18

El Athletic Club estaba en una esquina, a media manzana del edificio Treloar. Crucé y me dirigí hacia la entrada. Habían terminado de colocar cemento rosa en el lugar donde habían estado las baldosas de caucho. Se había cercado la obra, dejando un estrecho pasillo para poder entrar o salir del edificio. El espacio estaba atestado de empleados que regresaban del almuerzo.

La sala de recepción de la Compañía Gillerlain se veía aún más vacía que el día anterior. La misma rubia pequeñita estaba detrás de la cabina telefónica, en el rincón. Me dirigió una rápida sonrisa. Le hice el clásico saludo de los pistoleros del Oeste, con un índice apuntándole, los otros tres dedos cerrados hacia atrás, y el pulgar moviéndose arriba y abajo alternativamente. Rió cordialmente, como si mi gesto representara para ella un gran homenaje.

Señalé el vacío escritorio de la señorita Fromsett y la pequeñita rubia asintió, conectando un enchufe y hablando. Se abrió una puerta y la señorita Fromsett se deslizó grácilmente hacia su escritorio, se sentó y me dirigió una mirada fría y escrutadora.

—¿Sí, señor Marlowe? El señor Kingsley no está, lo siento mucho.

—Acabo de verle. ¿Dónde podríamos hablar?

—¿Hablar?

—Tengo que mostrarle algo.

—¿Ah, sí? —me recorrió de arriba abajo con la mirada. Una cantidad de aprovechados oportunistas había tratado probablemente de mostrarle cosas. En otros momentos me hubiera gustado estar entre ellos haciendo un intento yo también.

—Negocios —le dije—. Asuntos del señor Kingsley.

Se puso de pie y abrió la puerta que estaba tras la baranda.

—Entonces es mejor que entremos en su despacho.

Entramos. Sostuvo la puerta para que pasara, y mientras lo hacía, aspiré el perfume.

—Sándalo —le dije—. ¿Gillerlain Regal, el champagne de los perfumes?

Sonrió débilmente, mientras sostenía la puerta.

—¿Con mi sueldo?

—Y o no he dicho nada de su sueldo. Usted no tiene el aspecto de una muchacha que necesita comprar el perfume que usa.

—Sí, así es —admitió—. Y por si desea saberlo, le diré que detesto usar perfumes aquí. El me obliga a hacerlo.

Nos internamos en el largo y poco iluminado despacho y ella se sentó en una silla al final del escritorio. Yo me senté en el mismo lugar en que lo había hecho el día anterior. Nos miramos. Estaba vestida de color tostado, con un cuello plegado alrededor de la garganta. Parecía un poco más cordial, pero la tibieza de su trato distaba de ser una pradera incendiada. Le ofrecí uno de los cigarrillos de Kingsley, lo encendió y se recostó en su silla.

—No es necesario que perdamos el tiempo en preámbulos —le dije—. Usted sabe ahora quién soy yo y qué es lo que estoy haciendo. Si no lo supo ayer por la mañana es solamente porque a él le gusta hacerse el importante.

Dirigió la mirada a una de sus manos que estaba apoyada en la rodilla y luego sonrió.

—El es un gran tipo —dijo—, a pesar de las cargantes comedias que le gusta representar. Es el único, por otra parte, que se deja sugestionar por esas representaciones. Y si usted supiera solamente cuánto ha tenido que soportar por esa pequeña perdida… —hizo un gestó expresivo con el cigarrillo—. Bien, quizás es mejor que abandonemos este tema. ¿Para qué quería verme?

—Kingsley dice que usted conocía a los Almore.

—Conocía a la señora Almore. Es decir, me encontré con ella un par de veces.

—¿Dónde?

—En casa de unos amigos. ¿Por qué?

—¿En casa de Lavery?

—¿No irá a ponerse insolente, no es cierto, señor Marlowe?

—No conozco cuál puede ser su definición de eso. Lo que yo voy a hacer es hablar de negocios como si esto fuera un negocio, no diplomacia internacional.

—Muy bien —hizo un pequeño gesto de asentimiento—. En casa de Chris Lavery, sí. Yo acostumbraba ir allí… de vez en cuando. El daba reuniones.

—Entonces, ¿él conocía a los Almore… o a la señora Almore?

Se sonrió un poquito.

—Sí, la conocía muy bien.

—Y a un montón de otras mujeres… muy bien también. No lo dudo. ¿El señor Kingsley la conocía?

—Sí, mejor de lo que la conocía yo. La señora Almore está muerta, como ya sabrá. Se suicidó hace más o menos un año y medio.

—¿Alguna duda acerca de eso?

Levantó las cejas, pero su expresión me pareció artificial. Como si fuera el adecuado acompañamiento a mi pregunta, como una simple cuestión de forma.

Ella me preguntó a su vez:

—¿Tiene alguna razón especial para hacerme esa pregunta? ¿Y de esa manera tan particular? Quiero decir, si eso tiene algo que ver con lo que está usted averiguando.

—No creo. Todavía ño lo puedo saber. Pero ayer el doctor Almore llamó a la policía sólo porque yo miraba para su casa, luego que averiguó por la chapa de mi coche quién era yo. El policía se mostró bastante brusco conmigo, por el solo hecho de mi permanencia en ese lugar. El no sabía en qué andaba yo y por mi parte tampoco le dije que había estado visitando a Lavery. Pero el doctor Almore debe de haberlo sabido. Me había visto frente a la casa. Ahora, ¿por qué razón había de creer necesario llamar al polizonte? ¿Y por qué debía éste decir que el último tipo que trató de aprovecharse de Almore terminó bastante mal? Y además, ¿por qué habría de preguntarme si sus padres —refiriéndose a los de ella, me imagino— eran los que me habían contratado? Si puede contestar algunas de estas preguntas, entonces podré saber si eso tiene algo que ver con mis asuntos.

Ella meditó un instante, echándome una rápida ojeada mientras lo hacía, y luego volvió a mirar a lo lejos.

—Sólo me encontré con la señora Almore en dos oportunidades —dijo lentamente—. Pero pienso que puedo contestar a todas esas preguntas. La última vez que la vi fue en casa de Lavery, como ya le he dicho, y había una regular cantidad de personas. También había buena cantidad de bebida y de algarabía. Las mujeres no estaban con sus maridos, ni los hombres con sus esposas. Se encontraba allí un hombre de apellido Brownwell, bastante borracho. Está en la Marina ahora, según he oído decir. Mortificaba a la señora Almore con la profesión de su marido. El asunto parecía ser que éste era uno de esos médicos que se pasan la noche entera dando vueltas con una caja llena de inyecciones, protegiendo al conjunto de juerguistas locales para que al despertar no vieran elefantes rosados. Florence Almore dijo que a ella no le importaba cómo su marido conseguía el dinero, con tal de que ganara mucho y ella se lo pudiera gastar. Estaba bastante bebida también, aunque creo que sobria no debía de ser tampoco persona muy agradable. Una de esas mujeres llamativas que se ríen demasiado y se desparraman sobre las sillas, mostrando las piernas. Una rubia platino, muy pintada, y con unos ojos azules indecorosamente grandes. Bien, Brownwell le dijo que no se afligiera, que el esposo sería siempre un buen ladrón, entrando a la casa de sus pacientes y saliendo a los quince minutos y cobrando en todos lados entre diez y cincuenta dólares. Pero una cosa le intrigaba, dijo; cómo era posible que consiguiera tantas drogas, por más que fuera médico, sin tener contactos con personas al margen de la ley. Le preguntó a ella si tenía a menudo simpáticos gangsters a comer en su casa. La señora Almore le arrojó entonces un vaso de licor a la cara.

Hice un guiño, pero la señorita Fromsett no me acompañó. Aplastó su cigarrillo en el cenicero de cobre y cristal y me miró serenamente.

—Bien hecho —le dije—. ¿Quién no hubiera hecho lo mismo, a menos que él tuviera unos puños demasiado poderosos como para impedirlo?

—Sí, unas pocas semanas más tarde Florence Almore fue encontrada muerta en el garaje a altas horas de la noche. La puerta del garaje estaba cerrada y el motor del coche funcionando —se detuvo, humedeciendo los labios—. Fue Chris Lavery quien la encontró. Regresaba a su casa quién sabe a qué horas de la madrugada. Ella yacía sobre el piso de cemento, en pijama, con la cabeza bajo una manta que cubría a la vez el tubo de escape del auto. El doctor Almore se encontraba ausente. En los diarios no se publicó nada sobre el asunto, salvo que ella había muerto repentinamente. Todo fue muy bien disimulado.

Levantó su pequeña mano algo crispada, dejándola caer luego lentamente sobre la falda. Le dije:

—¿Había algo que no estaba claro, entonces?

—Muchos lo pensaron así, pero eso siempre sucede. Algún tiempo después, me enteré de la versión que corría respecto a esa muerte. Encontré a ese señor Brownwell en Vine Street, y él me invitó a que le acompañara a tomar una copa. A mí no me agradaba el sujeto, pero tenía media hora libre y no sabía cómo matar el tiempo. Nos sentamos en la trastienda del bar de Levy. Me preguntó si recordaba a aquella damita que le había arrojado un vaso de licor a la cara. Le dije que sí, que la recordaba. La conversación siguió luego más o menos de este tenor. La recuerdo muy bien. Brownwell dijo:

—Nuestro compañero Lavery está de parabienes. Pierde una amiga, pero gana dinero.

Yo le dije que creía no entender.

El me contestó:

—Bueno, quizás no quiera entender. La noche en que la mujer de Almore murió, ella había estado en casa de Lou Condy perdiendo hasta la camisa en la ruleta. Se puso rabiosa y dijo que estaban haciendo trampa. Una verdadera escena. Condy tuvo que arrastrarla prácticamente hasta su despacho. Logró ponerse en contacto con Almore por intermedio de la oficina de médicos y, después de un rato, aquél se hizo presente. Le inyectó una de sus pequeñas y diligentes agujas, y luego se marchó dejando a Condy que se ocupara de llevarla hasta su casa. Parecía que tenía un caso muy urgente. Entonces Condy la llevó, se presentó la enfermera del doctor, pues éste la había llamado. Condy la transportó escaleras arriba y la enfermera la desvistió y la metió en la cama. Condy se volvió a sus fichas. En esa forma ella debió de ser transportada hasta, su cama y, sin embargo, esa misma noche se levantó, se dirigió al garaje de su casa, y se suicidó con monóxido de carbono. ¿Qué le parece todo esto? —preguntó Brownwell.

—Nada sé de todo eso —le contesté—. ¿Cómo lo sabe usted?

Me respondió:

—Conozco a un periodista que trabaja en la cloaca que llaman aquí periódico. No se realizó investigación ni tampoco autopsia. Si alguna prueba se llevó a cabo, nada se dijo de ello. No hay aquí un juez titular. Los empresarios de pompas fúnebres se desempeñan por turno como jueces, una semana cada vez. Son muy buenos lacayos de la pandilla política, naturalmente. Es fácil de arreglar, una cosa como ésta en una ciudad pequeña, si alguien con la suficiente influencia lo quiere así. Condy tenía mucha en ese tiempo. No podía querer publicidad en esos momentos, así como tampoco podía desearla el doctor Almore.

La señorita Fromsett dejó de hablar y esperó a que yo dijera algo. Cuando vio que no lo hacía continuó:

—¿Me imagino que usted sabe todo lo que esto significaba para Brownwell?

—Seguro. Almore acabó con ella y luego él y Condy se las arreglaron para comprar impunidad. Eso se ha hecho en ciudades pequeñas mucho más limpias que Bay City. Pero ésa no es toda la historia, ¿verdad?

—No. Parece que los padres de la señora Almore contrataron a un detective privado. Era un hombre que realizaba una guardia nocturna allí y que fue el segundo en llegar al lugar de la escena esa noche. Por lo que Brownwell dijo, debe de haber tenido algo de información, pero nunca tuvo oportunidad de utilizarla. Fue arrestado por conducir en estado de embriaguez y lo metieron en la cárcel.

Yo dije:

—¿Es eso todo?

Ella asintió:

—Y si por las dudas piensa que recuerdo todo eso demasiado bien, no olvide que es parte de mi trabajo el recordar conversaciones.

—Lo que estaba pensando es que todo eso no añade gran cosa al asunto que a mí me interesa. No veo dónde puede estar el punto de contacto con Lavery, aun cuando fuera él quien la encontró. Su chismoso amigo Brownwell parece que pensaba que lo sucedido le daba a alguien la oportunidad de chantajear al doctor. Pero es necesario que exista alguna evidencia, especialmente cuando usted está tratando de echarle la culpa a alguien a quien la ley ya ha absuelto.

La señorita Fromsett dijo:

—Yo opino lo mismo. Y me gustaría poder pensar que el chantaje era una de las cochinas tretas que Lavery aún no había descendido a utilizar. Pienso que eso es todo cuanto puedo decirle, señor Marlowe. Y ahora tengo que irme.

Comenzó a levantarse, pero le dije:

—Eso no es todo, tengo algo que mostrarle.

Saqué de mi bolsillo el perfumado pañuelito que había estado bajo la almohada de Lavery y me incliné para dejarlo caer sobre el escritorio, frente a ella.