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Patton acababa de finalizar con los avisos a un montón de puestos en las carreteras, cuando llegó una llamada procedente del sargento encargado de la guardia en la represa de Lago del Puma. Salimos y subimos al coche de Patton. Andy conducía muy rápido por el camino que llevaba al lago atravesando la población y bordeando luego la costa del lago hacia donde se encontraba la gran represa. Sé nos hizo señas de dirigirnos hacia donde estaba esperándonos el sargento en un jeep, al lado de la cabaña del puesto.
El sargento agitó la mano, puso en marcha el jeep y nosotros le seguimos unos cien metros a lo largo de la carretera hasta un lugar en que varios soldados estaban en el borde del cañón mirando hacia abajo. Varios autos se habían detenido allí y un montón de personas se agrupaban cerca de los soldados. El sargento salió del vehículo y nosotros le seguimos.
—El tipo no paró al llegar al centinela —dijo el sargento, con un dejo de amargura en la voz—. Faltó poco para que lo arrollara. El centinela que estaba en medio del puente tuvo que saltar a un lado para poder salvarse. El que estaba en este extremo había visto bastante ya; mandó al tipo que se detuviera. El siguió la marcha.
El sargento masticó su tabaco y miró hacia abajo.
—Las órdenes son tirar en casos como éstos —dijo—. El centinela tiró —señaló hacia el borde de la pendiente—. Cayó por ahí.
A unos cuarenta metros en la profundidad del cañón se veía un cupé aplastado contra el costado de un enorme saliente de granito. Estaba casi boca arriba, un poco inclinado hacia un lado. Había tres hombres allí. Habían levantado el auto lo suficiente como para sacar de él algo.
Algo que había sido un hombre.