CAPÍTULO 27
A la mañana siguiente, Tracy y Kins volvieron a dirigirse al sur por la I-5 en dirección a Portland. La víspera habían estado hasta última hora en una declaración jurada de causa probable para poder registrar el ático de Pearl District en que había vivido Strickland con Andrea y en el que, al parecer, aún vivía él. Kins había enviado el documento al inspector Jonathan Zhu, de Portland. Después de hablar con Strickland, tenían la intención de acompañar a Zhu a un juzgado local para que el magistrado les expidiera una orden judicial. No tenían la menor idea de lo que iban a poder encontrar en el apartamento, si es que daban con algo, pero cosas más raras habían pasado y aquella era una piedra que nadie quería dejar pasar sin mirar si tenía algo debajo.
Kins también había pedido a Zhu que buscase a Devin Chambers en las bases de datos de Portland. Zhu le había enviado un correo electrónico con documentos adjuntos que Tracy fue revisando en las tres horas que duraba el viaje.
—La habían detenido dos veces en Nueva Jersey cuando tenía algo más de veinte años, una por un fraude con cheques bancarios y otra por conseguir recetas médicas mediante engaños. En los dos casos la dejaron en libertad.
—Su hermana tenía claro de qué pie cojeaba —comentó Kins.
Chambers había pasado treinta días en un centro de rehabilitación y se le había exigido que asistiera a reuniones de Alcohólicos Anónimos. Como había cumplido, se había borrado su expediente. En sus extractos bancarios y en los registros de llamadas de su teléfono no había nada que hiciera pensar que había recibido dinero recientemente o que estuviera preparándose para huir del país. De hecho, carecía de ahorros y tenía una suma muy modesta en la cuenta corriente, insuficiente a ojos vista para saldar la deuda considerable que acumulaba en su tarjeta de crédito. Todo esto coincidía también con la descripción que había hecho su hermana.
Esta vez, Tracy y Kins no llamaron con antelación para pedir permiso a Phil Montgomery para hablar con Strickland. En lugar de eso, Tracy llamó al bufete que había contratado al sospechoso y se hizo pasar por una potencial cliente que deseaba concertar una cita. Su secretaria la informó de que el abogado tenía toda la mañana ocupada y una reunión de trabajo fuera del despacho a la hora de comer, pero podía verla a las tres de la tarde. Tracy le aseguró que se volvería a poner en contacto con ella y colgó.
Aunque con los teléfonos móviles era aún posible que Strickland llamase a su abogado para dejarlos con dos palmos de narices mientras él se limitaba a guardar silencio, Tracy tenía la sensación de que no iba a ser así, porque se había formado la misma opinión del sospechoso que Stan Fields: Strickland se creía más listo que nadie y estaba convencido de que podía jugar con ellos cuanto quisiera. Contaba con aquella arrogancia.
El bufete en el que trabajaba estaba en una casa de una planta reconvertida situada en un barrio mitad residencial, mitad comercial cuyos edificios, en su mayoría, tenían rejas en las ventanas y verjas en las puertas.
—¡Cuánto hemos caído! —comentó Kins.
—Quizá no tanto. —Ella señaló el Porsche de color rojo cereza de Strickland, aparcado en la entrada de la casa.
—¿Por qué no le pone en el parabrisas un cartel que diga «Robadme», y se acabó?
El inspector estacionó en la acera de enfrente, en un lugar desde el que podrían ver el vehículo. Aunque seguía haciendo algo más de treinta grados, el cielo había empezado a cubrirse de nubes y a oscurecerse y se había levantado una brisa que movía ligeramente los árboles de la manzana.
—¿Ya habéis hecho planes para la boda? —preguntó Kins mientras se acomodaba para esperar.
—Anoche estuvimos hablando de eso. Él quiere una cosa tradicional.
Kins hizo un mohín.
—¿Con su cura, su iglesia y toda la pompa y el boato?
—Más o menos, aunque yo le he dicho que quiero casarme en el faro de punta Alki.
—¿Se puede?
—Por lo visto sí. Allí es donde me propuso matrimonio.
—¡Qué bonito! —aseveró—. Sabes que ese novio tuyo nos está haciendo quedar fatal a todos, ¿no? Ni se te ocurra contárselo a Shannah.
—Tarde. ¿Por qué lo dices? ¿Cómo te declaraste tú?
—En el último partido que jugué en la liga universitaria me acerqué a las gradas y, en vez de besarla, me hinqué de rodillas.
—No me digas que llevabas el anillo en los pantalones.
—Los de fútbol americano no tienen bolsillos.
—Lo sé.
Kins se echó a reír.
—No, me lo guardaba su hermana.
—¿Y qué tiene de malo esa proposición?
—Eso pensaba yo, pero Shannah sigue convencida de que lo hice porque, con sesenta mil espectadores, ella no podía decir que no.
Tracy soltó una carcajada.
—Dan quiere que me ponga un vestido de novia y que me lleven al altar.
Él asintió con la cabeza, meditando a todas luces lo que le acababa de decir.
—¿Y lo has pensado?
—Un poco. Quiero preguntarte una cosa.
—Dispara —dijo él, ya sonriente.
—¿Crees que Faz estaría dispuesto?
—Vete a la mierda, Crosswhite —le espetó Kins con una risotada antes de erguirse de pronto y poner en marcha el coche—. Ahí está nuestro hombre.
Strickland bajó a saltitos dos escalones de madera vestido con pantalones vaqueros de pernera recta y una moderna camisa de manga larga con los puños remangados y el faldón por fuera. Se metió en el Porsche, hizo rugir el motor y chirriar las ruedas al dejar el camino de entrada y tomar la calzada, como si tuviera prisa.
—Este tío es todo fachada, ¿verdad? —dijo Kins mientras lo seguía a una distancia prudente.
Strickland se dirigió al oeste, giró un par de veces y cruzó el puente de Ross Island.
—¿Crees que va a su casa?
—No lo sé, aunque la dirección que ha tomado es esa. ¿Te ha dicho la recepcionista que tenía una reunión?
—Sí.
Strickland dejó la autovía en cuanto cruzó el puente. Tomó una serie de calles paralelas al Willamette y, de pronto, aparcó en la acera. Kins se ocultó tras otro vehículo estacionado y los dos inspectores lo observaron salir del Porsche y caminar hacia el río.
—Espero que no sea de esos que se dedican a andar durante la hora del almuerzo —dijo Kins.
—Con esos zapatos, no —lo tranquilizó Tracy.
Strickland desapareció bajo un toldo marrón para entrar en un restaurante llamado Tres Grados.
—¿Tienes hambre? —preguntó ella a su compañero.
—Me ha entrado de pronto —respondió él apeándose del coche.
Eludieron a la joven jefa de sala diciendo que habían quedado con alguien para comer y encontraron a Strickland sentado bajo una sombrilla en una de las mesas de la terraza. Tenía la cabeza gacha y movía los dedos con rapidez en el teclado de su teléfono. El abogado levantó la vista con gesto expectante cuando Tracy retiró la silla que tenía a su derecha. Su sonrisa se esfumó enseguida para adoptar un aire confuso y, a continuación, preocupado.
—¿Qué están haciendo aquí ustedes? —preguntó haciendo saltar su mirada de uno a otro con las mejillas encendidas.
La inspectora tomó asiento.
—Le traemos buenas noticias, señor Strickland. La mujer de la nasa no es su esposa.
—Eso ya lo sé —dijo él—. La prensa no habla de otra cosa y mi abogado, además, me ha llamado para contármelo.
Kins miró a Tracy encogiéndose de hombros.
—Así que hemos hecho el viaje para nada.
—Me había imaginado que la noticia lo alegraría —aseveró Tracy.
—No mucho —repuso él—. Todavía sigue desaparecida, ¿no?
—También es verdad —dijo Kins.
—Ya he hablado con ustedes de esto —declaró Strickland antes de volver a centrar la atención en su teléfono.
—Es que no hemos venido a hablar de su mujer —le comunicó Tracy sin dejar el tono informal— sino a hacerle unas preguntas sobre Devin Chambers.
Sus dedos dejaron de teclear al oír el nombre.
—La conoce, ¿verdad?
A lo lejos se oyó un trueno.
Strickland alzó la vista.
—Claro que la conozco —respondió con calma—: era amiga de Andrea.
—¿Eran muy amigas? —Tracy había decidido jugar con él un ratito.
Él se incorporó en su asiento, cruzó las piernas y dejó el teléfono sobre la mesa. La lona de la sombrilla tembló ante la brisa como una vela que se hinchara al viento.
—No lo sé. Trabajaban juntas.
—¿Y cuánto tiempo pasaban juntas fuera del trabajo?
—Tampoco sabría decirlo con exactitud. Andrea no salía mucho. Era bastante introvertida.
—¿Qué hacía en su tiempo libre?
—Leer. Se pasaba el día leyendo.
—¿Qué relación tenía usted con Devin Chambers?
—Ninguna —contestó él con gesto aún relajado.
En ese momento se iluminó a lo lejos un rayo de color blanco azulado que parecía una bifurcación de carreteras y, segundos después, volvió a estallar un trueno.
La camarera volvió para preguntarles:
—¿Prefieren que les prepare una mesa dentro?
Strickland negó con un movimiento de cabeza.
—Aquí se está bien —repuso, casi como si estuviera jugando con Tracy y Kins a conducir sus vehículos en sentidos opuestos y ver quién se apartaba antes.
La joven miró la silla vacía.
—¿Esperan a alguien más?
—Sí —dijo él.
Tracy prosiguió cuando se fue la camarera:
—¿Tenía usted una aventura con Devin Chambers?
—¿Qué? —él puso cara de quien acaba de oír una pregunta ridícula—. No, claro que no.
—El adulterio no es delito, señor Strickland —terció Kins.
—Eso ya lo sé, inspector.
—Su mujer le dijo a su jefa que tenía usted una aventura.
—Mi mujer hacía y decía un montón de disparates, entre los que se incluye el de fingir su propia muerte. No actuaba precisamente de una manera racional.
Aquel era un buen argumento. Strickland y su abogado se habrían encargado de subrayarlo sin duda en caso de haber tenido que demostrar que su mujer había organizado todo para que pareciese que él había intentado matarla.
—Entonces no tuvieron ustedes ninguna aventura —insistió Tracy.
—Ya se lo dije al otro inspector y, como les dejó claro mi abogado la otra vez que hablamos, todo eso es agua pasada de la que pensamos olvidarnos.
Un rayo volvió a atravesar la capa nubosa por encima del puente.
—¿Cuándo fue la última vez que vio usted a Devin Chambers? —quiso saber Tracy.
Esta vez el trueno estalló encima de sus cabezas, con tanta fuerza que hizo temblar las ventanas del restaurante. Strickland movió la cabeza como si aquello no fuera en absoluto con él.
—No lo sé. Hace meses.
—¿Y no ha vuelto a verla desde la desaparición de su mujer?
—No.
—¿Tampoco la buscó para preguntarle si sabía algo?
—No, porque, como ya he dicho, en aquel momento yo pensaba que mi mujer había muerto en un accidente. ¿Qué querían que le preguntara exactamente a Devin Chambers?
—Si sabía algo del seguro de vida que había contratado y del que era usted beneficiario o por qué se había puesto en contacto con un abogado matrimonialista y le había dicho a su jefa que estaba usted siéndole infiel otra vez —dijo Kins.
—Yo estaba sometido a una tensión increíble en aquellas fechas, inspectores. Acababa de perder a mi mujer y, de pronto, se pusieron a interrogarme como si sospecharan que la había matado.
—Lo que sí es cierto es que tuvo usted una aventura. Lo reconoció usted mismo.
—Aquello fue un error, ¿de acuerdo? Ya lo he dicho. Había estado con esa mujer antes de conocer a Andrea. Tenía que haberle puesto fin a la relación, pero no lo hice. Además, como ya me han recordado ustedes, no es ningún delito.
Sobre el cemento de la terraza y la lona del parasol comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia, pero Strickland fingió no darse cuenta.
—¿Tiene idea de dónde podemos encontrar a Devin Chambers? —inquirió Tracy.
—Supongo que estará trabajando o en su casa.
La inspectora escrutó su gesto en busca de una señal de que sabía que Chambers había huido, pero él no abandonó en ningún momento su expresión tranquila ni apartó sus ojos de los de ella.
—¿Sabía que Devin Chambers dijo a su jefa y a algunos de los vecinos de su bloque de apartamentos que tenía intención de volver a Nueva Jersey?
—No. De lo contrario, esa habría sido mi respuesta a su última pregunta. —Volvió la cabeza y miró al interior del restaurante, presumiblemente para buscar a quienquiera que hubiese quedado con él para almorzar.
Por los laterales de la sombrilla empezó a gotear agua. Kins tuvo que arrimar su silla a la mesa para evitar mojarse.
—¿No se lo comunicó a usted? —dijo.
—Ya les he dicho que llevo meses sin ver a Devin Chambers ni hablar con ella. Tengo la impresión de que estamos dando vueltas a lo mismo sin llegar a ninguna parte. —Strickland descruzó las piernas y volvió a mirar hacia la entrada del restaurante.
—Entonces acaba de enterarse, ¿no? —preguntó Tracy.
—Sí.
—¿Le suena el nombre de Lynn Hoff? —dijo Kins.
—La primera vez que lo oí fue cuando me llamó mi abogado para decirme que habían encontrado ustedes el cadáver de Andrea y que había estado usando ese nombre.
—¿No lo había oído antes?
—Nunca.
—¿Y no se le ocurre de dónde pudo sacar esa identidad falsa?
—Ni idea. De todos modos, al parecer mi mujer era una caja de sorpresas, ¿verdad?
—¿Contrató usted a un investigador privado para buscar a Lynn Hoff? —preguntó Kins.
—¿Y por qué iba a recurrir a un investigador para buscar a alguien a quien no conocía?
—Porque pensaba que alguien llamado así había robado el dinero de su mujer.
Strickland soltó una risotada burlona.
—¿Y por qué iba yo a pensar eso?
—Porque su mujer tenía casi medio millón de dólares que, al parecer, se acaban de esfumar. ¿O acaso eso no le preocupaba?
—Como le he dicho, en aquellas fechas tenía otras preocupaciones, inspector.
—Así que no hizo nada por encontrar el dinero. —Kins no se molestó en disimular su escepticismo.
—No. ¿Por qué lo pregunta? ¿Lo han encontrado?
—Ni tiene la menor idea de quién podría habérselo llevado.
—No.
En ese momento se dirigió a su mesa una mujer asiática de al menos un metro ochenta de estatura —toda piernas enfundadas en unos vaqueros azules ajustadísimos, tacón alto y una blusa fina cuyo primer botón abrochado alcanzaba casi a la altura del ombligo— y sonrió con gesto dubitativo. Strickland corrió a retirar su silla para interceptarla.
—¿Nos dan un minuto solamente? —Se apartó de la mesa y dejó que el agua del parasol corriera por su espalda para acompañar a la recién llegada al interior del restaurante, aunque en todo momento a la vista de Tracy.
—¿Crees que va a echar a correr? —preguntó Kins sin quitarle ojo.
—Podría ser.
—Miente.
—Seguro —convino Tracy—, pero todavía no sé muy bien sobre qué.
La desconocida se marchó transcurrido un minuto y Strickland volvió a unirse a ellos tras protegerse de nuevo bajo la sombrilla. Se reclinó en su asiento y bebió de un vaso de agua.
—A nosotros nos da igual con quién se estuviera acostando, señor Strickland —le aseguró Kins—. No es de nuestra incumbencia.
—¿Y qué están haciendo aquí?
—Buscando a Devin Chambers —dijo Tracy.
—¿Le ha pasado algo? —preguntó—. Pensaba que habían dicho que ha salido del estado.
—Eso es lo que ella dijo, pero, según su hermana, no es verdad.
—¿Y creen que yo tengo algo que ver con su desaparición?
—¿Sabe si Devin Chambers y su esposa hablaron alguna vez de los asuntos en los que andaba usted metido? —prosiguió Tracy.
—No sé de qué podían hablar.
—¿Sabe si Devin Chambers tenía noticia del dinero que poseía su esposa?
—Lo dudo. Ni siquiera yo lo sabía.
—¿Cuándo se enteró?
—Andrea lo mencionó cuando fuimos a pedir un préstamo para abrir el negocio.
—¿Y no le preguntó por qué no se lo había dicho nunca?
—Claro.
—¿Qué le dijo?
—Que sus padres se lo habían dejado en un fondo fiduciario y que no había podido disponer del mismo hasta hacía poco.
—¿Le pidió usted que lo usara entonces?
—No.
—¿No? —intervino Kins.
—No —insistió Strickland agitando la cabeza—. Ella dejó claro que no se podía utilizar para emprender un negocio y yo lo respeté.
—¿No se sintió contrariado? —insistió el inspector.
El otro se encogió de hombros.
—Puede que un poco al principio, pero luego hablamos y entendí la situación.
—¿Y no tiene la menor idea de lo que fue de ese dinero? —Kins no tenía intención de ceder.
—Ya le he dicho que no. Si sigue viva, imagino que lo tendrá ella y, si no, alguien lo habrá robado. ¿Puedo hacerles una pregunta, inspectores?
—Por supuesto —repuso Tracy.
—¿Han averiguado quién puede ser la mujer de la nasa?
—Estamos en ello.
En aquella ocasión fue muy cierto el dicho que afirma que cielo que truena agua lleva: la tormenta de verano no se fue como había llegado, sino que fue anuncio de una lluvia continua y un descenso brusco de las temperaturas. Sin paraguas, Tracy y Kins echaron a correr como locos hacia su vehículo, aunque cuando entraron estaban calados hasta los huesos.
—Menuda pieza de hombre, ¿verdad? —Kins arrancó y encendió la calefacción.
Tracy movió las rejillas de los ventiladores para evitar el aire frío que salía por ellas.
—Si las mató, no será fácil que lo condenen, porque todo parece estar muy bien meditado. De hecho, fue una suerte de que Schill se tropezara con la nasa —miró el reloj—. ¿A qué hora hemos quedado con tu amigo de Portland?
—A las tres —contestó su compañero—. Voy a llamarlo para ver si todavía estamos a tiempo o si puede cambiar la hora.
—Yo voy a llamar a Faz.
Faz le dijo que había hablado con el FBI para informarse de si había habido avances en su análisis del ordenador del buscador de personas desaparecidas. Hasta entonces, todo apuntaba a que su cliente se había conectado a un servidor desde un lugar público y los expertos veían con optimismo la posibilidad de determinar con precisión dónde había sido.
—Del y yo estamos a punto de salir para los apartamentos y los puertos deportivos con la fotografía de Chambers. También tenemos intención de hacerle una visita al doctor Wu.
La conversación de Kins con el inspector de Portland fue mucho más corta.
—¿No puede haber nada fácil en este caso? —exclamó al colgar.
—¿Qué ha pasado? —preguntó tras despedirse de Faz.
—Ha habido un tiroteo en una universidad y mi contacto estará todo el día fuera.
—¿Y no puede encargarse nadie más de la orden de registro?
Kins negó con un movimiento de cabeza.
—Ya sabes cómo van estas cosas. Como muy temprano, la tendremos mañana por la mañana.
La tensión de aquellas jornadas laborales inacabables y la falta de sueño habían hecho mella en Tracy, que, además, estaba chorreando de agua y se sentía incómoda y frustrada.
—Pues no tiene ningún sentido que volvamos a Seattle para tener que venir otra vez mañana —dijo—. Tendremos que buscar un hotel.
—Me encanta llevar la misma ropa interior dos días…
Almorzaron y buscaron dos habitaciones contiguas en un hotel Courtyard de la cadena Marriott situado cerca de la ribera. Tracy hizo unas llamadas y puso su correo al día mientras observaba la tormenta a través de su ventana. El cielo se había transformado en un mar agitado de furiosas nubes negras y la lluvia caía en tromba. Habló con Dan para anunciarle que no volvería a casa y, a continuación, llamó a la oficina. Faz y Del habían vuelto a la comisaría después de recorrer puertos y apartamentos con la fotografía de Devin Chambers.
—Nadie recuerda haberla visto —dijo Faz—. El único que la ha identificado ha sido el doctor Wu, pero eso ya lo esperábamos.
—¿Ha hablado tu tío con la hermana de Chambers?
—Se puso en contacto con ella esta tarde. Dice que fue todo lo bien que pueden ir estas cosas. Parece ser que la hermana se lo tomó con estoicismo y le dio las gracias.
—¿Viven sus padres? —preguntó Tracy.
—Murieron.
—¿Y tiene más hermanos?
—Parece que no. ¿Qué os ha dicho el maridito?
—No sabe niente de niente —dijo usando una de las expresiones de Faz.
—¿Tenéis la orden de registro?
—No. Les ha entrado un aviso por un homicidio en la universidad y el amigo de Kins estará fuera hasta mañana por la mañana.
En ese momento llamaron a la puerta. El reloj de la mesilla marcaba las cinco y media y Kins y ella habían quedado a las seis.
—Voy a abrir la puerta. Te llamo luego —dijo antes de colgar.
Kins la esperaba en el pasillo con gesto frustrado.
—No nos van a dar la orden judicial —anunció.