Viejuemierda

Hubo en El Salvador un maestro y periodista

llamado don Alberto Masferrer.

 

Había nacido en el pueblito de Alegría, Departamento

de Usulután,

y se dedicó a denunciar las injusticias sociales

en libros como El dinero maldito o Cartas a un obrero

y en editoriales de un periódico que fundó, llamado

Patria.

 

En este poema trataremos de explicar

algunas razones por las que un hombre así

ha sido santificado y oficializado

como filósofo-sociólogo-profeta nacional

por las sucesivas dictaduras que ha sufrido el país,

hecho que no ha dejado de extrañar a algunas almas

cándidas.

 

Dichas almas cándidas se preguntan por qué se exalta

tanto

a este hombre llamado «un ala contra el huracán»,

«el terrible San Juan Salvadoreño», «el gran

demoledor de mentiras», «el formidable

agitador de la patria», precisamente

en un país tan esencialmente injusto

como es El Salvador.

 

Su historia no es nada fuera de lo común en los

trópicos:

Cogido por las corrientes culturales

de la desconcertada América Latina finisecular,

don Alberto anduvo para siempre en la onda de Domingo

Faustino Sarmiento

en eso de confundir a cada rato los pobres con los

bárbaros

asimiló la aflicción mundial de la burguesía que

produjo el reformismo

y se enmariguanó hasta la cacha con las misteriosas

filosofías orientales.

Se enamoró de la palabra y sólo de la palabra

y se creyó y abonó con esmero

la tontería esa del «verbo fustigador»,

la gran máscara de gordos sinvergüenzas como Monseñor

Castro Ramírez,

el machete de todos los diputados del Partido Oficial,

el mejor aliviador para la gran olla de presión

en la que todos vivimos estallando de sol a sol.

 

Quiso ser como Gandhi, pero le faltó profundidad,

historia,

confrontación real contra el principal enemigo de su

país.

Soñó en llegar a ser como José Ingenieros,

pero le faltó talento, información, coraje, para

sostener firme en las manos

los textos de los clásicos del marxismo.

Devino en una especie de Gabriela Mistral que no escribió

poesía.

Del cristianismo aprendió la paciencia de la otra

mejilla.

Y contra la violencia alzó la lechuga del vegetarianismo.

Predicó la castidad, el antialcoholismo y la

alfabetización,

el derecho del hombre al aire y al agua pura,

a la alimentación suficiente, variada, nutritiva y

saludable,

el derecho a la habitación, amplia, seca, soleada y

aireada,

a la Justicia (con mayúscula), pronta, fácil, igualmente

accesible a todos,

a la educación primaria y complementaria eficaz,

que formara hombres cordiales, trabajadores expertos y

jefes de familia conscientes.

 

Pero se cuidó mucho de explicamos cómo es que se

podrían conseguir

esas maravillas, en forma equitativa para todos.

Lo más que hizo fue remitirnos

a la responsabilidad del Gobierno y a la majestad de la

Ley,

a la voluntad de Dios y a la buena disposición de los

ricos,

al propio perfeccionamiento en medio de la paciencia

infinita,

y a los frutos de la educación general y la cultura

universal.

 

Al principio todo el mundo se moría de risa

frente a la ira imponente de unos cuatro pelones, sus

discípulos.

Luego, los que más se morían de risa con las bayuncadas

de don Alberto,

seguros de que sus diatribas lo único que les hacían

era cosquillas,

comenzaron a aprender que todo aquel pensamiento

podría prestarles alguna utilidad.

Sobre todo frente a otros pensamientos que andaban

haciendo bulla entre el pueblo

con palabras que proponían ir más allá de las palabras

y que en resumidas cuentas aconsejaban a los machetes de

los pobres

no quedarse metidos en sus vainas.

 

Pero sigamos con la doctrina de don Alberto.

 

Que tuvo su política de cuadros,

tuvo su política de cuadros:

dejó dicho que el fervor para conseguir

todo aquello que llamaba el «mínimun vital»

debía provenir de hombres sujetos a la Nueva Fe

que además aceptaran como mandamientos individuales

los de ser trabajadores asiduos,

los de ayudar a sus hijos y a sus padres (siempre que

fueran ancianos y necesitados),

contribuir al sostenimiento de orfanatorios, hospitales

y asilos de indigentes de su comuna o provincias;

proteger a los animales no dañinos, especialmente a los

pájaros;

respetar y proteger al árbol;

ser limpios y bien hablados;

no embriagarse ni narcotizarse;

no aventurar en el juego el producto del trabajo, no

disiparse ni prostituirse;

no explotar ningún vicio, no vivir de la usura ni

usurpar el trabajo ajeno;

velar por los derechos del niño

y no prestarse, ni por recompensa o amenaza,

a servir como instrumento de ninguna tiranía.

 

Si la utopía es la codificación

del mayor número de aspiraciones humanas

sin que se adjunte un método concreto y efectivo

para su realización,

don Alberto Masferrer fue un utopista típico,

aunque de medio pelo, subdesarrollado, por falta de poder

imaginativo.

 

Pero ¿no es quizás pedir demasiado a don Alberto,

en definitiva un maishtrito perdido en El Salvador de

principios de siglo,

esto de exigirle una metodología,

una política, una táctica,

desde su ubicuo púlpito? ¿Es que acaso

no realizó con creces una labor espléndida

al anunciar muchos de nuestros males?

¿Acaso entre nosotros el enunciado del mal no es ya su

denuncia,

el primer paso para el alzamiento en su contra?

 

Don Alberto, si vamos a tenerlo como un hombre

honesto

(aunque el problema en estos líos no es de honestidad),

parece que creía eso cabalmente.

 

Es más: lo creía hasta el extremo de darle a la denuncia

verbal

una autonomía tan grande,

que en él «la palabra de fuego» llegó a ser la única

realidad,

en el fondo, independiente de la realidad en que

nacía.

Pero hasta en esta creencia se contradijo,

pues pronto se dio cuenta de que en El Salvador

tan sólo por hablar pueden llevárselo a uno todos los

diablos.

 

Añorando la audiencia que un intelectual tiene en los

medios cultos,

don Beto nos enrostró los hechos de que

«Tolstoi fue oído en la tierra de los Zares sin que

nadie pretendiera

desollarlo vivo» y que

«a Eliseo Reclus, si le aprisionaron,

no fue por sus ideas sino porque tomó parte en la

Comuna».

 

O sea, en esencia:

«La palabra convincente no sólo es bastante

sino que sustituye a la acción.

Y cuando a nuestra palabra convincente se le responda con

amenazas,

lo que debe hacerse es elevar el tono de nuestra palabra

convincente».

 

Eso pensaba don Alberto

y así vino agarrando fama de profeta.

(Que allá en el fondo de su corazón

fuera buena gente o no, es harina de otro costal,

harina que nunca le quitó el hambre a nadie).

 

Pero además en este mundo húmedo

hasta «la palabra de fuego» llega a podrirse:

la de Masferrer se pudrió en vida de quien la pronunció,

y se pudrió en su ley, en sus propias formas de ser y

ser usada.

 

Veamos un ejemplo.

 

«Nótese bien —dice don Beto como primera premisa, en

Leer y escribir—,

nosotros no somos todavía una patria».

 

«Porque este país —agrega luego, profundizando la

expresión—

tal como se halla ahora constituido, es un monstruo».

Leer esto produce un erizamiento intelectual.

¡Qué hombre más lúcido! —piensa uno—. ¡Haber escrito

esto antes del 32!

 

Pero luego da sus razones don Alberto, en La cultura

por medio del libro:

«Nos consta que la tercera parte de nuestras 48 ciudades

—dice—

(más o menos son 48) no tienen,

como instrumento de cultura

(fuera de la iglesia y el ayuntamiento, telarañosos y

destartalados),

más que el patio de gallos y el estanco. Todavía peor:

hay muchas de esas ciudades que no tienen agua

ni excusados en las casas».

 

Y concluye gritando (el terrible San Juan»):

«¿Cómo es posible que se permita edificar

una casa sin excusado?

¿Cómo es posible que se confiera el honor de llamarse

ciudad

a un puñado de bárbaros

que todavía no sienten la necesidad de tener

excusados?».

 

Ésa es la palabra tramposa:

la que denuncia la generalidad infinita del mal

y propone soluciones de hormiga.

 

El actual régimen social es injusto: construyamos

letrinas.

El latronicio nos ahoga: dejemos prendas usadas de vestir

en el traspatio

para que el buen ladrón no se vea obligado a seguir

adelante.

 

La prostitución prolifera: enseñemos a leer a las

muchachas.

La explotación es la principal relación humana del

país: oremos.

 

No se trata tan sólo de preferir el verbo a la acción:

se trata de establecer una palabra que con su brillo

o con el brillo de soluciones fantásticas

oculte el sonido profundo de la realidad, su verdad

última.

 

Ésta es una de las trampas caza-bobos

que nos dejó montadas ese viejo de mierda,

la bomba de idiotez que hoy los gobiernos

y los coroneles

y los maishtros de escuela más picaros y descarados

y los venerables guías de la juventud de manos sudorosas

y las Agencias de Publicidad

y los partidos políticos que presumen de nacionalistas

y democráticos

y los obispos que se la llevan de liberales

y los profesionales disfrazados de gente decente a puro

perfume

y los móviles orejas al servicio de la CIA

que fundan clubes de jardinería o de

Centroamericanismo

y los dueños de la Gran Prensa y la Televisión y los

Ministerios de Educación y sus departamentos

editoriales

y los cultos homosexuales de Relaciones Exteriores,

lanzan al fondo del alma de nuestra juventud

para ahogar su rebeldía,

para liquidar su hermosa presión con el

Dios-Tubo-de-Escape

su ira santísima con el Dios-paliativo.

Y eso, sin negar que don Beto pudo haber escrito todo con

la mejor intención.

Porque si tuviéramos pruebas de todo ese mal que le hizo

al país

fue de al tiro de intento,

estaríamos obligados a irlo a desenterrar

y trasladar sus huesos al nicho donde se pudre el General

Martínez

y don Foncho Quiñónez Molina y los Meléndez.

 

Mezcla de pícaro, de santo-tonto e irritado tatarata,

don Beto fue sin embargo en vida

acusado hasta de comunista.

Y para colmo de males

él mismo se lo creyó después de la matanza de 1932

y se fue a morir de flato a Guatemala

creyéndose culpable de haber engañado a tanto muerto.

Ni siquiera se dio cuenta de que él iba a pasar a la

historia de nuestra cultura

(cuando se escriba la verdadera historia de nuestra

cultura)

como un cómplice objetivo de los asesinos del pueblo,

a quienes les había ofrecido instrumentos más finos y

tranquilizantes

de explotación y dominación.

 

Don Beto Masferrer sirve hoy para todo.

 

Consuelo de las esposas de los borrachos,

trigal para que espiguen los cagatintas que escriben

los discursos del Presidente,

cementerio de elefantes

para que los intelectuales de izquierda cansados de la

vida

lleguen con su cacaxte ideológico

y lo pongan de almohada para morirse de una vez por todas

pensando en lo bonita que habría sido la vida y todo lo

demás

si la lucha no hubiera sido tan dura

en el país enano que le vino a uno a tocar.