28
Una llamada discreta, propia de la medianoche, sonó en la puerta, y fui a abrirla. Kingsley parecía tan grande como un caballo, enfundado en una chaqueta sport de color crema, envuelto el cuello con una bufanda verde y amarilla. Tenía un sombrero castaño rojizo profundamente encajado en la cabeza, con el ala bien baja sobre la frente. Bajo el ala, sus ojos tenían el brillo de los de un animal enfermo.
La señorita Fromsett estaba con él. Llevaba pantalones y sandalias, una chaqueta verde oscuro, con el pelo descubierto que mostraba su brillo diabólico. De sus orejas colgaban unos pendientes hechos de un par de pequeñísimos capullos de gardenia artificiales, uno encima del otro, dos en cada oreja. Gillerlain Regal, el champaña de los perfumes, penetró con ella en la habitación.
Cerré la puerta, les ofrecí asiento y les dije:
—Un trago probablemente venga bien.
La señorita Fromsett se sentó en un sillón y cruzó las piernas; dirigió una mirada en torno, en busca de cigarrillos. Encontró uno, lo encendió con un ademán largo y estudiado y sonrió sin expresión alguna a uno de los extremos del cielo raso.
Kingsley permaneció en medio de la habitación. Fui hasta la cocinita y serví tres copas. Cuando les entregué a cada uno de ellos la suya, me dirigí con mi silla al lado de la mesa de ajedrez, con la copa en la mano. Kingsley dijo:
—¿Qué ha estado haciendo usted y qué le ha pasado en la pierna?
Le contesté:
—Un polizonte me dio un golpe. Un regalo recibido en nombre de la policía de Bay City. Parece que es un servicio regular el apaleamiento allí. En cuanto a donde he estado… lo he pasado en una celda por conducir en estado de embriaguez. Y por la expresión que veo en su cara, sospecho que puede ser que vuelva allí muy pronto.
—No sé de qué está hablando —me dijo en tono cortante—, no tengo ni la más remota idea. Este no es un momento apropiado para andar haciendo chistes.
—Muy bien, no los hagamos entonces —le contesté—. ¿Qué sabe usted y dónde se encuentra ella?
Se sentó junto a su bebida, flexionó los dedos de la mano derecha y la metió en el bolsillo. La sacó con un sobre de gran tamaño.
—Usted tiene qué llevarle esto —dijo—. Quinientos dólares. Quería más, pero es todo lo que he podido reunir. He podido cambiar un cheque en un cabaret. No me ha resultado fácil. Ella tenía que salir de la ciudad.
—¿De qué ciudad?
—De algún lugar de Bay City. No sé cuál. La encontrará en un sitio llamado Peacock Lounge, en el boulevard Argüello, en la calle ocho o en sus cercanías.
Miré a la señorita Fromsett. Contemplaba todavía algún lugar del cielo raso, como si acabara justamente de llegar de un paseo.
Kingsley tiró el sobre, que cayó sobre la mesa de ajedrez. Miré dentro y vi que efectivamente había dinero. Por lo menos esa parte de la historia tenía sentido. Dejé el sobre encima de la mesa.
Dije:
—¿Qué inconveniente hay en que ella disponga de su propio dinero? Cualquier hotel le cambiaría un cheque, la mayoría de ellos lo hacen. ¿Han cerrado su cuenta?
—Esa no es forma de hablar —dijo Kingsley pesadamente—. Se encuentra en un apuro. No sé cómo se ha enterado, a menos qué se haya dado la noticia de su búsqueda por radio. ¿La han dado?
Le contesté que no lo sabía. No me había sobrado demasiado tiempo para estar escuchando la radio y las llamadas de la policía. Había estado demasiado ocupado escuchando personalmente a los policías.
Kingsley dijo:
—Bueno, ella no puede arriesgarse a cambiar un cheque ahora. Eso estaba muy bien antes, pero no es lo mismo ya —levantó los ojos lentamente y me dedicó una de las miradas más desprovistas de expresión que he visto en mi vida.
—Está bien. No podemos hacer que las cosas tengan algún sentido donde no hay ni vestigios de él —dije—. ¿De manera que ella se encuentra en Bay City? ¿Ha hablado usted con ella?
—No, lo ha hecho la señorita Fromsett. Llamó a mi escritorio, pero aunque ya no eran horas de oficina, yo estaba todavía allí con ese policía de la playa, el capitán Webber. La señorita Fromsett, naturalmente, le dijo que yo estaba ocupado y le pidió que llamara otra vez. Pero no dejó ningún número al cual pudiéramos llamarla.
Miré a la señorita Fromsett. Apartó la vista de aquel lugar del cielo raso y la dirigió a un punto situado en la parte superior de mi cabeza. Nada había en sus ojos. Eran como un par de cortinas cerradas.
—Kingsley continuó:
—Yo no tenía ningún interés en hablar con ella. Por su parte tampoco había mayor interés. No quería verla. Sospecho que no hay ninguna duda de que fue ella quien mató a Lavery. Webber parecía enteramente seguro de eso.
—Eso no quiere decir nada —le contesté—. Lo que él dice y lo que piensa no tiene que coincidir tampoco. No me gusta que ella sepa que la policía le sigue los pasos. Hace ya mucho tiempo que nadie escucha la radio policial para divertirse. Entonces volvió a llamar más tarde, ¿no? ¿Qué pasó luego?
—Eran casi las seis y media —dijo Kingsley—. Tuvimos que quedarnos sentados esperando en el despacho a que volviera a llamar. Cuénteselo usted… —volvió la cabeza hacia la muchacha.
La señorita Fromsett dijo:
—Recibí la llamada en el despacho del señor Kingsley. Estaba sentado justamente a mi lado, pero no le habló. Ella dijo que se le enviara el dinero al Peacock y preguntó quién sería el que se lo llevaría.
—¿Parecía asustada?
—Nada. Completamente tranquila, más bien diría yo; de una tranquilidad fría. Y lo tenía ya todo pensado. Se había imaginado que podía ser que el que le llevara el dinero fuera alguien a quien conocía. Parecía saber que Derry…; quiero decir el señor Kingsley, no se lo iba a llevar.
—Llámele Derry —le dije—, puedo imaginar a quién se refiere usted.
Ella sonrió débilmente.
—Dijo que iba a ir a ese Peacock Lounge en el primer cuarto de cada hora. Yo…, yo me permití decidir que sería usted quien iría, y le hice una descripción suya. Agregué que llevaría la bufanda de Derry. El guarda algunas ropas en el despacho y la bufanda estaba entre ellas. Es bastante llamativa.
Por cierto que llamaba la atención. Era una cosa en la que aparecían gruesos riñones verdes sobre un fondo de color yema de huevo. Sería casi tan llamativo como si yo entrara allí haciendo girar una rueda de colores rojo, blanco y azul.
—Para ser una alocada parece que lo ha pensado todo muy bien —le dije.
—No es éste el momento para andar haciendo bromas —dijo Kingsley con sequedad.
—Eso lo ha dicho ya antes —le contesté—. Además, me parece que se ha apresurado demasiado al presumir que yo había de aceptar ir allí y ayudar a escapar a alguien, sobre todo sabiendo que ese alguien es buscado por la policía.
El apretó el puño sobre la rodilla, mientras su cara se contraía.
—Admito que es un poco pesado —dijo—. Bueno, ¿a ellos qué les importa?
—Esto nos convierte en cómplices a los tres. Puede que no sea demasiado grave para su esposo y su secretaria que esto se descubra, pero lo que ellos me obsequiarán no es precisamente lo que a alguien se le ocurriría desear para sus vacaciones.
—Yo voy a hacer que el riesgo valga la pena —dijo—, y no seremos cómplices si es que ella no ha hecho nada.
—Eso es lo que quiero suponer. De otra manera no estaría hablando con usted. Y quiero aclararle que, si llego a comprobar que ella cometió un asesinato, estoy dispuesto a entregarla a la policía.
—Ella no va a querer hablar con usted.
Tomé el sobre y lo coloqué en el bolsillo.
—Ya a tener que hablar conmigo si es que quiere recibir esto.
Miré el reloj.
—Si me apresuro, creo que podré llegar a la una y cuarto. La deben de conocer de memoria ya después de tantas horas. Eso tampoco hace más fácil las cosas.
—Se ha teñido el pelo de castaño oscuro —dijo la señorita Fromsett—. Puede ser que eso le ayude un poco.
—Eso no me ayuda a pensar que es una inocente perseguida —le contesté.
Terminé mi bebida y me puse de pie. Kingsley terminó la suya de un trago, se incorporó y se quitó la bufanda del cuello, pasándomela.
—¿Qué hizo usted para lograr que la policía pusiera precio a su cabeza? :—preguntó Kingsley.
—Estaba usando una información que la señorita Fromsett amablemente me había proporcionado. Me llevó a la búsqueda de un hombre llamado Talley, que trabajó en el caso Almore. Y eso me condujo también hacia las dificultades. Tenían vigilada la casa. Talley era el detective que Grayson había contratado —agregué, dirigiendo la mirada a la muchacha alta y morena—. Usted podrá explicarle a él de qué se trata. No tiene mucha importancia, de cualquier manera. No tengo tiempo ahora de entrar en detalles. ¿Quieren esperar aquí?
Kingsley negó con la cabeza.
—Iremos a mi casa y allí esperaremos su llamada.
La, señorita Fromsett meneó la cabeza.
—No. Estoy muy cansada, Derry. Me iré a casa y me meteré en cama.
—Usted viene conmigo —dijo él en tono autoritario—. Tiene que acompañarme para evitar que todo esto me enloquezca.
—¿Dónde vive usted? —pregunté a la señorita Fromsett.
Me dirigió una larga e inquisitiva mirada.
—Pudiera ser que la llegara a necesitar en algún momento.
La cara de Kingsley tenía una expresión de profundo enojo, pero sus ojos eran todavía los de un animal enfermo. Me coloqué su bufanda alrededor del cuello y fui hasta la cocina para apagar la luz. Cuando regresé, estaban de pie al lado de la puerta. La señorita Fromsett parecía muy cansada y bastante aburrida; Kingsley le rodeaba los hombros con un brazo.
—Bueno, ciertamente tengo la esperanza… —comenzó a decir él; luego dio un rápido paso hacia adelante y me tendió la mano—. Es usted un tipo decente, Marlowe.
—¡Vamos, déjese de esas cosas! —le dije—. ¡Márchese ahora, márchese bien lejos!
Me dirigió una mirada rara y luego los dos salieron.
Esperé hasta oír que el ascensor subía, escuché el ruido de sus puertas al abrirse y volverse, a cerrar, y luego al volver a descender bajé por la escalera, me dirigí al garaje y volví a quitarle el sueño a mi Chrysler.