32
Avancé entre las tinieblas y me deslicé hasta una puerta, la abrí y me quedé escuchando. La luz de la luna que se filtraba por las ventanas que daban al norte dejaba entrever un dormitorio con dos camas gemelas, tendidas, y vacías. No eran de las que se guardan en la pared. Este apartamento era más grande que aquel en que había estado anteriormente. Me trasladé bordeando las camas hasta otra puerta y por ella pasé a un living. Ambas habitaciones estaban clausuradas y olían a polvo. Busqué a tientas una lámpara y la encendí. Hice correr un dedo a lo largo de la cubierta de madera de una mesa. Había allí una delgada película de polvo, semejante a la que se acumula por algún tiempo.
En la habitación había una mesa biblioteca, un sillón, una radio, un estante para libros, otra biblioteca llena de novelas con sus cubiertas todavía colocadas, una bandeja con un sifón, una botella de cristal tallado y cuatro vasos colocados boca abajo. A su lado se encontraba una doble fotografía con marco de plata, en la que se veía un hombre de mediana edad y una mujer, ambos de caras redondas y saludables y con ojos de personas de buen carácter. Me miraban desde allí como si no les importara mayormente que me encontrara en su apartamento.
Olfateé el licor, que era whisky, y probé un poco. Hizo que mi cabeza se sintiera peor, pero en cambio todo el resto de mi persona se sintió más aliviado. Encendí la luz del dormitorio y me puse a curiosear dentro de los armarios. Uno de ellos contenía ropas de hombre, hechas de encargo y en cantidad. La tirilla puesta por el sastre decía que el nombre del propietario era H. G. Talbot. Trasladé mi búsqueda a la cómoda y encontré allí una camisa celeste pálido un poco pequeña para mí. Me fui con ella hasta el baño, me quité la mía y me lavé concienzudamente la cara y el pecho y me mojé el pelo. Me puse luego la camisa celeste y usé gran cantidad de tónico para el pelo, del señor Talbot, y con su cepilló y peine lo asenté. En ese momento ni remotamente olía a ginebra.
El botón de arriba de la camisa no llegaba a prender en el correspondiente ojal, de manera que volví a la cómoda y revolví hasta encontrar una corbata azul oscuro. Volví a ponerme la chaqueta y me contemplé en el espejo. Me veía un poquito demasiado compuesto para esas horas de la noche, aun para un hombre tan cuidadoso como las ropas indicaban que era el señor Talbot. Demasiado atildado y demasiado sobrio también.
Me alboroté un poco el pelo y aflojé algo el nudo de la corbata. Volví adonde se encontraba el whisky y traté en la mejor forma posible de remediar eso de estar demasiado sobrio. Encendí uno de los cigarrillos del señor Talbot, mientras alimentaba la esperanza de que el señor Talbot y la señora Talbot, cualquiera que fuera el lugar en que se encontrasen lo estuvieran pasando mejor que yo. También alimentaba la reconfortante esperanza de llegar a vivir el tiempo suficiente como para regresar y hacerles una visita.
Fui hasta, la puerta del living, lo que daba al pasillo; la abrí y me apoyé en el marco, fumando. No era que pensara que podía tener algún éxito. Pero tampoco se me ocurría como la mejor solución esperar a que me siguieran la pista a través de la ventana.
Un hombre tosió en el fondo del corredor, saqué un poco más la cabeza y vi que me estaba mirando. Se me acercó rápidamente un hombre pequeño y vivaz enfundado en un uniforme policial impecablemente planchado. Su pelo era rojo y sus ojos tenían también un tono rojizo.
Bostecé desganadamente mientras le preguntaba:
—¿Qué pasa, oficial?
Me dirigió una larga y escrutadora mirada.
—Un pequeño inconveniente en la habitación de al lado. ¿Ha oído algo?
—Me pareció oír golpes. Acabo de llegar.
—Un poco tarde —dijo.
—Según como se mire —contesté—. Así que un pequeño inconveniente, ¿eh?
—Una dama —dijo—. ¿La conoce?
—Creo que la he visto alguna vez.
—Sí —dijo—. Debiera verla ahora…
Se llevó las manos a la garganta, hizo que sus ojos sobresalieran y produjo un ruido con la garganta bastante poco agradable.
—Algo así —dijo—. ¿No ha oído nada?
—Nada, excepto los golpes.
—¿Seguro? ¿Cuál es su nombre?
—Talbot.
—Espere aquí un minuto señor Talbot, sólo un minuto.
Se marchó por el corredor hasta llegar a una puerta abierta, en la que se apoyó envuelto en la luz que salía del interior de la habitación.
—Teniente —dijo—. El hombre de la habitación de al lado está aquí.
Apareció un sujeto alto. Se quedó parado en la puerta mientras me contemplaba fijamente. Era un hombre de pelo rojizo y ojos muy azules. Se llamaba Degarmo. Con esto, todo se completaba.
—Este es el tipo que vive en la pieza contigua —dijo el pequeño e impecable hombrecito de uniforme, mostrando sus deseos de ser útil—. Su nombre es Talbot.
Degarmo me miró con fijeza y directamente, pero nada en sus ojos azules demostraba que me hubiera conocido antes. Se acercó suavemente, a lo largo del corredor, hasta mí, y puso una dura mano contra mi pecho con la que me empujó hacia el interior de la habitación. Una vez dentro, me dijo por encima del hombro:
—Entra y cierra la puerta, Shorty.
El polizonte pequeñito entró y cerró la puerta.
—Bonita treta —dijo Degarmo perezosamente—. Apúntale con la pistola, Shorty.
Shorty quitó el seguro de su pistolera y un 38 apareció en su mano con la velocidad de un relámpago. Se relamió golosamente.
—¡Qué bueno! —dijo con suave silbido—. ¡Qué bueno! ¿Cómo lo ha sabido, teniente?
—¿Saber el qué? —preguntó Degarmo, mientras mantenía sus ojos fijos en los míos—. ¿Qué estaba pensando hacer, compañero? ¿Bajar a comprar un diario… para ver si estaba muerta?
—¡Qué bueno! —repitió Shorty—. Un asesino degenerado. La desnudó y luego la estranguló con sus propias manos. ¿Cómo lo ha sabido, teniente?
Degarmo no le contestó. Se quedó allí de pie, balanceándose sobre los tacones, el rostro duro como el granito.
—Sí, él es el asesino, con seguridad —dijo Shorty súbitamente—. Huela el olor que hay aquí, teniente. El lugar no ha sido ventilado durante días. Y mire la tierra que hay en esos estantes. El reloj de la chimenea está detenido. Ha entrado por… Déjeme que mire un minuto, teniente.
Entró rápidamente en el dormitorio. Le podía oír dando vueltas de un lado a otro. Degarmo permaneció impávido.
Shorty regresó.
Entró por la ventana del baño. Hay vidrios rotos en la bañera. Algo allí que apesta a ginebra en una forma espantosa. ¿Recuerda cómo olía a ginebra el apartamento cuando entramos? Aquí hay una camisa, teniente; apesta a ginebra como si la hubieran sumergido en esa bebida.
Mantuvo la camisa en el aire. El ambiente se impregnó rápidamente. Degarmo la miró fugazmente y luego se adelantó hacia mí, me abrió la chaqueta y miró la camisa que yo tenía puesta.
—Ya sé qué es lo que ha hecho —dijo Shorty—. Ha robado una de las camisas del tipo que vive aquí. ¿Lo ve usted, teniente?
—Sí.
Degarmo apoyó la mano contra mi pecho y la dejó que se deslizara hacia abajo. Hablaba de mí como si yo fuese un pedazo de madera.
—Pálpalo, Shorty.
Shorty dio vueltas alrededor de mí, hurgando aquí y allá para ver si encontraba un arma.
—No lleva ninguna —dijo.
—Llevémoslo por la parte de atrás —dijo Degarmo—; ésta es nuestra oportunidad, si es que podemos hacerlo antes de que llegue Webber. Ese bobo de Reed no sería capaz de encontrar una polilla en una caja de zapatos.
—Pero a usted no le han dado siquiera la orden de ocuparse de este asunto —dijo Shorty desconfiando—. ¿No decían que estaba suspendido o algo por el estilo?
—¿Qué puedo perder —preguntó Degarmo—, si estoy suspendido?
—Yo puedo perder el uniforme que llevo —dijo Shorty.
Degarmo le miró con fastidio. El pequeño se ruborizó intensamente y sus ojos mostraron una expresión de ansiedad.
—Está bien, Shorty. Yaya y dígaselo a Reed.
El pequeño se humedeció los labios.
—Usted ordena, teniente, y yo obedezco. No tengo por qué saber que se encuentra suspendido.
—Le trasportaremos abajo nosotros mismos, sólo nosotros dos —dijo Degarmo.
—Sí. Seguro.
Degarmo puso su dedo contra mi barbilla.
—Un asesino degenerado —dijo quietamente—. ¡Bueno! ¡Quién lo hubiera creído! —dirigió una sonrisita falsa, moviendo solamente las comisuras de su boca ancha y brutal.