CAPÍTULO 10
Génesis dio beneficios el primer mes y Graham estaba eufórico. Sin embargo, eso solo hizo que la caída fuera más dura y el aterrizaje, mucho más doloroso. El negocio fue declinando a medida que se pasaba la novedad de la legalización de la marihuana. Además, cambiaron las leyes, tal como había dado a entender el artículo que yo había leído, para permitir que los dispensarios terapéuticos vendiesen al público general. Aquello fue la puntilla. Aquello y la ocurrencia de Graham de alquilar el local en Pearl District y hacer reformas que habrían escandalizado al mismísimo Luis XIV. Resulta que a nuestra clientela «de postín» le daba igual el suelo de madera brasileña y las luces de las vitrinas: lo único que le importaba era el precio.
Yo quería decirle: «Te lo advertí», pero sospechaba —no: a esas alturas ya lo sabía— su reacción.
Nuestra relación empezó a hundirse al mismo ritmo que nuestro negocio. Los cambios de humor de Graham se habían vuelto más frecuentes y más marcados, a veces hasta violentos. Parecía estar siempre tenso, estresado y saltaba por cualquier cosa. Estábamos endeudados hasta el cuello y yo no sabía siquiera de dónde sacar para pagar el alquiler del dispensario o del ático. Los beneficios del fondo ya no nos daban para salir de apuros.
Hacía tiempo que vivíamos sin sexo y ya ni siquiera nos dirigíamos la palabra. Él había empezado a llevar a casa productos comestibles de los que vendíamos: galletas y frutos secos con marihuana y hasta algo parecido a ositos de gominola. Decía que le ayudaban a relajarse y dormir. Desde luego, era verdad: la mayoría de las noches se quedaba frito en el sofá, lo que era una bendición, porque, si había bebido, cosa frecuente, se ponía a desvariar o se volvía agresivo. La mitad de las veces costaba incluso entender lo que decía. La única vez que intentamos hacer el amor ni siquiera fue capaz de tener una erección y, encima, eso lo puso de un humor de perros.
—Estoy cansado, Andrea —dijo saliendo enseguida de la cama—. En el trabajo estoy sometido a una tensión tremenda. ¿Qué pensabas que iba a pasar?
—Esperaba que te ayudara a relajarte —respondí yo.
—¿Quieres que me relaje? Habla con tu fideicomisario y consigue acceder al fondo para que podamos pagar alguna de las facturas. Me estoy matando a trabajar en la tienda. Tantas horas van a acabar conmigo. —Salió hecho una furia del cuarto y se fue a dormir al sofá.
Un día volvía yo a casa del dispensario con un dolor de cabeza tremendo, de esos que te hacen andar con los ojos entrecerrados porque ni soportas la luz. El estómago me daba vueltas como si hubiese estado leyendo en la cubierta de un barco en alta mar. Llevaba la comida en una bolsa de plástico cerrada con un nudo y mi incapacidad para darle un solo bocado había vuelto a dejarme sin fuerzas. Tenía cita aquella misma semana con el médico, porque estaba convencida de que debía de tener una úlcera.
Al salir del ascensor solo pensaba en ponerme ropa cómoda, acurrucarme en el sofá con mi última novela y abandonarme en algún mundo de ficción. Tecleé el código de cuatro dígitos en el cerrojo de combinación de mi puerta. Las luces estaban apagadas, pero por las persianas se filtraba la luz de color azul pálido de una farola. Me fijé porque yo nunca las bajo. La ventana daba al río Willamette y la vista era lo mejor de ese ático que yo empezaba a dudar que pudiésemos seguir pagando.
Él estaba sentado en el sofá de espaldas a la puerta, tan quieto que tuve la impresión de estar mirando la cabeza de un maniquí en el escaparate de unos grandes almacenes. El chaleco de cuadros blancos y negros que acababa de estrenar hacía poco colgaba de forma descuidada del respaldo, como si lo hubiera lanzado, cosa rarísima en él, tan meticuloso siempre con su ropa.
—¿Graham? —dije extrañada.
Él movió la cabeza, aunque fue más como un respingo, lo que resultó un alivio, porque había llegado a temer por un instante que hubiera muerto sentado en aquel sofá.
—¿Graham? —repetí mientras me acercaba a él.
—Se acabó —me dijo con voz ronca y casi inaudible.
Dejé las llaves en la barra de la cocina y me dirigí al lateral del sofá con la ventana a mis espaldas, de modo que lo veía de perfil. Tenía el pelo despeinado, como si se lo hubiera estado mesando. A su lado, sobre los cojines, estaba, hecha una madeja, su corbata. Se había subido las mangas y le comprimían los codos. Sobre la mesa había una botella de Jack Daniel’s y un vaso. Por suerte, parecía estar relativamente llena, pero a su lado había un frasco abierto de albaricoques pasos impregnados de THC, el compuesto de la marihuana que coloca.
—¿Qué ha pasado? ¿Has hablado con el banco?
Aquella tarde había quedado con ellos para ampliar los plazos del préstamo o solicitar otro crédito más y, a juzgar por su actitud, la reunión no había ido nada bien.
Asintió con un movimiento lento de cabeza, casi imperceptible, y los labios apretados. Entonces se puso de pie con tanta rapidez que me sobresaltó. Agarró la botella, rodeó el sofá y se inclinó hacia delante hasta invadir mi espacio personal. El aliento le olía mucho a alcohol y a albaricoques y sentí náuseas. El estómago me dio un vuelco, pero miré a otro lado para tomar aire y pude contenerme.
—Sí. —Sonrió y siguió caminando hasta la ventana, puso los dedos entre las lamas de la persiana y tiró de ellas hacia abajo hasta que se doblaron para mirar a la calle como un fugitivo en su escondite.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—¿Tú que crees? —me dijo él—. Comiéndome el inventario. —Se volvió para sonreírme, aunque sin un asomo de alegría.
—¿Cuántos te has tomado? —Miré al frasco. Sabía que los productos comestibles eran más potentes que los porros, pero el verdadero problema era que resultaba difícil medir el nivel de THC. Mucha gente cometía el error de tomarse uno y, al ver que no sentía nada, comerse otro sin darse cuenta de que el primero todavía tenía que hacer efecto y que, cuando lo hiciese, podía tener efectos debilitantes.
—No lo sé —contestó Graham pasando la mano por las lamas como si fuesen cuerdas de arpa— ni tampoco me importa una mierda.
—¿Crees que es prudente beber?
Me miró de reojo.
—¿Y qué quieres que haga, Andrea? ¿Leer un libro? ¿Vivir en un mundo de fantasía?
—¿Acaso eso es malo?
Se acercó a mí. Su sonrisa se había vuelto siniestra, como las que se tallan en la calabaza para asustar a quienes van pidiendo golosinas en Halloween. Cuando se inclinó hacia mí, di un paso atrás.
—Sí que es malo —respondió bajando intencionadamente la voz—. ¿Qué creías que iba a decirnos el banco? —Bajó al menos una octava más—: «Olvídense de devolvernos el préstamo que les concedimos, no se preocupen en absoluto y, es más, les concedemos otro más. Que pasen un buen día». —Graham se detuvo entonces como si acabara de recordar algo—. ¡Ah, sí! También me preguntó por qué no tenía ingresos del bufete. Dijo que el banco iba a iniciar una investigación con mi antiguo despacho, así que, además de estar en la ruina y haberlo perdido todo, podría ir a la cárcel por fraude. ¿Qué te parece?
Dio un paso hacia nuestra cocina diminuta y dejó la botella en la barra.
—Podemos empezar de cero —dije yo tratando de pensar en algo a lo que agarrarme.
Él se echó a reír.
—¡Claro que sí! ¡Tú, soñando como siempre!
—No es ningún sueño: podemos contratar a un abogado y negociar un plan de pago para el préstamo. El banco no quiere verte preso: lo que busca es que le devolvamos el dinero. Tú puedes ejercer el derecho y yo recuperar mi trabajo para liquidar las deudas.
Graham se volvió sobre los talones y puso la botella en alto.
—¿Y de qué vamos a vivir?
—Podemos mudarnos a un lugar más barato, librarnos del alquiler del Porsche y recortar otros gastos. —Estaba pensando en voz alta y a la carrera.
—No —dijo él meneando la cabeza—. Ni por asomo voy a volver a ejercer la abogacía. Sería una condena a muerte. ¿Eso es lo que quieres para mí?
—No tiene por qué ser para siempre —le contesté yo—: solo hasta que nos recuperemos.
—¿En serio? ¿En serio? —Se alejó unos pasos—. ¿De verdad quieres que nos recuperemos?
—Estoy dispuesta a intentarlo. —Y era verdad.
—No: estás dispuesta a condenarme a estar atado a un bufete el resto de mi vida, pero no a dejarme el dinero que necesitamos para pagar las facturas y hacer que esto funcione. Si en vez de tanto hablar sacases el dinero, Andrea…
Yo ya estaba harta de aquella discusión, pero hice lo posible por mantener la calma.
—Ya hemos hablado de eso, Graham. Aunque pudiera sacarlo, eso no resolvería nuestros problemas. ¿Qué íbamos a hacer al mes que viene y al siguiente?
—A mí me basta con un mes para enderezar la situación —me aseguró.
—Eso fue lo que me dijiste el mes pasado —repliqué sin poder contenerme.
Él me miró.
—No sabía que me llevases la cuenta.
Yo respiré hondo.
—Mira, no ha sido culpa tuya: el momento no era el mejor y el local era demasiado caro.
—¡Ah! —contestó él alzando la voz—. Así que sí ha sido todo culpa mía. ¿Eso es lo que me estás diciendo?
—Lo que te he dicho es que no ha sido culpa tuya.
—He oído lo que me has dicho y sé muy bien qué es lo que quieres decir. Crees que ha sido culpa mía. Pues bien, yo no lo creo, Andrea. Hice mis deberes e investigué. Fui yo quien tuvo la visión, quien invirtió el tiempo y el sudor. Lo único que necesitaba era más capital. Necesitaba apoyo. «En lo bueno y en lo malo», Andrea. ¿Te acuerdas de esas palabras: «En lo bueno y en lo malo»?
Él no tenía la menor idea de cuántas veces las había oído yo a diario en mi cabeza, como la llamada de tambores tribales que precede a un ataque. Corrió a la puerta de la entrada, donde vi que había puesto su bolso de cuero. Lo llevó al sofá, rebuscó en su interior y sacó una serie de papeles para dejar caer el bolso a los cojines y lanzarme los documentos.
—He preparado todo el papeleo para el préstamo, Andrea. ¿Quieres ayudarme? Pues menos palabras y más dinero. Tú podrías hacerle el préstamo al negocio.
—¿Y cuál sería el aval?
—¿Estás de broma? —gritó—. ¿De verdad tenemos que llegar a eso?
Yo estaba confundida y asustada. Bajé los papeles para intentar pensar.
—No puedo prestar el dinero al negocio, Graham.
—No, ¡lo que no quieres es prestármelo a mí! —salvó la distancia que había entre los dos y me lanzó los documentos al pecho con tanta fuerza que me hizo dar un paso atrás—. Pues ¿sabes qué, Andrea? Además de la cartita del bufete, también falsifiqué tu firma en los avales al banco y en el contrato de arrendamiento del local.
Me sentí como si me hubiera pateado el estómago.
—¿Qué?
Él me miró con una sonrisa burlona.
—¿Qué te parece? Conque tú eliges: puedes darme el dinero para que enderece el negocio o dejar que se lo quede el banco.
—Serás cabrón…
Él se echó a reír.
—¿A que no sienta nada bien encontrarse al borde del abismo?
—No pienso darte el dinero —contesté ya con un tono desafiante—. Que se lleve el banco lo que pueda. El abogado de mis padres dice que el fideicomiso no puede anularse.
Graham redujo la distancia que nos separaba, haciéndome retroceder hasta la barra de la cocina. No tenía escapatoria.
—Estoy harto de jueguecitos, Andrea. Necesito ese dinero: no pienso ir a la cárcel.
—Me voy. —Intenté rodearlo y abrirme paso hasta la puerta, pero él me bloqueó la huida.
—¡Necesito ese dinero, Andrea!
—No. —Lo aparté de un empujón y fui hacia la puerta.
Él me tomó con fuerza de la muñeca y me hizo girar sobre mí misma. Yo le lancé una patada con fuerza en la espinilla. Él hizo una mueca de dolor y gimió, pero no llegó a soltarme. Me zarandeó y me dobló la muñeca.
—¡Necesito ese puto dinero!
—¡No! —le grité—. Me estás haciendo daño.
Y entonces él me cruzó la cara con tanta violencia que me tiró al suelo del golpe. Ocurrió tan rápido que al principio ni siquiera estaba segura de que me hubiese dado, pero la mejilla me picaba y me ardía.
La casa quedó en silencio. El aire se detuvo hasta tal punto que llegué a oír el tictac del reloj de la cocina. Tenía la cabeza gacha y la mano contra la mejilla, caliente al tacto. Por encima de mí, oí el sonido leve de la respiración de Graham. Me quedé sentada con la mirada clavada en el suelo y el pelo sobre la cara, con el sabor metálico de mi propia sangre en la boca. Entonces, lentamente, alcé la mirada hacia él. Alcé la mirada hacia el hombre con el que me había casado.
Graham seguía teniendo el puño apretado.