Capítulo 21
De madrugada, antes de que hubiera suficiente luz para distinguir un hilo blanco de otro negro, Beirut mostraba una imagen prístina y sorprendentemente ruidosa: dos fenómenos que parecían relacionados. Lo único que poblaba las calles vacías eran los gigantescos camiones verdes de recogida de basuras, y me vi atrapado detrás de uno que organizaba un especial estruendo. Existían muchas y extrañas diferencias entre mis dos hogares, Los Angeles y Beirut, pero por alguna razón ninguna parecía tan indicativa como la recogida de basura: en Los Ángeles la basura se recogía una vez por semana; en Beirut, cuatro veces al día. Entre pedos y chasquidos, el camión se detenía cada pocos metros, impidiéndome el paso. Por fin, cuando los basureros de piel oscura saltaron a la derecha para vaciar el contenedor del siguiente edificio, di un volantazo hacia la izquierda y adelanté al camión. El conductor parecía abatido y ajeno a todo.
La puerta principal del hospital seguía cerrada. Al doblar la esquina, la entrada de urgencias me absorbió con un zumbido apenas audible. El rumor de los fluorescentes de la quinta planta se oía muy bien. Seguí las líneas marcadas en el suelo: pasé por la sala de visitas, por el desierto mostrador del vigilante; crucé la unidad cardíaca y pasé ante las habitaciones, cuyas ventanas eran como peceras de vidrio que exhibían a pacientes dormidos, viejos y asustados.
Nadie habría reconocido a mi padre. Lo que recordaba de él no se parecía en nada a aquello que yacía ante mis ojos. Quise abofetearme, despertar. Le acaricié la frente. Fátima roncaba tumbada en la camilla. Mi hermana, despierta en la butaca, contemplaba el cuerpo postrado de mi padre. Fui hacia ella, le toqué el hombro.
—No podía dormir —susurré.
—Ni yo tampoco. —Me cogió de la mano, ya fuera en busca de consuelo o con la intención de ofrecerlo—. En cuanto daba una cabezada soñaba que él y yo teníamos una tremenda pelea. Él estaba enojado, implacable. —Se apoyó en mi brazo—. Me aterra dormir.
—Ahora que Hannya ya ha abandonado este mundo —dijo Maynoun—, me quedaré con el suyo. Su guarida será mi hogar.
Empezó a barrer el suelo con una escoba improvisada mientras tarareaba un canto fúnebre.
—Tu hijo no se ha encontrado bien —informó Isaac a Fátima.
—Pero mejora —añadió Ismael—, día a día.
—Pronto estará sano y listo para seguir, aunque incompleto —dijo Jacob.
—Habría supuesto una desagradable sorpresa que no se hubiera sentido absolutamente destrozado —dijo Fátima—. Con ayuda del tiempo lo curaremos. Pero también debemos encontrar a su hermano.
Los ocho diablillos agacharon sus respectivas cabezas.
—Lo hemos intentado —dijo Noé—. Le hemos buscado por todas partes.
—Esa diablesa fornicadora, Hannya, lo cortó en pedazos —dijo Adán, y Fátima rompió a llorar.
Maynoun barrió un rincón con la escoba y notó que un hormigueo subía por el mango. Se agachó a recoger una caja de obsidiana del tamaño de su mano.
—Madre —gritó desde el otro lado de la espaciosa cueva—. Lo he encontrado.
Fátima y los diablillos corrieron hacia él. Ella vio el corazón de Layl, lo cogió y lo apretó contra el suyo. Profirió un gemido desgarrador, y los diablillos lo corearon. Pero el vampiro de la pena no se apoderó de Maynoun. Su cara se tiñó de un color rojo brillante y sus cabellos estallaron en llamas una vez más. Cogió el corazón de su amante de manos de su madre. Al contacto con la palma de su mano, el corazón brilló y latió.
Cuando Baybars supo que Othman y Layla se hallaban ya cerca de las puertas de El Cairo, anunció:
—Ya es hora de que la ciudad honre a mis amigos. Celebremos la victoria que han conseguido contra la reina de Mongolia. Taboush tiene que ocuparse de los asuntos de Kirkuk. Daremos otra fiesta cuando él llegue. Ahora sorprendamos a Othman y a su esposa.
Los ciudadanos de El Cairo abarrotaron las calles; gritos y vítores de júbilo surcaron la ciudad.
Ante miles de testigos, Baybars elogió a Othman y a Layla por su victoria sobre la reina bruja y por sus múltiples servicios al reino. Luego cubrió sus cuerpos de oro y sus cabezas con turbantes de piedras preciosas.
—Podemos reconstruirlo —dijo Elías.
—Resucitarlo —dijo Adán.
—En la mano de nuestro sobrino el corazón late —dijo Job.
—Layl volverá a levantarse —dijo Ezra.
—Nos harán falta todas sus partes —dijo Fátima—, además de un milagro.
Con el corazón de su amado contra el suyo, Maynoun dijo:
—Sé dónde hallar a mi adorado.
—No lo entiendo —dijo Taboush, en el salón del trono de Kirkuk—. ¿Cómo puede ser que el sultán me insulte de este modo? Esa mujer con afeites en la cara se ha llevado la gloria de mi victoria. ¿Acaso yo no la merezco? ¿No le he servido con lealtad? ¿Cómo puedo mostrarme en público después de esta afrenta? Dirigí las tropas. Soy yo el héroe de guerra. ¿Por qué honrar a sus amigos a mis expensas? No está bien.
Y justo entonces un ayudante abrió las puertas de la sala y anunció:
—Un sacerdote llamado Arbusto os ruega que le concedáis un minuto de vuestro tiempo.
Una pálida y serena tía Samia apareció en la sala de espera, escoltada por dos de sus hijos, Anwar y Munir.
Salwa, sentada a mi derecha, parecía dispuesta a sacrificar al hijo que esperaba con tal de volver a entrar en la habitación de mi padre, o de irse a cualquier lugar que no fuera la sala de espera. Hovik la abrazaba por los hombros. Ella se zafó de él y me cogió la mano. Levanté la suya hasta mis labios y la besé.
—No tardará mucho en llegar —susurró ella—. Lo presiento. —Confundió mi incomprensión por sorpresa e inquietud—. No te preocupes. No pasa nada. Está dando patadas. Quiere salir.
—Pero te falta una semana para salir de cuentas, ¿no?
Se encogió de hombros.
—Ya sé cuándo salgo de cuentas. No digo que vaya a nacer ahora. Pero sí pronto.
—Ella lo sabría —intervino la tía Samia—. Yo siempre lo supe, mucho antes de que empezaran los dolores. —Hizo una pausa sin mirar a nadie en concreto—. ¿Cómo vais a llamarlo?
Hovik se disponía a responder, pero mi sobrina se le adelantó.
—Aún no lo hemos decidido.
—Llamadlo Farid —dijo mi tía—. Sería un detalle precioso. Tu abuelo estaría encantado.
—Imposible —dijo Salwa—. En serio. No podría regañarle. ¿Cómo iba a castigar a un hijo mío que se llamara Farid?
La tía Samia parecía perpleja.
—Entonces buscad otro nombre. Pero dentro de la familia. Yihad no sería adecuado. ¿Y Wayih? No le conociste, así que no te supondría ningún problema.
Hovik creyó que había llegado el momento de empezar a practicar el deporte más popular entre la familia: tomar el pelo a la tía Samia.
—Estamos pensando en llamarlo Varian, como mi padre —dijo.
—¡Oh! —exclamó ella—. Un nombre armenio. ¿Crees que es buena idea cargar a tu hijo con semejante peso?
—Es un gran nombre —se defendió Hovik—. Significa «el que trae rosas».
—¿En qué idioma? —preguntó la tía Samia.
—En el gramaticalmente incorrecto —dije sin pensar.
Hovik se volvió hacia mí para ver si bromeaba. Se rio. Salwa sonrió.
Entonces fue ella quien se llevó mi mano a sus labios y la besó.
—Pues a mí me parece un buen nombre —insistió Hovik.
—¿A los primogénitos no debéis llamarlos Antranig? —pregunté.
—Ni idea. A mí no me lo pusieron.
—Ni tampoco te llamaron Hagop o Zaven. Creía que todos os llamabais o Hagop o Zaven.
—Qué malo eres —dijo Hovik, riéndose—. No tiene ninguna gracia.
Salwa parecía a punto de estallar en lágrimas de gratitud. Posó mi mano en su barriga y la cubrió con la suya.
—Lo llamaremos Murad —dijo a mi perpleja tía—. Siempre me ha encantado ese nombre. Cuando era niña, Osama solía contarme historias siempre que venía de visita. —Hizo una pausa para serenar la voz—. Muchas eran historias de tu padre.
—Ninguna de ellas tenía ni un ápice de verdad —replicó mi tía.
—No importa. En uno de esos relatos aparecía un precioso derviche joven llamado Murat. Juré que si tenía un hijo lo llamaría Murat para que cuando fuera mayor se convirtiera en un hombre apuesto y amado.
—Pero no podemos usar el nombre en su forma turca —explicó Hovik—, porque tengo parientes que me cortarían la garganta por pensarlo siquiera. Nos quedaremos con un hermoso nombre árabe: Murad.
La tía Samia cogió el monedero que tenía en el regazo con ambas manos y dijo:
—Y crecerá hasta ser apuesto y amado.
—Que las palabras vayan de tus labios al oído de Dios —dijo Hovik.
—Ayúdame a levantarme —dijo Salwa—. Deberíamos ir a ver cómo está.
Pesaba tanto que estuve a punto de caerle encima cuando tire de ella. En cuanto cruzamos la puerta, rompió a llorar.
—Le contarás historias a Murad, ¿verdad?
Primero recuperaron el torso. Surcando el cielo montado en la alfombra, Maynoun dijo:
—Lidiaré con los leones.
—Son animales poderosos —dijo Jacob.
—No seas cruel en exceso —sugirió Isaac—. Ellos no mataron a tu hermano.
—Y cuando los necesitaste, fueron un consuelo —continuó Ismael.
La cueva se hallaba en un oasis rocoso en mitad del desierto. Estaba custodiada por siete leones que rugieron en cuanto el grupo se perfiló entre la niebla. El resto de la manada fue saliendo de la cueva uno por uno: eran al menos cincuenta. El rey de las bestias anunció su llegada con un potente rugido.
—He venido a buscar a mi hijo —dijo Fátima.
—Pues podrías haberte quedado en tu guarida —replicó el rey de los leones—. No renunciaré a nuestro tesoro, cuya presencia ha doblado nuestra fuerza.
Ésas fueron sus últimas palabras. Maynoun sostuvo el corazón ante él, y el rey de las bestias explotó y desapareció en la nada.
—Recuperaré a mi amor —dijo Maynoun mientras se encaminaba hacia la cueva.
Luego fue el turno de las piernas. Viajaron al África profunda, por el Nilo, y más allá de sus siete bocas.
—Ten cuidado —advirtió Ismael—. Los monos son unos fulleros, y Hanuman es su dios. No podemos dejarnos engañar por sus tretas.
Maynoun señaló una frondosa alfombra de árboles salchicha y baobabs. Al aterrizar fueron recibidos por un enorme grupo de monos, que intentaban simular amenaza pero que sólo conseguían resultar irritantes. Flotaban de rama en rama con facilidad y sus saltos cubrían distancias imposibles.
—Todos los viajeros que cruzan mis dominios deben responder a mi adivinanza o morir. —La voz del rey de los monos, como su dueño, viajaba de una rama a otra.
—Dijiste que eran seguidores de Hanuman —dijo Isaac a su hermano—, no de la Esfinge.
—Os reduciré a cenizas a ti y a los tuyos —dijo Maynoun—, y carbonizaré vuestros árboles hasta convertirlos en escombros.
—Pregunta ya —ordenó Fátima.
—Resuelve la siguiente adivinanza —dijo el rey mono—. ¿Qué criatura tiene una sola voz, va a cuatro patas al amanecer, a dos al mediodía, y a tres al anochecer?
—Oh, por favor —exclamó Job.
—Otra vez no —se quejó Isaac.
—¿A quién le importa? —dijo Elías.
—Será mejor que me des ya eso que no os pertenece, ni a ti ni a los tuyos —advirtió Fátima.
—No pienso hacer tal cosa —dijo el rey mono—. Resolver la adivinanza sólo os autoriza a entrar. No…
El rey mono desapareció.
Algún día le contaría historias a Murad. Sólo esperaba que me escuchara. Mi abuelo contaba historias a sus hijos, pero el tío Yihad fue el único que le escuchó, e incluso él dejó de hacerlo cuando se hizo mayor. Mi padre se empecinó en no escuchar, ni los cuentos de hadas ni los relatos de familia. «Siento poco interés por mentiras e invenciones», solía decir.
Una semana antes de que muriera en aquella terrible primavera de 1973, el abuelo me contó una historia en su cuarto: un relato que no me había contado antes. Tal vez fue porque creyó que yo ya tenía una edad, doce años, que me permitía entender más cosas, escuchar mejor. Tal vez supiera que se moría. Estaba de buen humor, sin embargo: bullicioso y con las comisuras de los labios apuntadas hacia los muchos pelillos que le salían de las orejas. Ese día me contó su versión sobre la muerte de Abraham.
—Y se acercó el final —empezó—, como siempre sucede. Se acercaba cada vez más. Abraham, a sus ciento setenta y cinco años, reconoció las señales, ya que su esposa había fallecido antes que él. En su lecho de muerte murmuró a su hijo: «Necesito tu salud, porque la mía se desvanece. Te ruego que busques a tu hermano. Prometí a tu madre que no intentaría volver a verlo, pero deseo que él me vea». Isaac ensilló al caballo y partió en busca de Ismael.
»Y en una tierra distinta Agar consultó a su corazón y supo que su amado estaba a punto de abandonar este mundo. Despertó a su hijo y le dijo: “Levántate, Ismael, levántate y busca a tu padre, ya que falta poco para que Dios le acoja en su seno”. Ismael se incorporó y dijo: “Ven conmigo, madre, y ambos podremos despedirnos”. Y Agar se negó: “He pasado una vida entera lejos de casa. Mi corazón lleva demasiado tiempo emparedado. Incluso una leve insinuación de lo que podría haber sido me resulta insoportable”.
»Mientras se despedía de Ismael, Agar se preguntaba: “¿Estaré haciendo lo correcto?”.
»Y cuando Isaac se cruzó con Ismael en el desierto, lo reconoció porque, aunque su hermano había partido hacia el exilio cuando él era sólo un bebé, Isaac vio a su padre en los ojos de su hermano. Ismael también reconoció a su hermano al ver a su padre en los ojos de Isaac. Y los hermanos se fundieron en un abrazo, ya que cada uno se vio reflejado en el otro, y cabalgaron hacia la casa de su padre.
»Pero no llegaron a tiempo porque Abraham, fiel a la promesa hecha a su esposa, murió antes de poder ver a su hijo. Ismael e Isaac, de rodillas frente a su padre, se deshicieron en sollozos y lamentaron sus destinos. “Lo siento tanto”, dijo Isaac. “También yo”, dijo Ismael. “Tu padre deseaba que le vieras”, le dijo Isaac, e Ismael cogió a su hermano de la mano. Ambos lloraron y penaron juntos, y se consolaron mutuamente, ya que los dos habían sufrido la misma pérdida.
»Ismael e Isaac enterraron a su padre en la cueva de Machpelah, en el campo que Abraham había comprado a los hititas, en lo que ahora es la Tumba de los Patriarcas de Hebrón.
Los brazos. Las alfombras planearon sobre las montañas del Líbano, por encima de los grandes cedros donde anidaban las águilas. Las aves se alinearon en el aire, prestas al ataque, a las órdenes por su líder.
—Volved por donde habéis venido —gritó el rey de las águilas—. Los demonios no son bienvenidos en nuestros cielos. Marchad o morid.
—¿Sus cielos? —preguntó Job.
—Detesto a las águilas —dijo Isaac—. Son unas criaturas presumidas y pretenciosas.
Con un chasquido, Isaac desapareció y reapareció montado a lomos del rey de las águilas, arrancándole las plumas una por una.
—Esta aguilita es presumida —cantó Isaac—, esta aguilita no volará, esta aguilita se cree que dirige el mundo, esta aguilita morirá.
Isaac no paró hasta que casi no quedó ni una sola pluma en su sitio. El rey de las águilas se precipitó hacia la muerte e Isaac volvió a saltar sobre la alfombra.
Y luego fueron a por la cabeza. La guarida de las hienas se hallaba en un suave desierto que se extendía entre el Eufrates y el Tigris. Cuando el grupo llegó ahí, no encontró en ella ni una sola hiena y Maynoun recuperó la cabeza de su hermano.
—El sultán es un mentiroso —dijo Arbusto—. Un hombre cabal concede honores a quien los merece, no a sus seres queridos. Las putas y los ladrones se han apoderado del trono del islam, y el reino ruega que alguien lo rescate de esos gobernantes.
Taboush, sentado en su trono, meditaba sobre la atractiva petición que le llegaba.
—No sé qué hacer. Luchar contra mi propio pueblo no me parece una tarea afortunada ni admirable.
—Un verdadero sultán es capaz de distinguir el bien del mal —dijo Arbusto—, un sultán indigno no. Te deshonra porque te teme. Eres un héroe que desciende de héroes, un rey que desciende de reyes. Él no es más que un esclavo al que la suerte ha conducido hasta el trono; un trono que llora mientras aguarda la llegada de un ocupante más digno. Álzate, mi señor, y reclama lo que te pertenece por derecho, aunque sólo sea para ofrecer a los fieles un líder encomiable y un buen ejemplo.
—No sé qué hacer —dijo Taboush.
—Convoca al ejército. Empieza por la ciudad de Alepo. En cuanto el pueblo descubra al héroe más decente del reino, se aliará contigo. Si no lo hacen, destrozaremos sus murallas para que el resto de ciudades aprenda la lección. —Se le iluminaban los ojos, las pupilas se movían en todas direcciones—. No sólo los derrotaremos en Alepo; iremos a Damasco, a Homs y a Hamah; luego a Bagdad, Mosul y Jerusalén. Y por último llegaremos a El Cairo para derrocar al sultán. Síiiii.
Taboush se portó como un hombre de honor. Escribió una carta al alcalde de Alepo donde le advertía de la inminente llegada de su ejército desde Kirkuk. Taboush pidió a la ciudad siria que se rindiera a su mandato, ya que no deseaba derramar ni una gota de sangre. Y el alcalde de Alepo comunicó la noticia al rey Baybars.
—Preparad al ejército —ordenó el sultán—. Se acercan días aciagos. Los hijos lucharán contra los padres, y los hermanos pelearán entre sí. Enviad una carta al Fuerte de Marqab, ya que los hijos de Ismael son los soldados que se hallan más cerca de Alepo. Informad de esta desgracia a mi hermano, Maarouf.
Y al leer la carta, Maarouf se mesó los cabellos.
—El día del Juicio se acerca.
—Me duele el corazón. —Taboush, al frente de su ejército, se hallaba ante las puertas de Alepo.
—La senda del honor pocas veces es cómoda, y el héroe siempre sufre —dijo Arbusto.
Los defensores de Alepo jalearon a los hijos de Ismael cuando éstos aparecieron en el horizonte, haciendo sonar las trompetas de guerra. Los guerreros formaron y su héroe cabalgó hacia el ejército invasor gritando.
—Volved a vuestras casas. Defenderé esta ciudad de fieles hasta la muerte.
Y Taboush reconoció la voz de su padre.
—Envía a un soldado a matarlo —aconsejó Arbusto.
—Nadie sino yo se enfrentará a mi padre —dijo Taboush, mientras montaba sobre su semental.
—¿Qué estás haciendo, hijo mío? —preguntó Maarouf.
—Pretendo derrocar a un usurpador —dijo Taboush.
—El traje de la ingenuidad no te sienta bien. El honorable sultán es nuestro señor por derecho propio.
—Aparta, padre, porque no deseo pelear contigo.
—No lo haré —replicó su padre—. Nadie pasará por aquí mientras me quede un solo aliento de vida.
Y ni el padre ni el hijo se movieron: permanecieron cara a cara durante horas y horas, impertérritos y obstinados, hasta que el sol finalizó su peregrinaje diario, ya que no existe día alguno que no termine con la llegada de la noche.
Ya en la guarida de Hannya, Maynoun, Fátima y los diablillos juntaron las partes del cuerpo de Layl. Adán colocó el torso, Elías puso una pierna y Noé la otra, Job y Jacob se ocuparon de los brazos, y Ezra añadió la cabeza. Maynoun devolvió el corazón a su lugar y vio cómo éste desprendía destellos dispersos hasta recuperar su latido normal. Fátima cerró la herida y la limpió.
—Le falta algo —dijo Ismael—. No está entero.
—Tiene pene, pero le faltan… —dijo Elías.
—Los testículos —concluyó Maynoun.
—Traedme a esa aduladora —ordenó Fátima—. Ha llegado la hora de lidiar con la madre de la traición.
Taboush sacó brillo a sus espadas.
—Debes matar a tu padre —dijo Arbusto—. Es la única forma de que puedas cumplir con tu destino. Es tan obstinado como tú. Estáis cortados de la misma tela rígida.
Al amparo de la oscura noche, Arbusto se infiltró en el campamento de los hijos de Ismael disfrazado de clérigo musulmán, y por la mañana abordó a Maarouf cuando el héroe se disponía a montar en su caballo.
Arbusto le ofreció un plato de sopa y dijo:
—Tomadla, mi señor. Os dará fuerza.
—Tengo toda la fuerza que me hace falta —replicó Maarouf.
—Entonces tomadla porque sabe bien.
Y Maarouf se bebió el veneno antes de ir a reunirse con su hijo.
—Apártate, padre —le dijo Taboush.
—Tu deseo se verá cumplido. —Maarouf oscilaba sobre el caballo—. Me han envenenado. Pronto dejaré de respirar, y podrás pasar.
Taboush vio cómo su padre caía del caballo y moría. Dolor y culpa, los dos hermanos inseparables, embargaron al hijo. Maldijo su estupidez, su orgullo y su talante impetuoso y el día en que llegó a este mundo.
—Traedme al malvado —ordenó Taboush.
A su llegada, Baybars no encontró un ejército invasor ni presenció un feroz combate. Vio a un héroe arrepentido de rodillas, con el cuerpo de su padre a su derecha y Arbusto encadenado a su izquierda.
—He pecado —dijo Taboush.
El jefe de fuertes y batallones fue enterrado con todos los honores que merecía. El funeral duró tres días. Pasados los días de luto, Baybars convocó al consejo.
—Ya no puedo ser rey —dijo Taboush—. Ni siquiera debería estar entre los vivos. He fallado a mi padre. Que se haga justicia. No merezco codearme con los hombres de honor. Abandonaré las tierras de los fieles y viviré en el exilio hasta que purifique mi alma.
—No estés mucho tiempo lejos de nosotros —dijo Baybars—. Tu hogar siempre será éste.
Y Taboush se alejó. Hacia el este encaminó sus pasos; hacia el perdón y la penitencia, que eran su misión.
La esposa del emir ya no se atrevía a pisar el templo del sol. No temía la violencia o el ultraje —su pueblo era en verdad amable—, pero la aterraba la posibilidad de verse arrastrada a la bacanal. A partir de la gloriosa aparición del profeta, en el templo había estallado una orgía multitudinaria, que no había parado, ni menguado en intensidad. Alegría, combinaciones, posturas. Ella había intentado detenerla ese primer día, pero cuando dirigió la palabra a los peregrinos, un atractivo suplicante que se hallaba a punto de recibir placer oral le acarició la pantorrilla; la sensación de gusto fue tan potente que ella notó que la túnica le resbalaba por los hombros. Desde ese momento había dedicado todos los instantes de sus días a atisbar el espectáculo desde detrás del altar del sol. Su lascivia florecía por momentos. Alegría, combinaciones, posturas…
Aquella mañana despertó y no se molestó en asearse. Corrió a ocupar su lugar favorito en el templo, desde el que disfrutaba de una visión panorámica sin ser vista, para reemprender su nuevo ritual diario. Lo observó todo, fascinada, y en su interior fue creándose esa deliciosa presión.
Los diablillos de colores la abordaron en aquel escondrijo. Elías, Ezra y Job la prendieron, y ella se sintió desaparecer, sólo para resurgir en una cueva, de rodillas ante su enemiga. Al principio no supo decir qué la asustaba más. ¿Tal vez la furiosa Fátima, que mostraba a las claras su intención de hacerle daño? ¿Tal vez su hijo, casi irreconocible, cuyos ojos rojos despedían destellos de odio? ¿O tal vez fuera la visión del asesinado, ahora dormido, obviamente no muerto, pero tan feo como siempre? Tenía que ser por Fátima.
—No pretendía hacerlo —sollozó la esposa del emir—. No lo sabía.
—Traicionaste a tu hijo —la abroncó Ismael.
—Mataste a tu hijo —la acusó Adán.
—Y te regocijaste en el crimen —dijo Jacob.
—Era sangre de tu sangre —añadió Ezra.
—El fruto de tus entrañas —dijo Elías.
—Por eso y por mucho más, mereces la muerte —sentenció Noé.
—Pero todavía no ha llegado mi hora —protestó la esposa del emir.
—Recuperaré a mi amado.
La mano de Maynoun atravesó el cuerpo de la esposa del emir. Sus dedos penetraron en su estómago y recobraron los testículos de Layl. La mujer dejó de respirar.
Fátima se arrodilló ante su doble muerta y tocó su herida, para cerrarla.
—Que en la muerte estés completa.
Y Maynoun colocó la última pieza del cuerpo de su amor.
Chapuzas no podía disimular su preocupación.
—La diálisis no ha funcionado —dijo—, y el hígado empieza a fallar.
Mi hermana movió desconsolada la cabeza. Era como si quisiera decir algo pero no supiera qué. En mi lengua estalló un amargo sabor a lata y aluminio.
—¿Y qué hacemos con este hombre odioso? —preguntó Baybars.
—Deja que mate yo a Arbusto —dijo uno de los africanos—, por todo el dolor que ha causado.
—Le cortaré la cabeza —dijo un uzbeco—, como castigo a sus traiciones.
—Lo ahorcaré —dijo Aydmur—, por todas las muertes que ha provocado.
—Lo quemaré —dijo Othman—, para que no quede ni rastro de él en este mundo.
—¿Y qué harías tú? —preguntó Baybars.
—¿Yo? —dijo Layla—. Le arrancaría la piel a latigazos y le crucificaría en el desierto abrasador, para que su innoble alma sufra una larga agonía antes de partir.
—Que así sea —decretó Baybars.
La piel que rodeaba los ojos de mi hermana había adquirido una tonalidad de pizarra, y las arrugas manchaban sus mejillas. Su mundo parecía limitarse a la cama donde yacía mi padre, una pietà a la inversa.
Su aliento era un susurro ronco de tabaco.
—¿Estás bien? —pregunté.
Asintió con indiferencia. Fatima, al otro lado de la cama, murmuró:
—No, no lo está.
Por fin mi hermana nos miró; en sus ojos se apreciaba la desesperación contagiosa, el dolor.
—Ya descansaré luego —dijo, y añadió en tono más suave—: No falta mucho.
—Sal al balcón —dijo mi sobrina—. Fuma. Vete de aquí.
Me hizo una seña con la cabeza y luego indicó la puerta de vidrio.
—Voy contigo. —Cogí a mi hermana de la mano.
Layl abrió los ojos.
—Amor mío —exclamó Maynoun.
Layl gimió. Respiró hondo y su cara palideció. Rodó de costado y empezó a vomitar, pero de su boca sólo salía saliva.
—Cálmate —dijo Fátima—. Tómate tu tiempo.
—Me duele —dijo Layl—. Éste no es mi sitio.
—Claro que lo es, querido —dijo Maynoun—. Has estado un tiempo fuera. Tardarás un poco en acostumbrarte.
—No deseo estar aquí.
—Ten paciencia.
—No debería estar aquí —insistió Layl.
—Por supuesto que sí. Yo te he traído. Tu sitio está conmigo.
—No. —Layl levantó la cabeza del suelo, y luego el torso. Se detuvo cuando estuvo a cuatro patas, sin poder incorporarse más—. Debo irme.
Avanzó siete pasos a gatas en una dirección, dio media vuelta y retrocedió del mismo modo.
—No es el mismo —dijo Ismael.
—Se repondrá —replicó Maynoun—. Tiene que hacerlo.
Layl gateó, formando una espiral cada vez más grande. Maynoun lo seguía paso a paso, con los brazos extendidos. Fátima se cubrió la boca con las manos.
—Te quiero —gritó Maynoun.
Layl gateó y gateó hasta que por fin se halló sobre el cadáver desnudo de su madre.
—¿Qué? —preguntó.
—Amado —suplicó Maynoun—, te acostumbrarás a la vida.
Layl inclinó la cabeza y besó los labios de la esposa del emir.
—Despierta —le dijo, y volvió a besarla. Pasó la mano por su frente, le apartó el cabello de la cara.
—No —exclamó Maynoun.
Y Layl le hizo el amor a su madre.
—No —exclamó Maynoun.
Y Layl se vació en su madre.
—No —exclamó Maynoun.
La esposa del emir abrió los ojos, al tiempo que Layl cerraba los suyos y moría por segunda vez.
Una paloma solitaria se apoyó en la barandilla del balcón que había debajo del nuestro. Lina encendió un cigarrillo. Se la veía triste y digna. Tosió y carraspeó.
Aguardé a que dijera algo. El sol de la mañana daba a nuestras pieles un matiz tostado.
—Llevo toda la mañana sin poder quitarme de la cabeza los preparativos del funeral. —Rompió a llorar—. No quiero pasar por esto ahora. Ahora no. —Negó con la cabeza, se secó las lágrimas con un pañuelo de papel usado—. Me siento perdida. ¿Qué le diremos a la gente? No pasará de hoy. ¿Deberíamos decírselo a Samia? ¿Deberíamos hacerla venir?
Le quité el paquete de cigarrillos y encendí uno.
—Esperemos.
—No reacciona a nada. Se debilita por momentos. Da la impresión de estar profundamente dormido. Tenemos que hablar con él. —Suspiró. Su mano avanzó hasta mi cuello y me atrajo hacia ella—. Debemos despedirnos. Tú deberías hacerlo. No llegaste a tiempo de hablar con mamá y sabes cómo te sentiste después.
—Hazlo tú —dije. No conseguía recordar cuáles habían sido las últimas palabras que me dirigió mi padre—. Yo no sabría qué decir. Esto se te da mejor a ti.
—¿Qué te hace pensar que se me da mejor? —Lina esbozó una sonrisa fugaz, y un destello de la infancia asomó a su boca por un instante—. No tienes que decir algo perfecto. Sólo…, sólo…, sólo dile que estás aquí, que te preocupas por él. Saldrá bien. Vamos. Hagámoslo ahora.
Después de un día bajo el crudo sol, incluso la luz de la luna provocaba escozor en la piel de Arbusto. Sin embargo, su corazón se llenó de esperanza al percatarse de que los guardias que tenía asignados se habían marchado. Si pudiera descolgarse de la cruz tendría una oportunidad, pero los clavos eran demasiado hondos y las cuerdas demasiado tensas. Rezó para que alguien le rescatara, y sus plegarias fueron atendidas.
Un mercader apareció en plena noche, montado sobre un caballo claro y seguido por siete camellos, las bestias de carga, que llevaban sus ingentes pesos con gracia y dignidad.
—Ayúdame —gritó Arbusto—. Rescátame y te cubriré con más oro del que puedas imaginar.
El mercader contempló al hombre que sufría.
—Poseo una gran imaginación.
—Y yo una profunda gratitud y unos bolsillos aún más profundos —contestó Arbusto.
—En este caso la noche promete.
El mercader desmontó del caballo y subió a la cruz. Cortó las cuerdas.
—Cuidado con los clavos —dijo Arbusto.
—Siempre tendré cuidado contigo.
El mercader usó ambas manos para arrancar el primer clavo.
—Pero… —balbució Arbusto—, estás suspendido en el aire.
—¿Todavía no me has reconocido? Hace mucho que te busco y no ha sido fácil encontrarte.
—No eres humano —exclamó un sorprendido Arbusto.
—¿Alguien lo es?
—Oh, yinn. No me lleves. Puedo convertirte en el demonio más rico del mundo.
—Ya lo soy. Soy tan rico que puedo permitirme el lujo de descargar a mis camellos, que llevan las almas de todos aquellos a quienes has causado la muerte.
—Eres Afreet-Yehanam.
—Se me conoce por muchos nombres. Yehanam es el de mis dominios, y es allí adonde te llevaré.
—El infierno será mi hogar.
—No lo dudes.
—La muerte, predadora, ha venido a por mí.
Maynoun se llevó las manos a la cabeza y sollozó. Fátima le abrazó en un intento de consolarlo. Los diablillos rodearon a madre e hijo.
—No puedo soportarlo —dijo Maynoun.
—Ni yo tampoco —susurró Fátima—. Pero lo conseguiremos.
—Estamos contigo —dijeron los diablillos.
—Me siento fresca y rejuvenecida —dijo la esposa del emir para sus adentros—. Estoy tan viva.
—Incluso entre vosotros —sollozó Maynoun— estoy solo.
—Abuelo —dijo mi sobrina—, ¿me oyes? Estamos aquí.
Éramos cuatro en torno la cama. Yo estaba sentado a su derecha, Salwa y Fátima a su izquierda. Lina, de pie detrás de mí, apoyaba una mano en mi hombro. Las máquinas seguían funcionando con fuerza. El ventilador inhalaba al mismo ritmo. Lina me apretó el hombro.
—Padre —dije—, soy yo, Osama.
Por irracional que parezca, la ausencia de toda reacción me decepcionó. Me volví y levanté la vista hacia mi hermana, que sonreía y lloraba al mismo tiempo.
—Abuelo —dijo mi sobrina—, ¿puedes apretarme la mano? —Movió la cabeza y miró hacia mí—. Abuelo —prosiguió—, ¿te acuerdas de que Osama solía contarme historias cuando era pequeña? Hace unos instantes lo recordé mientras hablaba con tu hermana. ¿Te acuerdas tú? Durante la guerra me ponía muy nerviosa, y él me contaba historias sobre tu padre.
Fátima trataba sin éxito de llorar en silencio. Lina aumentó la presión sobre mi hombro.
—Eran historias preciosas —dijo Salwa—. Siempre tuve la sensación de que conocía a tu padre, de que él estaba vivo a la vez que yo. Lo mismo me sucedía con el tío Yihad. Eran dos personajes raros, pero los conocía. Me aseguraré de que mi hijo los conozca también. ¿Me oyes?
—Nuestra familia es de lo más raro —dijo Lina, y volví a sentir la presión de su mano en mi hombro.
—Recuerdo muchas cosas —continuó Salwa—. Recuerdo que Osama solía comentar que tú no escuchabas las historias de tu padre. ¿Sabes cómo llegó hasta aquí? Es una historia preciosa. Osama debería contártela. Deja que te la cuente.
Y el precioso rostro del destino visitó a Baybars en sueños.
—Hijo mío —le dijo—, has librado tu última batalla. Ha llegado el momento de completar tu vida. Deben florecer nuevos héroes, deben contarse nuevas historias. Vuelve a casa.
En el salón del trono, Baybars anunció:
—Amigos míos, necesito descanso. Deseo viajar a Giza.
—Tus deseos son órdenes —contestó Othman—. Haré los preparativos.
—Deseo que mis amigos partan antes que yo. Deseo dormir en el pabellón que mis amigos pintaron para mí hace tanto tiempo, para así evocar los mejores momentos de mi juventud.
Y los amigos y compañeros de Baybars viajaron a Giza y montaron la gran tienda pintada a retazos. Organizaron un gran festín y aguardaron la llegada del héroe.
Baybars ensilló a al-Awwar en persona.
—Ya es hora, amigo —susurró al oído del gran corcel de guerra—. Viviremos nuestra última aventura juntos. Estoy, como siempre, agradecido por tu compañía. Contigo nunca estoy solo.
Baybars y al-Awwar se dirigieron a Giza. Sin embargo, tan pronto como la ciudad de El Cairo se perdió en lontananza, Baybars pidió a al-Awwar que fuera hacia la derecha y se internara en el acogedor desierto. Y el gran rey, el héroe de múltiples relatos, cabalgó hacia el sol inmortal.
—¿Me oyes? —pregunté a mi padre—. ¿Me oyes? —Intenté concentrarme en sus párpados en lugar de fijarme en el tubo respiratorio que llevaba prendido a la boca—. Ignoro qué historias te contó tu padre y cuáles creíste, pero siempre me he preguntado si llegó a contarte alguna vez la auténtica historia de quién era. O al menos la que parece contener más parte de verdad. ¿Lo hizo? Tal vez lo hiciera, pero, claro, tal vez no.
Levanté la vista hacia el monitor, con la esperanza de que registrara algún cambio, alguna señal de que me escuchaba.
—Tu abuela se llamaba Lucine. Es cierto. Lo comprobé. Lucine Guiragossian. Tu abuelo era Simon Twining. Ella trabajaba para él. ¿Ves? Por tus venas corre sangre inglesa, armenia y drusa. Eres un hombre de mundo. Siempre lo hemos sabido.
Le acaricié la mano con ternura.
—Tu abuela murió cuando tu padre era aún un bebé. Lo crio otra mujer, Anahid Kaladyian. Tu padre la quería más que a nadie, y ella lo sacrificó todo por él. Él siempre decía que Anahid fue su primer público, la única que se reía de sus chistes. Le hizo partir cuando él tenía once años. Según él, ella le dijo que se dirigiera hacia el sur, que se escondiera en las montañas del Líbano, que se refugiara con los cristianos. Eso fue antes de las masacres que los turcos infligieron a los armenios. Él se marchó antes de que se produjera la primera gran migración de huérfanos armenios al Líbano. ¿Lo sabías?
No hubo ninguna reacción por parte de mi padre, pero mi sobrina se desplazó sobre la cama y me cogió de la mano durante un momento.
—Escucha. Esta historia te gustará. Tu padre nació muy pequeño, diminuto como un ratón. Nadie pensó que viviría. Su madre, Lucine, o quizás Anahid, preocupada por su pequeño tamaño, lo llevó al barrio armenio de Urfa aprovechando su día libre. Habló con la gente, preguntó, suplicó, y al final la enviaron a ver a una gran adivina llamada Shoushan. Lucine rogó a Shoushan que la ayudara, pero no podía pagarle. La adivina dijo que no podía hacer nada si no recibía dinero a cambio, porque si corría la voz nadie volvería a pagar por sus servicios nunca más. Lucine juró que nunca se lo diría a nadie. «¿Crees que puedes salir de aquí sin haber pagado y sin que la gente note que has recibido algo gratis? —dijo la adivina—. No, no, todos intuirán que se ha recibido algo gratis. Debes pagarme algo. Deja que piense en una forma de pago alternativa. Espera aquí mientras rezo a la Virgen y le pregunto qué puedo cobrarte.»
Lina se sentó en la cama detrás de mí.
—Después de rezar, Shoushan preguntó: «¿Hay alguien en tu casa que haga calceta?». Lucine dijo que su señora solía tejer. Shoushan pidió a Lucine una de las agujas de hacer punto. Ese sería un buen pago. En sus oraciones, Shoushan había oído decir a la Virgen que en casa de Lucine residía un demonio que hacía calceta todas las noches. Shoushan podría aprovechar la aguja de tejer de ese demonio para varias cosas. ¿Sabía Lucine si el diablo poseía también una aguja de zurcir? Ése sería un regalo muy valioso. Shoushan podría usar la aguja de zurcir de un diablo para hacer magia. Lucine prometió llevarle una de cada.
Lina apoyó la cabeza en mi espalda. Noté el ritmo de su respiración, sólida y cansada.
—«Te contaré cómo lograr que tu hijo se convierta en un gigante —dijo Shoushan—, así que presta atención. Durante siete días y siete noches deberás bañar a tu hijo en vino caliente. Eso le nutrirá y le hará crecer. Pero hay más: calienta el vino echando en él una herradura candente. Eso le dará la sutileza del vino y la resistencia del acero. Después tendrás que refrescarlo colocándolo en la cáscara de una sandía que no esté madura. Su amargor le dará sabiduría. Vete ya, y asegúrate de traerme las dos agujas que me has prometido.»
»Lucine salió de casa de Shoushan, y en el camino de regreso encontró una herradura abandonada en la carretera. “Mi suerte está a punto de cambiar”, pensó. Aquella noche buscó vino, pero el doctor había pillado una borrachera y acabado con todas las reservas. Sacó al bebé al jardín, donde halló un cuenco que se usaba para macerar el vinagre. Puso ese líquido casi avinagrado en un mortero de piedra que servía para picar carne. Calentó la herradura al fuego, y cuando ésta adquirió un color rojo, la sumergió en el vino amargo. Y luego colocó al bebé sollozante en el mortero. Pero como no tenía ninguna sandía, ni madura ni no madura, lo enfrió a base de yogur frío.
Oí que Fátima profería una corta carcajada. Mi hermana movió la cabeza por mi espalda en señal de respuesta. Intenté hacer caso omiso del persistente pitido del monitor.
—La receta funcionó, desde luego, pero hasta cierto punto. Tu padre sobrevivió, pero no creció hasta alcanzar la talla de un gigante. Como todos nosotros, ni siquiera llegó a ser muy corpulento. No heredó la sutileza del vino, sino la volatilidad del vinagre. El yogur no le aportó sabiduría amarga, sino un talante agrio. Y la herradura pertenecía a una mula, no a un caballo: Lucine no supo distinguirlas. Así que logró conferirle la resistencia del acero, pero también la obstinación de las mulas. Ese es tu padre, y ése eres tú.
La luz del sol reptaba por el suelo. La habitación se iluminó, pero la cara de mi padre seguía macilenta. Respiré hondo.
—Tu padre me contó esa historia, una de las mejores de su repertorio, en mi opinión. También me explicó cómo naciste. ¿Quieres que te lo cuente? Me contó toda clase de cosas increíbles sobre ti. —Observé su rostro con la esperanza de percibir alguna reacción—. ¿Me oyes? —Cerré los ojos por un momento—. Sé tus historias.
Su pecho siguió subiendo y bajando de forma mecánica, sistemática.
—Y puedo contarte las mías. Si quieres.
Me paré, esperé.
—Escucha.
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