La enseñanza de la historia

«En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Pueden sentarse.

Pues, como íbamos diciendo, tenían los pipiles en sus sacrificios algunas especialidades y cúes y teupas de gran autoridad, de los que aún hoy hay grandes e iniciados. Allende del Cacique y señor natural, tenían un Papa que llamaban Ticti, el cual se vestía de una ropa larga, azul, y traía en la cabeza una diadema y a veces una mitra labrada de diferentes colores, y en los cabos de ella un manojo de plumas muy buenas, plumas de ese pájaro que cada día escasea más en estas tierras y que se llama quetzal.

Amaya: si va a comenzar Ud. a molestar tan temprano hoy, mejor se sale al corredor.

El Ticti traía de ordinario un báculo en la mano, a manera de obispo, y todos lo obedecían en lo que tocaba a cosas espirituales. Después de él tenía el segundo lugar en el sacerdocio otro a quien llamaban Tlamatini, que era el hechicero mayor y el mejor letrado en sus libros paganos y en sus artes, por lo cual se ocupaba de declarar los agüeros y hacer pronósticos. Había después de éstos, cuatro sacerdotes llamados Texupixqui, vestidos de diferentes colores y de ropas hasta sus pies, negras, verdes, coloradas y amarillas. Y éstos eran los del consejo de las ceremonias y los que asistían a todas las supersticiones y boberías de su gentilidad. Había también un mayordomo que tenía el cuidado de guardar las joyas y preseas de los sacrificios y era quien sacaba los corazones a los sacrificados y hacia las demás cosas personales que eran necesarias. Además, había otros que tenían trompetas e instrumentos para convocar a la gente.

¡Mathies-Regalado, caramba, que lo estoy viendo desde acá!

Cuando el Papa fallecía lo enterraban sentado en un banco, en su propia casa y el pueblo le lloraba quince días con muchos gritos y alaridos, ayunando durante todo ese tiempo. Acabadas las exquias, el cacique y el sabio elegían otro Papa, por suertes, entre los cuatro sacerdotes que ya dijimos. Después de la elección se hacían mitotes y fiestas y el electo sacrificaba la lengua y el miembro genital (no veo motivos para risa, señor Aguilar Avila) y ofrecía la sangre a sus ídolos.

Estas pobres gentes adoraban al Sol Saliente y también tenían dos ídolos. El uno en figura de hombre, que se llamaba Quetzalcóatl o sea el Lucero de la Mañana; y el otro, en figura de mujer, Itzqueye, la luna. Todos los sacrificios que los pipiles hacían era para ellos tres y tenían calendarios especiales para festejar a cada quien. Hacían dos sacrificios solemnes cada año: el uno al principio del invierno y el otro al principio del verano. Estos sacrificios eran dentro de la casa de oración y las víctimas eran muchachos de seis a doce años, nacidos bastardos entre ellos. Tenían sus trompetas y atabales funcionando un día y una noche antes y luego todo el pueblo se juntaba y los cuatro sacerdotes salían del cúe con cuatro braseritos de fuego y en ello puestos copal y hule e iban en dirección al oriente y desde allí se dividían en cuatro direcciones y predicaban. Luego iban a la casa del Papa, que estaba junto al cúe, tomaban al muchacho que iban a sacrificar y daban cuatro vueltas al patio, cantando. Acabadas las vueltas salía el Papa de su casa, con el Sabio y el mayordomo y subían al cúe con el cacique y principales, los cuales quedaban a la puerta del adoratorio, y los sacerdotes tomaban al muchacho en brazos, cada uno de su mano o pie, y por el lado izquierdo le sacaban el corazón con un cuchillo de pedernal y se lo daban al Papa, quien lo guardaba en una bolsita labrada.

Los cuatro sacerdotes tomaban la sangre del sacrificado en cuatro jícaras, bajaban al patio y asperjaban dicha sangre con la mano derecha hacia los cuatro puntos cardinales.

Asperjaban quiere decir, señor Lorenzana, que hacían así. Si sobraba alguna sangre, la volvían donde estaba el Papa, el cual echaba la sangre, el corazón y la bolsita en que estaba encerrado, en el cuerpo del sacrificado, por la misma herida, y luego lo enterraban en el cúe.

En otras ocasiones juntábase el Papa, el Sabio y el hechicero con los cuatro sacerdotes y determinaban por suertes y hechicerías si harían la guerra o si alguna tribu enemiga venía contra ellos. Si las suertes respondían afirmativamente, llamaban al Cacique y capitanes de guerra y decíanles cómo venían los enemigos y dónde había que resistirles. El Cacique preparaba toda su gente de guerra y salía en busca de sus enemigos y si tenía victoria en la batalla, se despachaba correo al Papa y se le avisaba el día en que había sucedido y el Sabio veía en el Calendario a qué Dios debíase el sacrificio. Si era a Quetzalcóatl, el mitote duraba quince días y diariamente se sacrificaba un prisionero capturado en combate: si era a Itzqueye, el mitote duraba sólo cinco días.

Los que eran soldados no dormían en sus casas con sus mujeres sino en unos calpules que tenían.

Calpules, señor Barraza, eran unidades de terreno para la agricultura. ¿No entiende? ¡Qué le vamos a hacer! Después de clase le explico…

Lo mismo hacían los mancebos que se adiestraban en el arte de la milicia. Por el día iban a las casas de sus mujeres a comer y beber y de allí a sus sembrados de maíz y sólo quedaba una compañía para cuidar el pueblo. Entre los guerreros, los más valientes se conocían por el número de agujeros que tenían en su órgano genital.

Acabáramos, señor Rodríguez Alas, Roque, con esas risitas. Pronto se podrá hablar menos aquí que en el Colegio Guadalupano. Parecéis chicas, caramba…

Las mujeres en cambio sacrificaban las orejas y la lengua y se labraban todo el cuerpo y la sangre que les salía la cogían en algodones y la ofrecían a sus ídolos.

Los sacrificios sangrientos también se hacían con el objeto de pedir a los dioses buenas cosechas.

Lo que hacían en los sacrificios de la pesca y la caza era que tomaban un venado vivo, llevándolo al patio del cúe y lo ahogaban y los desollaban con un navajón de piedra y le salvaban toda la sangre en una olla y hacían picadillo el hígado, los bofes, los buches, el corazón, la cabeza y las patas. Cocían aparte la sangre y el cuerpo y mientras todo estaba listo, comenzaban el baile. Después de éste, quemaban los pedacitos de corazón con copal y hule y chamuscaban los pedazos de cabeza a los pies del ídolo a quien le tocaba.

Cuando los niños nacían, si se trataba de un varón le ponían un arco y flechas en la mano y si era mujer un huso y algodón y la partera le hacía en el pie derecho una raya con tizne para que, al crecer, no se perdiera por los montes. Pasados doce días llevaban la criatura al sacerdote y quien la llevaba en brazos iba pisando sobre ramas verdes que se arrojaban a su paso. El sacerdote le ponía al niño el nombre de sus abuelos o sus abuelas y los padres pagaban con ganado y gallinas.

Era Oficio del Cacique casar a las parejas de novios. El noviazgo se concertaba con anticipación. Estando concertado un noviazgo, si acaso el futuro yerno encontraba al suegro, torcía el camino, y lo propio hacía la nuera a la suegra, porque se creía que un encuentro con los suegros haría que el matrimonio no tuviese hijos. El casamiento se hacía de esta manera: los parientes de la novia iban por el novio y lo llevaba al río a lavar y los parientes del novio iban por la novia y hacían lo mismo. Ambos se envolvían cada cual en una manta blanca, nueva. Luego los llevaban a casa de la novia y los ataban juntos en las dos mantas anudadas, desnudos en cueros.

¡Silencio, hombres, o se quedan todos hasta las siete! ¡Qué bolonios, Señor!

Los parientes del novio daban presentes a la novia: jícaras, mantas, algodón, gallinas, cacao. A todos los casamientos asistía el Papa y el Cacique, necesariamente. ¿Es la campana del recreo? Pues habría jurao que no ha pasao media hora. Todo sea por Dios. En el nombre del Padre…».