CAPÍTULO 22
Tracy llamó a Stan Fields aquella misma tarde y le dijo que le interesaría reunirse con ella. Propuso reunirse el 5 de julio, viernes, su día libre. Cuando Fields le preguntó qué podría ser tan importante, Tracy no quiso precisar nada, aunque le aseguró que valdría la pena el viaje hasta Seattle. Le dijo que podían quedar en el Cactus, un restaurante de la playa de Alki, porque, si en algún momento tenía que dar cuentas de aquella reunión, le iba a resultar más fácil justificar una comida en su día libre y cerca de su casa que tratar de explicar por qué se había desplazado nada menos que hasta Tacoma por una investigación en la que, en teoría, no trabajaba ya.
Aquel viernes, poco después del mediodía, se sentó bajo los toldos verdes y rojos de la terraza del Cactus a comer patatas fritas con salsa y beber té frío mientras esperaba. Al otro lado de la calle se había congregado tal gentío tanto en la playa como en el paseo entablado que quienes habían salido a correr se veían obligados a meterse en la calzada para esquivarlo. A juzgar por lo denso del tráfico, todavía quedaban muchos por llegar para disfrutar de la arena y el agua o comer con las impagables vistas que ofrecían aquellos restaurantes. Los turistas se arremolinaban en torno al obelisco de hormigón que conmemoraba lo que supuestamente constituía la cuna de Seattle o, cuando menos, el lugar en el que desembarcaron los colonos de la expedición de Arthur A. Denny durante el otoño de 1851 para crear el primer asentamiento. Lo más probable es que los nativos dudaran que la región necesitara ser descubierta.
Tracy vio llegar a Fields por la Avenida Sesenta y Tres, perpendicular a la Alki Avenue. Iba dando caladas a un cigarrillo sin salirse de su aspecto setentero: chaqueta gris de raya diplomática, camisa abierta por el cuello, cadena de oro y gafas de sol de aviador. Ella, más informal, llevaba pantalón corto, camiseta azul de tirantes y camisa blanca.
Fields apuró el pitillo antes de dejarlo caer al suelo y aplastarlo con el pie. Entró al restaurante y la saludó:
—El tráfico es brutal por aquí. Suerte que me has dicho dónde dejar el coche.
Ella, que vivía cerca, conocía bien los recovecos en los que estacionar, como era el caso del aparcamiento subterráneo contiguo al edificio.
—¿Y toda esta gente? ¿No trabaja? —preguntó él contemplando a la multitud que caminaba por el paseo entablado del otro lado de la calzada.
—Es la hora de comer —dijo ella—. Quienes vivimos en el noroeste tenemos que aprovechar el sol, el otoño y el invierno se hacen muy largos.
Fields se quitó la chaqueta y retiró la silla para sentarse. Olía a humo de tabaco.
—En Arizona te escondes en verano y solo te atreves a salir en otoño y en invierno.
Se quitó también las gafas de aviador y las dobló para guardárselas en el bolsillo de la camisa. Cuando se acercó la camarera, le pidió:
—Tráeme una Corona con lima, guapa.
Tracy tuvo que hacer un esfuerzo para morderse la lengua.
—En fin —dijo él centrando su atención en la inspectora—, cuéntame a qué viene tanto secretismo.
—No hay secretismo alguno. Simplemente tenía que darte cierta información del caso de Andrea Strickland, un par de cosas en las que estábamos trabajando cuando nos quitaron la jurisdicción.
—¿Que no hay secretismo? —repuso Fields con una sonrisa idiota que le levantó los extremos del bigote—. A juzgar por la pinta que llevas, hoy no trabajas. Tienes información que no incluisteis en el expediente que nos habéis enviado y que tampoco has querido contarme por teléfono y, encima, me pides que venga a verte. ¡Mujer, que yo también llevo un tiempecito en este trabajo!
—Ya lo sé: no es tu primer rodeo —señaló Tracy—. Entonces, ¿tienes el expediente?
Fields asintió.
—Y he vuelto a tener una charla con Graham Strickland o, mejor dicho, lo he intentado.
—¿Se te ha interpuesto el señor letrado?
Él torció el bigote.
—Todo tiene que ir a través de su abogado. Le dije que los íbamos a acusar a él y a su cliente de obstrucción a la justicia.
Tracy prefería no imaginar adónde habría llevado a Fields aquella táctica.
—Me dijo que podía aceptar sus condiciones o largarme por donde había venido —siguió diciendo—. Al final llegamos a un acuerdo y me va a dejar que interrogue a Strickland. —Fields se arrellanó para observar a dos muchachas en pantalón corto que pasaban en ese momento delante de la terraza antes de volver a dirigirse a Tracy—. Dudo que sirva de mucho, ya que no podemos determinar la hora exacta del asesinato y, por cómo ha afectado el agua salada al cadáver y la nasa, tampoco tenemos pruebas forenses. Aunque encontrásemos el arma, cosa que dudo mucho, no tenemos siquiera la bala. Estamos intentando hacernos con el extracto de la tarjeta de crédito de Strickland y con el listado de las llamadas de su teléfono, por si alquiló una embarcación cangrejera, pero no parece probable. —Fields tomó una patata, la mojó en la salsa y se la llevó a la boca—. Así que lo que tenemos es circunstancial y ese mamoncete lo sabe.
La camarera llegó entonces con la cerveza de Fields, a la que habían insertado en el cuello de la botella media rodaja de lima.
—¿Saben ya lo que van a pedir? —preguntó.
—Yo, un plato de rosbif de esos —dijo él—. ¿Cómo lo llaman en español? Carne asada, ¿verdad?
La joven sonrió.
—¿Cómo le gusta?
—Rojo sangre. Dile al cocinero que quiero que muja cuando le clave el tenedor. Y que eche también a la parrilla un par de pimientos verdes de los grandes.
Tracy pidió una tostada mexicana.
—Pero sin crema agria ni guacamole —añadió.
Fields acabó de meter la rodaja de lima en la botella.
—¿Nos estamos cuidando el tipo? —Tomó un sorbo de cerveza—. Bueno, dime: ¿qué querías contarme?
Tracy mojó una patata y se la metió en la boca.
—Fui a hablar con la tía de Andrea Strickland, que vive en San Bernardino.
—¿En serio? —preguntó él, a un tiempo sorprendido e irritado—. ¿Qué me vas a decir, que estabas allí por casualidad, que tenías el día libre y te apeteció dedicárselo a un caso que ya no era tuyo? ¿No tienen trabajo para entreteneros aquí, en Seattle? —preguntó contrayendo el entrecejo.
—También estuve charlando con su terapeuta —añadió Tracy sin hacerle caso.
—¿El de Strickland o el de la tía?
—El de Strickland. La tía la llevó a un psiquiatra después del accidente en que murieron sus padres y aumentó el número de sesiones al saber que su marido estaba abusando de Andrea.
—¡No jodas! —exclamó él, tan alto que hizo volver la cabeza a los de las mesas contiguas.
Ella dio un sorbo a su té frío.
—La cría pierde a sus padres de forma trágica y, por si fuera poco, tiene que aguantar una porquería así.
—Está claro que no todas las familias son como La tribu de los Brady —dijo Fields antes de otro trago de cerveza.
—Y que lo digas.
—Así que estaba bien jodida.
—El psiquiatra llamó a los Servicios de Protección del Menor y la sacaron de allí hasta que la tía se mudó a otro sitio.
—¿Se presentaron cargos?
—No he seguido investigando.
—¿Y cómo acabó ella?
—El psiquiatra no está del todo seguro, pero dice que es muy posible que desarrollase lo que él llamó un trastorno disociativo, que adoptara diversas personalidades para evitar el mundo real.
—¿Como lo que pasa en la peli esa de Sybil?
—Ni idea.
—¿Y te dijo el nombre de alguna de esas otras personalidades?
—¿Quieres decir si había una Lynn Hoff? No dijo nada, pero sí que Andrea leía de manera obsesiva y pudo haber asumido el papel de los personajes de sus novelas.
—Esperemos que no leyese Carrie. Con todo lo que cuentas, desde luego, era de esperar que pasara algo.
—Puede ser. También me dijo que podía ser propensa a cometer actos de violencia.
—¿Y él fue testigo de alguno?
Tracy negó con un movimiento de cabeza.
—Andrea se fue de casa al cumplir los dieciocho y él dice que, si llegaban a aflorar los síntomas, lo más seguro es que lo hiciesen poco después de que ella cumpliera los veinte.
—Es decir, que era como una bomba de relojería esperando el momento de estallar. ¿Dijo si había algo concreto que pudiera haberla hecho saltar?
—Mencionó algunas posibilidades: otra experiencia traumática, malos tratos, abandono o desesperación.
En ese momento llegó la camarera con la tostada de Tracy y la carne asada de Fields, quien clavó enseguida el tenedor en su plato y dijo:
—No la oigo mugir. —Y al ver la expresión preocupada de la joven añadió—: Tranquila, guapa, que estaba de broma. Tráeme otra Corona, ¿quieres?
La camarera retiró la botella vacía. Fields tomó el cuchillo, cortó un trozo de carne, se lo metió en la boca y siguió hablando mientras masticaba.
—¿Puede que se sintiera abandonada al enterarse de que su marido la estaba engañando o tenía planes de matarla?
—Quizá.
—Bueno… ¿y todo eso adónde me lleva?
Tracy extendió una porción de salsa en su tostada.
—De entrada, podría explicar cómo escapó de la montaña una joven en apariencia introvertida y llegó al extremo de tender una trampa a su marido y hacer ver que la había asesinado.
Fields bajó el cuchillo y el tenedor.
—¿Una trampa? ¿A qué te refieres?
—Según tu informe, el marido no sabía que ella tenía un seguro de vida que lo nombraba beneficiario.
—Eso es lo que dijo él, pero tú y yo sabemos que lo más seguro es que sea mentira.
—Puede que no. Tampoco tenemos nada que confirme la existencia de la supuesta amante con la que según ella se estaba acostando su marido. Lo que sí sabemos es que salió con vida de la montaña después de haber dejado restos de ropa y de equipo, lo que quiere decir que debió de llevar otro juego para el descenso. Está claro que no cargó con todo eso porque sí y también está claro que, después, consiguió un permiso de conducir falso. Todo apunta a que hubo premeditación.
—¿Me estás diciendo que contrató la póliza de seguros para que pareciese que la quería matar el marido?
—También podría ser que él quisiera matarla y que ella se diese cuenta. Pero sí: el seguro, las consultas a un abogado experto en divorcios, decirle a su jefa que sospechaba que el marido le estaba siendo infiel otra vez… Todo eso podía formar parte de un plan pensado para incriminarlo a él.
—Dudo que fuese tan lista, sobre todo si estaba tan chalada como dice el loquero.
—Ted Bundy estaba chalado. —Tracy dejó unos instantes para que asimilara la idea—. Según su jefa, Andrea era una joven muy inteligente.
Fields dejó el cuchillo y el tenedor y se limpió con la servilleta la comisura de los labios.
—Está bien, pero lo que hay que averiguar es quién la ha matado ahora. Además, si tienes razón con todo eso, con lo de que averiguó que el marido pensaba matarla y le tendió una trampa, él tenía más motivos aún para buscarla y acabar con ella, así que volvemos a tenerlo a él de sospechoso número uno.
—Puede ser, aunque yo sigo pensando que el móvil más probable es la intención de él de echarle mano al fondo fiduciario. Que lo consiguiera o no, me lleva a lo siguiente que quería comentarte. Sabemos que había alguien buscando a Lynn Hoff y a Devin Chambers.
—¿Y cómo lo habéis averiguado?
—Le pedí a un amigo que se gana la vida localizando gente que preguntase y me avisara si sabía de alguien que estuviera tras la pista de Lynn Hoff y resultó que sí.
—¿Quién?
—No lo sabe. Su cliente usó una cuenta de correo electrónico desechable para mantenerse en el anonimato.
—Así que por ahí no podemos seguir.
—Quizá sí.
En ese momento llegó la camarera con la segunda cerveza y rellenó el vaso de té frío de Tracy, quien esperó a que se hubiera marchado para proseguir.
—Por lo visto, nuestro desconocido encargó al investigador privado que se dedica a buscar personas desaparecidas que diese con Lynn Hoff, pero solo encontró el mismo permiso de conducir que nosotros.
Fields estrujó la lima sobre su bistec antes de meterla en la botella.
—Es decir, que solo nos sirve para saber que había alguien buscándola.
—Y que, fuera quien fuese, sabía que Andrea había cambiado de identidad para convertirse en Lynn Hoff —dijo Tracy, con la sensación de estar dándoselo todo hecho a Fields y entendiendo por qué no habían dado resultados las pesquisas iniciales—. Además, cuando el experto en desaparecidos le dijo que por los canales usuales no averiguaba nada de la tal Hoff, el cliente nombró a Devin Chambers.
—Es decir, que también la conocía.
—Eso parece.
—Además, Devin Chambers desapareció más o menos a la vez que Andrea Strickland —señaló Fields—. Eso fue lo que dijo la jefa, ¿no?
Tracy había incluido estos datos en su informe de la entrevista con Brenda Berg.
—Chambers les dijo a los vecinos que se iba de viaje a Europa. Le pidió a uno que le recogiera el correo, pero nunca fue a buscarlo, tampoco sus efectos personales. Al parecer, tiene una hermana en Nueva Jersey que dice que es incapaz de administrarse posiblemente por su adicción a los fármacos.
—¿Crees que podría estar intentando quedarse con el dinero de Andrea?
—El investigador encontró un apartado de correos dentro de una farmacia de Renton registrado a nombre de Lynn Hoff. En el establecimiento, además, tenían constancia de al menos una receta anterior expedida a ese nombre. En Renton fue donde Andrea Strickland usó el nombre de Lynn Hoff para cambiarse la cara y donde hizo todas las gestiones bancarias.
—¿Crees que Chambers y Strickland trabajaban juntas?
—Esa es una posibilidad, aunque puede haber otras. El guardabosques con el que hablé estaba convencido de que Strickland tuvo que recibir ayuda para salir de la montaña con vida y fugarse. Además, dos días después de que Kurt Schill sacase el cadáver de la nasa, alguien vació las cuentas de Lynn Hoff, lo que significa que tenía que conocer el banco y el número y la contraseña de las cuentas.
—Entonces crees que esa tal Devin Chambers la ayudó a salir de la montaña y colaboró con ella o la engañó y luego la mató.
Tracy no pensaba ir tan lejos: no iba a sacar conclusiones de pruebas que, en teoría, no había conseguido para una investigación que ya no dirigía.
—De entrada, creo que deberías hablar con ella para ver si debes ponerla en la lista de sospechosos.
Fields tomó la botella de cerveza y se reclinó en la silla para dar un sorbo.
—¿Y por qué en tus informes no se recoge nada de esto?
Tracy se encogió de hombros.
—Como te he dicho, cuando los redactamos, todavía no teníamos estos datos. Acabamos de averiguarlos.
—En tu expediente no se dice nada de la tía ni del psiquiatra, tampoco de que hubieseis preguntado si había alguien buscando a Lynn Hoff. No aparece mención alguna de ello.
—Nos pidieron que acabásemos el informe y os lo enviásemos y que después completáramos cualquier tarea que tuviéramos pendiente. ¿Qué diferencia hay? Ahora ya tienes todo lo que hemos averiguado.
Fields dejó la cerveza en la mesa y, a pesar de no haber acabado todavía, tomó la servilleta del regazo y la puso en el plato. Saltaba a la vista que no le hacía gracia que Tracy hubiese seguido adelante con la investigación que le habían asignado a él. A la inspectora le daba igual: los sentimientos de Fields le traían sin cuidado. Lo que quería era encontrar al asesino.
Él vio a la camarera y, tras atraer su atención, pidió la cuenta con un gesto antes de volver a mirar a Tracy y decir:
—Gracias por la información y por la comida.
Tracy, sin embargo, negó con la cabeza antes de decir:
—Ahora es tu rodeo, así que saca la tarjeta de crédito.
Cuando llegó a casa después de almorzar con Stan Fields, Dan estaba sentado en uno de los divanes de la terraza, pero, lejos de estar achicharrándose bajo aquel sol implacable, se había apostado cómodamente bajo la amplia sombra de una sombrilla. Cuando Tracy salió a saludarlo, él dejó un documento de alegaciones que había ensangrentado con enmiendas con el bolígrafo rojo que tenía en la mano. Rex y Sherlock, que daban la impresión de haber hallado en aquella misma sombra el paraíso después de morir, la vieron acercarse, pero el segundo fue el único que se puso en pie para saludarla fustigando el aire con la cola. Tracy entendió perfectamente a Rex, que se limitó a alzar una ceja con gesto avergonzado.
Dan levantó la vista para mirarla a través de unas gafas redondas de montura metálica que, aunque le conferían un aspecto muy profesional, hacía tiempo que habían quedado asociadas para siempre a Harry Potter. Había ido temprano a su despacho para poner al día el papeleo y asegurarse de que no había nada urgente que requiriese su atención a fin de poder pasar la tarde juntos.
—¿Y esto? —preguntó Tracy.
La sombrilla no solo era enorme, sino de un color teja espantoso, pero Tracy se contuvo de dar su opinión.
—¿A que te gusta? La he comprado de camino. Con el día tan bueno que hace, me ha parecido una lástima desperdiciarlo encerrándome bajo techo para trabajar. Además, tú deberías apartarte del sol.
—Lo que debería es llevar protección solar —dijo ella—. Nunca pensé que llegaría el día en que tendríamos que comprar en Seattle parasoles en vez de paraguas.
—Es lo que tiene el calentamiento global: glaciares que se derriten, el nivel del mar cada vez más alto, sequías y hambruna, perros y gatos viviendo juntos…
—¿A quién tenemos de hombre del tiempo, a Bill Murray? —preguntó, convencida de haber oído la última parte en una de sus películas.
—¿Dónde estabas? ¿Has salido a pasear?
Ella tomó el vaso de agua con hielo que se había preparado él y le dio un sorbo.
—No, tenía que hablar con alguien.
—¿En tu día libre?
Tracy se sentó en el borde del otro diván mirando hacia él.
—Me he reunido con el inspector del condado de Pierce que lleva ahora la investigación de la mujer de la nasa.
—¿En tu día libre? —insistió él—. Creí que no soportabas a ese tío.
Tracy contempló las vistas mientras respondía:
—Tenía que darle cierta información extraoficial.
—¿En tu día libre?
—¿Vas a volver a contarme que estoy obsesionada con resolver todos los asesinatos de mujeres jóvenes por lo que le pasó a mi hermana?
—No.
—Entonces, ¿por qué no dejas de preguntarme lo mismo? —dijo ella exasperada.
Dan dejó el documento que tenía en la mano e inspiró hondo.
—Decías que a esa muchacha la había tratado el destino con la punta del pie, que había pasado de ser hija de médico a convertirse en una huérfana de la que abusaba su tío y a mujer de un marido que la maltrataba.
—Eso es verdad.
—Entonces, no te extrañará que me pregunte si tu viaje a San Bernardino no tendrá algo que ver con que sientas algún vínculo con ella.
—¿Por qué? No tendrás intención de maltratarme…
—Me preocupo por ti y lo sabes. —Sonrió a fin de calmar los ánimos—. Mira, lo único que digo es que los dos sabemos que la vida tampoco ha sido precisamente justa contigo, Tracy. Tu padre también era médico y lo perdiste poco después de perder a tu hermana.
—No pienso compadecerme de mí misma, Dan.
—Ni yo te estoy diciendo que debas hacerlo.
—Me interesaba especialmente este caso —repuso pensando en Nolasco—. Era mi investigación y, sí, a veces me las tomo muy a pecho. ¿Para ti unos casos no son más personales que otros?
—Claro, pero ¿en qué porcentaje de los que tú conviertes en algo personal resulta que la víctima es una muchacha joven?
—En un alto porcentaje —reconoció ella—, porque muchas de las personas a las que secuestran para matarlas resultan ser mujeres jóvenes. No sé qué quieres que haga al respecto.
—Cuando el caso es tuyo, no creo que tengas que hacer nada. De hecho, estoy convencido de que eso te motiva a la hora de hacer bien tu trabajo. Sin embargo, cuando el caso no es tuyo y tomas decisiones poco acertadas, deberías preguntarte por qué lo haces.
—Lo único que he hecho ha sido seguir algunas pistas que habíamos dejado a medias. ¿Qué tiene eso de poco acertado?
—Fuiste a San Bernardino sin autorización.
—No se trataba de un viaje de trabajo.
—¿De verdad?
—Hablé con la tía de la víctima mientras tú estabas en el juzgado y ya le he dado la información al inspector que se ha encargado de la investigación. Ahora es cosa suya. Él será quien se lleve el mérito por una labor policial bien hecha. No sé qué puede tener eso de decisión poco acertada.
—Así que vas a dejar que el caso siga su curso por donde deba.
—No tengo más remedio, ¿no?
Los dos estuvieron un rato sentados en silencio hasta que él se puso en pie.
—Tengo que hacer unos recados —anunció.
Tracy sabía que se había puesto a la defensiva y que Dan solo quería mirar por ella. También era consciente de que le estaba costando olvidar el caso. Dejó también su asiento y lo abrazó.
—Perdona. No quiero discutir por esto. Es verdad que siento algo por esa mujer y que quería acabar la investigación. Tienes razón: está claro que tenemos cierta afinidad y que me fastidia que nos lo hayan quitado y siento mucho estar pagándolo contigo.
—No te preocupes por mí: ya soy mayorcito. Escucha: voy a tener que pasarme casi toda la tarde fuera acabando un par de cosas, pero cuando refresque podríamos sacar a los perros.
—Claro —dijo ella—. Me gusta la idea.
Él se disponía a entrar en la casa cuando se dio la vuelta.
—¡Ah! He estado hablando con el médico sobre la cuestión de la que hablamos el otro día después de correr.
—¿Lo de la vasectomía?
—Dice que puede revertirse.
Sabía que era pedir mucho a Dan, no solo por la operación, que podía suponer un día o dos de dolor, sino por el compromiso de por vida que suponía la paternidad. No quería que se sintiera presionado por la angustia que la había acometido a ella de repente ante la posibilidad de no ser nunca madre.
—Sácame un momento a mí de la ecuación —le pidió—. ¿Seguirías queriendo tener hijos?
—No puedo sacarte de la ecuación. Estoy enamorado de ti. No lo haría por nadie más. Así que, en realidad, eres tú quien tiene que responder a esa pregunta. Siento sonar machista, pero, puesto que Dios no me ha dotado a mí de útero ni, ya puestos, de mamas, la mayor parte del peso va a recaer sobre tus hombros, al menos durante el primer año. ¿Estás segura de que lo has pensado bien?
—Yo siempre me había imaginado con hijos —dijo ella.
—Lo sé. Y que vivirías en Cedar Grove, al lado de Sarah, y que nos reuniríamos todos para hacer barbacoas los domingos y nuestros hijos irían juntos al colegio.
Ella sonrió, aunque por la comisura de los párpados se le escapó una lágrima.
—¿Tú también lo has pensado?
—Éramos amigos íntimos —contestó él abrazándola— y ese era nuestro mundo. Son buenos recuerdos, Tracy. No tienen por qué ser malos. Ahora tenemos la oportunidad de crear juntos los nuestros propios.
—No sé si merezco esa oportunidad.
Él se echó hacia atrás para mirarla.
—¿Por qué dices eso? ¿Por Sarah?
Ella contuvo las lágrimas.
—Sarah nunca va a poder enamorarse, Dan, ni casarse ni tener hijos.
—Lo que le pasó no fue culpa tuya, Tracy, y lo sabes.
Sí, lo sabía, pero eso no hacía que se sintiera mejor. En lo más hondo de su ser, siempre tenía presente a Sarah.
—Todavía pienso mucho en ella, en que no tenía que haberla dejado volver sola a casa.
—¿Qué crees que habría deseado ella para ti?
Tracy se limpió las lágrimas, pero no tardaron en seguirlas otras.
—Sé que habría querido que fuese feliz.
—Por supuesto.
Tracy lloró con la cabeza apoyada en el pecho de Dan. Cuando se serenó, se apartó un tanto de él para decir:
—Creo que lo que dijiste el otro día es muy cierto: antes de dar el segundo paso, deberíamos dar el primero.
Dan le soltó la mano.
—Otra vez estamos con eso. —Puso cara de bobo y se lanzó a imitarla—: Ya sé que soy más macho que tú, pero quiero una declaración de cuento de hadas.
Tracy se echó a reír y le dio una palmada en el pecho con aire juguetón.
—Está bien —añadió Dan—. Iremos paso a paso. —Miró la hora en el reloj de dentro—. Todavía me quedan unas horas de trabajo y algunos recados, pero, cuando vuelva, podemos llevar a Rex y Sherlock a la playa. ¿Te parece bien?
—Me parece perfecto.
Poco después de las siete, con una temperatura agradable y una brisa suave procedente del norte, Dan cargó a los perros en la parte trasera de su todoterreno.
—¿No íbamos a salir a andar? —preguntó Tracy.
—Creo que estos dos todavía se resienten de la carrera del otro día. De hecho, yo tiemblo de recordarla.
—Pues yo no los veo muy cansados.
Sherlock y Rex brincaban nerviosos, gimoteando y con la lengua fuera.
—Son capaces de correr hasta caer rendidos —dijo Dan—. Podemos acercarnos en coche y luego pasear por la playa. Me apetece ir al faro.
—Está bien —dijo Tracy antes de ocupar el sillón del pasajero.
Dan descendió la colina y dobló la curva. Por lo general, las dificultades que se daban para estacionar en verano los llevaban a dejar el vehículo en el aparcamiento habilitado en la mediana, pero aquel día el conductor rebasó los escaparates y los restaurantes y siguió adelante en dirección al faro.
—¿Pero vamos a sacarlos a pasear o a que den una vuelta en coche? —quiso saber Tracy.
Dan giró hacia la derecha poco después del bloque de apartamentos en forma de V que desembocaba en el faro de punta Alki. Una verja de malla metálica con ruedas y una señal enorme que advertía que el paso estaba restringido y que los intrusos habrían de atenerse a las consecuencias impedían la entrada.
—Está cerrado —dijo ella sin saber muy bien qué otra cosa podía esperar Dan a aquellas horas.
—¡Bah! Vamos a ver si podemos llegar hasta el agua.
—¿Cuál es el plan, ver si conseguimos que nos arresten para darle emoción al paseo?
En el estacionamiento había señales que recordaban que esas plazas estaban reservadas a los residentes y que se avisaría a la grúa si aparcaban vehículos de no residentes.
—Nunca he estado aquí —dijo Dan— y me apetece echar un vistazo. Lo peor que van a hacernos es pedirnos que nos vayamos. —Salió del todoterreno y abrió el portón trasero.
Rex y Sherlock se apearon de un salto y lo siguieron hasta la verja. Dan la empujó y la hizo rodar hacia la izquierda.
—Está abierta —anunció.
—Pero estaba cerrada —repuso ella sin desabrocharse el cinturón— hasta que la has abierto tú.
—Anda, vayamos a echar un ojo. Si quisieran que no entrase nadie, la habrían cerrado.
—No te quedarás tranquilo hasta que nos detengan, ¿verdad?
—No seas miedica.
—¿No me acabas de soltar un sermón sobre cómo evitar meterme en líos?
—Eso es distinto, porque podrías perder tu trabajo, pero ¿qué pueden hacernos por mirar?
—Arrestarnos, acusarnos de terrorismo, mandarnos a Guantánamo, torturarnos para hacernos cantar…
—Venga, mujer —dijo Dan mientras se alejaba calle abajo.
—Está bien —repuso Tracy abriendo la puerta para salir del coche—. Me temo que, de todos modos, lo vamos a hacer.
Cerró la verja tras ella y apretó el paso para alcanzar a Dan. La calzada se prolongaba hasta dos casas más allá. Los edificios, blancos con porche y el tejado rojo, le parecieron sacados de una película de los cincuenta. The Seattle Times había publicado hacía poco un artículo conmemorativo del primer centenario del faro en el que se señalaba que las dos viviendas situadas en primera línea de playa alojaban en aquel momento a sendos oficiales superiores de la guarda costera. Más adelante dieron con una serie de edificios de mantenimiento también blancos con techos rojos y con un camino de grava que llevaba al faro, que marcaba la punta de la entrada meridional y el paso del estrecho de Puget a la bahía de Elliott.
Tracy siguió a Dan por el camino, medio temerosa de que aparecieran en cualquier momento guardias armados y les ordenasen que se echaran al suelo. La puerta del faro estaba abierta y Dan entró seguido de Tracy. La sala de la planta baja consistía en un museo con fotografías y piezas destinadas a representar la historia del edificio. Dan no se detuvo y enfiló una escalera estrecha y sinuosa. Tracy lo siguió a la siguiente planta, pensando que preso por uno, preso por ciento. Una escalerilla metálica ascendía a la sala que albergaba la linterna. Iban a necesitar una grúa si querían subir a Rex y a Sherlock.
—Aquí —les ordenó su dueño.
Dicho esto, se encaramó en los peldaños. Tracy lo siguió, Rex gimió desde el suelo y Dan siseó para acallarlo.
La inspectora no alcanzaba a ver lo que tenía sobre ella, porque Dan bloqueaba la entrada, pero cuando él llegó arriba y se apartó de la escalera, notó un resplandor dorado parpadeante. Llegó al último peldaño y Dan tendió una mano para ayudarla a acceder a la angosta sala octogonal en la que se alojaba el fanal, pero la luz no procedía de este, sino de una docena de velas encendidas que arrojaban sombras sobre un conjunto de rojas rosas. Al otro lado de las ventanas, el sol poniente hacía brillar la superficie del agua como si esparciese sobre ella centenares de diamantes.
Tracy sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y le fallaban las piernas. Dan, sin soltar su mano en ningún momento, hincó una rodilla en tierra y sacó de uno de los bolsillos de sus pantalones cortos una cajita negra.
—¡Oh, Dios mío! —dijo ella abrumada y al borde de las lágrimas.
—Tracy Anne Crosswhite —dijo Dan abriendo la caja para mostrar un enorme brillante.
El pecho de Tracy se agitó mientras se le detenía el aliento en la garganta. Se cubrió la boca con una mano.
—¿Quieres ser mi esposa? —preguntó él.
Se sentaron a la mesa en su restaurante italiano favorito, al sur mismo de la punta de Beach Drive. Por la ventana veían la luz del sol morir tras las islas y los distantes montes Olímpicos. Las rosas rojas, dispuestas ya en un jarrón, descansaban ante ellos, aunque a Tracy le resultaba imposible apartar la vista del anillo que adornaba su mano izquierda y del hombre que se lo había puesto.
—Es precioso —le dijo—. Todo ha sido precioso. ¿Cómo te las has arreglado?
—Aunque suponga no haber empezado esta relación con total sinceridad, te tengo que confesar que esta mañana no he ido al despacho.
—Eso me lo he imaginado, pero ¿cómo has logrado que te dejaran usar el faro?
—Tengo un amigo que trabaja con la guardia costera y se lleva muy bien con el comandante. Hizo que uno de los guardias cerrase la verja sin echar la llave y acudió después del cierre a colocar las flores. En el momento indicado, lo llamé para que encendiese las velas. Les debo a todos unas cuantas botellas de vino del bueno. Entonces, ¿lo he hecho bien?
Desde luego, la había deslumbrado. Tracy había supuesto que se casarían, pero pensaba que sería una decisión que tomarían juntos poco antes de presentarse en el juzgado: jamás habría esperado que Dan se declarase ni que se tomara tantas molestias para sorprenderla… ¡tantísimo! No podía dejar de sonreír. De hecho, ni siquiera recordaba la última vez que le había dolido la cara de tanto sonreír.
—Lo has hecho muy bien —aseveró.
Giró el anillo a la luz cada vez más tenue que entraba por los cristales para ver centellear los brillantes que rodeaban al del centro, mayor que ellos. Fuera, se formaban suaves olas en el estrecho de Puget, donde barloventeaban los veleros. Todo era perfecto. La noche entera era perfecta, hasta que cayó en la cuenta de que la vista que estaba contemplando se encontraba casi alineada con el lugar en que Kurt Schill había sacado del agua la nasa en que estaba atrapado el cadáver de Andrea Strickland.