25

La calle Westmore corría de norte a sur, en uno de los peores barrios de la ciudad. Me dirigí hacia el norte. Al llegar a la primera esquina comencé a saltar entre abandonadas arterias interurbanas y montones de terrenos baldíos. Detrás de cercas de madera yacían en grotescas posturas los herrumbrados esqueletos de viejos automóviles, dándoles el aspecto de un abandonado campo de batalla. Elevados montones de piezas oxidadas parecían panecillos de azúcar, a la luz de la luna, con callejones entre ellos.

Unos faros aparecieron en el espejo retrovisor de mi coche. Fueron haciéndose más grandes cada vez. Apreté el acelerador y con la mano derecha busqué las llaves en el bolsillo y abrí la guantera. Saqué de ella una automática 38 y la coloqué junto a mí, sobre el asiento.

Más allá de los depósitos de chatarra había un horno de ladrillos. La alta chimenea, que no dejaba escapar humo alguno, se veía lejana por encima de esa tierra desolada. Pilas de oscuros ladrillos, un viejo edificio de madera con un letrero. El lugar estaba desierto y a oscuras. El auto que me seguía acortaba distancias. El débil gemido de una sirena tocada con suavidad atravesó la oscuridad. El sonido se arrastró por encima de los restos de un abandonado campo de golf, perdiéndose hacia el Este, y por encima del depósito de ladrillos hacia el Oeste. Apreté un poco, más el acelerador, pero eso sirvió de poco. El coche que me seguía se acercó velozmente y un enorme faro rojo iluminó súbitamente toda la carretera.

El automóvil se puso a la par y comenzó a encerrarme. Frené el Chrysler de golpe, di la vuelta detrás del coche policial, haciendo un giro en U para lo que me sobró más o menos una media pulgada. Aceleré el motor en sentido contrario. Detrás de mí sonó un chirriante cambio de velocidades, el ulular de un enfurecido motor, y el rojo busca-huellas, cuyos haces parecían extenderse a kilómetros de distancia por sobre el horno de ladrillos.

No sirvió de nada. Estaban nuevamente detrás de mí y se acercaban rápidamente. No me quedaba ninguna esperanza de poder escapar. Quería regresar a donde hubiera casas y personas que pudieran salir de ellas y mirar, quizás también recordar.

No pude lograrlo. El coche patrulla volvió a ponerse a mi lado y una gruesa voz chilló:

—¡Deténgase o le vamos a hacer un agujero en el pellejo!

Paré, echándome hacia un costado y coloqué el freno de mano. Volví la pistola a la guantera. El auto de la policía se balanceó sobre sus neumáticos al frenar justamente delante de la parte izquierda de mi paragolpes. Un tipo gordo azotó la puerta al salir rugiendo:

—¿No conoce una sirena de la policía? ¡Baje de ese auto!

Bajé del coche y me quedé de pie a su lado, bañado por la luna. El gordo tenía una pistola en la mano.

—¡Deme su licencia! —ladró, con una voz tan dulce como el filo de una pala.

La saqué y se la extendí. El otro que estaba en el auto se deslizó detrás del volante, se acercó por un costado hasta mí y lo tomó. Lo iluminó con una linterna y leyó:

—A nombre de Marlowe —dijo—. ¡Diablos, el tipo es un detective! ¡Qué le parece, Cooney!

Cooney dijo:

—¿Es eso todo? Sospecho que no he de necesitar más de esto.

Volvió de nuevo la pistola a su funda y le abotonó la tira de cuero.

—Me imagino que estoy en condiciones de manejar este asunto yo solo —dijo—; creo que me basto y sobro para eso.

El otro exclamó:

—Conduciendo a noventa y cinco por hora. No me extrañaría que hubiera estado bebiendo.

—Tómele el aliento —dijo Cooney.

El otro se inclinó hacia adelante con una cortés y burlona reverencia.

—¿Puedo oler su aliento, detective?

Le permití que oliera mi aliento.

—Bueno —dijo con todo juicio—, éste no se ha estado tambaleando. Hay que admitirlo.

—Esta es una noche fría para ser de verano. Convídale a un trago, Dobbs.

—Esa sí que es una buena idea —dijo Dobbs.

Fue hasta el coche y regresó con una botella que había sacado de allí. La leyantó, estaba casi vacía.

—No hay suficiente para un trago realmente bueno aquí —dijo, mientras me tendía la botella—. ¡Con nuestros mejores saludos, compañero!

—Supongan que yo no quiero beber —les dije.

—No diga semejante cosa —relinchó Cooney—. Podríamos tener entonces la impresión de que lo que anda buscando usted es conseguir las huellas de nuestros pies en su estómago.

Tomé la botella, le quité el corcho y le tomé el olor. El licor tenía el aroma del whisky. Exactamente whisky.

—Ustedes no pueden esperar tener éxito con el mismo chiste todas las veces —les dije.

Cooney se limitó a decir:

—Son las ocho y veintisiete. Anótalo, Dobbs.

Dobbs fue hasta el coche, se inclinó en su interior y anotó algo en su cuaderno de notas.

Incliné la botella, apreté la garganta y me llené la boca de whisky. Cooney se adelantó de un salto y hundió el puño en mi estómago.

Largué todo el whisky y me doblé en dos, tosiendo. Dejé caer al suelo la botella. Me incliné para recogerla y vi, en ese momento, la rodilla de Cooney que subía hacia mi cara. Di un paso al costado, me enderecé y le asesté un golpe en la nariz con toda la energía de que disponía. Su mano izquierda se dirigió hacia su cara, mientras chillaba con toda la voz y la derecha saltó hacia la pistolera. Dobbs corrió hacia mí desde un costado y su brazo hizo un rápido y bajo recorrido circular. La porra me dio en la rodilla izquierda, la pierna me quedó dormida y caí sentado con fuerza sobre la tierra dura, rechinando los dientes y escupiendo whisky.

Cooney retiró la mano de su cara llena de sangre.

—¡Jesús! —bramó con una voz espesa y horrible—. ¡Esto es sangre, mi propia sangre! —dejó escapar un salvaje rugido y me lanzó un tremendo puntapié a la cara. Giré el espacio suficiente como para recibirlo en el hombro.

Dobbs se interpuso entre nosotros y dijo:

—Es suficiente ya, Charlie; mejor que no compliquemos las cosas.

Cooney dio tres vacilantes pasos hacia atrás y se sentó en el estribo del coche policial, sosteniéndose la cara con ambas manos. Buscó un pañuelo y se lo pasó con toda suavidad por la nariz.

—Espéreme un minuto —dijo a través del pañuelo. ¡Sólo un minuto, compañero, únicamente un solo y pequeño minuto!

Dobbs dijo:

—Cálmate. Ya hemos tenido bastante. Así es como las cosas tenían que resultar.

Balanceó la porra lentamente junto a su pierna. Cooney se levantó del estribo y trastabilló hacia adelante. Dobbs le puso una mano en el pecho y le dio un pequeño empujón. Cooney trató de echar la mano a un costado para continuar.

—Necesito ver sangre —gimió—. Tengo que ver más sangre.

Dobbs dijo ahora con autoridad:

—Nada de eso, cálmate. Ya hemos conseguido todo lo que queríamos.

Cooney se dio la vuelta y se alejó pesadamente hacia el otro lado del coche. Se apoyó contra él, murmurando a través de su pañuelo. Dobbs me dijo:

—Párese sobre sus pies, amiguito.

Me levanté y me di unos masajes en la rodilla. El nervio de la pierna estaba saltando como un mono enojado.

—Métase dentro del coche —dijo Dobbs—; de nuestro coche.

Me dirigí a él y trepé a su interior.

Dobbs dijo:

—Tú conducirás el otro automóvil, Charlie.

—Voy a hacerlo pedazos de paragolpe a paragolpe —rugió Cooney.

Dobbs levantó la botella de whisky, la tiró por encima de la cerca, y se introdujo en el auto a mi lado. Apretó el arranque.

—Esto le va a salir un poco caro —dijo—. No debía de haberle pegado.

Le contesté:

—¿Por qué no?

—Es un buen muchacho —dijo—, sólo que un poco ruidoso.

—Pero no gracioso —le contesté—, nada gracioso.

—No se lo diga a él —dijo Dobbs. El coche patrulla comenzó a moverse—. Podría herir sus sentimientos.

Cooney cerró de un golpe la puerta del Chrysler, lo puso en marcha y le hizo chirriar los cambios como si quisiera romper la caja de velocidades. Dobbs hizo que el coche patrulla diera la vuelta con toda suavidad y se dirigió hacia el norte, pasando nuevamente al lado de la pila de ladrillos.

—A usted le va a gustar nuestra nueva cárcel —me dijo.

—¿De qué me van a acusar?

Pensó un momento, mientras guiaba con mano suave el coche y miraba por el espejo para ver si Cooney nos seguía.

—Exceso de velocidad —dijo—, resistencia a la autoridad, conducir en estado de ebriedad.

—Me han propinado fuertes golpes en el estómago y en el hombro; me han obligado a beber licor bajo la amenaza de nuevos golpes; me han apuntado con una pistola y me han golpeado con una porra mientras estaba desarmado. ¿No podría sacar también un poco de partido de todo eso?

—¡Oh, olvide eso! ¿Cree que lo hemos hecho para divertirnos?

—Pensé que habían logrado limpiar la ciudad —dije—. Que lo habían conseguido de manera tal que cualquier ciudadano pudiera recorrer las calles por la noche sin necesidad de tener que usar una armadura a prueba de balas.

—La han limpiado un poco —dijo—, pero no la querían demasiado limpia. Podría haberles hecho perder algún sucio dólar.

—Será mejor que no hable así —le dije—. Podría hacerle perder su tarjeta de asociado.

El se rió.

—Pueden irse al infierno —dijo—. Estaré en el ejército dentro de dos meses.

El incidente había finalizado para él. No quería decir nada ni tenía importancia alguna. Lo tomaba como una cuestión de rutina. Ni siquiera se sentía amargado.