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El edificio Treloar estaba —y está aún— cerca de la Sexta Avenida, en el lado Oeste. La acera estaba cubierta con mosaicos de caucho blancos y negros, que una cuadrilla de obreros estaban levantando para entregarlos al gobierno. El trabajo era supervisado por un sujeto pálido, sin sombrero —cuyo rostro parecía más bien el de un inspector de edificios— que contemplaba el levantamiento de los bloques de goma como si ello le destrozara el corazón.

Pasé a su lado, a través de una galería de tiendas de artículos de lujo, y entré en un gran vestíbulo decorado en negro y oro. La compañía Gillerlain estaba en el séptimo piso, al frente, detrás de una doble puerta de vaivén, construida con dos cristales enmarcados en metal. La recepción tenía alfombras chinas, muros plateados, muebles angulosos pero elegantes, pequeñas y brillantes esculturas abstractas sobre pedestales y un alto escaparate —de forma triangular— en un rincón. En repisas, anaqueles, plataformas y promontorios de deslumbrante espejo, parecían estar todas las cajas y frascos que la imaginación pudiera crear. Había allí polvos, jabones, cremas y colonias para todas las ocasiones y para cualquier estación del año. Había también perfumes en frascos finísimos y altos, de aspecto increíblemente frágil, y otros en pequeñas redomas de color pastel, ornadas con moños de raso tornasolado. La nota más destacada del conjunto parecía ser algo muy pequeño y sencillo, encerrado en una botellita cuadrada de color ámbar. Ocupaba el lugar central, a la altura de los ojos; tenía un amplio espacio libre en torno y su etiqueta rezaba: Gillerlain Real, el champaña de los perfumes. Sin lugar a dudas, era esto lo mejor que podía adquirirse. Una gota en el cuello y las rosadas perlas comenzarían a caer sobre ti como lluvia de estío.

Una rubia pequeña y bonita estaba sentada en un rincón alejado, frente a un conmutador telefónico, detrás de una barandilla que la mantenía alejada de todo peligro. En un escritorio, en la línea con la puerta, estaba una preciosa morena, alta y esbelta, cuyo nombre, de acuerdo con lo que rezaba la placa estampada en relieve en su escritorio, era Adrienne Fromsett.

Vestía un traje gris acero, una camisa azul oscuro bajo la chaqueta y una corbata de hombre, de color más claro. Los bordes del pañuelo que adornaba el bolsillo del pecho parecían lo suficientemente afilados como para cortar pan. Lucía como única joya un brazalete articulado. Su pelo oscuro estaba peinado al medio y caía en sueltas pero cuidadas ondas. Tenía un cutis marfileño y satinado, severas tejas y enormes ojos pardos que producían la impresión de que en el momento y lugar correctos podrían mostrarse mucho más cálidos.

Coloqué una tarjeta de visita —de las que no tenían impresa la pistola ametralladora en un ángulo— sobre su escritorio, y pedí una entrevista con el señor Derace Kingsley.

Miró mi tarjeta y preguntó:

—¿Tiene usted una entrevista con él?

—No tengo cita.

—Es muy difícil poder ver al señor Kingsley sin haber arreglado una entrevista.

Eso era algo a lo que nada podía objetar.

—¿Qué desea, señor Marlowe?

—Asunto personal.

—Ya veo. ¿El señor Kingsley le conoce?

—No lo creo. Quizá haya oído mi nombre. Puede decirle que me envía el teniente M’Gee.

Colocó mi tarjeta al lado de un montón de cartas recién escritas, se apoyó sobre el respaldo colocando un brazo bien torneado sobre el escritorio y comenzó a dar golpecitos con un pequeño lápiz de oro.

Le hice un guiño. La rubia del conmutador sonrió con una sonrisita hueca. Parecía juguetona y dispuesta, pero no muy segura de sí misma, como un gatito recién llegado a una casa en la que sus habitantes no se interesan mucho por los gatos.

—Espero que sí —le dije—, pero la mejor forma de saberlo es preguntándoselo.

Ordenó rápidamente tres cartas, para evitar tirarme el juego de tinteros de su escritorio. Habló nuevamente, sin mirarme.

—El señor Kingsley está en reunión. Le enviaré su tarjeta en cuanto esté libre.

Le di las gracias a la silla de cuero y cromo que era mucho más cómoda de lo que aparentaba. Pasaron unos minutos y el silencio cayó sobre la escena. Nadie entraba ni salía. La mano elegante de la señorita Fromsett se movía sobre los papeles, y por momentos se oía el apagado murmullo de la gatita en el conmutador, mientras sonaban las clavijas al conectar y desconectar.

Encendí un cigarrillo y acerqué un cenicero al lado de mi silla. Los minutos huían de puntillas, con un dedo sobre los labios. Volví a recorrer el lugar con la mirada. Ninguna conclusión podía extraerse de lo que veía; tanto podían estar ganando millones como tener a un policía sentado frente a la caja fuerte.

Media hora y tres o cuatro cigarrillos después, se abrió una puerta a espaldas de la señorita Fromsett. Salieron dos hombres riendo, mientras un tercero mantenía la puerta abierta y los acompañaba en sus risas. Se estrecharon las manos cordialmente y los dos sujetos se marcharon. El tercero borró la mueca amistosa de su rostro y miró como si jamás en su vida hubiera cruzado por su cara una expresión agradable. Era un pájaro de elevada estatura, enfundado en su traje gris y con el aire de un sujeto incapaz de aguantar bromas.

—¿Alguna llamada? —preguntó con voz seca y autoritaria.

La señorita Fromsett respondió suavemente:

—Un tal señor Marlowe desea verle. De parte del teniente M’Gee. Asunto de carácter personal.

—Nunca le he oído nombrar —ladró el hombre alto. Tomó mi tarjeta, sin siquiera mirarme, y regresó nuevamente a su despacho. La puerta se cerró con un resorte neumático. La señorita Fromsett me dirigió una sonrisa suave y triste, que yo devolví con una mirada obscena. Me comí otro cigarrillo mientras el tiempo pasaba lentamente. Comencé a sentir un gran cariño por la compañía Gillerlain.

Diez minutos más tarde volvió a abrirse nuevamente la puerta, el personaje salió con el sombrero puesto y masculló que iba a cortarse el pelo. Comenzó a cruzar la alfombra china a grandes y atléticas zancadas, recorrió la mitad de la distancia que lo separaba de la puerta y, súbitamente, realizó una brusca maniobra para dirigirse hacia donde yo me encontraba sentado.

—¿Usted quería verme? —ladró.

Medía aproximadamente un metro noventa, de los cuales no todo era grasa. Sus ojos eran gris piedra con fríos destellos. Llevaba con elegancia un amplio traje de franela gris con una estrecha raya color tiza. Sus maneras daban la impresión de que era un sujeto con el cual no era fácil llevarse bien.

Me puse de pie.

—Sí, si usted es el señor Derace Kingsley.

—¿Quién cuernos quiere que sea?

Le dejé esa ventaja y le di mi otra tarjeta, esa en la que figuraba mi profesión. La aferró con su garra y la miró ceñudamente.

—¿Quién es M’Gee? —bramó.

—Un tipo que conozco.

—¡Qué me dice! —exclamó echando una mirada en dirección de la señorita Fromsett. A ella le gustaba esto; y le gustaba mucho.

—¿Algún otro dato que a usted no le incomode darme?

—Bien, le llaman Violetas M’Gee —le dije—, pues mastica pastillitas que huelen a violetas. Es un hombre corpulento, de pelo plateado y una hermosa boca, hecha para besar a las chicas. Cuando le vieron por última vez llevaba traje azul, zapatos marrones de puntas cuadradas, sombrero hongo de color gris y fumaba opio en una pequeña pipa de escaramujo.

—No me gustan sus maneras —dijo Kingsley con una voz con la que podía haberse triturado un coco.

—No importa —le respondí—; no está en venta.

Se echó hacia atrás como si le hubieran puesto delante de las narices un arenque podrido. Luego de un momento se dio la vuelta y me dijo por sobre el hombro:

—Le concederé exactamente tres minutos. Sólo Dios sabe por qué lo hago.

Recorrió rápidamente la alfombra en dirección a su despacho, pasó por el escritorio de la señorita Fromsett, empujó violentamente la puerta dejando que se cerrara en mis narices. A la señorita Fromsett también le gustó esto, y me pareció notar que había ahora una disimulada risa en sus ojos.