CAPÍTULO 6

El matrimonio es una bendición.

Al menos, eso dice la gente. Yo, desde luego, no le encuentro mucha diferencia con estar soltera, aparte de unos cuantos detalles, como el haber tenido que dejar sitio en el armario para la ropa de Graham o el tener el doble de ropa que lavar y platos que fregar. Ni se me habría pasado por la cabeza que acabaríamos viviendo en mi ático, que no es mucho más espacioso que un apartamento, pero Graham decía que costaba menos que su apartamento y que así podríamos ahorrar, además de que, al estar en Pearl District, podríamos ir andando a todos los restaurantes chulos y las tiendas de moda.

En realidad, todavía no hemos ido a los restaurantes chulos ni a las tiendas de moda y eso que hace ya seis semanas del gran día. Por cierto, conseguí hacer cumbre en el monte Rainier, pero Graham no: tuvo que volverse en Disappointment Cleaver aquejado de mal de altura. Pensaba que se alegraría de que yo lo hubiera logrado, pero se dedicó a despotricar de los guías, porque, según él, no lo habían preparado bien para el ascenso.

Lleva mucho tiempo trabajando de sol a sol. Le han encargado una oferta pública importante para uno de los clientes de BSBT y dice que, si la rechaza, no lo harán socio en la vida. A mí no me parece mal que trabaje tanto, porque, como te he dicho, estaba acostumbrada a vivir sola y he tenido que adaptarme a tener compañía. Nunca he sido muy habladora, pero a Graham le gusta charlar cuando llega a casa, unas veces más que otras. Tiene un montón de ideas buenas sobre las empresas que quiere montar algún día, aunque dice que todavía no ha encontrado «el proyecto de sus sueños».

Lo de tenerlo fuera hasta tarde me da más tiempo para leer, aunque él no deja de animarme a volver al gimnasio. ¿Y los trece kilos que perdí entrenándome para escalar el Rainier? Los encontré. En realidad, debería decir que me encontraron ellos, porque yo no los estaba buscando. Sospecho que es por la genética. Mi padre siempre le decía a mi madre que, por más que hiciera dieta o saliese a correr, nunca bajaba de los ochenta y seis.

¡Que no es que yo pese ochenta y seis kilos!

Por Dios.

Sigo con mis sesenta y uno, que no es precisamente estar en los huesos.

Hemos tenido sexo con menos frecuencia de lo que había esperado. Graham dice que cuando vuelve de trabajar no tiene fuerzas, aunque yo estoy empezando a preguntarme si no será por esos kilos de más. Antes de que nos casáramos, siempre me decía:

—Me gustan las mujeres con carne en los huesos.

Y ahora no para de decir cosas como:

—Deberías aprovechar que llego tarde para ir al gimnasio o salir a pasear. No tienes por qué pasarte toda la noche aquí enclaustrada.

A mí me gusta enclaustrarme. Me gustan los libros y no me molestan los kilos de más. ¡Mi armario está preparado para eso!

Un miércoles por la tarde, recluida en casa para leer The Nightingale, un libro que me había transportado al París de los años cuarenta, cuando los nazis desfilaban con paso marcial por los Campos Elíseos, oí que había alguien en la puerta. Mi ático está en la tercera planta de un almacén reformado. Es la única vivienda del tercero y, aunque tiene acceso por las escaleras y por el ascensor, para abrir la puerta principal y subir hace falta teclear un código de seguridad de cuatro dígitos. La puerta del apartamento también se abre con combinación. Supongo que el casero debió de cansarse de que lo despertaran sus inquilinos que se habían dejado la llave dentro. Yo uso la misma clave para la puerta y para el ascensor: el día y el mes de mi cumpleaños. Lo sé: no voy para espía.

De todos modos, no solemos tener visitas, conque oír a esas horas a alguien delante de la puerta me sorprendió. Miré al reloj que tengo al lado de las ventanas por las que se ve parte del río Willamette y el puente de Broadway. Eran las seis y media y yo no esperaba a Graham tan temprano: últimamente no llegaba a casa hasta las diez.

—Buenas —dijo al entrar, lanzándome una mirada breve antes de cerrar la puerta y dejar la mochila.

—Buenas —respondí yo con la impresión de que ocurría algo malo.

El humor de Graham podía ser impredecible. Cuando estaba contento, era una centella parlanchina. Se ponía a charlar y a charlar sin importarle si yo participaba o no en la conversación. Luego se refrenaba y decía:

—Perdona, ni te he dejado hablar.

Y, antes de que yo pudiera decir nada, empezaba otra vez. Aquello era cuando tenía una noche buena. Si no, llegaba malhumorado, casi furioso. Las primeras veces le preguntaba si estaba bien, pero él me callaba enseguida diciendo:

—No quiero hablar de eso, ¿de acuerdo? Me paso el día hablando, dame un respiro.

Se quedó de pie al lado de la puerta con la mirada puesta en el techo, como si buscara algo entre las vigas. Tenía aspecto desaliñado, cosa rara en él. Quería que le dejase más espacio en el armario para su ropa, lo que para mí no era ningún problema, porque no tenía gran cosa. Acuérdate de que trabajo en un cubículo de oficina y esto es Portland. Graham necesitaba trajes, camisas y corbatas en su trabajo y lo compraba todo en Nordstrom. Para eso tenía una secretaria que conocía sus gustos y, además, le gustaban los arreglos que le hacían allí. Parecía salido de las páginas de la revista GQ, cuando yo daba la impresión de haberme dejado caer de la cama, haberme puesto lo primero que había encontrado y haber salido por la puerta sin molestarme siquiera en ponerme rímel, eso era precisamente lo que hacía la mayoría de las mañanas.

Aquella noche, Graham tenía floja la corbata y el botón del cuello de la camisa desabrochado. Estaba sudado, como si hubiese corrido para llegar a casa.

—Tengo que salir de allí —dijo.

—¿De dónde?

—De BSBT. —Lanzó las llaves del coche a la barra que separaba la sala de estar de la cocina. De allí salía una escalera que llevaba al ático en el que estaban mi cama y el cuarto de baño.

—Pensaba que estabas contento —dije yo—, que la oferta pública iba viento en popa.

—Eso pensabas —respondió en tono cáustico antes de resoplar. Entonces me di cuenta de que tenía los ojos vidriosos, como si hubiese estado llorando… o bebiendo—. Me estoy ahogando en esa firma. ¿No lo ves? —Se puso a caminar de un lado a otro frente a la puerta, hablando sin esperar respuesta—. Está muerta por mil cortes de papel y yo me estoy desangrando por todas partes. No tienen una pizca de creatividad. Nada: piensan y actúan como robots. A nadie se le ocurre nada original. A nadie. Y, si lo intentas, te devuelven con un golpe a la fila de autómatas. —Agitó la cabeza sin dejar de caminar de un lado a otro—. Yo ya no puedo seguir así. A la mierda. No pienso seguir.

—¿Y qué vas a hacer?

Entonces dejó de andar y se puso a mover la cabeza como hacía cuando se entusiasmaba con algo. Así de cambiante era su humor. Se le fue por completo la expresión ensombrecida y empezó a animarse mientras recorría con la vista toda la habitación. Se acercó al sofá y se puso de rodillas.

—He pensado mucho en esto los últimos seis meses. —Olía a alcohol—. Te dije que estaba buscando el proyecto de mis sueños. ¿Te acuerdas? Bien, pues creo que lo he encontrado. He estado investigando.

—¿Sobre qué? —conseguí preguntar.

—Marihuana —respondió él con los ojos abiertos y una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Qué? —No tenía la menor idea de lo que me estaba contando.

Se puso en pie y se frotó las manos.

—Oregón va a legalizar la marihuana. Y la marihuana será la gallina de los huevos de oro. He hablado con gente de Seattle que está convencida de que los primeros en entrar en el negocio ganarán dinero a espuertas.

Señalé la página del libro por la que iba y me senté en el cojín que tenía al lado. Hacía poco había leído algo sobre aquello en el periódico.

—He leído un artículo que decía que, con todos los dispensarios de marihuana terapéutica, aquí los comercios independientes van a tener más dificultades, que no va a ser como en Seattle, vaya.

—Eso es lo que dicen los detractores —me contestó Graham, sentándose tan cerca de mí que tuve que recoger las piernas—. Esos son los autómatas, la gente sin imaginación. Créeme: lo he estado estudiando y hay negocio de sobra para quien espabile.

—¿Y cuándo lo has estado estudiando?

—¿Cómo?

—Que cuándo lo has estado estudiando si no paras de trabajar y ni siquiera descansas los fines de semana.

Él volvió a abrir los ojos como platos, aunque esta vez parecían más los de alguien a quien descubren preparando una sorpresa.

—¿Me estás escuchando? Te estoy diciendo que se nos está presentando la ocasión de hacer algo por nuestra cuenta y tú te dedicas a interrogarme.

—No te estoy interrogando: solo te preguntaba…

—Pues, entonces, demuestra por lo menos algo de entusiasmo. —Fue hacia la ventana, pero se volvió hacia donde estaba yo sentada—. ¿Es mucho pedir? Eres mi mujer: se supone que deberías apoyarme.

Yo no sabía que decir, así que no dije nada. En realidad, no se podía decir que ninguno de nosotros apoyase de veras al otro. Graham pensaba que era mejor que mantuviéramos separadas nuestras finanzas: tarjetas de crédito y de débito, cuentas corrientes, facturas telefónicas…, aunque a veces me pedía la tarjeta de crédito si tardaban en ingresarle la nómina del bufete o si salíamos, porque no le gustaba cómo le quedaba la cartera en el bolsillo de atrás del pantalón.

—Quiero dejar BSBT y abrir un dispensario de marihuana —dijo como si nada.

—¿Ahora? Pero ¡si llevas semanas dejándote la piel y decías que estaban a punto de hacerte socio!

Volvió a sentarse en su lado del sofá.

—Ese es el problema, que estoy dejándome la piel… por ellos. —Alargó el brazo para tomarme la mano—. Y ahora se me está presentando la oportunidad de dejarme la piel por mí mismo, por nosotros —añadió enseguida—. Podríamos hacerlo juntos.

—¿A qué te refieres?

Me apretó la mano con tanta fuerza que me hizo daño.

—Quiero decir que podríamos abrir el negocio juntos, los dos. Así tú saldrías también de ese cubículo en el que te tienen metida.

Yo, sin embargo, estaba a gusto en mi cubículo.

—A mí me gusta mi trabajo.

—Pero no te lleva a ninguna parte. ¿Quieres morirte allí sentada? Los cubículos y las oficinas no son más que ataúdes. Allí muere todo el talento.

Había vuelto a inclinarse hacia delante, lo suficiente como para tumbarme a mí del olor a alcohol.

—No lo sé —le dije—. El artículo que leí decía que las licencias de apertura de un dispensario no eran nada baratas, por no hablar de todos los demás costes iniciales y los gastos generales. Además, tú y yo no tenemos ninguna experiencia cultivando marihuana. Ni marihuana ni nada de nada.

—De eso también he estado informándome. —Se levantó de repente y corrió a la puerta para tomar su cartera de piel, volvió al sofá, se sentó, sacó una carpeta de cuatro dedos de grosor y retiró las revistas de la mesita para extender su contenido—. No tenemos que plantar nada: nos limitaríamos a comprarles el producto a los distribuidores.

Me sorprendió el detalle con que lo había estudiado todo. Daba la impresión de haber elaborado todo un estudio de viabilidad que incluía gastos iniciales y de explotación.

—Quiero llamarlo Génesis —dijo—, como el primer libro de la Biblia, porque va a ser solo el principio.

—¿El principio de qué?

—De una compañía —me aseguró—. Podemos usar el dinero del dispensario para invertir en otras empresas y negocios pujantes. He hablado con el banco y me han dicho que con nuestros dos salarios nos concederían un préstamo sin problema.

—¿Y cuándo has hablado con el banco?

Graham desdeñó mi pregunta con un movimiento de la mano.

—Mira: nuestra capacidad crediticia es excelente.

—Pero si no tenemos avales.

—Les he dicho que me iban a hacer socio y que mis ingresos iban a aumentar.

—¡Si vas a dejar el trabajo!

—Eso no lo saben. Además, puedo quedarme hasta que nos concedan el préstamo.

—Pero eso es…

—No, no es mentira —me dejó bien claro—. Me iban a hacer socio, lo que pasa es que he preferido no aceptarlo.

—¿Te han pedido que seas su socio?

—No, pero no es más que un formalismo.

—No creo que podamos presentar tu salario si no vas a tenerlo.

—Es solo hasta que nos den el crédito. —Me sostuvo las manos como si quisiera sacarme a bailar y ponerme a hacer piruetas—. ¡Venga, mujer! Tienes que empezar a ser más optimista y dejar de ver todo tan negro. Este debería ser uno de los capítulos más emocionantes de nuestra vida. ¿Qué mejor momento para hacer algo así que ahora que aún no tenemos hijos?

Nunca habíamos hablado de tenerlos. Aparté las manos de las suyas y estudié con más detenimiento los números que había hecho Graham. Él no me quitaba ojo y de vez en cuando señalaba y me explicaba algún que otro detalle. Al examinarlo con detenimiento, aquello que me había parecido un estudio minucioso resultó mucho más conjetural.

—¿No crees que has subestimado un poco los gastos iniciales? He leído que con negocios nuevos hay que hacerse a la idea de que hasta el sexto mes no empezarán a verse los beneficios. A veces pueden tardar hasta un año y medio. Y aquí no has reflejado los ingresos que tendremos que percibir tú y yo. ¿Cómo vamos a pagar las facturas?

Graham lanzó un gruñido, se puso delante de mí, recogió sus papeles y cerró la carpeta.

—Te pido perdón por haber intentado hacer algo por mejorar nuestra situación. Por si no lo recuerdas, soy yo el que fue a la universidad, el que tiene un grado superior y el que lleva tres años trabajando en el ámbito del derecho corporativo. —Meneó la cabeza y me volvió la espalda—. ¿Sabes qué? Olvídalo. Olvida que he dicho nada.

Lanzó la carpeta a la mesita, fue otra vez hacia la puerta y agarró las llaves del coche de la barra.

—¿Adónde vas? —le pregunté.

—A la calle —me dijo.

Cerró de un portazo. Minutos después, oí rugir el Porsche, que salía del garaje subterráneo y aceleraba calle arriba. Miré por la ventana y a la luz de la farola vi las copas de los árboles plantados en la acera. La luna se había colocado sobre el puente y el río reflejaba su fulgor. Unos minutos después, volví a mirar a la carpeta que descansaba en la mesilla, la abrí y estudié otra vez los números.