CAPÍTULO 3
El lunes por la mañana, después de un fin de semana largo, Tracy se reunió con Kins en el despacho de medicina forense, situado en la confluencia de la Novena con Jefferson Street, delante mismo del centro médico de Harborview. Aquel edificio de catorce plantas, cristal tintado e iluminación natural no se parecía en nada al sarcófago de cemento que había tenido por sede antaño. Con todo, por elegante que hubieran dejado el resto de la construcción, no había gran cosa que pudiera hacerse por embellecer la sala en la que Funk y su equipo examinaban y abrían los cadáveres de las víctimas, un lugar frío y esterilizado dotado de mesas de acero inoxidable y fregaderos del mismo material, así como de sumideros y trampillas iluminados por luces brillantes.
El cuerpo de la desconocida yacía desnudo sobre la mesa más cercana a la puerta. El taco que le habían colocado bajo la espalda le elevaba el pecho y le separaba los brazos inertes a fin de facilitar la labor de Funk. La naturaleza del crimen y del lugar del hallazgo explicaban la ausencia de la bolsa de transporte de cadáveres.
En aquel momento, la mujer que había allí tumbada era menos un ser humano que una prueba que había que someter a disección y otros procedimientos similares. Tras nueve años investigando asesinatos, lo impersonal de las autopsias era una realidad durísima que Tracy aún no había acabado de aceptar, lo que se debía a su conciencia de que los huesos de su hermana, recuperados de una tumba improvisada en los montes que rodeaban su ciudad natal veinte años después de la desaparición de Sarah, habían descansado en una mesa similar, reunidos como los restos de un fósil procedente de una excavación arqueológica. Tracy había jurado no olvidar jamás que todos los cadáveres que yacían en las mesas del laboratorio forense habían sido seres humanos llenos de vida.
Se sentó en un taburete con ruedas de tal modo que no estorbase a Funk. Kins permaneció de pie a su lado y observó y escuchó con ella a Funk mientras este dictaba cada paso con precisión experta y documentaba sus hallazgos con una cantidad colosal de fotografías. Había pesado y medido a la desconocida, que tenía un metro sesenta y siete de altura, aunque resultaba difícil precisarlo con exactitud, debido a la manipulación que había sufrido el cuerpo a la hora de encajarlo en la nasa, y pesaba unos sesenta y un kilogramos. Realizó un frotis vaginal y rectal por ver si daba con restos de semen. También examinó el cuerpo en busca de petequias, manchitas redondas de sangre que apuntarían a una asfixia, por más que saltaba a la vista cuál había sido la causa de la muerte: a la víctima la habían matado de un tiro en la nuca. Lo más probable era que el asesino hubiese usado una pistola de nueve milímetros, aunque el arma no era precisamente lo que más importaba en aquel momento. De cualquier modo, aun cuando llegaran a encontrarla, sin la bala, que había atravesado el cráneo, sería imposible confirmar cuál se había usado.
El examen ocular de Funk no reveló joya alguna, aunque la víctima tenía perforados los lóbulos de las orejas, lo que apoyaba las sospechas que abrigaba Tracy de que el asesino había despojado el cadáver de todas sus pertenencias. El forense tampoco encontró tatuajes ni ninguna otra marca distintiva, tampoco signos de que la desconocida pudiese haber sido drogadicta. Habían tomado las huellas digitales a fin de introducirlas en la base del AFIS, el Sistema Automático de Identificación Dactilar, pero, a no ser que aquella mujer hubiera sido condenada por algún delito, servido en el ejército u ocupado un puesto de trabajo que requiriese las huellas de sus empleados, el sistema no les ofrecería la identidad de la interfecta. También había tomado muestras de sangre y saliva para analizar su ADN, aunque, de igual modo, eso no serviría de nada si no figuraba en el CODIS.
Funk se disponía a radiografiar el cuerpo.
—¿Estás bien? —preguntó Kins.
Tracy alzó la vista para mirarlo desde el taburete.
—¿Eh?
—Tienes esa mirada tuya… Y, además, estás muy callada. Demasiado callada. —Después de trabajar juntos durante ocho años, habían adquirido una gran pericia a la hora de interpretar el estado de ánimo del otro—. No lo hagas más personal de lo que es, Tracy. Bastante duro es ya.
—No estoy intentando hacerlo personal, Kins.
—Ya sé que no lo intentas —dijo él, que conocía bien el caso de su hermana y cómo se obsesionaba Tracy cuando había que investigar a los asesinos de mujeres jóvenes.
—Pero, a veces, no puedes cambiar los hechos.
—No, pero sí el modo en que reaccionamos ante ellos —repuso él.
—Tal vez. —Tracy no quería dar la impresión de estar a la defensiva—. Solo me estaba preguntando quién puede criar a la clase de persona capaz de matar a alguien de un tiro en la nuca y después meter su cuerpo en una nasa para cangrejos como si fuera un pedazo de cebo.
Kins soltó un suspiro. No era la primera vez que tenían una conversación como aquella.
—Míralo desde el punto de vista de los padres. Si tiene que ser horrible enterarte de que le ha pasado algo así a un hijo tuyo, no quiero ni imaginar lo que debe de ser que me digan que he criado a alguien capaz de hacer algo así.
—¿No da la impresión de que cada vez es peor? Como si ya nadie tuviese respeto por dónde empiezan los límites de los demás: entran como si nada en el coche o en la casa de otro. ¿No leíste en diciembre las noticias sobre los que se dedicaban a robar regalos de los porches o llevarse la decoración de los jardines?
—Sí, lo vi.
—¿Quién puede educarlos de tal manera que piensen que está bien?
—No lo sé —respondió Kins—. Cuando la economía va mal, la gente se desespera.
—Eso son tonterías. Hay muchísimas personas pobres de verdad a las que nunca se les pasaría por la cabeza hacer cosas así. —Miró el cadáver de la mesa.
Los dos guardaron silencio mientras veían trabajar a Funk.
—¿Qué opinión te ha merecido Schill? —preguntó Kins.
—Creo que Faz y Del tienen razón: dudo mucho que vaya a salir a pescar cangrejos de aquí a una temporada.
—Me refiero a lo que comentó Del de las probabilidades que había de que enganchara la nasa.
Tracy no pasó por alto la incertidumbre o, cuando menos, el escepticismo que impregnaba el tono de su compañero.
—No me lo imagino haciendo algo así.
—Pero tampoco deberíamos descartarlo todavía.
—De acuerdo, aunque, si ha tenido algo que ver, ¿por qué iba a sacar la nasa del agua y llamar a emergencias?
Kins se encogió de hombros.
—Quizá tuvo miedo. Supón que la mata y luego se asusta y se ve incapaz de seguir adelante, conque se inventa otra historia: «He enganchado una nasa que no es mía».
—Yo diría que su agitación era sincera.
—Lo que no significa que no la matase.
—Es cierto.
—Creo que lo mejor es que mandemos a Del y a Faz al vecindario del chaval para que averigüen si ha desaparecido algún gato o si visita en la Red esos sitios macabros sobre crímenes.
—No lo sé —dijo ella.
—No es la primera vez que pasa algo así.
—¿A qué te refieres?
—A lo de encontrar un cadáver en una nasa. Hace dos años, un pescador dio con un cráneo en una trampa para cangrejos cerca de Westport.
—Pero en ese caso la nasa era suya —repuso Tracy recordando aquel suceso.
—Y nunca llegaron a averiguar cómo había llegado allí el cráneo. A eso hay que sumarle el cadáver que encontraron en una nasa en el condado de Pierce, cerca de la isla de Anderson.
—No lo encontraron: el novio confesó y los llevó hasta la víctima.
—Exacto.
—¿Inspectores? —Funk se retiró de la mesa y se quitó la mascarilla. Llevaba puesto todo el equipo quirúrgico, incluidas las gafas de protección.
Tracy y Kins se cubrieron entonces la boca y la nariz con sus mascarillas, pero las mismas hicieron más bien poco por aislarlos del hedor. El forense se dirigió al ordenador que aguardaba en un escritorio vecino para mostrar una serie de radiografías de la mujer. Sirviéndose del ratón, fue rebuscando entre las imágenes hasta dar con las que le interesaban.
—Aquí. ¿Veis? —dijo señalando la calavera de la mujer—. Tenía implantes en la barbilla y los pómulos y también le habían modificado la nariz.
—¿Cirugía estética? —preguntó Tracy.
—Pero no de la que estás pensando —corrigió Funk—, sino de la que busca alterar la estructura facial.
—La de alguien que está intentando cambiar de apariencia.
—Y no hace mucho: yo diría que hace un mes o, a lo sumo, dos. Además, se había teñido el pelo también recientemente. —Se volvió hacia donde yacía el cadáver—. Su color natural es castaño claro.
Tracy y Kins sabían por una investigación anterior que los implantes llevaban un número de serie. Los cirujanos plásticos estaban obligados a registrarlo en el historial médico de sus pacientes y ponerlo en conocimiento del fabricante por si surgían complicaciones con la pieza.
—Parece que vamos a poder prescindir del dibujante —aseveró Kins—: acabamos de dar con la identidad de nuestra desconocida.
Los dos volvieron a la comisaría central. Los números de serie llevaron a Kins hasta Silitone, un fabricante de Florida. Uno de los trabajadores de la empresa tomó nota de la información y le devolvió la llamada una hora más tarde: los implantes se habían enviado a un tal doctor Yee Wu a Renton, ciudad situada en el extremo meridional del lago Washington, a unos veinte minutos en coche desde el centro de Seattle.
A continuación, llamó a la clínica de dicho médico y la empleada que lo atendió le advirtió que debían cumplir con las leyes relativas a la confidencialidad y la intimidad del paciente, hasta que Kins se identificó como inspector de homicidios y dijo estar investigando un posible asesinato. Aunque la Ley de Transferencia y Responsabilidad del Seguro Médico no perdía vigencia tras la muerte del paciente, a Kins y a Tracy no les interesaban los detalles del historial médico de la víctima, al menos, por el momento: solo querían saber quién era.
Se dirigieron, pues, a Renton. A juzgar por el exterior del edificio enlucido de una planta, a Tracy le habría resultado inquietante dejarse hacer las uñas por el doctor Wu, ya no hablemos de permitirle que le tocase la cara, pero, según su página, el médico había estudiado en la Universidad de Hong Kong y había completado en la Universidad de California en Los Ángeles la residencia en cirugía plástica, amén de estar acreditado por la Sociedad Estadounidense de Cirujanos Plásticos.
—Lo presentan como el escultor más diestro desde Miguel Ángel —señaló Tracy.
—Y, por supuesto, todos sabemos que, si lo dicen en Internet, tiene que ser verdad —añadió Kins mientras dejaba el vehículo en una de las plazas del estacionamiento.
Justo en el momento de apearse para caminar hasta las puertas de cristal los recibió el sonido del motor de reacción de un aparato que despegaba del Boeing Field, situado en las inmediaciones. Una asiática menuda con uniforme azul de hospital se identificó como la ayudante del doctor Wu, quien, según informó, los atendería en breve.
—Eso ya lo he oído yo antes —comentó Kins mientras tomaban asiento en la sala de espera—. ¿Te imaginas que estos tipos tuvieran que seguir el horario de un conductor de autobús? Sería el caos total.
Tracy le tendió una revista china de la mesilla que tenían delante.
—Por lo menos no vas a tener que leer un número del Time de hace seis meses.
La ayudante volvió a aparecer diez minutos más tarde y, en lugar de anunciar sus nombres a voz en cuello, les indicó discretamente que el doctor Wu los esperaba. Kins dejó en la mesa la revista diciendo:
—Ahora que estaba en lo mejor…
El cirujano se encontraba de pie tras su escritorio en el momento en que Tracy y Kins entraron en su angosto despacho. Aquel hombre de enormes gafas de montura de plata y bata blanca sobre una camisa azul y una corbata de punto de color granate que llevaba metida por dentro de la cintura de los pantalones no debía de llegar al metro sesenta de estatura.
—Gracias por recibirnos —dijo Tracy.
Las manos del especialista eran tan suaves y tan pequeñas como las de un niño. Después de las presentaciones, se sentó y abrió el expediente que lo aguardaba ya sobre su escritorio.
—Los números de serie que han dado a mi ayudante corresponden a implantes recibidos por nuestra paciente Lynn Cora Hoff —anunció con un marcado acento chino.
No había resultado difícil asignar un nombre a la desconocida.
—¿Qué puede decirnos de ella? —preguntó Tracy.
Si Wu abrigaba preocupación alguna acerca de la Ley de Transferencia y Responsabilidad, no hizo nada por expresarlo. Usó la punta del dedo gordo para recolocarse las gafas sobre el puente de la nariz.
—La señorita Hoff tiene veinticuatro años, mide un metro setenta, pesa sesenta kilos y es blanca. Se ha hecho una rinoplastia e implantes de barbilla y pómulos.
—¿Cuándo? —quiso saber Tracy.
—El 3 de junio.
—Hace poco —recalcó Kins.
—Sí —confirmó Wu.
—¿Había operado antes a la señorita Hoff? —preguntó la inspectora.
—No.
—¿Y le dijo para qué quería meterse en el quirófano?
El médico alzó la cabeza para mirarla con gesto de no haber entendido la pregunta. Las gafas habían vuelto a resbalársele de nuevo nariz abajo.
—¿Para qué…?
—¿Por qué quería someterse a una operación de cirugía reconstructiva? —dijo ella.
—Lo hacen muchas mujeres —repuso él, como si cambiar de rostro fuese cosa de andar por casa, antes de volver a subirse las gafas con el pulgar.
—No lo dudo, pero esto parece una cosa más invasiva que la cirugía estética común.
—Las mujeres —y, mirando a Kins, añadió— y los hombres recurren a la cirugía por muchos motivos.
—Así que no dijo por qué —concluyó el inspector.
—En efecto.
—¿Trajo su historial médico? —preguntó Tracy.
Wu abrió la pinza de latón de la parte superior de la carpeta para sacar el contenido, un documento voluminoso que le tendió antes de que ella lo compartiese con su compañero. La primera era un formulario de registro de paciente cumplimentado con bolígrafo. Kins copió la fecha de nacimiento de Lynn Hoff y su número de la Seguridad Social, así como la dirección de lo que parecía un apartamento de Renton. La joven solo había dado su teléfono móvil: ni siquiera figuraban un contacto de emergencia ni el nombre de nadie con quien compartir su información médica.
La segunda hoja era un cuestionario de salud en el que Hoff había elegido la casilla correspondiente al «no» en cada una de las preguntas y no decía que hubiese sufrido enfermedades ni operaciones o estuviera tomando medicación alguna. En cuanto a los antecedentes familiares, había contestado también de forma negativa a la pregunta de si vivían sus padres y no mencionaba hermanos.
Tracy dejó los papeles en la mesa.
—¿Tiene fotografías de antes y después de las operaciones? —quiso saber.
El médico se reclinó en su asiento.
—No.
Ella miró a Kins antes de volver a dirigirse a Wu.
—¿No tiene ninguna fotografía? —insistió sin hacer nada por ocultar su incredulidad.
—No —repitió él con voz casi inaudible.
—Doctor Wu, ¿lo normal no sería guardar imágenes de antes y después del paso de un paciente por el quirófano en operaciones como estas?
—Sí —reconoció—, eso es lo normal.
—Entonces, ¿por qué no tiene ninguna?
—La señorita Hoff las pidió todas después de la operación.
—¿Le pidió las fotos que le había hecho usted?
—Sí.
—Y usted se las dio.
—Firmó una exención —dijo él. Inclinándose hacia delante, hojeó el expediente y tendió a Tracy un sencillo documento de dos páginas por el que lo eximía de toda responsabilidad. Lynn Hoff reconocía haber recibido todas las instantáneas que poseía el doctor Wu y, a cambio, renunciaba a su derecho de presentar reclamación alguna contra él por cualquier motivo o circunstancia.
—¿Hizo usted que se lo redactara un abogado? —preguntó Kins.
—Sí.
—Así que no se trata de algo habitual.
—En efecto.
—¿Y le dijo la señorita Hoff por qué quería tener las imágenes? —quiso saber la inspectora.
Wu negó con la cabeza al tiempo que decía:
—No.
Tracy sospechaba que el médico tenía que haber hecho sus cábalas acerca del motivo y que debía de haber llegado a una conclusión semejante a la que se estaba planteando ella en aquel momento: que, quizá sin saberlo, había operado a una mujer que huía de la justicia o de algún enemigo.
—¿Volvió a presentarse aquí la señorita Hoff para recibir algún tratamiento postoperatorio?
—No.
—Y eso tampoco es habitual, ¿verdad?
—En efecto.
—¿Y pidió cita para alguna revisión?
—Se le dio una, pero no acudió.
—¿Intentaron ponerse en contacto con ella para averiguar el motivo?
—El número que había dado ya no estaba operativo —repuso Wu.
—¿Dónde le hicieron las operaciones?
—Aquí. Tenemos quirófanos propios autorizados. Gracias a ello, podemos mantener precios asequibles.
—¿Cuánto cuesta una cosa así? —preguntó Kins.
Wu consultó el expediente.
—Seis mil trescientos doce dólares.
Tracy había visto en el mostrador un cartel que anunciaba que Wu aceptaba tarjetas Visa y MasterCard.
—¿Cómo lo pagó? Porque imagino que su seguro no lo cubría.
—Para la cirugía estética no hay seguro. La señorita Hoff pagó al contado. —Wu le mostró un recibo.
Kins miró a su compañera, quien supo enseguida que estaba tomando aquello como una confirmación de que Lynn Hoff trabajaba de prostituta. Acto seguido, se propuso pedir a Del y a Faz que llamasen a los bancos de Renton para averiguar si tenía cuenta en alguno de ellos.
—¿Cómo volvió a casa tras la operación la señorita Hoff? —preguntó—. Supongo que no estaría en condiciones de conducir…
—En el expediente se indica que pidió un taxi.
—Y, una vez en su domicilio —intervino Kins—, ¿iba a cuidarla alguien?
Wu se encogió de hombros.
—No lo sé.
—¿No se lo preguntó? —Tracy se resolvió a presionarlo.
—No.
—¿Y no le resultó raro todo esto, doctor Wu?
—Sí.
—Pero no informó a nadie.
—¿De qué? ¿A quién? —El médico la miraba con la expresión neutra de quien ya ha consultado a un abogado y sabe que no ha hecho nada malo—. Yo me debo a mi paciente.
—Cierto —admitió Kins—, pero su paciente ha acabado en el fondo del estrecho de Puget y nuestro deber es averiguar quién la puso allí y por qué.