15

Conduje el coche más allá de la intersección de la calle Altair, hacia donde la calle que la cruza continúa hasta el borde de una hondonada. Terminaba en un lugar de estacionamiento circular, con una acera y una cerca de madera blanca que lo rodeaba. Me quedé allí por un rato sentado en el automóvil, pensando, mirando hacia el mar y admirando las laderas azulencas de las colinas que descendían hacia el océano. Estaba tratando de decidir si me convenía probar de manejar a Lavery con suavidad de pluma o usar el revés de la mano y el tratamiento de mi lengua. Decidí que nada había de perder comenzando por el tratamiento suave. Si eso no producía los resultados apetecidos por mí, cosa que no era improbable, la naturaleza podía continuar su curso y llegaríamos entonces a medios más contundentes.

El callejón pavimentado que corría a lo largo de la colina estaba desierto. Debajo de él, en la calleja siguiente a la ladera, un par de chiquillos estaban lanzando un boomerang cuesta arriba y dándole caza con el consabido uso de los codos y los mutuos insultos. Más abajo aún, entre los árboles se encontraba una casa rodeada por un muro de ladrillos rojos. Se veían algunas piezas del lavadero en la soga del fondo y dos palomas se pavoneaban a lo largo de la cuesta del tejado moviendo sus cabezas. Un autobús azul y marrón recorrió la calle y se detuvo delante de la casa de ladrillos. Un anciano se apeó con gran cuidado y se afirmó en tierra, golpeando el suelo con su pesado bastón antes de iniciar la marcha cuesta arriba.

El aire era más diáfano que la víspera. La mañana estaba llena de paz. Dejé el coche y caminé, siguiendo la calle Altair, hasta el número 623.

Las persianas estaban bajas en las ventanas del frente y el lugar tenía aspecto adormilado. Descendí por el césped y apreté el timbre. Pude observar que la puerta no se encontraba enteramente cerrada. Sus goznes estaban un poco vencidos y la parte inferior tocaba el marco. Recordé que me había constado un poco cerrarla el día anterior, cuando me marché.

Le di un suave empujón y se movió un poco hacia adentro con un ligero clic. La habitación estaba en la penumbra, pero vestigios de luz penetraban en ella a través de unas ventanas que miraban al Oeste. Nadie había contestado a mi llamada y no me tomé él trabajo de llamar de nuevo. Empujé la puerta un poco más y me introduje en el interior.

La habitación tenía ese olor tibio y desagradable de las piezas que no han sido ventiladas desde temprano. La botella de Vat 69 estaba sobre la mesa redonda, cerca del diván, casi completamente vacía, y otra llena se encontraba a su lado. El balde para hielo tenía todavía un poco de agua en su fondo. Dos vasos habían sido usados, así como medio sifón de soda.

Volví a colocar la puerta en la misma forma en que la había encontrado y me quedé ahí de pie, escuchando. Si Lavery se encontraba ausente, pensé, aprovecharía para echar una ojeada por allí. No era gran cosa lo que tenía contra él pero serviría, quizá, para evitar que le diera por llamar a la policía.

En el silencio, el tiempo se deslizaba lentamente, marchando al unísono con el seco murmullo del reloj eléctrico de la chimenea, con el sonido lejano de un claxon en la carretera de Aster, el ronroneo de un avión que volaba por encima de las colinas más allá del cañón, y el súbito ponerse en marcha y detenerse dé la nevera de la cocina.

Me interné un poco más en la habitación y me quedé allí, de pie observando y atento a cualquier ruido; nada se oía, excepto esos sonidos propios de cualquier casa, que nada tienen en común con sus habitantes. Comencé a caminar sobre la alfombra en dirección a la arcada que se encontraba en la parte posterior.

Una mano enguantada apareció sobre la baranda de blanco metal, en el borde de la arcada. La mano se detuvo. Volvió a moverse y tras ella se vio un sombrero de mujer, y luego una cabeza. La dama recorrió quedamente las escaleras hasta el final, se volvió penetrando a través de la arcada y aún parecía no haberse dado cuenta de mi presencia. Era una esbelta mujer de edad imprecisa, desaliñado pelo castaño, un revoltijo escarlata por boca, demasiado rouge en las mejillas y ojos sombreados. Llevaba un traje de franela azul y un sombrero púrpura que hacía desesperados esfuerzos por mantenerse en uno de los lados de su cabeza.

Me vio y ni siquiera se detuvo o cambió en lo más mínimo de expresión. Se introdujo lentamente en la habitación, manteniendo su mano derecha alejada del cuerpo. La mano izquierda era la que estaba enguantada y que yo había visto sobre la baranda. El guante marrón que correspondía a la derecha estaba enfundado en la culata de una pistola automática pequeñita.

Luego se detuvo, su cuerpo se arqueó hacia atrás y un rápido y ahogado grito se escapó de su boca. Después se rió, con una risa chillona y nerviosa. Me apuntó con la pistola y se dirigió rectamente hacia mí.

Permanecí allí, mirando a la automática, sin gritar.

La mujer se aproximó más. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para estar segura, apuntó a mi estómago y dijo:

—Todo lo que yo quería era mi alquiler. El lugar estaba bien Cuidado al parecer, nada había sido roto. El fue siempre un inquilino ordenado y cuidadoso. Lo único que yo no quería era que se atrasara demasiado con el alquiler.

Un sujeto con una especie de ahogada e infeliz voz, preguntó cortésmente:

—¿Cuánto tiempo se ha retrasado? —ese sujeto era yo.

—Tres meses —me contestó—. Doscientos cuarenta dólares. Ochenta es muy razonable por un apartamento bien amueblado como éste. Había tenido ya un poco de trabajo para pagar antes, pero siempre se las arreglaba muy bien. Me prometió un cheque esta mañana, por teléfono. Quiero decir que él había prometido darme el dinero esta mañana.

—Por teléfono —le dije—. Esta mañana.

Me hice a un lado un poquito, en la forma más inocente posible. Mi intento era llegar a colocarme lo suficientemente cerca como para lanzar un rápido manotazo a la pistola, apartarla hacia un lado y saltar luego rápido antes de que tuviera tiempo de volver a apuntarme. Nunca he sido un tipo afortunado con esta clase de técnica, pero de vez en cuando es bueno probar. Esta parecía ser una buena ocasión para realizar la prueba.

Me corrí unos quince centímetros, pero no era lo suficientemente cerca todavía como para intentarlo. Le dije:

—¿Así que es usted la propietaria?

Yo no miraba a la pistola directamente. Tenía la esperanza, la levísima esperanza, de que ella hubiera olvidado que estaba apuntándome.

—Ciertamente, yo soy la señora Fallbrook. ¿Quién se pensaba usted que era?

—Bueno, pensé sí, que podía ser la propietaria —le dije—. Usted hablaba sobre el alquiler y todo lo demás, pero yo no sabía su nombre.

Otros quince centímetros; hermoso y suave trabajo; hubiera sido una lástima desperdiciarlo.

—¿Y quién es usted si es que puedo preguntarlo?

—Justamente acababa de llegar para ver si podía cobrar la cuota del auto —le dije—. La puerta estaba entornada y entré. No sé por qué lo he hecho.

Puse una cara propia del agente de una compañía que va a cobrar una cuota. Un poco de rudeza, pero listo para transformarse en una clara sonrisa.

—¿Quiere decir que el señor Lavery está atrasado en el pago de sus cuotas? —preguntó ella con cierta ansiedad.

—Un poco. No gran cosa —contesté apaciguadamente.

Todo estaba listo ahora. Había conseguido ponerme a la distancia conveniente y lo que faltaba era que procediera con la velocidad requerida. Todo lo que necesitaba era un limpio envión, de adentro hacia afuera, contra el brazo. Comencé por mover el pie izquierdo fuera de la alfombra.

—¿Sabe usted? —dijo ella—, hay algo gracioso en esta pistola que encontré sobre la escalera. Asquerosas cosas engrasadas, ¿verdad?; y la alfombra de la escalera es preciosa.

Me tendió la pistola, mi mano avanzó para tomarla tan rígida como una cáscara de huevo y casi igual de frágil. Tomé la pistola, ella olió con evidente repugnancia el guante que había estado envolviendo la culata y continuó hablando exactamente en el mismo tono. Mis rodillas crujieron al aflojarse.

—Bueno, es claro que para usted es mucho más fácil —dijo—. Me refiero al coche, por supuesto. Puede quitárselo simplemente, si se ve precisado a ello. Pero quitar una casa con hermosos muebles, ya es otra cosa. Se necesita tiempo y dinero para deshacerse de un inquilino. Lo más probable es que haya disgustos y las cosas queden deterioradas, las más de las veces a propósito. La alfombra que cubre este piso costó más de doscientos dólares, de segunda mano. Es sólo una alfombra de yute, pero su colorido es precioso, ¿no le parece? Nadie sospecharía que es simplemente yute y de segunda mano. Bueno, siempre las cosas son de segunda mano luego que uno las ha usado. He venido, hasta aquí caminando también para ahorrar cubiertas al Gobierno. Podía haber tomado un autobús para recorrer parte del camino, pero esos condenados trastos nunca aparecen, si no es en dirección contraria a la que deseamos.

Yo apenas si escuchaba su charla. Era como el ruido lejano de una rompiente, el agua que chocara contra la costa mucho más allá, fuera de nuestra vista. Todo mi interés estaba concentrado en la pistola.

Saqué el cargador y lo encontré vacío. Al abrirla, la recámara apareció también vacía. Olfateé el cañón. Apestaba a humo.

Dejé caer el arma en el bolsillo. Una automática, calibre 25, de seis tiros. Vaciada poco tiempo antes por alguien que había disparado uno o varios tiros. Quizá en la última media hora.

—¿Ha sido disparada? —preguntó la señora Fallbrook placenteramente—. Espero que no.

—¿Hay alguna razón por la que debiera haber sido usada? —le pregunté. Mi voz era firme, pero el cerebro me latía aún.

—Bueno, estaba tirada en la escalera —dijo—, después de todo, nunca falta quien las use.

—¡Cuán cierto es eso! —respondí—. ¡Pero quizá el señor Lavery tenía un agujero en el bolsillo! No está en casa, ¿verdad? .

—¡Oh, no! —negó ella con la cabeza, desengañada—. Y no vaya a pensar que eso es correcto por parte de él. Me prometió que me daría el cheque y lo creí.

—¿Cuándo habló por teléfono con él? —le pregunté.

—Ayer por la tarde —hizo una mueca, molesta ya por tantas preguntas.

—Puede que haya tenido que ausentarse.

La mujer se quedó contemplando algún lugar situado en medio de mis ojos.

—Mire, señora Fallbrook —agregué—, ¿por qué no nos dejamos de bromas? No me resulta agradable ni divertido mencionar el punto, pero ¿usted no lo habrá matado, verdad, sólo porque le debía unos meses de alquiler?

Se sentó lentamente en el borde de una silla, mientras se pasaba la punta de la lengua por la herida escarlata de su boca.

—¡Pero ésa es una sugestión perfectamente horrible! —dijo furiosa—. Y no vaya a pensar que me resulta gracioso. ¿No dijo usted que la pistola no había sido usada?

—Todas las pistolas han sido usadas alguna vez. También todas ellas, alguna vez fueron cargadas. Esta está descargada ahora.

—Bueno, entonces… —e hizo un gesto de impaciencia mientras olía su grasiento guante.

—Bueno, tuve una idea equivocada. Era una broma, de cualquier manera. El señor Lavery no estaba en la casa, y usted entró. Siendo la dueña, es natural que tenga llave, ¿no es verdad? .

—No tenía la intención de causar ninguna molestia —dijo, mordiendo la punta de uno de sus dedos—. Quizá no debiera de haberlo hecho, pero me asiste el derecho de ver cómo cuidan las cosas de la casa.

—Bien, usted ha mirado. ¿Está segura de que él no está aquí?

—No he mirado bajo las camas o dentro de la nevera —dijo con frialdad—. Lo llamé desde la parte superior de la escalera cuando vi que no contestaba mi llamada. Luego descendí al vestíbulo y volví a llamar. Hasta miré un poco también desde la puerta del dormitorio.

Bajó la vista como si estuviera avergonzada y se retorció las manos sobre la rodilla.

—Bueno —le dije—, dejémoslo así.

Asintió vivamente.

—Sí, así son las cosas. ¿Cómo dijo que era su nombre?

—Vanee —le dije—, Philo Vanee.

—¿En qué compañía está empleado usted, señor Vanee?

—Me encuentro, desocupado ahora —le respondí—. Hasta que el jefe de policía se encuentre en un apuro otra vez.

Pareció asombrada.

—¡Pero usted dijo qué había venido para cobrar la cuota de un auto!

—Ese es un trabajo extra —le dije—, un simple pasatiempo.

Se puso de pie y me miró fijamente. Su voz era fría cuando me dijo:

—Entonces en ese caso lo mejor que puede hacer es retirarse.

—Pensé que quizá pudiera echar un vistazo por aquí, si no le parece mal. Puede ser que encontremos algo que haya pasado por alto.

—No pienso que eso sea necesario. Está en mi casa y le voy a agradecer que se marche ahora, señor Vanee.

Le dije:

—Y si no me voy, usted encontrará alguien que me obligue a irme. Vuelva a sentarse, señora Fallbrook. Voy a echar un vistazo por la casa. Esta pistola, como comprenderá, tiene algo de sospechoso.

—¡Pero ya le he dicho que la he encontrado tirada en la escalera! —exclamó con furia—. No sé nada más de ella. Tampoco sé nada que se refiera a armas de ninguna clase. Yo…, yo no he disparado una pistola en toda mi vida.

Abrió su gran cartera azul, sacó de ella un pañuelo y se sonó ruidosamente.

—Esa es su historia —le dije—, y nada hay que me obligue a creerla.

Extendió la mano izquierda hacia donde yo me hallaba, con un ademán tan patético como el de la esposa errante de East Lynne.

—Oh, yo no debía haberlo hecho —lloriqueó—: Está muy mal que lo hiciera, yo lo sabía. El señor Lavery se pondrá furioso.

—Lo que usted no debió haber hecho —le dije— fue dejar que descubriera que la pistola se encontraba descargada. Hasta ese momento todo había marchado perfectamente para usted.

Pateó el suelo con furia. Eso era todo lo que le faltaba a la escena para ser perfecta.

—Oh, usted es un hombre completamente abominable —exclamó—. ¡No se atreva a tocarme! ¡No dé un solo paso para acercarse a mí! ¡No permaneceré un momento más en esta casa con usted! ¡Cómo se atreve a insultarme así!

Calló súbitamente, bajó la cabeza y corrió hacia la puerta. Cuando pasó cerca de mí extendió un brazo como para evitar que pudiera tratar de detenerla, pero estaba demasiado lejos para ello y la dejé pasar. Abrió violentamente y pasó a través de la puerta como una tromba, recorriendo el sendero a la carrera hasta la calle. La puerta se cerró lentamente.

Me mordí las uñas mientras escuchaba atentamente. Ningún ruido se oía por ninguna parte. Una automática de seis tiros había sido disparada hasta vaciar el cargador…

—Hay algo aquí que no encaja con toda la escena —me dije.

La casa estaba extrañamente quieta. Recorrí la alfombra de color damasco, pasé a través de la arcada y me dirigí hacia la escalera. Me detuve nuevamente en sus comienzos y quedé con el oído atento.

Nada oí, me encogí de hombros y descendí suavemente los escalones.