CAPÍTULO 29

A Zhu no le hizo ninguna gracia acceder a que Graham Strickland hablara con Tracy antes de entregarse. En su opinión, era sospechoso de un asesinato brutal y, de haber sido por él, no habría dudado en tomar por asalto el bufete de Phil Montgomery con un equipo del SWAT, esposar a Strickland y arrastrarlo al centro de la ciudad para meterlo en una sala de interrogatorios de la comisaría.

A Tracy tampoco le gustaba seguirle el juego a Strickland, pero su objetivo era distinto: quería averiguar cuanto supiera de la desaparición de Andrea Strickland y Devin Chambers y lo más seguro era que no se le fuese a presentar una ocasión mejor, porque el sospechoso no contaba ya con ninguna ventaja y debía de estar asustado. Lo más probable era que aquella combinación le borrase la expresión engreída de la cara y lo empujara a decir la verdad, al menos, en parte.

—Si quiere hablar, dejémosle que hable —argumentó ante Zhu—. Puede que sea nuestra única oportunidad de sacarle información antes de que su abogado lo convenza de que es mejor que cierre el pico. Después de hablar conmigo, será todo tuyo para que lo arrestes.

—No me gusta tener la sensación de que están jugando conmigo —replicó él.

—¡Bienvenido al club! —dijo Kins—. ¡Menudo mal bicho está hecho ese fulano!

—Es verdad —convino Tracy fulminándolo con mirada para hacerle ver que no estaba siendo de ninguna ayuda—, pero el panorama ha cambiado mucho. Ahora es sospechoso de tres muertes y tengo curiosidad por saber cómo va a explicarlo todo.

Zhu y su superior cedieron y Kins llevó a Tracy al despacho de Phil Montgomery. Kins la esperó con los demás en el vestíbulo del edificio mientras ella subía en el ascensor. Montgomery la recibió ante la puerta del bufete. Parecía extenuado, como si acabara de pasar toda una jornada ante los tribunales. Llevaba todavía la camisa de vestir y la corbata, aunque se había aflojado el nudo y subido las mangas. Bajo las axilas llevaba dos manchas de sudor con forma de media luna.

—Se encuentra muy mal —advirtió Montgomery.

A Tracy le importaba un bledo, pero deseaba oír lo que pudiera querer decirle y, por tanto, hasta el momento en que sospechase que estaba intentando manipularla, pensaba ser amable con él.

—¿Cree que puede tener tendencias suicidas? —le preguntó.

—Quizá sí. La verdad es que no ha hablado mucho.

—¿Se ha asegurado de que no tiene un arma?

—Por supuesto. Coincidiremos en considerar esto como equivalente a un interrogatorio a un detenido.

—Perfecto —dijo Tracy levantando su teléfono—. Entonces, grabaré la conversación y le leeré sus derechos.

—En ese caso, para que conste, yo le aconsejaré que no diga nada.

—Entiendo.

Montgomery abrió la puerta y la dejó pasar al vestíbulo. Pasaron ante la mesa de recepción.

—Nos espera en la sala de reuniones. —El abogado giró a la izquierda y siguió caminando hasta rebasar un cubículo vacío y un despacho a oscuras. Se detuvo al llegar a una puerta cerrada y volvió la cabeza hacia ella como para ver si estaba lista.

A continuación, la abrió.

Graham Strickland, sentado al fondo de la sala, levantó la mirada. Tenía los antebrazos apoyados en la mesa y abrazaba con las manos una taza. Por los ventanales que tenía a su espalda y que ocupaban todo el paño, desde el suelo hasta el techo, se veía el centro de Portland y cuanto mediaba entre él y las laderas verdes que se alzaban a lo lejos. Aunque llevaba el mismo atuendo que aquella misma tarde, Strickland no parecía ya tan pulcro ni compuesto ni lucía la sonrisa arrogante y la actitud altiva de hacía unas horas. Tenía los hombros caídos, los ojos hundidos y la mirada distante y desenfocada: el mismo aire abatido del chiquillo al que han pescado haciendo una barrabasada y sabe que va a recibir un castigo severo.

El abogado rodeó la mesa para tomar asiento al lado de su cliente y se puso delante su cuaderno de notas y su bolígrafo. Tracy se colocó en el otro lado de la mesa y retiró la silla que había justo delante de Strickland.

—Le he dicho a la inspectora Crosswhite —dijo Montgomery después de estar todos sentados— que considero esta conversación el interrogatorio formal de un detenido, Graham, razón por la que a continuación te leerá tus derechos.

—Y grabaré nuestra charla —añadió ella colocando el teléfono entre Strickland y ella pulsando el botón correspondiente.

Él asintió sin palabras.

—Señor Strickland, nos encontramos en la sala de reuniones del bufete de su abogado —dijo— y procedo a leer sus derechos. Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga puede ser usada contra usted en un tribunal. Tiene derecho a un abogado… —Cuando acabó, quiso saber—: ¿Entiende los derechos que acabo de leerle?

El interpelado asintió con la cabeza de forma imperceptible.

—Tienes que responder en voz alta —le advirtió Montgomery. Estaba sentado en una esquina de la mesa, mirando a Strickland y a Tracy y con el bolígrafo en la mano.

—Sí, los entiendo —respondió con poco más que un susurro.

La inspectora dijo entonces:

—Tengo entendido que ha pedido hablar conmigo.

Él volvió a hacer un gesto afirmativo.

—En voz alta —insistió su abogado.

—Sí.

Strickland se reclinó en su asiento y se llenó los pulmones de aire. El pecho le tembló y se tomó unos instantes para dominar sus emociones. Tracy aguardó. Ya había interrogado a varios sociópatas y el sospechoso que tenía delante tenía el sello característico de aquel colectivo, personas a menudo inteligentes que podían dominar el arte de la manipulación y capaces de interpretar el papel que les viniera en gana con la maestría de un profesional salido de la Escuela Juilliard de Nueva York. No había pasado por alto que Strickland había pedido hablar precisamente con ella, que era mujer, y estaba prevenida por si tenía la intención de manejarla o hacerse con las riendas del proceso judicial que iba a seguir de manera inevitable a su detención.

—Yo no he matado a Megan —aseveró.

Tracy no respondió.

—Tampoco maté a Devin Chambers ni a mi mujer. Ya sé que piensa que fui yo, pero no es así.

—¿Qué le dijo a Megan Chen a medio día, en el restaurante? —preguntó Tracy.

—Que había una urgencia relacionada con uno de los casos que estaba llevando y que podríamos vernos en mi apartamento cuando hubiese acabado.

—¿Tenía pensado volver a su apartamento?

—Eso era lo que pretendía —repuso él.

—¿Cómo iba a entrar ella?

—Sabía la clave.

—¿Tenían una relación?

—Habíamos salido un par de veces.

—Dígame qué pasó cuando mi compañero y yo dejamos el restaurante.

—Me quedé allí unos minutos más, leyendo el correo electrónico y respondiendo algunos mensajes, antes de llamar a mi bufete para decirles que tardaría un poco más en almorzar, pero volvería a tiempo para una cita que tenía a las tres. —Volvió a respirar hondo y se llevó la taza a los labios con manos temblorosas para beber té. Tras dejarla sobre la mesa, prosiguió—: Hice un par de llamadas más y volví a casa.

—¿La llamó para decírselo?

—No.

—¿Por qué no?

—A Megan le gustaba sorprenderme.

—¿Cómo?

—Si me deja acabar, creo que se lo aclararé.

—Adelante.

—Dejé el coche en el aparcamiento que tengo detrás del edificio. El de Megan estaba en una de las plazas reservadas a las visitas.

—¿Qué vehículo era?

—¿El suyo? Un Toyota Camry azul. Tomé el ascensor del garaje a mi puerta.

—He visto que hace falta un código para entrar en el edificio y en el apartamento. ¿También lo necesita para llegar a su apartamento desde el ascensor del garaje?

—Sí —respondió él.

—¿Megan lo conocía?

Strickland asintió con la cabeza.

—Es el mismo de la puerta principal. —Tomó aire y lo expulsó—. Cuando entré, la llamé y vi que no contestaba. La llamé un par de veces más y, al ver que seguía sin responder, sospeché que estaría duchándose arriba o escondida.

—¿Notó algo fuera de lo común, algo que estuviese fuera de lugar o que lo alarmase de algún modo?

—No.

—¿Por qué pensó que podía estar escondida, porque le gustaban las sorpresas?

—Sí. Aparecía de pronto con un salto o salía de debajo de la colcha.

—¿Lo había hecho antes?

—Sí.

—¿Adónde fue al llegar a casa?

—Subí las escaleras. —La mirada de Strickland seguía perdida—. Delante del dormitorio hay una pared que impide ver nada. Volví a llamarla mientras daba la vuelta a esa pared, convencido de que quería darme un susto… y entonces la vi y vi la sangre.

—¿Dónde estaba ella? —quiso saber Tracy.

Él levantó la mirada como si no hubiera oído la pregunta.

—¿Qué?

—¿Dónde la encontró?

—En la cama. La encontré en la cama.

—¿En qué posición?

—No sé qué quiere decir.

—¿Sentada, tumbada…?

—Tendida boca abajo con el brazo izquierdo como rodeándole la cabeza. —Alzó un brazo y lo dobló sobre la suya—. Como si hubiese estado durmiendo.

Fue lo mismo que pensó Tracy al ver el cadáver. No había nada que indicase que Megan Chen hubiese intentado echar a correr o escapar a su asesino, lo que quería decir que lo conocía o que la había sorprendido. Ninguna de esas dos opciones dejaba libre de sospecha a Strickland.

—Y dice usted que lo había hecho ya antes. Quiero decir, darle un susto de ese modo.

—Sí.

—¿En qué posición se ponía?

—Se escondía debajo de la colcha y, al entrar yo, se incorporaba de golpe gritando: «¡Sorpresa!» —respondió él sin entusiasmo.

—¿Se le ocurre alguna explicación de por qué podía estar hoy boca abajo?

Se encogió de hombros.

—Como ya le he dicho, daba la impresión de haberse quedado dormida.

—¿Qué hizo a continuación?

Strickland meneó la cabeza.

—Vi la pistola al lado de la cama y me alejé. Me di un golpe con la barandilla de la escalera y eso me alteró. No sé, me di la vuelta y eché a correr sin más. Lo único que quería era salir de allí.

—¿La tocó?

Él agitó la cabeza con decisión.

—No. Había sangre y… —Cerró los ojos.

—¿No tocó el arma?

—No —dijo sin alzar la voz.

—¿Y adónde fue después de salir de su apartamento?

—No sabía adónde ir. —Strickland soltó aire como si estuviera a punto de vomitar. Si estaba fingiendo, la actuación que estaba ofreciendo era para quitarse el sombrero—. No sabía qué hacer. Me puse a dar vueltas con el coche e intenté hablar con Phil, pero estaba en el juzgado. Cuando, al final, lo localicé, me dijo que viniera.

—¿Por qué no llamó a la policía?

—¿Y qué quería que les contase? —Levantó el tono con aire desafiante, aunque solo por un instante, antes de dejar escapar un suspiro y retirarse de la mesa—. ¿Qué iba a decir, que tenía a una mujer muerta en la cama? El fiscal del distrito me consideraba ya sospechoso de la desaparición de Andrea y ya sé que ustedes piensan que también tengo algo que ver con la desaparición de Devin. ¿Quién me iba a creer?

—¿Qué quiere decir con eso?

—Estaba en mi ático, ¡encima de mi cama! Ustedes me habían visto con ella hacía un par de horas. Soy abogado y sé lo que parece.

Eso era precisamente lo que escamaba a Tracy: lo que parecía. Demasiado sencillo. Sin embargo, una vez más, cabía la posibilidad de que Strickland tuviese la intención de presentarlo de ese modo para que ella pensara, de entrada, que no podía ser él.

—¿La pistola es suya?

—Yo no tengo pistola.

—¿Y Megan Chen?

—Tampoco, que yo sepa.

—¿Por qué ha pedido hablar conmigo, señor Strickland?

Él abrió los ojos de par en par y sus pupilas se dilataron. Ante una amenaza, se huye o se lucha. Strickland había huido y en aquel momento parecía resuelto a luchar.

—Porque hay alguien que ha decidido arruinarme la vida.

—¿Y por qué iba a querer nadie arruinarle la vida?

Strickland se balanceó en su asiento y clavó la mirada en un rincón del techo. De su mejilla corrió una lágrima.

—Por lo de Andrea.

—¿A qué se refiere?

Se secó la cara antes de volver a centrar su atención en la inspectora. Después de un instante que no pareció tan breve, respondió:

—Mire, sí es verdad que quise matar a Andrea.

Volvió a callar. Phil Montgomery no movió un músculo. Tracy aguardó.

—Ella quería escalar el Rainier. Yo no quería. Esa es la verdad. No había hecho cumbre la primera vez y no quería volver a intentarlo. Tuve mal de altura y no pensaba subir otra vez. Sin embargo… —Tragó saliva y volvió a enjugarse las lágrimas—. Luego lo pensé mejor.

Tracy miró su teléfono para comprobar que seguía grabando antes de decir con voz suave y deliberada:

—Y le pareció una oportunidad perfecta para matar a su mujer.

—Eso no lo ha dicho él —declaró Montgomery.

La inspectora no le hizo caso. Strickland cerró los ojos sin dejar de balancearse en su asiento.

—Sí —respondió, aunque de un modo casi inaudible.

—¿Ha dicho «Sí»? —inquirió Tracy.

—Sí.

—¿La mató usted?

—No.

—No lo entiendo.

—Pensaba lanzarla al vacío en la montaña, pero —añadió enseguida— no lo hice. No lo hice. Cuando le dije a aquel inspector que se había levantado para ir a orinar estaba diciendo la verdad. Yo no lo hice.

—Entonces, cuénteme qué le pasó.

Strickland tomó aire un par de veces más. Montgomery tenía la barbilla apoyada en una mano y el codo apoyado en la mesa. No había escrito ni una sola nota.

—Mi negocio se estaba desmoronando. Había invertido todo lo que teníamos e iba a perderlo todo. Todo. Había falsificado la firma de uno de los socios en una carta en la que decía que me iban a hacer socio en breve e iba a ganar más dinero y el banco había dado a entender que me iban a llevar a los tribunales si no encontraba un modo de devolver lo que me habían prestado. Le rogué a Andrea que me prestara parte de su fondo fiduciario, pero ella no quiso, así que le confesé que había falsificado su firma en los avales que le había dado al banco y al arrendador y que, si no me daba dinero para pagar a nuestros acreedores, ella también lo perdería todo.

—¿Cómo reaccionó ella?

—Se puso hecha una furia. Nos peleamos.

—¿Físicamente?

—Yo también estaba furioso. Había estado bebiendo. La agarré y ella me dio una patada. Entonces le di una bofetada. No estoy orgulloso de ello, pero le di una bofetada. Entonces me fui.

—¿Le había pegado antes?

—No. Fue solo aquella vez.

Tracy lo dudaba mucho.

—Era —prosiguió él— como si todo se estuviera desmoronando a mi alrededor y ella no pensara hacer nada por ayudarme.

Aunque era incapaz de sentir ninguna compasión por él, decidió seguir la conversación por el derrotero que había tomado él.

—¿Adónde fue?

—A un bar. Me fui a un local que había cerca de nuestro ático y me puse a pensar en qué podría hacer para salir de aquello, en cómo conseguir el dinero.

—Se puso a pensar en formas de matarla.

—Eso no lo ha dicho él —intervino Montgomery, que le lanzó una segunda mirada fugaz.

—¿Estaba pensando en cómo matar a Andrea para conseguir así el dinero?

—No. Todavía no —repuso Strickland—. A esas alturas ni siquiera había pensado en el monte Rainier. Andrea sacó el tema cuando volví al apartamento dos días más tarde, pero eso no es lo que quería contarle. Lo que quería contarle es esto: aquella noche, en el bar, oí que me llamaban por mi nombre y al levantar la mirada me encontré con Devin Chambers.

—¿Devin Chambers estaba en el bar? —preguntó ella con aire escéptico.

—Sí.

—Así que la conocía.

—Nos habíamos visto un par de veces, no puedo decir que la conociese.

—¿Le preguntó qué hacía allí?

—No.

—¿Había ido usted más veces a aquel local?

—Ya lo creo. Muchas.

—¿Y la había visto antes allí?

—No.

—Sin embargo, no le preguntó qué estaba haciendo allí.

—No. Oí decir: «Graham», y me volví.

—¿Estaba sola?

—No: había más gente con ella. Ya se iban cuando ella me vio y se acercó a saludar. Imagino que debía de tener un aspecto terrible, porque quiso saber qué me pasaba.

—¿Y qué le dijo?

—Todo: que había bebido demasiado, que estaba enfadado con Andrea y que nos habíamos peleado. Quería poner en mal lugar a Andrea, presentarla como una persona egoísta, así que se lo conté todo.

—¿Le habló del fondo fiduciario?

—Sí. Le dije que tenía todo ese dinero y que no quería usarlo para que saliéramos del bache.

—¿Cómo reaccionó ella?

—Me dijo que si ella tuviese el dinero y yo fuera su marido, no dudaría en dármelo.

—¿Eso dijo?

Él asintió sin palabras.

—¿La acompañó a su casa aquella noche?

Strickland volvió a mover la cabeza en gesto afirmativo.

—Sí.

—¿Y se acostó con ella?

—Sí. Estaba muy enfadado con Andrea —añadió enseguida, como si tal cosa justificara su infidelidad con la mejor amiga de su mujer.

—¿Siguieron viéndose después de aquella noche?

Él humilló la cabeza.

—Sí.

—¿Formaba Devin parte de su plan de matar a Andrea?

—Como le he dicho, en aquel momento ni siquiera se me había ocurrido. Solo quería hacer daño a Andrea, ¿sabe?

—Y pensó que acostarse con su amiga sería una buena manera de hacerlo.

Strickland asintió con la cabeza antes de mirar al teléfono que hacía las veces de grabadora y responder:

—Exacto.

—Entonces, ¿por qué siguieron viéndose?

—No lo sé.

—¿Le reveló en algún momento a Andrea que tenía una aventura con Devin?

—No.

—¿Y pudo enterarse por Devin?

—No lo sé. Lo dudo. ¿Para qué iba a decírselo?

—Entonces, ¿planeó usted matar a Andrea en el monte Rainier?

Montgomery fue a decir algo, pero se contuvo.

—Como le he dicho, cuando volvía al ático el domingo por la noche me disculpé con Andrea —siguió refiriendo Strickland—. Le hice un par de regalos, un libro y un ramo de flores, y le pedí perdón.

—¿De verdad estaba arrepentido o solo se lo hizo creer?

—Las dos cosas, quizá. No tenía adónde ir. Hablamos de las tensiones que nos estaba provocando el negocio y de cómo nos estábamos distanciando y fue entonces cuando ella propuso subir al Rainier.

—¿Así, sin venir a cuento?

—Sí.

Tracy no tenía claro que pudiese confiar en su palabra.

—Me sorprendió —prosiguió Strickland— porque pensaba que a ella no le había gustado la primera vez. Dijo que nos vendría bien hacer juntos algo así, que seguro que eso salvaba nuestro matrimonio.

—Y a usted no le pareció buena idea.

—Al principio no, pero, por no empezar otra discusión, le dije que lo pensaría.

—¿Cuándo empezó a pensar en la posibilidad de deshacerse de Andrea en la montaña?

Montgomery volvió a guardar silencio.

—La ruta que Andrea quería hacer no era muy popular, justo era la ruta de mayor número de accidentes mortales… y yo empecé a pensar que podía funcionar.

—¿Qué era lo que podía funcionar? —Tracy quería que Strickland lo dijese en voz alta.

—Fue más bien una idea, ¿sabe? Me preguntaba: «¿Y si se cayera durante la ascensión?».

—¿Cuándo empezó a pensarlo más en serio?

—Cuando lo propuso Devin.

La inspectora hizo lo posible por no dar tiempo a Montgomery a interrumpir.

—¿Devin habló de matar a Andrea?

—Una noche que estábamos en la cama me dijo: «Sabes que todos tus problemas se resolverían si consiguieras acceder al fondo fiduciario, ¿verdad?».

—¿Cuándo fue eso?

—Un tiempo después. Un mes, quizá.

—¿Dónde estaban?

—En un hotel de Seattle. Nos habíamos ido de viaje para que no nos vieran.

—¿Qué fue lo que le dijo exactamente?

—Lo que le acabo de decir, que el banco no emprendería acciones legales contra mí si devolvía el préstamo, que lo único que quería el banco era el dinero. Yo eso ya lo sabía, así que le dije:

»—Muy bien, pero Andrea no me lo dejará.

»Y ella me respondió:

»—¿Qué pasa con ese dinero si le ocurre algo a Andrea?

—¿Usted lo sabía? —le preguntó Tracy.

—No, no había visto nunca los documentos del fondo de fideicomiso, pero sabía que Andrea no tenía familia y que en Oregón se aplica el régimen de bienes gananciales.

—¿Qué pasó después?

—Encontré una copia de los documentos en casa y, por lo que entendí, si le ocurría algo a ella, como parte de los bienes gananciales, el dinero iría a parar a mí, a no ser que ella hubiera hecho testamento, cosa que yo no sabía, aunque dudaba mucho.

—¿Le contó a Devin lo que había descubierto?

—Sí.

—¿Y qué respondió ella?

—Me dijo: «¿Y si Andrea no volviese de la montaña?».

—¿Fue entonces cuando se le ocurrió el plan para despeñarla?

Strickland asintió.

—Estuve investigando. —Se detuvo—. ¿Puedo tomar agua?

Montgomery tomó la jarra y le llenó un vaso. Strickland tomó un gran sorbo antes de decir:

—Decidí hacerlo la mañana que teníamos que salir de Thumb Rock para hacer cumbre. Es el lugar donde menos probabilidades habría de dar con el cadáver y, en caso de que lo encontraran, no sería difícil convencer a todos de que se había caído.

—¿Cuáles eran exactamente sus intenciones, señor Strickland?

Él tragó saliva con dificultad.

—Pensaba empujarla cuando nos acercásemos a una zona que llaman la pared de Willis, una caída de trescientos metros.

—¿Y qué fue lo que ocurrió?

—Lo que le dije al otro inspector: aquella noche, cuando nos acostamos, recuerdo que estaba agotado. Me costaba hasta levantar la cabeza, como si estuviera drogado.

Tracy no había olvidado que, según les había dicho el guardabosques, los montañeros estaban nerviosos la noche que precedía al último tramo de la ascensión y apenas lograban dormir.

—¿Y sabe por qué?

Él agitó la cabeza.

—Ni idea. Imagino que sería la altitud, pero no lo sé.

—¿Hicieron algo antes de acostarse?

Strickland se encogió de hombros.

—No: cenamos la comida que llevábamos preparada y tomamos té.

—¿Quién hizo la cena y el té?

—Andrea.

—¿Y luego?

—Nos metimos en los sacos y me dormí. Recuerdo vagamente que ella se levantó y me dijo que iba a orinar.

—¿Le dijo usted algo?

El interrogado negó con un movimiento de cabeza.

—Yo estaba aletargado, como si no estuviera allí. Hasta me pesaba la cabeza. Así que me volví a dormir.

Ella volvió a pensar en los comentarios del guardabosques.

—¿Estaba planeando usted matar a su mujer y se echó a dormir otra vez?

Strickland cabeceó de nuevo.

—Ya sé que no parece creíble, pero eso fue lo que pasó. Puede ser que me entrase de nuevo mal de altura. Le estoy diciendo la verdad.

—¿Puso el despertador?

—Eso creía.

—Lo comprobó al despertarse.

—No me acuerdo. Sí recuerdo que me desperté atontado, como con resaca, y entonces me di cuenta de que Andrea no estaba en su saco de dormir.

—¿La buscó?

—Claro. La llamé y, al ver que no respondía, me vestí y salí a buscarla. Intenté encontrar algún rastro, pero había nevado por la mañana y no vi nada.

—¿Cuánto tiempo la estuvo buscando?

—No me acuerdo.

—¿Qué pensó que le había pasado?

—No lo tenía claro, pero imagino que debí de pensar que se había perdido y que quizá hubiera caído al vacío.

—¿Cómo se sintió?

—En realidad, no sentí ni pensé en nada más que en cómo salir de allí y en lo que diría una vez abajo.

—¿Y qué hizo? —quiso saber Tracy. Había leído los informes de lo que había contado Strickland a Glenn Hicks y a Stan Fields y decidió formularle de nuevo las mismas preguntas por si detectaba alguna contradicción.

—Cerré la mochila, bajé al puesto forestal y conté lo que había ocurrido.

—¿Qué le dijo al guardabosques?

—Lo que acabo de contar.

Tracy se tomó unos instantes y decidió cambiar de táctica.

—¿Se puso en contacto con Devin Chambers al volver a casa?

—Tardé un poco.

—¿Por qué?

—No lo sé. Solo puedo decir que tardé. Estaba muy confundido. No sabía qué pensar y la policía me tenía bastante ocupado con sus preguntas y sus registros al ático.

—¿Le preocupaba la conclusión a la que podían llegar si había una investigación y el registro de llamadas de su teléfono revelaba que lo primero que había hecho había sido llamar a la mujer con la que estaba teniendo una aventura?

—Sí, eso también me pasó por la cabeza.

—¿Llegó a hablar con ella?

—No —dijo él moviendo la cabeza—. Cuando lo intenté, me encontré con que se había ido.

—¿Qué quiere decir con que se había ido?

—La llamé.

—¿Cuándo?

—No me acuerdo, pero no contestó al teléfono. Entonces fui a su apartamento y llamé a la puerta. Tampoco respondió y el coche no estaba allí. Al día siguiente me planté delante del edificio en el que trabajaba y la esperé, pero no la vi. Al final, llamé a la oficina y, cuando pregunté por ella, me dijeron que ya no trabajaba allí.

—¿Y se le ocurre algún motivo por el que pudiese haberlo dejado?

—Pues al principio no estaba seguro, pero luego, cuando el inspector empezó a preguntarme por el seguro de vida del que me había hecho beneficiario y me dijo que la jefa de Andrea le había dicho que la estaba engañando, lo primero que pensé fue que Devin y mi mujer me habían tendido una trampa para que pareciese que había matado a Andrea y luego habían conseguido el dinero y se habían largado adonde fuera.

—¿Sabía usted lo de la póliza?

—Sí, pero había sido idea de Andrea. Mi mujer dijo que no necesitaba ninguna porque ella tenía el fondo fiduciario.

—¿Sabía que su mujer se había puesto en contacto con un abogado experto en divorcios?

—Me enteré más tarde.

—¿Cuándo se dio cuenta de que el dinero de Andrea también se había esfumado?

—Cuando me enteré de que había desaparecido Devin. —Strickland miró a su abogado—. Phil fue el que me dijo lo del dinero.

—¿Y sospechó que se lo había llevado Devin?

—Sí. —Se encogió de hombros—. ¿Y qué podría haber hecho yo? El otro inspector me preguntaba por qué no hice nada por encontrar el dinero. ¿A quién podía recurrir yo? ¿Qué iba a decirle?

«Eso mismo: a quién», pensó Tracy.

—¿Y a Devin? ¿Intentó encontrarla?

—No —aseveró agitando la cabeza con energía—. A esas alturas ya había contratado a Phil y sabía que era sospechoso de la muerte de Andrea. Lo decían los periódicos y las noticias de televisión. Tenía la puerta de la casa llena de periodistas que tampoco dejaban de llamarme por teléfono y de seguirme. Lo último que me hacía falta era ponerme a buscar a la mujer con la que había tenido una aventura y que había robado el dinero de Andrea.

—¿Tampoco contrató a un buscador de personas desaparecidas para que la encontrase?

—¿Un qué? Ni siquiera sé qué es eso exactamente.

—Un investigador privado.

—Qué va.

—¿Y lo de ahora, Graham? ¿También cree que es un montaje de Devin y Andrea?

—No tengo ni idea —repuso él—, pero yo no he matado a nadie y esa es la verdad.

—¿Quién más sabía la clave de su bloque y su apartamento? ¿Y la del ascensor?

Strickland la miró y, por primera vez en toda la conversación, pareció enfocar la mirada.

—Andrea solamente —dijo.


Cuando acabó de interrogar a Graham Strickland eran casi las ocho y media. Llevaban casi tres horas hablando. En el vestíbulo se reunió con Zhu y le dijo que podía subir. Él esposó al sospechoso y lo acompañó hasta el asiento trasero del vehículo policial que habría de llevarlo al centro de detención del condado de Multnomah. Allí lo ficharían como sospechoso del asesinato de Megan Chen. Por la mañana formularían contra él cargos formales y él tomaría como base lo que había revelado a Tracy para declararse inocente. Entonces se pondrían en marcha las ruedas de la justicia, pero sin prisa alguna. Aún quedaba por determinar si el fiscal del condado de King iba a acusarlo del asesinato de Devin Chambers y Tracy daba por supuesto que para ello harían falta todavía muchas horas.

Aunque habían logrado vincular a Chambers y Graham Strickland, las pruebas de que disponían para demostrar que la había matado seguían siendo vagas y en su mayoría circunstanciales. Si un jurado lo condenaba por la muerte de Chen, las autoridades de Seattle podían llegar a la conclusión de que no había motivos para gastar el dinero del contribuyente en juzgarlo por la de Chambers. En cuanto a Andrea Strickland, en ausencia del cadáver, el suyo seguía siendo un caso de desaparición y, además, no tenía familiares decididos a presionar para que siguiera investigándose.

Tracy pasó otras dos horas en la comisaría central de la policía de Portland informando a Zhu y a su compañero sobre la conversación que había mantenido con Strickland. Uno de los informáticos transfirió la grabación del interrogatorio de su teléfono a la base de datos del cuerpo. Al final, extenuada y frustrada, volvió con Kins al hotel. El restaurante del vestíbulo seguía abierto, de modo que no dudaron en ocupar una mesa situada en un rincón, ninguno había comido nada desde el almuerzo.

—¿Ha cerrado ya la cocina? —preguntó Kins al camarero.

—Déjeme mirar. Probablemente puedan pedir algo todavía. ¿Tienen alguna idea de lo que desean?

—Yo, una hamburguesa gigante. ¿Y tú, Tracy?

—¿Qué? —El cansancio le impedía centrarse. Su cuerpo había estado bombeando adrenalina durante todo el interrogatorio, casi tres horas pendiente de cada uno de los detalles de las respuestas de Strickland y de su actitud para tratar de determinar si mentía.

—¿Quieres pedir algo de la cocina? —repitió Kins.

—¿Qué vas a tomar tú?

—Una hamburguesa.

No le apetecía algo tan pesado.

—¿Una ensalada César? —tanteó.

—Lo pido enseguida. ¿Algo del bar?

—Un Jack Daniel’s con Coca-Cola —dijo Tracy.

—Que sean dos —añadió Kins.

—No quiero creer al fulano ese —comentó la inspectora a su compañero—, pero tampoco quiero no creerlo solo por los sentimientos personales que me despierta.

—Y, aun así, no te acabas de tragar lo que cuenta, ¿verdad?

—Tengo serias dudas.

—No parece que haya desvelado nada que no hubiera dicho ya o que no hubiésemos sospechado nosotros, Tracy. Piénsalo. En resumidas cuentas, no ha reconocido haber matado a nadie.

—Pero sí que quiso matar a Andrea y que tenía una aventura con Devin Chambers.

—Todo eso es circunstancial y, él, como abogado, lo sabe mejor que nadie. Además, lo asesora un abogado penalista. Los dos saben que no se le puede condenar por pensar en cometer un crimen.

—De todos modos, nos ha acercado un paso más a la verdad sobre su mujer y sobre Chambers.

—Aunque los dos somos conscientes de que quizá nunca lo juzguen por eso si lo declaran culpable de la muerte de Chen.

—Pero él no tiene por qué saberlo.

—Eso no nos lleva a ninguna parte —dijo Kins meneando la cabeza—. Si no encontramos más pruebas que lo relacionen con la muerte…

—Tenemos también un arma del mismo calibre.

—Pero sin la bala que mató a Chambers no hay manera de vincularla al asesinato ni tampoco a él.

—¿Y por qué ha matado a Megan Chen? Podemos dar con un móvil para asesinar a Andrea Strickland y a Devin Chambers, pero ¿qué puede haberlo llevado a matar a Chen?

—A lo mejor le confesó algo de lo que había hecho y, cuando lo llamamos para hablar con él, tuvo miedo de que se fuera de la lengua.

—¿Y la mata en su propia cama? Eso no tiene ningún sentido.

—Puede que, como tú has dicho, quiera hacer que parezca tan obvio que lleguemos a la conclusión de que no ha podido ser él.

En ese instante llegó el camarero con sus Jack Daniel’s con Coca-Cola.

—La cena estará enseguida.

Tracy dio un trago de aquel combinado dulce en el que, sin embargo, era posible distinguir la punzada del whisky. Dejó el vaso en la mesa, no quería beber más con el estómago vacío.

—Eso es demasiado arriesgarse para un tío que, hasta ahora, ha demostrado mucha cautela, Kins.

—Tanta como para hacer desaparecer en circunstancias misteriosas a una tercera mujer relacionada contigo. Por el humo, al final, se acaba llegando al fuego. —Kins dejó su vaso a mano y se reclinó en el asiento corrido.

—¿Te ha dicho Zhu si hay algún vecino del edificio que haya visto u oído algo?

Él negó con la cabeza.

—Todavía no había llegado nadie más al bloque.

—¿Y de los establecimientos de la planta baja?

—A esos se entra por otra parte. Según Zhu, nadie oyó ningún disparo. Parece ser que el asesino usó una almohada para amortiguar el sonido.

—Eso requiere ciertos conocimientos —aseveró ella.

—O haber visto la tele.

—¿Había cámaras de seguridad?

—Una en el garaje, pero no hay ninguna en el ascensor ni en el vestíbulo. En la única grabación disponible se ve a Megan Chen entrar con el coche y salir de él en dirección al ascensor. Media hora después llega Strickland.

—¿No hay más vehículos?

—No.

—El asesino tuvo que saber cuál era la clave para entrar en el edificio y en el ático.

—Exacto —dijo Kins— y Chen no intentó huir ni defenderse, lo que hace pensar a todas luces que conocía a su asesino.

Tracy se recostó en el respaldo e intentó obligar a su cerebro exhausto a centrarse.

—Entonces, ¿qué hacía boca abajo?

—A lo mejor se había escondido bajo las colchas, como dices que hacía.

—¿Boca abajo?

—Puede ser que él la colocase así.

—Imposible: en ese caso, lo sabríamos por la mancha de sangre.

Kins se encogió de hombros.

—Quizá se quedó durmiendo mientras lo esperaba.

—Dice que la llamó antes de llegar.

—Lo que no tiene por qué ser verdad —repuso él—. Puede ser que tuviese la intención de pillarla por sorpresa y, además, ella pudo haber bebido antes de lo que suponía que sería una tarde de retozo. A ver qué dicen los de toxicología…

Volvieron a guardar silencio. Kins alzó la mirada para fijarla en la pantalla plana, que tenía sincronizada la cadena deportiva ESPN, según podía inferir Tracy por la melodía distintiva que solo escuchaba en casa cuando iba a verla Dan. El camarero volvió con la comida.

El inspector tomó el cuchillo y se lanzó a cortar por la mitad su hamburguesa.

—No es mi intención citar por citar a Johnny Nolasco —dijo—, pero quizá no debiéramos complicar este asunto. A veces, estas cosas son, ni más ni menos, lo que parecen.

—Ese es el problema —replicó Tracy atacando su ensalada—: parece un asesinato sencillo en el que, hasta ahora, no ha habido nada sencillo. Todo parece demasiado obvio, Kins, como si alguien lo hubiera hecho precisamente con esa intención.