie se había molestado en averiguar si eso era cierto. Nadie había consultado el registro de llamadas de Andrea ni su correo electrónico, sobre todo porque Stan Fields seguía pensando que no podía estar viva. Fields estaba convencido de que la había matado Graham. Con todo, si seguía con vida y era responsable de la desaparición de su dinero, resultaba muy poco probable que hubiera usado para ello su número de teléfono o su dirección.

Tracy se apoyó en el respaldo mientras pensaba en Andrea Strickland y Penny Orr. En cierto sentido, las dos habían sufrido abandono en circunstancias traumáticas y, tal como había deducido en el caso de Devin Chambers y su hermana, los lazos de sangre no eran fáciles de obviar ni de romper. Por disparatado que pudiera parecer sospechar de la tía, no podía descartarla. En primer lugar, porque no había muchas más posibilidades. ¿Quién quedaba? ¿Una persona cualquiera a la que hubiese pagado Andrea? Demasiado arriesgado: siempre podía acudir a la prensa a la primera de cambio para alcanzar sus quince minutos de fama. ¿Alan Townsend? Quizá.

Durante la conversación que había mantenido con ella, Orr le había confesado que se sentía culpable por lo que había ocurrido a su sobrina mientras se encontraba bajo su techo. Quizás ayudarla a empezar una vida nueva había sido un modo de redimirse del pecado que creía haber cometido.

¿Qué sabía ella en realidad de Penny Orr? Nada.

Volvió a su rincón y pulsó la barra espaciadora del teclado para hacer revivir el monitor. Se conectó a Internet, abrió la página que usaban para consultar LexisNexis y buscó lo que pudiera haber de Orr en la base de datos: trabajos anteriores, direcciones antiguas, familiares y antecedentes penales.

El historial de la tía de Andrea no era muy extenso: se había mudado dos veces, de San Bernardino a una casa adosada y de ahí al bloque de apartamentos; tenía una hermana, ya fallecida; carecía de antecedentes, y había trabajado siempre en la misma entidad.

A Tracy se le encogió el estómago: Penny Orr había trabajado treinta años en el registro de la propiedad del condado de San Bernardino. Una corazonada la llevó a abrir otra página y buscar el portal del mismo. Navegó entre sus páginas hasta dar con una que anunciaba que, con efecto del 3 de enero de 2011, las oficinas del registro civil y de la propiedad se habían fundido en una. A la izquierda de dicha notificación había un menú desplegable de color azul celeste en que se relacionaban los distintos servicios de estos departamentos y se incluía un enlace para solicitar copias certificadas de partidas de nacimiento.