CAPÍTULO 17

Cuando Tracy llamó para concertar la entrevista, Brenda Berg le hizo saber que no estaría en la oficina, porque se llevaba trabajo a casa un par de días a la semana para poder estar con su pequeña. Aun así, no vaciló en ningún momento cuando le comunicó que Kins y ella deseaban hablar con ella de Andrea Strickland. Dijo que había estado pendiente de las noticias relativas a la breve reaparición de la joven y su posterior asesinato.

La inspectora volvió a comunicarse con ella y salió con Kins del bufete de Phil Montgomery. Berg estaba a punto de sacar a su niña a pasear en su cochecito para que durmiese un rato, pero les dijo que, si no les importaba caminar mientras hablaban, podía reunirse con ellos en Waterfront Park, cerca de dos esculturas situadas a la bajada del Puente de Acero, en el centro de Portland.

—Será fácil reconocerme por la ropa deportiva y el cochecito de salir a correr con la cría.

Tracy y Kins llegaron antes que ella. El río Willamette estaba plagado de corredores, personas que caminaban de un lado a otro con ropa de trabajo y algún que otro cochecito de bebé.

—Espero que no sea una de esas atletas que andan más rápido de lo que yo corro —dijo él mientras se colocaba un par de gafas de sol—. Tengo la cadera hecha trizas del rato que llevamos en el coche.

—Con el día tan bueno que hace… A lo mejor un paseo te ayuda a desentumecerla.

—Si pudiéramos pasear en un sitio con aire acondicionado me haría más gracia.

Tracy reparó en una mujer de aspecto esbelto y dinámico vestida con camiseta de tirantes blanca, pantalón corto de atletismo y zapatillas de deporte que se dirigía a ellos mientras empujaba un cochecito azul con una mano. Al acercarse redujo la marcha.

—Hola, ¿es usted la inspectora Crosswhite? —No parecía, ni por asomo, sin aliento.

La inspectora le presentó a su compañero. Los hombros delgados, los músculos gráciles y fibrosos y el tono bronceado de su piel conferían a Berg el aspecto propio de una corredora. Tracy había supuesto que sería más joven, ya que había dicho que acababa de ser madre, pero las arrugas que asomaban a sus ojos indicaban que debía de rondar los cuarenta. Tendría más o menos la misma edad que ella.

—Siento hacerles esto —dijo la recién llegada mientras se inclinaba para mirar a su hija—, pero la chiquitina tiene alterado el ciclo del sueño y esta parece ser la única manera de que eche su siesta por la tarde.

—No pasa nada. —Tracy miró debajo de la capota que daba sombra a la pequeña, envuelta en una mantita rosa y tocada con un gorro azul celeste—. ¿Qué tiempo tiene?

—Ayer cumplió cinco meses.

—Es muy guapa.

—Gracias. Se llama Jessica y es mi angelito.

La inspectora sonrió a la carita diminuta que asomaba bajo el gorro y no pudo evitar que la asaltaran ciertos recuerdos. Siempre había imaginado que tendría hijos, que viviría al lado de Sarah y que criarían juntos a sus pequeños.

—¿Tiene más hijos? —preguntó.

—No —repuso Berg sin dejar de sonreír a la cría—. Me he centrado demasiado en mi trabajo en la aseguradora y en ganarme la vida. Conocí a mi marido hace un par de años y tardamos un poco en decidirnos, pero ahora no sé lo que sería mi vida sin ella. ¿Tiene usted hijos?

—No.

—Se ha casado con su trabajo, imagino.

—Algo así —dijo Tracy. Se había casado más bien con la búsqueda del asesino de su hermana y había tenido que pagar las consecuencias. Había perdido a su marido, había dejado su actividad docente en Cedar Grove para hacerse policía en Seattle y apenas había salido con nadie. Había pasado varios años dedicando las noches a repasar los documentos y las pruebas relativos a la desaparición de Sarah hasta dar con un callejón sin salida y, a regañadientes, guardarlo todo en cajas y meter estas en un armario. Mediados ya los treinta, creyó que sus únicas citas serían con polis y con fiscales y no había estado dispuesta a llevarse más trabajo aún a casa.

—Sé lo que se siente —aseveró Berg.

Jessica, como si esperase el momento preciso, hizo un mohín que llevó a su madre a añadir:

—Mejor empezamos a andar, que parece que es lo único que hace que se quede dormida.

Se pusieron a caminar por la calzada, Tracy al lado de Berg y Kins un paso por detrás de ellas.

—Todavía estoy consternada —dijo Berg—. Ya fue horrible la primera vez, quiero decir, hace dos meses, cuando pensábamos que había muerto, y descubrir de pronto que estaba viva… Ni siquiera sé qué pensar. —Miró a la inspectora—. Entonces, ¿está muerta? ¿Es de verdad la mujer que han encontrado en la trampa para cangrejos?

—Eso parece —respondió Tracy haciéndose a un lado para dejar pasar a dos corredores.

Berg meneó la cabeza.

—Estoy hecha un lío.

—Por su respuesta debo entender que no había vuelto a saber nada de Andrea.

—¡Qué va! Nada.

—¿Cuánto tiempo estuvo trabajando Andrea como su ayudante?

—Dos años o dos años y medio. Lo dejó unos siete meses, cuando su marido y ella abrieron el negocio, y, cuando fracasó, volvió con nosotros.

—¿Su relación era estrictamente profesional? —quiso saber Tracy.

Berg hizo un gesto de asentimiento.

—Andrea era más joven que yo y, además, no dejaba de ser mi empleada, pero de vez en cuando salíamos a almorzar y cosas así. Me daba la impresión de que necesitaba a alguien en quien confiar. Imagino que saben que perdió a sus padres siendo una niña.

—Lo sabemos.

—Toda una tragedia. Andrea no hablaba nunca de aquello, pero el tema salió durante la entrevista de trabajo y busqué información. Sus padres murieron en un accidente de tráfico en Nochebuena por culpa de un conductor borracho. Por lo que sé, Andrea quedó atrapada en el coche. Yo hacía lo que podía por estar a su lado cuando me necesitaba.

—¿Qué clase de persona era? —preguntó Tracy.

—Muy callada, pero tampoco es que fuera tímida. La gente pensaba que lo era porque leía mucho y yo, la verdad, tuve también la misma impresión al principio.

—¿Qué leía?

—Novelas. Tenía libros de bolsillo repartidos por toda la mesa, en el móvil y en su Kindle. Se pasaba todo el tiempo leyendo, pero bastaba conocerla un poco para entender que no era vergonzosa. Simplemente prefería no ser el centro de atención: le gustaba mantenerse en la periferia. ¿Me entiende?

—¿Puede ponerme un ejemplo? —pidió Tracy.

Berg meditó su respuesta.

—Un día celebramos una fiesta en la empresa por el cumpleaños de alguien. La vi sentada al fondo y me di cuenta de que no estaba perdiéndose detalle. ¿Sabe lo que le quiero decir? Quien no la conociera podía tener la impresión de que se estaba aburriendo y no tenía ningún interés, pero cuando una la miraba con atención la veía sonreír levemente, arrugar el entrecejo de un modo casi imperceptible o poner los ojos en blanco. Nunca eran gestos insolentes ni irrespetuosos, sino solo lo bastante marcados como para dejar claro a quien se fijara que estaba pendiente de todo.

—¿Era inteligente?

—Mucho —respondió Berg asintiendo con la cabeza.

—Parece no tener duda.

—No es frecuente que alguien que no ha ido nunca a la universidad asimile todo con la rapidez con que lo hacía ella. No era una ayudante común: a veces le pedía tareas muy difíciles y ella las hacía en un abrir y cerrar de ojos. Creo que era una de esas personas que son listísimas por naturaleza. Tenía mucho talento. Puede ser que también tuvieran algo que ver todas sus lecturas. Nunca había que repetirle nada. La animé a matricularse en la universidad u obtener el título de corredora de seguros.

Estaban llegando a un segundo puente levadizo. Ante ellos pasaban a gran velocidad lanchas motoras con jóvenes de uno y otro sexo en bañador.

—¿Conocía usted a Graham, su marido? —quiso saber Kins.

Berg giró la cabeza hacia él.

—Un poco. De eso tuve yo la culpa sin querer.

—¿Por qué lo dice?

—Como le he dicho, Andrea era una muchacha introvertida. Después de trabajar, siempre prefería volver a casa a leer. Yo me propuse conseguir que tuviera vida social. Celebramos una fiesta en el centro y se podría decir que yo la obligué a asistir. Fue allí donde conoció a Graham. Lo siguiente que supe de ellos era que iban a casarse.

—¿Cuánto tiempo había pasado? —preguntó Tracy.

Ella dejó escapar un suspiro.

—No se lo sabría decir. Desde luego, fue todo muy rápido: un mes o dos, no estoy segura.

—¿Parecía feliz?

—Con Andrea no era fácil saberlo, porque no se abría mucho a los demás, pero yo diría que sí.

—Tenemos entendido que creció en el Sur de California —intervino Kins—. ¿Sabe si sigue teniendo familia allí?

—Una tía, creo, aunque me parece que no tenían mucha relación.

—Después de la boda, ¿llegó a tener trato con Graham?

—No mucho. Andrea mantenía separadas su vida laboral de la personal casi todo el tiempo.

Tracy dedujo por el tono de su respuesta que Berg no había sentido nunca un gran aprecio por Graham Strickland. Simplemente trataba de ser diplomática.

—Pero sí que coincidieron en alguna ocasión, ¿no?

—Un par de veces solo. Vino a un par de nuestros actos y, de vez en cuando, a la oficina para recoger a Andrea.

—¿Cómo era? —preguntó Kins.

El rostro de Berg dibujó una sonrisa que más parecía una mueca de dolor. Daba la sensación de preferir guardarse para sí su opinión.

—Entendemos que no lo conocía bien —terció Tracy—. Lo único que queremos saber es cuál era la impresión general que tenía de él.

—¿Sinceramente? No me caía bien. —Volvió a vacilar—. Era uno de esos tipos que, ¿cómo les diría?, sobreactúan.

—De los que se esfuerzan demasiado en gustar —sentenció Kins.

Berg volvió a mirar sobre su hombro, pero esta vez dejó de caminar.

—Sí, es una forma excelente de expresarlo.

—¿Y en qué se notaba?

—No sé, en todo: su forma de vestir, su pelo, la barba… Todo en él era demasiado… afectado, como si intentase ofrecer una imagen determinada. Eso sin contar con el cochazo. —Sonrió y meneó la cabeza al recordarlo—. Un Porsche Carrera rojo que resultaba casi ofensivo. Además, dudo que el muchacho fuese ninguna lumbrera.

—¿Por qué lo dice? —preguntó Tracy.

—Por cosas que contaba Andrea. Lo del dispensario de marihuana, sin ir más lejos. Ella intentó explicarle que, en su opinión, no era buena idea, pero, al parecer, Graham había investigado y se empeñó en que sería una mina de oro.

La inspectora se secó una gota de sudor que le corría por la mejilla. También sentía mojado el espacio que mediaba entre sus omóplatos por causa del sol que brillaba a su espalda.

—¿Le habló Andrea en algún momento de problemas matrimoniales?

La otra se puso a reflexionar.

—Cuando volvió a la aseguradora, después de que fracasara el negocio, Andrea y yo salimos un día a almorzar y me dijo que Graham la estaba engañando.

—¿Le dijo con quién? —preguntó Tracy.

—No lo sabía, pero al parecer no era la primera vez: ya había tenido algo con una compañera de trabajo.

—¿Y cómo se enteró ella? ¿Se lo dijo?

—Por lo visto, cuando la empresa empezó a irse a pique, ella estuvo examinando los gastos y encontró que se habían cargado en la tarjeta de crédito gastos de hoteles y restaurantes de Seattle. Él dijo que eran cosas del negocio, pero ella llamó a varias empresas y descubrió que no era así.

—Así que era una mujer de recursos —concluyó Kins.

—Cuando hacía falta, sí.

—¿Qué más le dijo durante aquella comida? —quiso saber la inspectora.

Berg movió la cabeza a un lado y a otro.

—Viendo como acabó todo, no puedo dejar de pensar que tenía que haber hecho más por ella.

—¿A qué se refiere?

—Andrea me dijo que, a pesar del mal momento por el que estaba pasando su matrimonio, Graham quería escalar el monte Rainier.

—¿Él? —preguntó Kins.

—Eso me dijo ella. Al parecer, él afirmaba que tener una afición, algo que pudieran hacer juntos, les sería de gran ayuda. También me dijo que Graham quería hacer un seguro de vida, pero solo a nombre de ella.

—¿De ella solo? —La inspectora miró de reojo a su compañero.

—Lo sé. A mí también me pareció raro entonces, pero Andrea decía que no podían permitirse más y Graham sostenía que, si a él le pasaba algo, ella podría mantenerse con el fondo fiduciario. Saben lo del fondo, ¿verdad?

—Sí —dijo Tracy.

—Me resultó extraño en aquel momento, ¿saben?, pero a una no se le ocurre que algo así pueda tener tanta importancia.

—¿Y qué fue lo primero que pensó al saber que Andrea había desaparecido en el Rainier? —preguntó Kins.

Berg vaciló. La cría refunfuñó y ella se tomó un instante para consolarla poniéndole el chupete en la boca. Cuando volvió a ponerse en marcha, repuso:

—Supongo que no me lo creí.

—¿Que no se creyó que hubiera sido un accidente?

Ella hizo un gesto de asentimiento.

—¿Cómo se lo diría? No me sorprendió que sospecharan de Graham y no me habría quedado patidifusa si hubieran llegado a la conclusión de que la había matado él. Fue lo que le dije al otro inspector.

—¿Stan Fields? —dijo Tracy.

—No me acuerdo de cómo se llamaba. Llevaba una coleta gris. Le dije que me parecía demasiada casualidad. Además, Andrea me había dicho algo del fondo fiduciario de sus padres. Por lo visto, Graham quería usar ese dinero para montar el dispensario en lugar de tener que pedir un préstamo al banco, pero ella se opuso, aunque, de todos modos, el fondo tenía cláusulas que lo impedían.

—¿Dijo si era eso lo que estaba provocando la tensión en su matrimonio?

—¿Qué otra cosa iba a ser?

—¿Pero se lo dijo?

—Sí.

—¿Le dijo que no quería darle el dinero a su marido? —insistió Kins, que parecía haber perdido el aliento.

Berg asintió con un gesto.

—Dijo que Graham se enfadó por eso y también que había firmado por ella en los avales que había pedido el banco. Tenía miedo de que el fondo corriese peligro por culpa de su marido. De todos modos, lo que tenía que haberme hecho sospechar fue una cosa que dijo Andrea cuando le pregunté si Graham tenía acceso a aquel dinero.

—¿Qué dijo? —quiso saber Tracy.

—«Mientras yo siga con vida, no». —Berg meneó la cabeza al recordarlo—. Se rio, pero como con tristeza. ¿Me entiende? Yo sentí lástima por ella. Me daba pena oírle decir algo así.

Pasaron por debajo de otro puente.

—¿Cuándo fue la última vez que vio a Andrea o habló con ella?

—La semana que se fue a escalar.

—¿Cómo la vio de ánimos?

—En el caso de Andrea no siempre era fácil saber cómo estaba. Quiero decir que era una persona muy equilibrada. Supongo que todo el sufrimiento que había conocido siendo joven la había vuelto, no sé, más comedida, como si no esperase ya mucho de la vida.

—Insensibilizada —dijo Kins.

—Podría ser —contestó Berg volviendo la mirada hacia él—. Ni siquiera cuando se casó con Graham me dio la impresión de verla entusiasmada. Como si pensase: «Esto es lo que es y se acabó».

—¿Tenía amigas, gente con la que quedase o saliese después de trabajar?

—La única que se me ocurre es Devin Chambers, que trabajaba en nuestra oficina con uno de mis socios. Parece que las dos se llevaban bien, pero, por lo demás, yo diría que no.

—¿Sigue trabajando en su aseguradora?

—No: se fue más o menos en las mismas fechas en las que murió Andrea o, mejor dicho, cuando pensamos que había muerto, la primera vez.

—¿Lo dejó por eso?

—No lo sé. A mí no me dijo nada. Por lo que sé por mi socio, dijo que se mudaba a algún lugar del este donde creo que tenía familia.

Tracy miró a Kins, quien negó con la cabeza para indicar que no tenía más preguntas.

—Gracias otra vez por su tiempo —le dijo la inspectora—. Ya le dejamos que acabe de hacer kilómetros con su hija. —A continuación, le dio una tarjeta de visita para indicarle—: Si recuerda algo más, no dude en llamarnos.

Mientras volvía a recorrer la orilla del río con su compañero en dirección a las esculturas, comentó:

—¿No te resulta raro que una mujer que cree que su marido la está engañando por segunda vez en un año se avenga a subir con él el monte Rainier?

—Sobre todo si había hablado ya con un abogado matrimonialista —apuntó Kins—. Me da la impresión de que estaba planeando escaparse y empezar de cero.

Tracy se detuvo.

—Puede que, como ha dicho Berg, Andrea Strickland fuese mucho más que lo que daba a entender con una impresión inicial.

—Eso parece —convino Kins—, aunque yo todavía no tengo claro qué quiere decir eso.

—¿Y si se trataba de algo más que desaparecer y empezar de nuevo?

—¿Crees que pretendía desquitarse, de tenderle una trampa al marido para que pareciese que quería matarla?

—Berg dice que Andrea estaba convencida de que la estaba engañando y de que no era la primera vez.

—Entonces, ¿cuál es tu teoría? El marido se da cuenta de que se la ha jugado, le da caza y la mata para resarcirse, ¿no?

—No solo para eso, sino para conseguir lo que buscaba desde el principio.

—El dinero —concluyó Kins.

—Como ya está muerta, él imagina que, si da con ella, encontrará también su dinero. Como ya está muerta, nadie se enterará jamás. Lo único que necesita es buscar un modo de deshacerse del cadáver para que no lo encuentren nunca.

—De acuerdo, pero ¿cómo lo demostramos? —preguntó su compañero.

—Yo diría que hay que encontrar a Devin Chambers. Si Andrea confiaba en alguien, tuvo que ser en ella.

—¿Crees que Chambers dejó la ciudad por eso, por ser la persona que la ayudó?

—El guardabosques Hicks está convencido de que no pudo salir sola de la montaña —dijo Tracy.

—En ese caso, yo también hablaría con su tía. Cuando estás muerto, debes de sentirte muy solo y parece que Andrea no tenía ya más familiares.


De camino a la comisaría central, Tracy llamó a Stan Fields para hablar sobre Devin Chambers y puso el teléfono en manos libres.

—¿Sabías que había salido de la ciudad? —le preguntó.

—No, pero tampoco es ningún delito. ¿Por qué lo dices? ¿Crees que eran tortilleras o algo así?

La inspectora puso los ojos en blanco mientras Kins reprimía una carcajada.

—No, pero, si Andrea confiaba en ella, es posible que siguieran en contacto.

—Me dijo que no sabía apenas nada.

—¿Encontraste alguna prueba de que el marido estuviera teniendo otra aventura?

—La jefa de la mujer dijo algo de eso. Según ella, Andrea estaba convencida de que la estaba engañando, pero no pudo darme más detalles. Hablé con la compañera de bufete a la que se había estado beneficiando y me dijo que no era ella, que la primera vez había sido un error, que lo había hecho sin saber que él estaba casado y que ahora era ella la que tenía marido y había pasado página. Llevaba meses sin verlo ni hablar con él.

—Está bien. Entonces, ¿no has seguido la pista de Devin Chambers?

—Como os dije, no lo creía necesario. Tenía resguardos que demostraban que había estado fuera de la ciudad cuando ellos subieron a la montaña. ¿Habéis encontrado algo que lo desmienta?

—No lo sé —dijo Tracy.

—Acuérdate de que este rodeo es tuyo, inspectora. Si crees que puede aportar información, no dudes en ponerte en contacto con ella.

Tracy colgó.

—¡Qué poco me gusta este hombre!

—Es todo un vaquero —contestó Kins con una sonrisa.

—Es todo un gilipollas. —Tracy dejó pasar unos kilómetros mientras volvía a pensar en Brenda Berg y su cría. Kins tenía tres varones—. ¿Te alegras de haber tenido hijos, Kins?

Él la miró.

—Te ha llegado, ¿verdad? Me lo imaginaba.

—¿Qué? —preguntó ella a la defensiva.

—Berg y tú tenéis más o menos la misma edad y un montón de cosas en común.

—No tantas.

—¿Ah, no?

—¿Pero te alegras? —insistió.

Kins meditó su respuesta.

—Cuando le dan un golpe al coche o me dicen por la noche que tienen que entregar un trabajo a la mañana siguiente, no mucho. —Sonrió—. Pero, si te refieres al otro noventa y nueve por ciento del tiempo, sí: me alegro. ¿Lo dices porque Dan quiere tener hijos?

—Tengo ya cuarenta y tres años —dijo ella, preguntándose si no había esperado demasiado.

—Sé de una mujer que tuvo el primero a los cuarenta y dos y ya va por el segundo.

—¿Y están bien?

—Eso parece. ¿Has hablado de eso con Dan?

—Sí, un poco, pero me pregunto si no se estará mostrando dispuesto porque se lo estoy pidiendo. Ni él ni yo somos ya unos chavales.

Kins arrugó el entrecejo.

—La gente le da mucha importancia a lo de tener hijos siendo joven, pero yo estoy convencido de que eso no siempre es bueno. Yo tengo ahora mucha más paciencia que con veinticinco años y la paciencia es una parte muy importante de la paternidad.

—Siempre creí que sería madre antes de los treinta y ahora echo la vista atrás y pienso que con esa edad seguía siendo una cría. Al menos hasta que murió mi hermana. Aquello cambió todo. En aquel momento no habría sido justo tener hijos: estaba demasiado ocupada tratando de averiguar lo que le había ocurrido. —Miró a Kins, a quien consideraba su mejor amigo, aparte de Dan—. Así que no crees que sea demasiado mayor, ¿verdad? Que vaya a presentarme en el instituto y me confundan con la abuela.

—¿Y eso qué más da?

—Yo tendría más de sesenta cuando mi hijo cumpliera veinte.

—Si te digo la verdad, yo tampoco me muero de ganas por encontrarme el nido vacío a mitad de los cuarenta. No sé qué coño vamos a hacer Shannah y yo cuando pase eso. Mis hijos son lo mejor de mi vida.

—Espero que no se lo hayas dicho a ella.

—Oye, que soy viejo, pero no tonto. Mira, yo lo veo así. Llámalo «Curso básico de Kins». Cuando no teníamos hijos, nos adaptábamos, ¿no es verdad? Cuando los tuvimos, nos adaptamos. Cuando nuestros hijos crezcan y se vayan de casa, también nos adaptaremos. La edad no pinta nada en todo esto. Si quieres a Dan y quieres tener hijos, yo te diría que no lo dudases. Vais a ser mejores padres que el noventa y nueve por ciento de los zopencos que hay por ahí.

Tracy sonrió.

—Abuelita —dijo Kins.

—¡Qué capullo eres! —dijo ella con una carcajada.


Tracy vio a Faz dejar clavado el tenedor en una fiambrera Tupperware que tenía en la mesa y abandonar su asiento, no sin esfuerzo, en cuanto la vio aparecer con Kins. Su compañero solía comportarse como un perro con un hueso en lo que se refería a las sobras de Vera: no renunciaba a ellas si no era por un buen motivo, de modo que su actitud quería decir que debía de tener algo interesante que contarles.

—¿Has hablado con el banco? —dijo ella por encima del sonido de voces imprecisas procedente de los otros tres cubículos. Dejó el bolso en la silla y, advirtiendo el olor a ajo de la comida de Vera, se hizo el ánimo para soportarlo todo el día en la oficina.

—Lynn Hoff le dijo al director que trabajaba en una empresa de ropa para actividades al aire libre y que pensaba hacer ingresos regulares. También abrió una cuenta personal para depositar más de quinientos mil dólares, procedentes, según ella, de una indemnización acordada con la otra parte después de un accidente. Las semanas siguientes estuvo haciendo a diario en su cuenta comercial ingresos y reintegros que encajan con lo que retiraba de su cuenta personal.

Kins sonrió a Tracy.

—Parece que hemos encontrado su fondo de fideicomiso.

—Lo estaba blanqueando —coincidió Faz—, sacándolo del país tal vez.

—El marido sabía que ella tenía ese fondo, ¿no? —dijo Del desde su rincón—. En ese caso, tiene un móvil de tomo y lomo.

—Sin duda —concluyó Kins.

—Sin embargo, esa no es la noticia —dijo Faz con el gesto y la voz de quien está en posesión de un secreto—: la verdadera revelación es que alguien vació las cuentas a primera hora de la mañana del lunes, después de que Schill sacase el cadáver de la nasa.

Kins miró a Tracy antes de volverse de nuevo hacia Faz.

—¿Y eso es posible?

—Para abrir una cuenta tienes que estar presente físicamente —explicó el otro—, pero para cerrarla no. Quien lo hizo, tuvo que hacerlo en línea, pero eso significa que tenía que conocer el banco, los números de cuentas y las contraseñas.

Tracy miró a Kins. Todo empezaba a tomar forma y apuntaba directamente a Graham Strickland.

—¿El marido?

—¿Devin Chambers? —añadió Kins.

—¿Quién es Devin Chambers? —quiso saber Faz.

—La amiga de Andrea Strickland —lo informó Tracy—. Vamos a tener que dar con ella.

—¿Es posible localizar el dinero, saber adónde fue a parar? —preguntó Kins.

—Tengo a la Unidad de Lucha Contra el Fraude buscándolo —dijo Faz—, pero apuesto lo que sea a que quien lo hiciera sacó enseguida el dinero del país para ingresarlo en un banquito pintoresco de los que no piden mucha información.

—Si es que sabía lo que estaban haciendo —añadió Tracy, preguntándose cómo podían demostrar que aquella persona tenía que ser Graham Strickland. ¿Registros informáticos? ¿Telefónicos?

—Basándome en lo que he visto hasta ahora, lo sabía —aseveró Faz—. Ella, por lo menos, lo tenía claro cuando estaba aún viva. Si no hubiera sido por la cronología de los reintegros, yo habría dicho que fue ella quien lo había planeado todo.

—Menos la parte en la que la mataban —dijo Del.

—Es verdad —contestó Faz.

Johnny Nolasco entró entonces en el cubículo. Su aparición tuvo el mismo efecto que la de un padre que se presenta en un cuarto lleno de adolescentes: todos dejaron de hablar. Él miró a Tracy y dijo:

—Todavía no he recibido el informe para los peces gordos ni para relaciones públicas.

—Teníamos que entrevistarnos con varios testigos esta mañana en Portland.

—Pues yo podía haberos ahorrado el viaje: el fiscal del condado de Pierce ha reclamado su jurisdicción sobre el caso.

—¿Qué? —dijo. El condado de Pierce se quedaría con la investigación en el momento mismo en que ellos empezaban a avanzar.

—Me han llamado hace una hora más o menos.

—¿Quién lo ha decidido? —preguntó Tracy.

—Alguien que está por encima de mí en la cadena alimentaria.

—¿Y qué motivos han alegado? —terció Kins.

—Que tienen una investigación abierta y han logrado hacer avances.

—Lo que tenían era un caso de desaparición —dijo Tracy— y esto es un homicidio. Somos nosotros quienes tenemos la jurisdicción.

—Ellos no lo ven así. Para ellos, el marido era el principal sospechoso y sigue siéndolo.

—Y no tienen nada para demostrarlo. El cadáver apareció en nuestra jurisdicción. ¿Por qué diablos se lo tenemos que devolver?

—Entre otras cosas, porque tenía un balazo en la nuca y eso quiere decir que pudieron deshacerse del cuerpo. —El capitán se refería a los casos en los que a la víctima la matan en un condado y la encuentran en otro.

La inspectora estaba hecha una furia. Sospechaba que la policía de Seattle —Nolasco— no había hecho nada por defender su jurisdicción. Las autoridades policiales del condado en el que se encontraba un cadáver del que se habían deshecho los autores solían renunciar con mucho gusto a investigar su muerte, sobre todo cuando daba la impresión de que el caso entrañaría cierta dificultad y acabaría en los archivos de homicidios sin resolver.

—¿Eso qué más da? Lo dejaron en nuestra jurisdicción. Lo tenemos nosotros y estamos haciendo nosotros las pesquisas.

—Como mínimo debería ser una investigación conjunta —dijo Kins.

—¡Venga ya, Sparrow! —exclamó Nolasco—. Vivía en Portland y desapareció en el condado de Pierce. La información que pueda haber sobre la víctima estará seguramente en su jurisdicción.

—¡Eso es una chorrada! —repuso Tracy—. No desapareció en el condado de Pierce: la encontraron en el condado de King metida en una nasa para cangrejos.

—¿Quieres contarles eso a los peces gordos?

—¿Por qué no se lo cuenta usted? —le espetó ella sin tratar ya de ocultar su ira—. Ese es su trabajo.

Nolasco entornó los ojos y abrió los orificios nasales.

—Deberías dejar de convertir en algo personal los casos cada vez que asesinan a una joven. ¿No ves que te nublan el juicio?

—Mi juicio está bien, lo que quiero es jurisdicción.

—¡A ver, a ver! —intervino Kins—. Vamos a calmarnos un momento. Creo que lo que intenta decir Tracy, capitán, es que hemos avanzado en la investigación y nos repatea tener que dejarla.

—Pues haz un informe y envíalo al condado de Pierce, Sparrow. A otro con este quebradero de cabeza. Acabad con lo que estéis haciendo y pasadlo. —Nolasco se detuvo y recorrió el cubículo con la mirada—. ¿Ha quedado claro?

—Sí —respondió Kins.

El capitán miró entonces a Del y a Faz, que asintieron a regañadientes con la cabeza, y, a continuación, a Tracy.

—¿Lo has entendido?

—No, no lo he entendido, pero lo he oído.

—Entonces, terminad lo que tengáis pendiente y dejad este caso.


Tracy pasó el resto de la tarde hecha una furia. Dejó la oficina en cuanto acabó el turno y notó que su ira iba en aumento a medida que cruzaba el puente de West Seattle. Encontró a Dan frente a la casa vestido con pantalón corto de atletismo, camiseta y zapatillas de deporte. Llevaba dos correas de perro, Rex y Sherlock brincaban y jugaban. Se alegró de verlo. Él siempre se las arreglaba para hacer que se olvidase del trabajo cuando volvía a casa.

Bajó la ventanilla mientras tomaba el camino de entrada.

—¿Entras o sales?

—¿En serio? ¿Tú crees que estaría así de fresco si viniera de correr? —Dan se acercó por el lado del conductor y la besó—. No te esperaba tan pronto.

—Ya. Yo tampoco.

Él dio un paso atrás.

—¡Ayayay! ¿Qué ha pasado?

—Déjame cinco minutos para que me cambie y te lo contaré por el camino. Necesito desahogar la rabia.

Tracy corrió al interior y dejó sobre la cama toda la ropa que llevaba, se puso la de hacer deporte y salió a la calle como un rayo. Dan estaba haciendo estiramientos y había dejado las correas de los perros atadas a la verja de hierro forjado.

—Lista —anunció ella.

—¿No quieres estirar? —le preguntó él.

La inspectora se hizo con la correa de Sherlock y echó a andar manzana abajo.

—Parece que no —concluyó Dan mientras la alcanzaba.

Descendieron caminando la ladera en dirección a Harbor Way, porque correr cuesta abajo era pedir mucho a los perros y a las rodillas, y, a continuación, se pusieron a trotar hacia el norte siguiendo la playa y pasando ante los restaurantes y los escaparates de los comercios con rumbo a punta Alki. Hacía una tarde espléndida y mucha gente había salido a disfrutar del descenso de la temperatura hasta los treinta grados. Las playas y los restaurantes estaban a rebosar y en la bahía de Elliott abundaban las velas blancas de las embarcaciones.

—Te has tomado en serio lo de liberar tensiones —dijo Dan sin resuello—. Si seguimos a este ritmo, vamos a matar a Rex y a Sherlock.

Tracy miró el reloj. Había estado corriendo a una velocidad de quince kilómetros por hora, cuando desde que había cumplido los cuarenta eran raras las veces que llegaba a los catorce por hora.

—Lo siento —dijo bajando la marcha—. ¿Quieres que paremos?

—No, así estoy bien —aseguró después del cambio—. Llegamos al faro y allí descansamos.

Poco antes de alcanzar dicha construcción se detuvieron para contemplar una vista que Tracy seguía considerando de las más espectaculares que había conocido: el azul vivo de la bahía, el contorno urbano de Seattle centelleando al sol y el paso de los transbordadores. Aquel espectáculo y el ejercicio habían ayudado a mitigar su descontento con Nolasco. Al menos ya no deseaba dejarle la cara hecha un Cristo.

Dan se enjugó el sudor de la cara con la camiseta mientras recobraba el resuello.

—No me has dicho por qué has llegado a casa tan temprano, aunque imagino que el motivo no te ha hecho mucha gracia.

—Hemos perdido el caso de la mujer que apareció en la nasa.

—¿Cómo que lo habéis perdido?

—El condado de Pierce ha reclamado la jurisdicción y lo hemos tenido que poner en sus manos.

—Lo siento —dijo él.

—En realidad, lo que me irrita es que estoy convencida de que Nolasco no ha hecho nada por defendernos ni por quedarse con la investigación.

Dan la dejó desahogarse unos segundos antes de decir:

—¿Sabes? No es normal que podamos disfrutar de una tarde juntos, así que ¿por qué no nos centramos en eso?

—Sí, será lo mejor.

Él la miró fijamente.

—No vas a quedarte tranquila, ¿verdad?

—Me costará un poco.

—Tracy, sé que lo que le ocurrió a Sarah hace que todos estos casos te resulten difíciles…

—Dan, por favor. No es eso. ¿De acuerdo?

—¿No?

—No. —Se puso a caminar de un lado a otro, frustrada y furiosa—. Bueno, quizá lo sea en parte, pero… La víctima tenía trece años cuando murieron sus padres. Luego va y se casa con un fulano que la trata como a un felpudo y que hasta puede que la mate de un tiro en la nuca y la arroje al estrecho de Puget como cebo para cangrejos. Nos ponemos a investigar y, cuando hemos empezado a hacer avances, el condado de Pierce, que por lo que sabemos no hizo nada cuando tenía el caso, aparece de pronto para arrebatárnoslo… ¡y nosotros se lo damos! No es justo.

—No, es verdad, pero a veces hay que dejar que las cosas sigan su curso sin más, Tracy. Mi padre siempre decía que, si te tomas toda esta mierda a pecho, acabarás con el pecho lleno de mierda.

—¡Qué proverbio tan bonito, Dan! Muy poético. —Dejó de andar y miró hacia los rascacielos que se elevaban al otro lado del agua.

Él sonrió.

—Mi padre era un hombre sencillo y se expresaba con palabras sencillas, pero no puedes negarme que tenía razón.

Mientras contemplaba la vista, Tracy volvió a pensar en la idea que había acudido a su cabeza mientras regresaba de la comisaría. Nolasco les había pedido que acabasen con lo que tuvieran entre manos antes de enviar el expediente a los nuevos responsables.

—¿Sigues teniendo que ir a Los Ángeles mañana por la mañana?

—A primera hora.

—Estoy pensando tomarme un día de asuntos propios y acompañarte. Podríamos convertirlo en un fin de semana para los dos.

—Yo, desde luego, voto a favor de la propuesta —repuso Dan—, aunque me voy a tener que pasar la mayor parte del día en los tribunales.

—Por mí no te preocupes, ya encontraré cosas que hacer.

—¿Lo ves? Ya has empezado a poner al mal tiempo buena cara.

—Pareces un personaje de Annie. Por favor, no te vayas a poner a cantar «El sol brillará mañana».

Dan se echó a reír y entonó:

—«El sol brillará…».

—¡Que Dios nos ampare! —dijo ella corriendo en sentido opuesto.

En casa, llenaron dos cuencos enormes para Rex y Sherlock, a quienes dieron sendos huesos para caldo que les habían dado en la carnicería a fin de mantenerlos ocupados, y se metieron de un salto en la ducha para echarse a continuación a dormir la siesta.

Cuando, poco después, abrió los ojos, Dan se volvió hacia ella. Tracy había estado despierta todo el rato.

—¿Quieres que salgamos a cenar? —le preguntó él.

Ella seguía dándole vueltas a la conversación que había mantenido con Brenda Berg, quien le había dicho que, después de haberse volcado en su carrera profesional, ahora le era imposible concebir su vida sin su hija. Kins tenía razón. Aquello le había tocado la fibra sensible. Por supuesto. Después de que desapareciese Sarah y tras divorciarse de Benny, se convirtió en policía de homicidios y se volcó en resolver el caso de su hermana. Cuando se quiso dar cuenta, habían pasado los años y tenía ya cuarenta y tres, edad que superaba con creces la recomendada para concebir.

Dio la espalda a Dan para mirar por las puertas correderas de cristal.

—¿Te has sentido alguna vez frustrado por no haber tenido hijos?

Él se aclaró la garganta.

—¿A qué viene eso ahora?

—Hoy he interrogado a una mujer que acaba de tener a su primera hija a los cuarenta años, porque, según me ha dicho, se había centrado en su carrera hasta que encontró su media naranja y ahora no sería capaz de imaginarse sin su pequeña.

Dan apoyó la barbilla en el hombro de Tracy y la envolvió con un brazo.

—No lo sé. La verdad es que siempre había pensado que tendría hijos, conque imagino que la vida que llevo no es exactamente la que había imaginado. ¿Por qué? ¿Tú sí?

—A veces. Sí, a veces me gustaría haberlos tenido.

—¿Y qué vamos a hacer al respecto, señora Crosswhite?

Ella se puso boca arriba para mirarlo.

—No lo sé. Solo estaba pensando que, si quiero tener hijos, voy a tener que decidirme pronto.

—Te ha saltado la alarma del reloj biológico.

—Supongo.

—¿Y tu trabajo?

—Podría aprovechar el permiso por maternidad. Además, creo que ya he trabajado bastante tiempo de sol a sol. Podría hacerlo a jornada parcial o partida.

—Pero, entonces, ¿no tendrías que dejar homicidios?

—Probablemente, pero podría investigar casos antiguos sin resolver. De todas formas, tengo la impresión de que eso es precisamente lo que estoy haciendo últimamente.

—¿Es por lo que te ha pasado hoy, lo del caso que os han quitado?

—No, no: lo venía pensando mientras volvíamos de Portland.

—¿Por esa mujer a la que has conocido?

—En parte.

Guardaron silencio unos instantes, hasta que Dan dijo:

—¿Y has pensado en quién te gustaría que fuese el padre?

Tracy se incorporó para golpearlo con un cojín.

—No, lo estoy pensando ahora.

Él agarró el cojín y la miró con una sonrisa estúpida.

—Sabes que tengo hecha la vasectomía. Acuérdate: mi primera mujer no quería tener hijos y a mí no me gustaba el tacto de los preservativos. Te lo conté.

Ella, aunque vacilante, replicó:

—Tengo entendido que las vasectomías son reversibles.

—Y yo tengo entendido que duele casi tanto como cuando te dan un tijeretazo. Lo que te ponen ahí abajo no son precisamente gomitas.

—Lo sé. Perdona.

Ninguno de ellos abrió la boca en el minuto siguiente. Entonces, Dan dijo:

—Pero, si es lo que quieres, podría pensármelo.

—¿De verdad?

Él asintió con un movimiento de cabeza.

—Sí, pero tengo la impresión de que nos estamos saltando un paso, ¿no? Quiero decir, que Rex y Sherlock ya están bastante confundidos. ¿Cuál es su apellido? ¿O’Leary, Crosswhite, O’Leary-Crosswhite…?

—O’Leary, por supuesto —contestó ella—. Yo soy una mujer chapada a la antigua.

—¿Me está usted proponiendo matrimonio, señora Tracy Crosswhite?

—Ni lo sueñes. Puede que sea una poli de las duras, pero debajo de esta coraza encallecida hay una joven que quiere una declaración de cuento de hadas.

—¿De verdad? Bueno es saberlo. Espero estar a la altura.

Se abrazó a él y sintió el calor que generaban sus cuerpos y la excitación de Dan.

—Sepa, señor O’Leary, que usted ha estado a la altura siempre.