14
Soñaba que me encontraba hundido en las profundidades de un agua verdosa y helada, llevando bajo mi brazo un cadáver. Este tenía una larga cabellera rubia que flotaba frente a mi cara. Un pez enorme, de ojos protuberantes y cuerpo hinchado, de brillantes escamas, nadaba alrededor de mí haciéndome muecas como un viejo libertino. Justamente cuando mis pulmones estaban a punto de reventar por la falta de aire, el cadáver recobró su vida bajo mi brazo y se alejó de mí; entonces me encontré luchando con el pez, mientras el cuerpo de mujer daba vueltas y vueltas en el agua haciendo agitar sus cabellos.
Me desperté con la boca atascada con trozos de sábanas y ambas manos tirando con todas mis fuerzas, aferradas al marco de la cama. Los músculos me dolían terriblemente cuando solté las manos y bajé los brazos. Me levanté y comencé a pasearme por la habitación. Encendí un cigarrillo. Sentía la sensación muelle de la alfombra en mis pies desnudos. Cuando terminé de fumar me volví a la cama. Conseguí dormir.
Eran las nueve cuando desperté nuevamente. El sol me daba en la cara y la habitación estaba sofocante. Me di una ducha, me afeité y vestí en parte, antes de tomar en el comedor cito el café, los huevos y las tostadas matinales. Cuando estaba dándoles fin oí que llamaban a la puerta del apartamento.
Me levanté para abrirla con la boca todavía llena de tostadas. Era un hombre delgado de rostro adusto, vestido con un severo traje gris.
—Teniente Floyd Greer, de la oficina central de Investigaciones —dijo, y se introdujo en la habitación.
Me tendió una mano seca, que estreché. Se sentó en el borde de una silla, en la forma que ellos acostumbran hacerlo, hizo girar el sombrero entre las manos y me miró con la quieta contemplación que les es usual.
—Recibimos un aviso desde San Bernardino acerca de ese asunto de Lago del Puma. Una mujer ahogada. Parece que usted se encontraba presente cuando se descubrió el cadáver.
Asentí y le dije:
—¿Quiere café?
—No, gracias. Tomé el desayuno hace dos horas.
Busqué una taza de café y me senté frente a él.
—Ellos han pedido que lo investiguemos —dijo—; que demos algunos informes sobre su persona.
—Bien.
—De manera que eso fue lo que hicimos. A lo que parece, su ficha está completamente limpia en lo que a nosotros se refiere. Curiosa coincidencia que una persona con su ocupación estuviera por los alrededores cuando se encontró el cuerpo.
—Yo soy así —le dije—; muy afortunado.
—De manera que pensé en dar una vuelta por aquí y saludarle.
—Eso está muy bien. Me alegro de conocerlo, teniente.
—Curiosa coincidencia —volvió a repetir asintiendo—. ¿Usted se hallaba allá por asuntos de su profesión?
—Sí, así era —le dije—; mi asunto nada tenía que ver con la muchacha ahogada, por lo menos por lo que sé.
—Pero usted no está muy seguro.
—Hasta que uno no ha terminado con un caso, nunca puede estar seguro de las ramificaciones que pueden aparecer, ¿no es cierto?
—Tiene razón —hizo girar el ala de su sombrero entre los dedos, como un cowboy tímido. Pero nada de tímido había en sus ojos—. Me gustaría tener la seguridad de qué si esas ramificaciones de que habla estuvieran vinculadas con este asunto de la mujer ahogada, usted nos lo hará saber.
—Espero que ustedes lo den por hecho —le contesté.
—Nos agradaría contar con algo más que una esperanza. ¿No nos podría decir algo por ahora?
—Por ahora, nada que no conozca Patton.
—¿Quién es?
—El sheriff suplente de Punta del Puma.
El hombre delgado sonrió con indulgencia. Hizo sonar la coyuntura de uno de sus dedos y luego de una pausa dijo:
—El fiscal de San Bernardino posiblemente querrá hablar con usted… antes de la causa. Pero eso no ha de ser demasiado pronto. En este momento están tratando de conseguir un juego de impresiones digitales. Les hemos facilitado un experto.
—Será una tarea dificultosa. El cuerpo está muy descompuesto.
—Eso se hace a cada rato —dijo—. El sistema lo inventaron en Nueva York, donde están extrayendo cadáveres de ahogados continuamente. Cortan pedazos de piel de los dedos y los endurecen en una solución, haciendo con ellos una especie de estampillas. El asunto por regla general da resultado.
—¿Piensa usted que esa mujer puede tener antecedentes de alguna clase?
—¿Por qué? Es costumbre que tomemos las impresiones de cualquier cadáver —dijo—. Usted debería saberlo.
Le dije:
—No conocía a la mujer. Si cree que no es así y que por eso me encontraba allí, se ha equivocado.
—Pero usted no tiene interés en decirnos por qué estaba allá —persistió.
—¿De manera que piensa que le estoy mintiendo?
Hizo girar el sombrero en su huesudo dedo.
—Usted me interpreta mal, señor Marlowe. Nosotros no tenemos ideas preconcebidas; esto es sólo una cuestión de rutina y usted tendría que saberlo. Ha estado en estos asuntos suficiente tiempo.
Se puso de pie y se colocó el sombrero.
—Le agradeceré que cuando tenga que alejarse de la ciudad me lo haga saber.
Le contesté que así lo haría y le acompañé hasta la puerta. Se retiró con una inclinación de cabeza y una sonrisa triste. Lo contemplé deslizarse lánguidamente por el hall y apretar el timbre del ascensor.
Regresé otra vez al comedorcito en busca de más café. Le agregué crema y azúcar y me llevé la taza hasta el teléfono.
Marqué el número del cuartel de policía de la ciudad y pregunté por la oficina de detectives. Cuando me dieron la comunicación pedí que me pusieran con el teniente Floyd Greer.
La voz dijo que el teniente Greer no se encontraba en la oficina y preguntó si me era lo mismo hablar con alguna otra persona.
—¿Está De Soto?
—¿Quién?
Volví a repetir el nombre.
—¿Cuál es su grado y a qué departamento pertenece?
—Vestido de civil, no lo sé de fijo.
—Espere un momentito.
Esperé. La voz masculina y gutural volvió luego de un momento y dijo:
—¿Cuál es el chiste? No tenemos aquí ninguna persona de nombre De Soto en nuestra lista. ¿Quién habla?
Colgué el auricular, terminé mi café y marqué el número del despacho de Derace Kingsley. La suave y fresca voz de la señorita Fromsett me informó que acababa de llegar y me puso en comunicación sin agregar ni un murmullo.
—Bien —dijo Kingsley, con fuerte y entonada voz que denotaba que su poseedor se hallaba en los, comienzos de un nuevo día—. ¿Qué pudo averiguar en el hotel?
—Ella estuvo allí. Lavery la encontró en ese lugar. El botones que me dio el dato me informó sobre Lavery sin que fuera necesario hacerle ninguna pregunta. Cenó con ella y la acompañó en un taxi hasta la estación del ferrocarril.
—Bien, debí darme cuenta de que él me estaba mintiendo —dijo Kingsley lentamente—; me dio la impresión de que se había sorprendido cuando le mencioné el telegragrama de El Paso. Estoy dejándome guiar demasiado por mis impresiones. ¿Algo más?
—Ahí no para la cosa. Esta mañana Un policía me hizo una visita, haciéndome las preguntas habituales y advirtiéndome que no abandonara la ciudad sin avisarle. Trataba de descubrir la causa por la cual había ido a Punta del Puma. No se lo he dicho, puesto que él ni siquiera sabía que existía alguien llamado Jim Patton. Es evidente que Patton no ha hablado con nadie.
—Jim tratará de portarse lo mejor que pueda en este asunto —dijo Kingsley—. ¿Por qué me estuvo preguntando las otras noches acerca de un nombre… Mildred no sé cuántos?
Se lo dije en forma muy breve. Le conté acerca del coche de Muriel, de las ropas halladas y dónde fueron encontradas.
—Eso parece malo para Bill —dijo—. Conozco el lago del Mapache, pero nunca se me hubiera ocurrido usar ese viejo cobertizo, aunque me hallara allí. Eso no sólo parece malo; da la sensación de ser premeditado.
—No estoy de acuerdo con eso. Aceptado que conociera los alrededores suficientemente bien, no hubiera necesitado ningún tiempo pensar en otro lugar tan bueno como ése para esconder el coche. Además, no debemos olvidar que él depende mucho de las distancias.
—Quizás. ¿Qué es lo que piensa hacer ahora?
—Volver a empezar, contra Lavery, por supuesto.
Estuvo de acuerdo en que eso era lo que debía hacerse, y agregó: .
—Lo otro, trágico como es, no es realmente asunto nuestro, ¿verdad?
—No, a menos que su esposa supiera algo de esto.
Su voz sonó brusca.
—Mire, Marlowe, acepto su instinto detectivesco que trata de atar en un solo nudo compacto todo lo que sucede, pero no deje que ese nudo lo envuelva. La vida no es así, no por lo menos la vida como yo la he conocido. Mejor será que deje los asuntos de la familia Chess a la policía y mantenga su cerebro trabajando en la familia Kingsley.
—Muy bien —le dije.
—No es que sea mi intención ser mandón —agregó.
Me reí de todo corazón, me despedí y colgué. Terminé de vestirme y bajé a buscar el Chrysler, para dirigirme nuevamente a Bay City.