Antología de poetas salvadoreños (IV)

La corrección de menores

[Fragmentos]

Me llamo Luis, pero me dicen Luisa.

No os pongáis a reír, que soy muy hombre

y es un prejuicio tonto vuestra risa.

A mi tía le debo el sobrenombre.

Nada más. La devota Ña Tomasa

nunca admitió calzones en su casa.

 

Yo no sé los motivos que tenía

para odiar cordialmente a los varones;

más recuerdo muy bien que no podía

ver de cerca ningunos pantalones.

Quizás alguna vez joven sería,

tengo para creerlo mis razones,

pero no es conocido el episodio.

 

Mujer de posición independiente

aquella cristianísima señora,

salía de su casa solamente

a oír la santa misa de la aurora,

o si Nuestro Amo hallábase patente,

o si llegaba del sermón la hora.

Y como tales eran mis quehaceres

no hice lo que hacen las demás mujeres.

 

Que no sé de costura ni puntada,

y no sé de lavada ni zurcida,

y no sé de comida ni planchada…

De planchas sí: la plancha de mi vida

que ya la contaré bien detallada.

El Kaiser la encontró bien divertida

e hizo un poema, con un vals anexo,

para probar la confusión del sexo.

 

De veras fui mengala muy bonita,

con unos ojos como dos luceros,

tan llena de candor, tan modosita…

Lo que más elogiaba el padre Antón

era mis dientecillos de ratón.

 

Mi tía se llenaba de coraje

por mis gustos un poco pecadores

y dábame pellizcos como gaje,

porque mucho miraba a los señores.

Mas lo que yo miraba era su traje,

instintos de mi sexo, defensores;

aunque también causaban muchas riñas

mis ojos insolentes con las niñas.

 

Siempre mi traje admiración produjo:

un chal color de grama que lucía

y enaguas verdes de cambray pirujo;

casi era una tajada de sandía

con aquellos colores y aquel lujo;

faldas largas y botas intermedias

para cubrir las indecentes medias.

 

Tenía prohibición de usar espejo

—no sé qué imaginaba la señora,

ni lo quiero decir, no soy pendejo—.

Yo me miraba en una cantimplora:

veíame con ojos de cangrejo

y boca de taltuza, roedora;

pero un día bebiendo en una espita

el agua hermana me copió bonita.

 

Vivía en la parroquia una señora,

prima de don Carmelo, el señor Cura,

quien no obstante lo buena y rezadora,

tenía un ángel condenado, Pura,

una hija divinal y seductora

de inmensa devoción y travesura.

 

Era mayor que yo, más vivaracha,

de ojos hondos y azules como lagos;

con gustos de muchacho la muchacha,

unos antojos y caprichos vagos…

Yo sentía en la vértebra cosquillas

cuando ella me sentaba en sus rodillas.

 

Y conocimos la maldad secreta

de bostezar en misa y jubileo,

de ansias sin nombre la amistad inquieta

que es en las niñas precursor deseo.

El caso de Romeo y de Julieta…

¡más Julieta era yo, y ella Romeo!

Buscábame afanosa, me quería,

con gran satisfacción para mi tía.

 

Y he aquí que yo, con la divina Pura,

frecuentamos la casa de una abuela;

orden de don Carmelo el señor Cura,

varón más persuasivo que una espuela.

Cocina, dulces finos y costura,

eso sería nada más la escuela

(amén de otras secretas socaliñas

que con tiento procúranse las niñas).

 

En los días festivos la señora

nos llevaba a su finca, en Sonzacate,

pueblo que dista sólo un cuarto de hora

de mi ciudad natal de Sonsonate.

Era aquélla una fiesta encantadora

y hacíamos melcochas y chilate,

riéndonos de una tal tía Coneja,

una chismosa y maliciosa vieja.

 

Recuerdo aquella vida placentera.

Voz retozona y juvenil se escucha.

Es que se levantó la molendera

y muele su maíz junto a la hoguera

en el oficio de la piedra, ducha.

Joven, bonita, con los pechos duros

y erectos como nísperos maduros.

 

«Güenos días Chabela». «Güenos, rica».

Son los mozos que piden su pitanza.

Va del poyo al comal, se multiplica

por servir a su rústica amistanza.

Maliciosos la miran de hito en hito;

ella es la que despierta el apetito.

 

Un corral. Unos bálsamos frondosos.

Un rancho con tapial para gallinas.

Allí pasamos ratos deliciosos

haciendo confidencias peregrinas.

(¡Hay en el mundo cosas tan divinas!

Allí supe de besos en la boca…

locas bocas de un loco y una loca).

 

¡Besos lentos, tan lentos y pausados

que parecen dormidos o rendidos;

embriaguez de divinos embelesos,

toda la vida en un instante, besos!

 

«… Y no leímos más desde aquel día…».

Luego mandaron a un convento a Pura,

y a mí a la calle me mandó mi tía.

Porque estaba furioso el señor Cura:

la tal Coneja, la maldita espía,

hizo un relato que causó pavura.

(Por suerte aquella vieja perillana

creyóme una viciosa, una lesbiana).

 

¿Diré que fueron mis desgracias muchas?

¿Nombraré, «amor primero», «corazones»…?

¿Maldeciré la mala suerte? ¡Puchas!

¡Antes que Pura y todo, mis calzones!

No soy de novelescas paparruchas

y me sé aprovechar las ocasiones.

Con la maleta que me dio mi tía

me fui a San Salvador al otro día.

 

Francisco Herrera Velado (1876-1956). Poeta y cuentista. Su obra Agua de Coco, fue traducida al ruso y publicada en la URSS.