27

Webber dijo tranquilamente:

—Supongo que algunas personas piensan que somos un hato de sinvergüenzas. Supongo que piensan que alguien asesina a su mujer y luego llama para decirme: «Hola, capitán, tengo un pequeño asesinato aquí, en la habitación de enfrente casualmente». Y que entonces yo le contesto: «¡Mantenga todo como está, que ya voy para allá con una frazada!».

—No tanto —le contesté.

—¿Para qué quería ver a Talley cuando fue a su casa esta tarde?

—El tenía algún indicio en el asunto de la muerte de Florence Almore. Sus padres le habían contratado para que lo siguiera, pero él no llegó a decirles de qué se trataba.

—¿Y pensó que se lo iba a decir a usted? —preguntó Webber sarcásticamente.

—Todo lo que podía hacer era intentarlo.

—¿O fue que por haber sido Degarmo rudo con usted se le ocurrió la idea de devolverle la rudeza?

—Puede que haya habido un poco de eso también —contesté.

—Talley era un pequeño chantajista —dijo Webber desdeñosamente—. Lo hizo en más de una ocasión. De cualquier manera, el habernos librado de él fue una cosa bastante saludable. De modo que le voy a decir a usted qué era lo que él realmente tenía. Tenía una zapatilla que había robado del pie de Florence Almore.

—¿Una zapatilla?

Se sonrió débilmente.

—Sólo una zapatilla. Se la encontró más tarde escondida en su casa. Era una especie de escarpín de bailarina con algunas piedras engarzadas en el tacón. Había sido hecha a mano por un zapatero de Hollywood que se dedica a hacer calzado para teatro y todas esas cosas. Ahora pregúnteme cuál era la importancia que tenía esa zapatilla.

—¿Qué era lo importante de ella, capitán?

—Florence tenía dos pares, exactamente iguales, hechos al mismo tiempo. Parece que eso no tiene nada de particular; para el caso de que una de ellas se dañara o que algún borracho se le ocurriera pisar los pies de la compañera —se sonrió suavemente, mientras hacía una pausa—. Parece que un par nunca había usado.

—Pienso que estoy empezando a comprender —le dije.

Se recostó hacia atrás y jugueteó con los brazos del sillón. Esperaba.

—El sendero que lleva desde la puerta lateral de la casa hasta el garaje es de cemento rugoso —dijo—. Verdaderamente rugoso. Suponga que ella no lo recorrió caminando, sino que fue llevada en brazos. Y suponga que quienquiera que la llevó, le puso luego las zapatillas… y tomó esa que nunca había sido usada.

—¿Sí?

—Y suponga que Talley se dio cuenta de ello mientras Lavery estaba telefoneando al doctor, que se encontraba ausente, haciendo su recorrido. Entonces él podría haber guardado la zapatilla como prueba de que Florence Almore había sido asesinada.

Webber asintió con la cabeza.

—Habría sido prueba si él la hubiera dejado donde estaba, para que fuera hallada por la policía. En cuanto la tomó, la única prueba que quedó era de que él era una rata.

—¿Se hizo un análisis de la sangre para ver si había rastros de monóxido?

Webber puso sus manos achatadas sobre el escritorio y se las miró.

—Sí —dijo—, y había monóxido. Además, los oficiales que dirigieron la investigación quedaron satisfechos con lo que allí aparecía. No había ni el menor rastro de que hubiera habido violencia. Estaban convencidos de que el doctor Almore no había asesinado a su esposa. Puede que ellos se hayan equivocado. Yo pienso que la investigación se llevó a cabo en forma un poco superficial.

—¿Quién estuvo al cargo? —pregunté.

—Pienso que conoce la respuesta a esa pregunta.

—Cuando llegó la policía, ¿no se dieron cuenta de que faltaba una zapatilla?

—Cuando la policía llegó no faltaba ninguna zapatilla. Usted debe recordar que el doctor Almore estaba de vuelta en su casa, en respuesta a la llamada de Lavery, antes de que avisaran a la policía. Todo lo que sabemos de ese asunto de la zapatilla perdida lo hemos sabido por Talley mismo. El puede haberla cogido del interior de la casa. La puerta del costado estaba sin llave. Las criadas estaban dormidas. Lo que se puede objetar a todo esto es que él no tenía por qué saber que había en la casa una zapatilla que no había sido usada, para poder apoderarse de ella. Yo no dejé de considerar eso tampoco. Es un diablo astuto y escurridizo. Pero no he podido llegar a conocerlo íntimamente.

Nos quedamos allí contemplándonos mutuamente y pensando en todo el asunto.

—A menos —dijo Webber— que supongamos que esa enfermera de Almore estaba metida junto con Talley en una conjuración para explotar a Almore. Puede que fuera así. Hay detalles que lo apoyan. Hay más detalles que hacen pensar lo contrario. ¿Qué razones le asisten a usted para decir que esa mujer que encontraron ahogada en el lago de la montaña era su enfermera?

—Dos razones. Ninguna de ellas definitiva, si se las considera en forma separada, pero verdaderamente poderosas si se las une. Un sujeto rudo, que se parecía y actuaba como Degarmo, estuvo por allá hace unas pocas semanas mostrando una fotografía de Mildred Haviland, que se parecía un poco a Muriel Chess. Diferentes cabellos, cejas, y todo eso, pero un verdadero parecido. Nadie le ayudó gran cosa. Se dio a sí mismo el nombre de De Soto y manifestó que era un policía de Los Ángeles. En Los Ángeles no hay ningún policía llamado De Soto. Cuando Muriel Chess se enteró de que había pasado eso, se mostró asustada. Si era Degarmo, eso es fácil de averiguar. La otra razón es una cadenita de oro con un corazón, que estaba escondida en una caja de azúcar en polvo en la cabaña de Chess. Se la encontró luego de su muerte y de que su marido fuera arrestado. En el reverso del corazón estaba grabado: «Al para Mildred —junio 28 de 1938— con todo mi amor».

—Podría haber sido algún otro Al para alguna otra Mildred —dijo Webber.

—Usted no cree realmente lo que está diciendo, capitán.

Se inclinó hacia adelante e hizo un agujero en el aire con el índice.

—¿Qué es lo que quiere usted sacar realmente en conclusión con todo eso?

—Lo que quiero establecer es que la mujer de Kingsley no fue quien mató a Lavery. Que su muerte tiene algo que ver con el asunto Almore. Y con Mildred Haviland, y, posiblemente, con el doctor Almore. Quiero decir que la mujer de Kingsley ha desaparecido porque algo la debe de haber asustado terriblemente, pero que ella no ha matado a nadie. Hay en eso quinientos dólares para mí, si puedo probarlo. Es perfectamente legítimo que lo intente.

El asintió.

—Ciertamente que lo es. Y yo soy el hombre que le habría de ayudar, siempre que haya alguna base que valga la pena. Aún no hemos encontrado a la dama, pero ha transcurrido sólo un lapso muy corto. En lo que no puedo ayudarle es a hacer algo contra alguno de mis muchachos.

Le dije:

—Le he oído llamar Al a Degarmo. Pero yo estaba pensando en Almore. Su nombre es Albert.

Webber se contempló los pulgares.

—Pero él no estuvo casado nunca con la muchacha —dijo quedamente—. Degarmo sí lo estuvo. Puedo decirle que ella le dio un buen baile. Mucho de lo que parece en él malo es su resultado.

Permanecí sentado muy quieto. Luego de un momento le dije:

—Estoy empezando a vislumbrar cosas, cuya existencia ignoraba. ¿Qué clase de chica era ella?

—Astuta, suave, pero mala. Tenía una forma de proceder con los hombres que le permitía manejarlos. Podía hacerlos arrastrarse a sus pies. Ese grandullón le arrancaría la cabeza ahora mismo, si le oyera decir cualquier cosa contra ella.

—Se divorció de él, pero eso no puso punto final a las cosas para Degarmo.

—¿Sabe ya él que está muerta?

Webber se quedó sentado allí quieto un largo rato, antes de decir:

—No le he oído nada que me lo demuestre. Pero ¿cómo podía evitarlo, si se trataba de la misma chica?

—No la llegó a encontrar en la montaña, por lo menos que nosotros sepamos.

Me puse de pie y me incliné sobre su escritorio.

—Mire, capitán, usted no estará burlándose de mí, ¿verdad?

—No, en absoluto. Algunos hombres son así y algunas mujeres pueden transformarlos hasta lograr que se conviertan en algo totalmente diferente. Si piensa que Degarmo fue a buscarla porque quería hacerle daño, está completamente equivocado.

—No he pensado exactamente eso —le contesté—. Eso sólo hubiera sido posible en el caso de que Degarmo conociera la región muy a fondo. Quienquiera que haya sido quien la mató, la conocía.

—Esto queda entre nosotros —dijo—. Me gustaría que usted lo considerara así.

Asentí, pero sin prometerle nada. Volví a desearle buenas noches y me retiré. Me siguió con la mirada mientras atravesaba el cuarto. Parecía triste y herido.

El Chrysler estaba en el lugar de estacionamiento de la policía, a un lado del edificio, con las llaves en el arranque y ningún paragolpes abollado. Cooney no había cumplido su amenaza. Regresé en él a Hollywood, y subí a mi apartamento del Bristol. Era tarde, casi medianoche.

El vestíbulo verde y marfil estaba completamente silencioso, salvo por el timbre de un teléfono en alguna de las habitaciones. Sonaba insistentemente, haciéndose más fuerte a medida que me acercaba a mis habitaciones. Abrí la puerta. Era mi teléfono.

Crucé la habitación en la oscuridad, hasta donde se encontraba el aparato sobre el escritorio de roble contra la pared. El timbre debió de sonar por lo menos diez veces.

Levanté el auricular y contesté. Era Derace Kingsley.

Su voz sonaba tensa, forzada y nerviosa.

—¡Buen Dios! ¿Dónde diablos se había metido? —vociferó—. ¡He estado tratando de dar con usted durante horas!

—Está bien, ya estoy aquí —le dije—. ¿Qué sucede?

—He tenido noticias de ella.

Mantuve el teléfono apretado fuertemente, mientras aspiraba lentamente el aire y lo dejé escapar luego aún más lentamente.

—Continúe —le dije.

—No me encuentro muy lejos. Tardaré unos cinco o seis minutos en llegar. Prepárese para viajar.

Colgó el auricular.

Me quedé allí, de pie, sosteniendo el auricular, a mitad de camino entre mi oreja y el soporte. Luego lo deposité muy lentamente y me quedé contemplando la mano. Estaba a medio cerrar y rígida, como si estuviera aún sosteniendo el aparato.