CAPÍTULO 2

Tracy Crosswhite estacionó su Ford F-150 en Beach Drive Southwest, sentido norte, y se recogió el cabello rubio en una cola de caballo que sujetó enseguida con una goma. No era algo que hiciese con frecuencia, pues, a sus cuarenta y tres años, no quería parecer una de esas mujeres que siguen queriendo aparentar alegres veinteañeras, pero, a esas horas de la mañana, ni se sentía alegre ni le importaba un bledo su aspecto. No se había duchado ni se había molestado en ponerse un mínimo de maquillaje.

Abrió el bloc de notas de su teléfono y se situó debajo mismo de la primera, donde había dictado la hora en la que había recibido la llamada de Billy Williams, sargento de la Sección de Crímenes Violentos de la comisaría de policía de Seattle. Pulsó el icono del micrófono y dijo:

—Hora: cinco y cuarenta y cinco. Aparco en Beach Drive Southwest, cerca de Cormorant Cove.

Williams se había puesto en contacto con ella hacía unos veinte minutos. En la centralita habían recibido una llamada de emergencias de alguien que había encontrado un cadáver en el estrecho de Puget y el cráneo de la muerte pendía sobre Tracy. Literalmente: se trataba de una calavera de juguete que los inspectores colgaban sobre el cubículo del equipo de homicidios que estuviera de servicio en un momento dado, que, en ese caso, no era otro que el que formaban ella y su compañero, Kinsington Rowe.

El sargento había dicho que, aunque seguía recabando datos, alguien había informado del hallazgo del cuerpo cerca de Cormorant Cove, que se hallaba a escasos kilómetros de la casa que había alquilado Tracy en el Admiral District del sector oeste de Seattle, por lo que llegó al lugar de los hechos antes que nadie a excepción de los agentes que habían respondido a la llamada de emergencia. Sus coches patrulla estaban estacionados en la acera de enfrente, en el sentido opuesto a su vehículo.

Tracy se apeó de la cabina de la camioneta. Le sonrió la tajada de luna que aún lograba verse en el cielo azul pálido. La temperatura, que ya había empezado a resultar llevadera, anunciaba otro día de calor desapacible. Seis días seguidos por encima de los treinta grados estaban convirtiendo aquel mes de junio en uno de los más calurosos de los que se tuviera constancia.

A continuación, dictó otra nota:

—El cielo está despejado y no se aprecia viento. —A lo que añadió tras consultar la aplicación de información meteorológica de su móvil—: Once grados y medio en el sector oeste de Seattle.

Era sábado y las playas y el paseo elevado no iban a tardar en hervir de dueños de perros, corredores y familias de paseo. La aparición de un cadáver iba a aguarles, sin duda, el comienzo del fin de semana.

Se colocó la gorra de la policía de Seattle, sacó la coleta por el hueco que se abría sobre la cinta destinada a ajustar el perímetro y se caló la visera casi hasta las cejas. Acto seguido llegó el turno de la crema solar de factor 50 de protección, que se aplicó en brazos, cuello, pecho y cara. Ya había tenido un susto hacía dos meses, cuando su médico había advertido una falta de pigmentación cerca de la clavícula durante una revisión y la posterior visita al dermatólogo había revelado lesiones en la piel, cáncer no. Las alegrías de hacerse mayor: patas de gallo, barriguita y pantalla solar antes de salir.

Cruzó en rojo para dirigirse a los tres vehículos blanquinegros de la policía —dos sedanes y un todoterreno— que había delante del edificio de apartamentos de Harbor West. La construcción se sostenía sobre pilotes que se hundían a gran profundidad en el barro a fin de internarse sobre el estrecho y dar un nuevo significado a la expresión «vivir en el agua». Muy bonito, gracias, pero no: un terremoto de cierta magnitud podía dar al traste con uno de aquellos pilares de madera. También era cierto que su casa estaba encaramada a una ladera de sesenta metros de altura. Quien prefiere tener buenas vistas dejando a un lado otras consideraciones prácticas se arriesga a sufrir un buen susto. Con todo, había que reconocer que aquella panorámica era espectacular. Las islas de Vashon y Bainbridge creaban, junto con la de Blake, mucho más pequeña, un telón de fondo propio de un cuadro que justificaba los precios exorbitantes de los bloques de apartamentos de Beach Drive Southwest.

Tres agentes de uniforme la observaron acercarse desde la acera tras la cinta amarilla y negra que delimitaba el lugar del crimen. Ni se molestó en enseñarles la placa: aun sin la identificación de la cazadora y la gorra, después de veinte años sabía que había adquirido los andares seguros de un policía.

—Tracy —la llamó una agente.

Seguía siendo la única inspectora de homicidios de Seattle y no hacía mucho había recibido su segunda Medalla al Valor tras una investigación de gran repercusión mediática y la captura de un asesino en serie conocido como el Cowboy. En el fondo, prefería vivir sin tantas atenciones. Su compañero, Kins, y ella habían oído rumores de que en la comisaría se quejaban de que siempre estaban ellos de guardia cuando se recibía un caso propio de novela policíaca. Sin embargo, insinuar que su capitán, Johnny Nolasco, podía estar dándoles trato de favor resultaba más que absurdo: Nolasco y ella se llevaban peor que los participantes de un programa de telerrealidad.

—Katie —dijo Tracy.

Katie Pryor trabajaba en la comisaría Suroeste y era una de las muchas agentes a las que había enseñado a disparar para que aprobasen la prueba de aptitud.

—¿Cómo estás? —le preguntó su antigua alumna.

—No me vendría mal dormir más.

De manera instintiva, se había puesto a estudiar los alrededores: troncos dispuestos de tal modo que formaban un camino hacia el agua y un joven de pie al lado de un bote pesquero de aluminio varado en la playa. De la popa salía un cabo que, dos metros y medio o tres más allá, se hundía en la superficie azul grisácea del estrecho. Tracy se preguntó para qué iba a necesitar ancla estando como estaba en seco.

—Imagino que aquel es el tipo que ha encontrado el cadáver, ¿no?

Pryor volvió la vista.

—Se llama Kurt Schill.

Tracy recorrió entonces con la mirada la playa rocosa, salpicada de troncos descoloridos.

—¿Y dónde está el cuerpo?

—Entra —dijo Pryor.

La inspectora apuntó su nombre en la hoja de registro y se agachó para pasar al otro lado de la cinta. Pryor entregó el documento, fijado en una tablilla sujetapapeles, a uno de los otros dos agentes. Al ver que empezaba a aparecer gente por la playa, Tracy se volvió hacia ellos y les dijo:

—Sacad a todo el mundo de la arena y que no pase nadie del paseo. Decidles que la playa estará cerrada casi todo el día y averiguad si alguien ha visto o sabe algo. —Examinó Beach Drive y vio una camioneta azul con un remolque—. Después, apuntad las matrículas de todos los coches que hay aparcados hasta la Avenida Sesenta y Uno y hasta Spokane Street. —Sabía que las tres calles formaban un triángulo escaleno cuyo lado mayor estaba conformado por Beach Drive Southwest. No era raro que quienes cometían un asesinato, si es que era eso lo que tenían entre manos, regresaran al lugar de los hechos para observar el despliegue de la investigación.

Caminaron hacia el agua. Los días de calor habían acentuado el olor salobre de la playa. Había un agente de uniforme inclinado clavando un palo en la arena con un martillo, cabía suponer que para atar el otro extremo de la cinta y rematar así el perímetro en forma de U.

—Recibimos la llamada de la centralita a las cinco y treinta y dos —la informó Pryor, cuyas botas se hundían en los guijarros con sonido de calderilla—. Cuando llegamos, nos estaba esperando al lado de su barca.

—¿Cómo has dicho que se llamaba?

—Kurt Schill. Estudia secundaria aquí, en West Seattle.

Tracy se detuvo para observar los troncos colocados en paralelo al agua.

—¿Esto lo ha hecho él?

—Supongo que sí —repuso Pryor.

—Parece un pantalán improvisado. —Tomó un par de fotografías con el teléfono.

—Dice que estaba pescando cangrejos y la nasa se enganchó con algo al tirar de ella —comunicó Pryor.

—¿Un cadáver? —preguntó Tracy pensando que, en tal caso, resultaba algo insólito.

—No: otra nasa.

—¿Pero no había encontrado un muerto?

—Él dice que sí, que está dentro de la nasa.

La inspectora apartó la mirada de Pryor para fijarla en la barca y en el cabo tenso que salía de ella. Entonces no se trataba de un ancla. Había acudido allí pensando encontrar un cadáver en la playa, tal vez por un ahogamiento o un accidente de barco: lo que en la sección llamaban una «bola rasa», un caso sin complicaciones. Si el cuerpo estaba dentro de una trampa para cangrejos, la cosa cambiaba mucho. Muchísimo.

—¿Tú lo has visto?

—¿El cadáver? —Pryor negó con la cabeza—. Hay mucha profundidad. Además, no estoy muy segura de querer verlo: el chaval dice que cree haber visto una mano asomando entre cangrejos y estrellas de mar. Una cosa muy desagradable. Lo ha arrastrado hasta aquí.

—¿La mano o todo el cuerpo?

—Dice que lo que vio fue una mano, aunque, a juzgar por su descripción de cómo pesaba la nasa, lo más seguro es que sea el cadáver entero.

Tracy volvió a observar al muchacho y trató de hacerse una idea de lo horrible que debía de ser encontrar un cadáver en descomposición que estuviera sirviendo de alimento a la fauna marina.

Siguió a Pryor hasta el borde del agua. Las olas lamían suavemente las rocas. El agente que estaba colocando la cinta se puso en pie y se secó el sudor de la frente.

—Gracias por delimitar el perímetro —le dijo Tracy—, pero vamos a necesitar ampliarlo muchísimo: hasta aquellos troncos y hasta la pasarela. Voy a pedir una valla que impida la vista desde el espigón y necesitaré que la coloquéis cuando llegue. No habéis movido ni tocado nada, ¿verdad?

—No, solo un par de piedras para clavar las estacas —respondió el compañero de Pryor.

—¿Habéis llamado a la patrulla portuaria para que envíen buzos?

—Todavía no —dijo Pryor—. Nos ha parecido mejor dejarlo todo como estaba hasta que llegase alguien con un plan.

Tracy se dirigió al segundo agente:

—Llámala. Diles que necesitaremos que establezcan un perímetro en el agua para mantener alejadas las embarcaciones hasta que averigüemos de qué va esto. —Volviéndose de nuevo a Pryor, añadió—: ¿Qué actitud tenía el chico de la barca cuando llegasteis?

—Estaba apabullado. Confuso. Asustado.

—¿Qué os dijo?

Pryor consultó sus notas.

—Por lo visto, salió temprano para recoger su nasa cerca de Lincoln Park. Dice que la había dejado a unos veinticuatro o veinticinco metros de profundidad y que, al ir a tirar de ella, le pareció que pesaba demasiado. Cuando salió a la superficie, se dio cuenta de que no era la suya.

—¿No?

—No: por lo visto, había enganchado otra. Al mirarla de cerca con la linterna vio lo que cree que es una mano humana. Se dio un susto de muerte y la soltó. Pesaba tanto que casi vuelca la barca. Consiguió volver y varar en la arena. Entonces llamó a emergencias desde su móvil.

—¿Qué más sabemos de él?

—Que acaba de terminar bachillerato en la West Seattle High School y vive en la Cuarenta y Tres. Sus padres vienen de camino.

—¿Y qué hace aquí tan temprano un adolescente?

Pryor sonrió.

—Buena pregunta. Él dice que pone temprano las nasas para no tener que competir con otras embarcaciones más grandes.

Tracy no pasó por alto su tono incrédulo.

—¿Crees que miente?

La agente respondió:

—A no ser que pertenezcas a una tribu, todavía no es temporada de cangrejos.

—¿Cómo sabes eso?

—Dale y yo somos aficionados. Sobre todo, lo hacemos por sacar a las niñas con la barca. Las tribus pueden pescar cangrejos casi cuando les dé la gana, pero, para el resto, la veda no se levanta hasta la semana que viene. El 2 de julio, creo.

—Entonces, ¿qué hacía él aquí?

—Dice que no lo sabía, aunque yo creo que se está haciendo el tonto.

—¿Por qué?

Pryor señaló con un movimiento de cabeza la barca de aluminio.

—Por aquí no es frecuente ver equipos tan buenos. Me cuesta creer que un chaval con un bote así no conozca la normativa ni sepa que las multas pueden ser gordas. Yo diría que ha salido a escondidas antes de tiempo para adelantarse a la temporada y arrebatar unos cuantos cangrejos a las tribus. Algunos de los restaurantes de la zona los pagan a muy buen precio. No es mal modo de ganarse un dinerito para un preuniversitario avispado.

—Pero es ilegal.

—Eso sí —repuso Pryor.

—Preséntamelo —pidió la inspectora—. Luego, te agradecería que hicieses fotos de todo un poco con tu teléfono.

Se acercaron juntas a Kurt Schill y Tracy dejó a Pryor que hiciera las presentaciones. A continuación, la agente se puso a tomar fotografías. El muchacho le tendió la mano y se la estrechó con una fuerza sorprendente. No parecía tener aún edad de afeitarse y presentaba la frente marcada por el acné.

—¿Está bien? —preguntó ella.

—Sí —dijo él, subrayando la afirmación con un movimiento de cabeza.

—¿No quiere sentarse? —ofreció Tracy señalando uno de los troncos de la playa.

—No, estoy bien.

—Tengo entendido que ha estado hablando con la agente Pryor de lo que ha pasado esta mañana. ¿Le importa si le hago unas preguntas?

—No. —Schill cerró los ojos y negó con la cabeza—. Quiero decir, que no me importa.

—Estupendo. Tranquilo. ¿Cuándo puso la nasa?

Él arrugó el entrecejo.

—Pues… Creo que… No estoy seguro.

—Señor Schill. —Tracy esperó a que la mirase a los ojos para añadir—: Yo no pertenezco al Departamento de Caza y Pesca, ¿entendido? A mí todo eso me da igual: lo que necesito es que sea sincero y me diga con exactitud qué hizo para que pueda determinar si ha visto algo.

—¿Si he visto algo?

—Vamos a empezar por el principio, por el momento en el que puso la nasa.

—Anoche, a las diez y media más o menos.

—De acuerdo, así que estaba a oscuras.

—Sí.

En junio, en Seattle, el sol no se ponía hasta después de las nueve y el ocaso duraba aún otros cuarenta y cinco minutos.

—¿Vio a alguien más fuera del agua? ¿Había más embarcaciones?

—Puede que una o dos.

—¿Pescando cangrejos también?

—No, solo navegaban por ahí. Uno de ellos creo que era palangrero.

—Así que estaba pescando.

—Salmones.

—¿En la misma zona en la que puso usted su nasa? —preguntó ella.

—No, solo los vi a lo lejos.

—Es decir, que no había nada fuera de lo normal.

—¿A qué se refiere?

—A algo que llamase su atención, le diera que pensar o lo hiciera mirar dos veces. ¿Nada?

—¡Ah! No, nada.

—¿A qué hora ha vuelto esta mañana?

—A las cuatro más o menos.

—¿Y por qué poner las nasas tan tarde y recogerlas tan temprano? —preguntó la inspectora, aunque creía saber la respuesta.

Schill frunció el ceño.

—Para recogerlas sin que me vea nadie.

—¿Lo hace a menudo?

Otra mueca avergonzada.

—Esta semana, un par de veces.

—¿Y tampoco vio ninguna otra embarcación ni nada que le pareciese fuera de lo común?

El muchacho se tomó unos segundos antes de responder y, a continuación, negó con la cabeza para decir:

—No, nada raro.

—¿Me puede llevar al lugar al que fue a recoger la nasa?

—¿Ahora? —preguntó él en tono alarmado.

—No, de aquí a un rato. Van a venir buzos y me gustaría que nos llevase al sitio en el que la encontró.

—De acuerdo —repuso con aire poco convencido.

—¿Algún problema? —quiso saber la inspectora.

—Tengo que ir a clase para preparar el examen de acceso a la universidad.

—Pues me parece que hoy tendrá que faltar.

—¡Vaya!

—¿Vienen sus padres para acá?

—Mi padre.

—Bien. Ya falta menos. ¿De acuerdo? —dijo ella antes de echar a andar hacia donde estaba Pryor tomando fotografías.

Schill la llamó:

—Inspectora.

—¿Sí? —preguntó Tracy volviéndose.

—No creo que la muerta haya estado mucho tiempo en el agua.

Ella caminó de nuevo hacia él.

—¿Cree que es una mujer?

—Pues… En fin, no estoy completamente seguro, pero la mano… Las uñas tenían pintura todavía.

Tracy reflexionó al respecto.

—De acuerdo. ¿Algo más?

—No.

Katie Pryor la llamó en ese momento y señaló la carretera. Acababa de aparcar en la calle una furgoneta de los informativos del KRIX Channel 8 con una antena parabólica en el techo y de la puerta del copiloto salía en ese momento la experta en airear escándalos favorita de la Sección de Crímenes Violentos: Maria Vanpelt, una rubia despampanante dotada de un gran olfato para las noticias sensacionalistas y destinada al estrellato de la prensa local hasta que recibió una reprimenda por la falta de pericia que demostró al abordar el caso del Cowboy. Tracy llevaba meses sin verla, aunque aquello no había hecho nada por mejorar la imagen que tenía de la periodista. Los inspectores de homicidios se referían a ella como Vampirelt y estaban convencidos de que uno de los hombres de los que se servía para medrar no era otro que su capitán, Johnny Nolasco.

Tracy llamó a Billy Williams desde su móvil para pedirle que la policía científica llevase, además de las vallas, una carpa que colocar al borde del agua para usarla como centro de mando y garantizar mayor intimidad. Sospechaba que tras las furgonetas no tardarían en aparecer helicópteros de la prensa. Podía cerrar el espacio aéreo, pero, si las cadenas pensaban que la noticia era lo bastante jugosa, preferirían pagar la multa. Mientras escuchaba a Williams, volvió a mirar al agua y siguió con la vista el cabo que partía de la popa de la barca.

Estaba claro que aquel caso no iba a ser una bola rasa.


El circo había llegado ya a la playa y, con él, la multitud. Los curiosos se agolpaban a lo largo de la barandilla de metal y los periodistas y las cámaras se entremezclaban con ellos. Los coches de policía, las dos embarcaciones blancas y azules de la patrulla portuaria que recorrían el estrecho para mantener a raya a las de vela y de motor que se habían hecho a la mar, la concurrencia de agentes de paisano y de uniforme y la carpa ofrecían un atractivo al que resultaba difícil resistirse. Hasta los turistas estaban haciendo caso omiso de dos de los elementos más representativos de la región: la espectacular vista del monte Rainier, que dominaba el horizonte meridional, y, al norte, las relucientes paredes encaladas y las tejas rojas del faro de punta Alki, que tenía como grandioso telón de fondo la bahía de Elliott y el contorno urbano de Seattle.

Los buceadores habían conseguido desenredar la maraña que arrastraba tras ella la barca de Kurt Schill y que había encallado a menos de dos brazas de profundidad. La nasa del joven, que podía tener un diámetro de unos sesenta centímetros, acompañaría a su bote y su camioneta al depósito de vehículos de la policía para que la policía científica buscara en ellos huellas dactilares y restos de ADN. La de mayor tamaño, en cambio, seguía en el interior de la carpa y lo cierto es que su contenido resultaba más espantoso de lo que habían imaginado.

El cadáver del interior pertenecía, en efecto, a una mujer. Estaba desnuda y la piel, hinchada, había adquirido la consistencia y el color de la carne del molusco conocido como oreja de mar: gomosa, de una palidez grisácea y surcada por un mapa de carreteras de líneas púrpuras. Además, presentaba bastantes daños allí donde se había alimentado la fauna acuática. Esta imagen horripilante contrastaba de un modo marcado con las uñas, pintadas de un azul intenso y semejantes a las de una muñeca de porcelana que hubiese sufrido desportilladuras y arañazos por los años de uso.

Dentro de la carpa discutían cómo transportar el cuerpo a las instalaciones de medicina forense, situadas en Jefferson Street, en el centro de Seattle. Aunque el lugar del crimen estaba bajo la potestad de Tracy en calidad de inspectora superior, su autoridad no se hacía extensiva al cadáver: la jurisdicción del mismo pertenecía al médico forense y Stuart Funk, que ocupaba dicho cargo en el condado de King, podía ser muy quisquilloso al respecto. Funk había preferido no sacar a la víctima de la nasa a fin de evitar todo peligro de alterar las pruebas. El problema era que nadie sabía con seguridad si cabría en la parte trasera de su furgoneta azul y todos querían evitar volcarla ante tantos espectadores. Funk envió a un ayudante a buscar una cinta métrica.

Tracy esperaba fuera con Kins, Billy Williams y Vic Fazzio y Delmo Castigliano, los otros dos integrantes del equipo A de la Sección de Crímenes Violentos y, como tales, la pareja que debía acudir en apoyo de la suya en caso necesario en una investigación. Los pantalones de vestir, la chaqueta deportiva y los mocasines de Faz y Del los hacían parecer dos matones de Nueva Jersey que trataran de mezclarse sin éxito entre los visitantes de Cocoa Beach. La fiscalía del condado de King había enviado también a Rick Cerrabone, uno de los fiscales MDOP, el Proyecto de Delincuentes de Gran Peligrosidad. Tracy había trabajado con él en varios casos de homicidio, aunque en aquella escena tan poco usual no había gran cosa que pudiera hacer. Lo más seguro era que las pruebas fuesen muy limitadas: el agua salada debía de haber destruido las huellas dactilares y las muestras de ADN que hubiera en la trampa para cangrejos y, dado que esta había estado sumergida a veinticinco metros, no tenía sentido batir la playa en busca de indicios.

—Ni siquiera tenemos forma de saber desde dónde echaron al agua el barco que debieron de emplear para deshacerse del cuerpo —explicó Tracy al resto—, porque hay varios pantalanes en este lado de la playa, además de la de Don Armeni, al otro lado de la punta. Si es que utilizaron un bote y no hicieron como Schill.

—En realidad, pueden haber usado cualquier punto desde las islas San Juan hasta Olympia —dijo Faz con una voz que parecía estar rascándole la garganta y un acento marcado de Nueva Jersey. No dejaba de secarse la frente y la nuca con un pañuelo.

—No creo —repuso la inspectora—. En ese caso, habrían arrojado el cadáver en aguas más profundas, más alejadas de la costa. Sospecho que está aquí porque al asesino le venía mejor, porque conoce la zona o por no trasladarse mucho.

—¿Se sabe algo sobre cuándo la echaron al agua?

—Funk considera que, como mucho, debió de ser hace un par de días, porque las manos no están muy hinchadas y la epidermis está intacta.

—De todos modos, esto va a ser como buscar una aguja en un pajar —aseveró Faz.

—Puede que sí —replicó Del—, pero no creo que tengamos menos probabilidades que las que tenía el chaval de sacar del agua la nasa de casualidad.

—¿Crees que no fue así? —preguntó Tracy.

—Solo digo que es una coincidencia de narices.

—Lo que sí está claro es que va a pasar un tiempo sin probar el cangrejo —concluyó Faz.

Tracy se aseguró de que no hubiera agentes en los alrededores. La nueva normativa les exigía llevar cámaras portátiles en el uniforme, lo que significaba que había que tener mucho cuidado con lo que se decía y también con los gestos que se hacían. Era fácil malinterpretar la carcajada de un grupo de inspectores en la escena del crimen. El público general no entendía que el humor negro constituía, a menudo, un mecanismo de defensa que tenían que emplear para hacer su trabajo sin vomitar. Los teléfonos móviles habían puesto bajo la lupa la conducta policial al convertir a todo hijo de vecino en camarógrafo aficionado.

Williams señaló los dos edificios más cercanos al acceso de la playa.

—Vamos a preguntar entre los vecinos y la gente de los puertos deportivos de por aquí, a ver si alguien ha visto algo.

—Será más fácil hacerlo con una foto decente de la víctima —aseveró Faz—. A lo mejor la reconoce alguien.

—¿No nos estamos precipitando? —dijo Kins—. A lo mejor tenemos suerte y encontramos sus huellas en nuestras bases de datos. Podría ser prostituta o drogadicta.

—Me extraña mucho que el asesino se molestara en llegar a este extremo para deshacerse del cadáver en ninguno de esos dos casos —replicó Tracy.

—Pues, si no es prostituta ni drogadicta, habrá alguien que haya denunciado su desaparición —dijo Kins.

—Eso es lo que hacen en mi pueblo los sicilianos —señaló Faz—: un tiro en la nuca y ¡a nadar con los peces!

—Sí, puede que tengas razón —repuso Kins y, mirando a Williams, añadió—: Lo único que digo es que podíamos ahorrarnos un paso.

El sargento negó con la cabeza.

—Mejor preguntamos ahora, que está más fresco todo. Además, si le han pegado un tiro, habrá que buscar el lugar en que se cometió el crimen.

—Lo que podría ser tan sencillo como determinar dónde se echó al agua el bote que la dejó aquí —concluyó Kins.

Funk salió de la carpa en ese instante. Para variar, no tenía el aspecto propio de un profesor despistado. El corte de pelo que se había hecho hacía no mucho le había aplacado su cabellera de plata desgreñada, que a veces daba la impresión de no haber visto un peine en años, y las gafas de sol que se había colocado resultaban mucho más modernas que las de montura plateada de costumbre, demasiado grandes para su rostro enjuto.

—Hemos podido meter la nasa en la furgoneta. La llevaré a la oficina —anunció—, pero no voy a poder hacer nada hoy.

—¿Tiene tatuajes o algún piercing? —quiso saber Tracy.

—A simple vista no he encontrado ninguno.

—¿Y huellas de rueda? —preguntó Kins.

Funk meneó la cabeza.

—Tampoco lo sé todavía.

—¿Cuánto calculas que llevaba ahí abajo? —dijo Faz.

—Dos o tres días como mucho.

—Intenta que la nasa quede lo más entera posible —pidió Tracy—. A ver si hay suerte y nos da alguna pista de su procedencia.

—Haré lo que pueda —prometió Funk.

—Llámanos cuando te pongas con ella —dijo Tracy.

Cuando se despidió el forense, Williams se volvió hacia Del y Faz:

—Sondead por los edificios. —Tracy y Kins, en cambio, habrían de acompañar a la patrulla portuaria al lugar en que había encontrado Schill la nasa—. Nos vemos esta misma tarde en el centro.

La inspectora y su compañero echaron a andar hacia la embarcación que los estaba esperando y Kins preguntó:

—¿Tienes protector solar?

Ella le tendió el tubo y él se echó crema en la palma de la mano para aplicársela en la nuca.

—Se me ocurren formas peores de pasar la tarde del sábado —dijo.

—A nuestra desconocida, seguro que no —zanjó Tracy.


Tracy y Kins pasaron el resto de la tarde tostándose al sol. La temperatura superó los treinta grados y, sin un asomo de brisa, en el mar la sensación era aún peor. Cuando Schill los llevó a su «filón», se hicieron evidentes de inmediato varias dificultades. En primer lugar, la fuerza de la corriente y los más de veinticinco metros que tenía el cabo que había usado le impidieron precisar dónde se había enganchado su nasa con la de uso comercial o, cuando menos, en qué parte exacta del estrecho había colocado la suya. Aquello ampliaba de manera significativa la zona en la que había que buscar. A semejante profundidad, no llegaba luz alguna y como el agua, además, estaba turbia, la visibilidad apenas alcanzaba un metro. Los buzos habían explorado una zona tan extensa como habían considerado razonable sin dar con un arma ni nada que pudiese estar relacionado con la mujer de la trampa para cangrejos. Nadie se sorprendió, pues era evidente que el asesino había tenido la intención de que nadie diera nunca con su víctima.

Aunque, a su regreso a tierra, Tracy no pensaba en otra cosa que volver a casa para darse una ducha fría, sabía que aquello tendría que esperar. Kins y ella se dirigieron a la comisaría central y se sentaron en una sala de reuniones con Faz, Del y Billy Williams. Faz informó de que las pesquisas preliminares que habían emprendido en los bloques de apartamentos y los puertos deportivos no habían arrojado ningún dato de interés.

—Sería mucho más fácil si tuviéramos una fotografía —insistió.

Tracy había llamado a Funk en el momento mismo de desembarcar. Aunque los suyos habían conseguido sacar a la desconocida de la nasa, dudaba que fuera posible obtener de la autopsia una fotografía que pudieran utilizar. Cabía recurrir a un dibujante para que supliera los vacíos que había dejado en su piel la fauna marina, pero, en aquel momento, lo único que conseguirían Faz y Del mostrando una instantánea de la víctima tal como se encontraba a los vecinos o a los propietarios de embarcaciones de los puertos deportivos sería provocar náuseas.