CAPÍTULO 28

La cuestión jurisdiccional se había enredado muchísimo. La policía de Portland estaba ejerciendo, legítimamente, su autoridad sobre el ático que tenía Strickland en Pearl District, convertido ya en lugar del delito de un posible homicidio.

La calle del edificio de ladrillo de tres plantas estaba atestada de vehículos policiales y de emergencias: unidades de intervención del cuerpo de bomberos, coches patrulla azules y blancos, vehículos de policía sin identificar como tales, un furgón de la policía científica y otro del médico forense de Portland. Como ocurría siempre, resultaba imposible que tanta agitación pasara inadvertida a la población. Después de la tormenta, el sol volvía a brillar con fuerza y, tras las vallas que impedían el acceso, se había congregado una multitud. Kins redujo la marcha al acercarse al grupo de agentes uniformados que estaba desviando el tráfico y, tras bajar la ventanilla, le enseñó la placa a uno.

—¿Seattle? —preguntó este.

—Estamos investigando un caso ocurrido en nuestro estado.

—Si encuentran un sitio para aparcar… —El agente movió una de las vallas para dejar pasar el vehículo.

Kins estacionó detrás de un Ford sin distintivos en medio de la angosta calle. A su alrededor se alzaban bloques de tres y cuatro plantas que parecían haberse construido en su origen con propósitos industriales para terminar siendo rehabilitados, protegidos contra los terremotos y sometidos sin duda a innumerables inspecciones para que cumpliesen con las normativas de edificación antes de convertirlas en estructuras de uso mixto. La zona llevó a Tracy a recordar la de Pioneer Square, barrio de Seattle que, tras una renovación urbanística, se había transformado en hogar de galerías de arte, empresas de Internet, cafeterías, bares deportivos y clubes nocturnos.

La planta baja de los edificios de Pearl District albergaba comercios minoristas: cafés, restaurantes y lo que parecían tiendas exclusivas de ropa y de decoración. El primer piso y los siguientes, por lo que alcanzaba a ver la inspectora a través de las ventanas que daban a la calle, estaban destinadas a un uso residencial. De los tejados sobresalían añadidos metálicos que debían de ser áticos multimillonarios.

—Un sitio animado —aseveró mirando a su alrededor—. Esto está lleno de gente.

Los agentes que habían respondido a la llamada de emergencias habían dispuesto un segundo perímetro en una verja de hierro forjado tendida entre dos pilares de hormigón con un camino que daba a una de las entradas laterales del edificio.

—Busco al inspector Zhu —dijo Kins sacando de nuevo la placa y su identificación.

—Está en la tercera planta.

—¿En qué número?

—Solo hay un apartamento por piso. Es un ático.

Al final del camino de cemento en pendiente, llegaron a una puerta de cristal situada bajo un toldo de color verde bosque en el que se veían la dirección del edificio y su emblema, semejante al signo &. Tras atravesar el vestíbulo, de suelos de madera y muebles tapizados en piel, llegaron a un ascensor antiguo y unas escaleras amplias.

—Vamos andando —propuso Kins—. Esos trastos me ponen los pelos de punta.

—¿Y tu cadera?

—Prefiero aguantar el dolor a subirme a ese trasto y que se caiga.

—Te veo un poco paranoico.

—Yo me considero más bien práctico.

Mientras se acercaban a la escalera, Tracy reparó en tres peldaños que descendían hasta una puerta exterior. Los salvó y empujó la hoja, que se abrió con un resorte para dar paso a un aparcamiento situado en la parte trasera del edificio. Salió por ella y dejó que se cerrara a sus espaldas y, cuando intentó accionar la manivela, descubrió que estaba cerrada con llave. En el muro había un teclado numérico. Estudió las farolas y las esquinas de los bloques de alrededor, pero no vio cámaras de vigilancia. Del segundo y el tercer piso sobresalían voladizos de metal de aspecto moderno, sostenidos por vigas de metal y pernos de gran tamaño que probablemente impedían a los habitantes del edificio ver el aparcamiento y quien pudiera dirigirse hacia aquella puerta.

Kins la abrió desde el interior y los dos subieron la escalera hasta el rellano del tercer piso. Allí encontraron el otro perímetro y a un agente con el registro de entrada delante de la puerta del ático. Kins firmó por los dos y volvió a preguntar por Zhu.

—Espere —dijo el agente, que entró a la vivienda—. ¿Inspector Zhu? Tiene visita.

Tracy observó la puerta del ático, mayor de lo habitual, de aspecto sólido y con remaches metálicos. Vio que tenía también un teclado para abrir con clave. Ni en la puerta ni en la jamba vio signos de que hubieran forzado la entrada.

En ese momento salió al recibidor un hombre asiático de rasgos juveniles. Kins estrechó la mano a Jonathan Zhu antes de presentarle a su compañera.

—Al final ha habido que registrar el apartamento —anunció Zhu—. ¿A qué hora habéis hablado con él?

—Justo a mediodía —dijo Kins.

—¿Dónde?

—Nos presentamos en un local llamado Tercer Grado.

—¿Tres Grados? —lo corrigió Zhu—. En el río, ¿no?

—Sí, eso es. Iba a reunirse con alguien para almorzar.

—¿Con una mujer?

—Sí —dijo Kins.

—¿Y apareció?

—Vino y se fue.

—¿La visteis bien?

—¡Como para no verla! Alta, asiática, muy atractiva.

—Entrad.

El interior del ático consistía en un espacio diáfano interrumpido solo por rollizos de madera labrada a mano que se apoyaban en una estructura triangular de vigas con que se sostenía el techo a seis metros del suelo. A la izquierda de la entrada, Tracy vio un banco en el que poder sentarse y descalzarse y, sobre él, una serie de ganchos de metal de los que pendían abrigos y chaquetas. Uno de los primeros parecía el de la mujer asiática del restaurante. Los agentes de Seattle siguieron a Zhu hasta una zona de estar dotada de sofás de cuero, una mesilla de cristal y un televisor de pantalla plana. Caía la tarde y el sol se colaba por las ventanas rematadas en arco. Al fondo había una cocina y unas escaleras de metal por las que se accedía a una entreplanta. Subieron por ellas. Un tabique les impedía ver lo que ocurría en la pieza en la que se centraba la mayor parte de la actividad. Al doblarlo, Tracy topó con un equipo de personas del despacho del médico forense que se afanaban en torno a una cama empapada de sangre que había manchado las sábanas y las colchas blancas de un rojo carmesí intenso.

—¿Es la mujer que visteis con él esta tarde? —preguntó Zhu.


Volvieron a la estancia principal del ático. El sol que entraba por entre las persianas de las ventanas cortaba tajos de luz en el suelo. De la calle llegaban los ruidos de Pearl District: el tráfico rodado y otros sonidos propios de una ciudad. La escena que se ofrecía dentro del apartamento era espeluznante: una joven tendida boca abajo sobre la cama, tapada con las sábanas hasta la cintura de tal modo que quedaban al descubierto los hombros y la espalda desnudos, el cabello negro y la sangre que formaba una aureola en torno a su cabeza.

—¿Quién es? —preguntó Tracy.

—Según su permiso de conducir, se trata de Megan Chen —repuso Zhu—. Tiene veinticuatro años y comparte piso en el centro del distrito noroeste con dos compañeras.

—¿Quién la ha encontrado? ¿Quién ha llamado a emergencias? —quiso saber Kins.

—La mujer de la limpieza. Está histérica, la pobre. Una de nuestras inspectoras está hablando con ella en comisaría.

—¿Habéis calculado la hora de la muerte? —dijo Tracy.

—El forense dice que no hace más de dos horas.

«A Strickland le ha dado tiempo de sobra a salir del restaurante y llegar a casa», pensó ella.

—¿Han encontrado el arma?

Zhu asintió.

—Una nueve milímetros.

Posiblemente el mismo calibre empleado para matar a Devin Chambers.

Kins se apoyó en un pie y luego en el otro como solía hacer cuando se sentía molesto o frustrado.

—¿Sabéis algo del paradero de Strickland?

—Hemos enviado a un par de inspectores al bufete en el que trabaja. Su secretaria dice que tenía una cita a las tres de la tarde, pero no se ha presentado.

—La tenía conmigo —anunció Tracy—. Llamé ayer para averiguar si estaba por aquí, para no hacer el viaje en balde.

—La secretaria lo llamó al móvil, pero le saltó el buzón de voz. Parece que en casa no tiene teléfono.

—¿Habéis rastreado el móvil? —preguntó Kins.

—Estamos en ello. Lo tiene apagado. También estamos intentando conseguir una orden judicial para rastrear en tiempo real sus tarjetas de crédito y las operaciones que efectúe en cajeros automáticos. —En ese momento se puso a sonar su teléfono—. Con suerte, será el juez. —Se apartó para responder.

—No tiene sentido —aseveró Tracy.

—¿Qué? —dijo Kins.

—Que alguien que, por lo que suponíamos, se había esforzado tanto en planear la muerte y la desaparición de dos mujeres mate de un disparo a una tercera y la deje en su propia cama.

—¿Hay algo que tenga sentido en este caso?

Zhu bajó el teléfono que tenía en la mano y miró a Tracy para anunciar:

—El abogado de Graham Strickland ha llamado a la comisaría. Dice que su cliente lo ha llamado alterado hace veinte minutos para contarle que tenía una muerta en su ático y que había alguien que está intentando arruinarle la vida. Está dispuesto a entregarse.

—Una noticia excelente —dijo la inspectora.

—Sí, pero primero quiere hablar contigo.