Capítulo 10

La portada de The Los Angeles Times informaba de la muerte de Elvis. Debajo del gran titular, «Nuevas inundaciones asolan el desierto», aparecía otro más pequeño: «Elvis Presley muere a los cuarenta y dos años; la leyenda del Rock ’n’ Roll». Yo leía el periódico del hombre situado delante de mí en la cola de la aduana del aeropuerto de Los Ángeles. La fila avanzaba con rapidez, ya que los agentes de la aduana se limitaban a echar un vistazo de compromiso a los pasaportes y a dejar pasar a todo el mundo. Cuando me llegó el turno, el encargado ni siquiera miró el pasaporte: me redirigió a otros dos agentes, un hombre y una mujer, que se hallaban detrás de una reluciente mesa metálica. El hombre, un tipo pelirrojo y con bigote que guardaba un inconfundible parecido con Porky, me pidió que dejara las maletas en la mesa. La mujer, más obesa que su compañero, señaló mi equipaje de mano. Sonreí, con cuidado de no enseñar los dientes. Mis dos dientes delanteros no encajaban. Porky empezó a registrar mis pertenencias, olisqueándolo todo. Estuve a punto de hacerme el gracioso y decirle que no había comida allí, pero me dije que lo más probable sería que no lo encontrara divertido.

—¿Cuál es el propósito de su visita? —preguntó la agente.

—Estoy de vacaciones. Es la primera vez que viajo a América. —Me anticipé a la siguiente pregunta y la respondí—. Mi estancia durará diez días. —Odiaba mentir.

Porky revolvía todo lo que mi madre había colocado con esmero. Se acercó otro agente de aduanas gordo, acompañado de un pastor alemán. El perro empezó a olerme. Me recordaba a Tulipán, que había muerto hacía poco de un infarto. Me agaché para acariciarlo.

—No toque al perro —ordenó Porky desde detrás de la mesa—. Coloque sus maletas en el carrito y sígame, por favor.

Mi párpado izquierdo temblaba esporádicamente. Lo tapé con discreción con la mano izquierda y seguí a Porky hasta un despacho pequeño, sin ventanas, en el que sólo había una mesa metálica y una silla de madera. El agente de aduanas del perro vino con nosotros. El pastor alemán husmeaba las maletas.

—No tengo nada que declarar —dije, nervioso, mientras Porky cerraba la puerta—. Lo juro.

Me apoyé en un pie y luego en el otro. Tenía la espalda húmeda de sudor. Los desconchones de la pintura blanca de la pared dejaban visibles trozos de cemento gris.

—Por favor, vacíe los bolsillos y déjelo todo sobre la mesa —dijo Porky con voz seca. En sus frases abundaba el «por favor», pero el tono no era amable en absoluto. Me temblaban las manos. Saqué un paquete de cigarrillos, un encendedor, la cartera, las llaves del apartamento de Beirut, dos púas de guitarra y unos chicles. El pastor alemán me olisqueó la bragueta. Su propietario se mantenía detrás, con los labios apretados.

—Quítese la chaqueta, por favor —dijo Porky, pillándome por sorpresa. Le di la chaqueta de cuero marrón. La retorció y la acercó al morro del perro—. Y los zapatos también, por favor.

—Son botas —dije—, no zapatos.

La precisión era importante. Eran unas botas de cowboy que me había comprado a propósito para este viaje. Hechas a mano nada menos. Hechas a mano en Texas, rezaba la etiqueta. Las había comprado a un vendedor ambulante de Beirut por setenta y cinco dólares. Eran de color marrón y tenían una serpiente cosida con hilo azul. No quería usar los mismos zapatos viejos en mi nueva vida en América.

—Por favor, quítese la camisa. —El sudor me resbalaba por el pecho. Deseé ser más grande, poseer un pectoral más impresionante—. Y los pantalones. —Porky y su compatriota registraron los tejanos: dieron la vuelta a los bolsillos delanteros, palparon los traseros, metieron el dedo en el bolsillito lateral para las monedas. El perro los husmeó—. Por favor, dé media vuelta y póngase de cara a la pared. —Apoyé las manos en la pared y me abrí de piernas, como si estuviera en un capítulo de Starsky y Hutch—. No, eso no hace falta. Limítese a bajarse los calzoncillos. —De repente Porky había adoptado un tono más amable. En su voz se advertía un deje de vergüenza—. ¿Podría separar las nalgas, por favor?

Tardé un instante en entender qué quería decir. Me lo imaginé, pero no estaba muy seguro de lo que significaba la palabra nalgas. Sentí su aliento en el ano.

—Gracias —dijo Porky, ahora en tono vacilante—. Ya puede vestirse.

Al salir del aeropuerto tomé un taxi. El crepúsculo daba un matiz uniforme al cielo parcialmente nublado. Soplaba un aire denso, cargado de partículas. Respiré hondo varias veces mientras el taxista metía el equipaje en el maletero. Su mano izquierda era más oscura que la derecha y tenía la parte superior de las orejas quemada por el sol. Me llevó por la primera autopista que pisé en América, la 405. Advertí que la calzada estaba húmeda.

Salimos por Wiltshire Boulevard y nos metimos en un atasco. El taxista soltó un improperio. Miré hacia el coche que llevábamos al lado, un Alfa Romeo Spider negro con la capota bajada. El conductor, vestido con una camisa de colores y unas gafas de sol Porsche, cantaba en voz alta la canción «Oh! Darling» de los Beatles, siguiendo el ritmo con movimientos de cabeza y tamborileando con los dedos sobre el volante. «Please believe me», canté yo también. En ese instante lamenté no haber traído la guitarra.

Yo no era un campesino de las montañas. No era la primera vez que veía un hotel. Había estado en el Plaza Athénée de París y en el Dorchester de Londres, pero ninguno de los dos me había preparado para la suntuosa extravagancia que se respiraba en el Beverly Wiltshire. El recepcionista, un chico más o menos de mi edad, se hallaba detrás del mostrador: su cabello tenía el color de la arena del desierto, sus ojos azules despedían un destello acogedor y su sonrisa mostraba unos dientes perfectos.

—Soy Osama al-Jarrat —dije—. Mi padre ya está aquí.

—Ah, le estábamos esperando señor al-Jarrat. —Su voz era dulce y expresaba seguridad—. Su padre nos encargó que le dijéramos que el grupo volvería sobre las nueve.

El «grupo» estaba formado por mi padre y el tío Yihad, a quienes les había dado por probar suerte en los casinos de Las Vegas. Habían decidido que me reuniera con ellos en Los Ángeles, donde podría buscar una universidad en la que estudiar. Beirut se volvía más agobiante. La guerra civil, que según todo el mundo debía durar sólo un par de meses, se había prolongado durante casi dos años y no se le adivinaba un final próximo.

El recepcionista me dio las llaves.

—¿No quiere ver mi pasaporte? —pregunté.

—No. Confío en usted. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Si al final resulta que no es el señor al-Jarrat, me habré metido en un buen lío.

Llevaba traje oscuro y camisa blanca, pero la corbata era amarillo limón, con diminutos Patos Lucas corriendo por ella. Le devolví la sonrisa.

—Soy quien le he dicho que soy.

—La suite dispone de dos plantas —dijo el botones al abrir la puerta. Entré delante de él, poniendo todo mi empeño en disimular lo abrumado que estaba—. En esta planta hay dos habitaciones y el dormitorio doble está en la de abajo.

Llevó las maletas hasta una de las habitaciones. Me quedé junto a la baranda y contemplé el salón del piso inferior. Una lámpara de lágrima de forma esférica colgaba del techo catedralicio hasta el piso inferior. Las cortinas, pesadas como telones de teatro, cubrían ventanas de dos pisos de alto y eran del mismo color y estampado que el papel de la pared: dorado y salpicado de estilizados pavos reales de cachemira azul grisáceo. La moqueta, que iba de pared a pared, era gruesa y de color verde aguacate. Lo estaba interiorizando todo cuando advertí que el botones seguía apostado a mi espalda.

—Oh, lo siento —dije mientras sacaba la cartera. El billete más pequeño que tenía era de cinco dólares. Me dio las gracias y se marchó. Un punto en contra del hotel. En el Plaza Athénée de París los botones y camareros cumplían con su cometido y se marchaban antes de que tuvieras tiempo de darles propina, lo que denotaba mucha más clase. Entré en la primera habitación: la misma moqueta aguacate y empapelado de color rosa oscuro con un gran estampado floral a conjunto con la colcha y las cortinas. El botones había dejado mi equipaje en esta habitación. El baño era de color amarillo y crema, con dos puertas que se abrían respectivamente hacia cada uno de los dos cuartos del piso superior. Crucé el cuarto de baño y pasé a la segunda habitación; creía que sería la de mi padre, pero en la mesita vi un Patek Phillippe, no uno de los relojes Baume et Mercier que él solía llevar. La colonia era Paco Rabanne, botella negra, lo que indicaba sin duda que allí dormía el tío Yihad: el aroma era demasiado intenso para los gustos de mi padre. Bajé la escalera y me dirigí al salón y al dormitorio doble. Me senté en la cama, acaricié la almohada y apoyé la cabeza. En general me encantaba aspirar el aroma que mis padres dejaban en la cama, pero en ésta percibí algo peculiar. Me incorporé, miré a mi alrededor y vi uno de los relojes de mi padre.

Salí al balcón de mi habitación con el periódico y me fumé un cigarrillo, seguro de que mi padre nunca me pillaría allí fuera. Contemplé Beverly Hills y América, el desfile de coches que recorrían el interminable bulevar. Anochecía. Las nubes del cielo se habían vuelto más ominosas, amoratadas. Me emocionaba la perspectiva de presenciar una tormenta de verano. Un rótulo de neón del edificio de enfrente marcaba setenta y tres grados con cifras de un rojo brillante. En Celsius veinticinco y algo, pensé.

Una vez más deseé haber traído la guitarra, pero no podía arriesgarme a que los agentes de inmigración sospecharan que mi estancia era algo más que una breve visita turística. En cualquier caso esperaba comprar una mejor en la nueva vida que emprendería en América. The Angeles Times anunciaba más lluvias para el jueves y temperaturas alrededor de los ochenta y cinco grados. Había publicidad de camisas de ejecutivos de chambray con un toque de clase. ¿Por qué sólo un toque? El secuestrador de un autobús había liberado a los setenta rehenes que mantenía retenidos en un área de servicio Bahaai, no muy lejos de Los Ángeles. Sentí el aire húmedo de una noche cálida, sofocante. Apagué el cigarrillo en el cenicero.

El fluorescente de la habitación del hospital emitía un zumbido molesto. Me había inmunizado contra él en el primer cuarto que ocupó mi padre, pero en esta segunda habitación llena de monitores, a la que Chapuzas le había trasladado a insistencia de mi hermana, el runrún se me hacía insoportable. Apagué la luz del techo y encendí la de la lamparita de pantalla plateada que había traído mi hermana. Me senté en la cama al lado de mi padre, le observé. Me obligué a mirarlo, a verlo como era. La imagen de una versión más joven de él mismo seguía impresa sobre su semblante. Tampoco estaba muy seguro de que esa versión fuera precisa. Mi padre solía comentar que se parecía a Robert Mitchum en el pelo, la nariz, la boca. «Soy su hermano», nos decía. En realidad no guardaba el menor parecido con el actor —ni en el pelo, ni en la nariz, ni en la boca—, pero no había quien le sacara esa idea de la cabeza.

Ahora tenía la piel floja y agrietada. La nariz no temblaba, las fosas nasales habían perdido movimiento: otro órgano ineficaz para añadir a la colección. Los párpados caídos, inmóviles; el cabello completamente blanco, incluso el de las cejas. Casi no tenía labios. Lo besé en la frente.

Qué negro tenías el pelo.

Debía alimentar sus oídos hambrientos, pero en su lugar rompí a llorar, sin el menor decoro y sin el menor ruido.

La culpa, aquel pequeño demonio, roedor y debilitador, ladrón de voz.

Desperté con un doloroso calambre en el hombro al oír entrar a Lina en la habitación.

—Deberías haber usado una manta y una almohada.

Brillaba una luz difusa, como si contemplaras el mundo a través de lentes de contacto empañadas. Lina se acercó hasta mi padre. Llevaba el pelo aplastado, no se había peinado al levantarse. La extraña luz temprana le confería un aire desamparado.

—¿Cómo está?

Se muere, quise decir. Parecía estar bien hace dos días, ¿o quizá tres? No había querido dormirme. Habría querido pasar la noche a su lado, ser accesible. Habría querido fascinarlo. Me hubiera gustado tanto.

Oí girar la llave en la planta de abajo, y tras asegurarme de cerrar las puertas del balcón descendí por la escalera de caracol para saludar a mi padre. El tío Yihad preparaba unas copas en el mueble bar.

—Osama —dijo él en voz alta. Le chispeaban los ojos y sus labios esbozaron una sonrisa deliciosa. Vertió agua en el whisky y consiguió beber un sorbo antes de que llegara hasta él. Me puse de puntillas para darle un beso en la mejilla. No es que fuera muy alto, pero con mi metro sesenta de estatura tenía que ponerme de puntillas para besar a casi todo el mundo. Arrugas de alegría surcaron su rollizo semblante. El traje azul le sentaba bien: la chaqueta desabrochada mostraba su gran barriga, como si se hubiera tragado una pelota de baloncesto. Oí a mi padre moverse por su habitación—. ¿Quieres beber algo? —preguntó el tío Yihad.

—Una Coca-Cola —dije mientras iba hacia el cuarto de mi padre.

Había una joven rubia de pie frente al espejo, pintándose los carnosos labios de un intenso color granate. Sonrió y guardó el pintalabios en el bolso, que estaba encima de la cómoda.

—Hola —dijo ella, al mismo tiempo que me tendía la mano—. Soy Melanie.

Mi padre salió del cuarto de baño, ocupado en subirse la cremallera del pantalón.

Noté la mano del tío Yihad sobre mi hombro.

—Tu Coca-Cola —me dijo.

—Elvis ha muerto —anunció mi padre en árabe.

Se sentó en el sofá con el whisky en la mano. En cuanto al pelo era lo opuesto de su hermano: su cabeza poseía una densa mata de pelo negro y rizado en la que podía perderse una moneda. Como concesión a Melanie, la extraña del grupo, se había puesto unas bermudas de color marrón y un polo Lacoste verde; de no haber sido por ella habría ido en calzoncillos y camiseta.

Miré de soslayo a Melanie y titubeé antes de responder, también en árabe:

—Ya lo sé. Lo he leído en el periódico.

Ni siquiera el atuendo occidental conseguía darle a mi padre un aspecto americano: era demasiado bajo, demasiado rechoncho. Cuando yo era pequeño, mi padre siempre quería que viera con él los combates de lucha libre que echaban por televisión. Antes de que empezara el combate mi padre elegía a un luchador al que apoyar y a mí me tocaba el otro. Nunca me dejaba escoger primero, ni elegir al mismo que él. Su hombre siempre ganaba.

—Elige al hombre que tiene cara de persona decente —decía él—. Los hombres decentes nunca pierden.

Como a mí siempre me tocaba el perdedor me entretenía comparando a mi padre, en calzoncillos y camiseta, con los luchadores de leotardos ceñidos. Mi padre tenía las pantorrillas flácidas de un hombre sedentario.

—Creí que estarías más disgustado —dijo él—. La muerte del rock and roll y todo ese rollo.

—No estoy disgustado. —Alcé la voz—. Me da igual que Elvis haya muerto. No me gustaba. Era viejo, gordo y estúpido. Ya era hora de que muriera.

Mi padre soltó un bufido.

—Mañana tenemos una reunión con el decano de ingeniería de la UCLA. —Seguía hablando en árabe, sin hacerle el menor caso a Melanie, que estaba sentada al otro lado de la estancia—. Dice que la matrícula para este otoño ya está cerrada, pero se quedó muy impresionado por tus notas y tu juventud.

Melanie leía la revista Time mientras se pellizcaba los labios.

—No es un juego de niños —dijo mi padre—. Esa entrevista decidirá tu futuro. ¿Lo entiendes?

—Sí, sí. Estoy listo.

—La reunión es mañana a las tres de la tarde —dijo él.

Cogió el periódico y se parapetó detrás de las páginas, señal inequívoca de que la conversación había terminado.

Melanie seguía tranquilamente sentada en una silla. Parecía joven, no tendría más de veintitrés años, pero sus maneras denotaban cierto aplomo. Era como una versión más mona de Nancy Sinatra, con pechos tan grandes que parecían a punto de reventar el escote de su ajustado vestido negro. El cabello rubio teñido le caía hasta los hombros. Se había depilado las cejas. Me dieron ganas de observarlas de cerca para ver si se las había afeitado y vuelto a pintar con lápiz marrón. Tenía la nariz respingona y la barbilla pequeña. Lo más destacable de su cara era el maquillaje. El pintalabios, aplicado sin medida, era demasiado oscuro para esa piel. El lápiz de ojos parecía cubrirle los párpados y la sombra de ojos era de tres tonos: malva, violeta y azul claro. Era lo contrario de mi madre, que se maquillaba con sensatez. Sabía que Melanie me estaba examinando tanto como yo a ella, pero en su caso lo hacía de forma más sutil.

El tío Yihad repostaba junto al mueble bar. Seguía vestido con el traje, aunque con el nudo de la corbata aflojado.

—¿Por qué ingeniería? —preguntó—. Hace un mes me dijiste que querías estudiar matemáticas.

Miré las muescas y protuberancias de su calva. El sudor se acumulaba en ellas, formando charquitos. Cada pocos minutos se pasaba el pañuelo por la cabeza, lo que servía para mitigar el brillo durante sólo un momento. Siempre que iban a jugar, mi padre besaba la cabeza del tío Yihad para que el gesto le trajera suerte.

—Me gustan las mates, tío. Se me dan bien. La ingeniería no es más que matemáticas aplicadas.

—¿Estás seguro de que eso es lo que quieres?

—Claro que lo está —le interrumpió mi padre desde detrás del periódico—. No puede ganarse la vida con una licenciatura en matemáticas.

Era casi la una de la madrugada, las once de la mañana en Beirut, lo que significaba que yo llevaba más de treinta y seis horas en pie, pero aún no estaba listo para acostarme. Me repantigué en la silla con el cerebro funcionando a toda máquina.

—Llueve a cántaros —dije en inglés con la esperanza de incorporar a Melanie a la conversación.

—No para de llover —comentó el tío Yihad.

—No es normal —dijo Melanie. Tenía una voz suave, melódica—. No en esta época. Los desiertos de California están sufriendo inundaciones. Ha llovido incluso en Las Vegas.

—¿Fue allí donde os conocisteis? —pregunté.

Acostado en la gran cama, con la luz apagada, me puse a pensar. Mi padre se había metido en su cuarto, con ella, y había cerrado la puerta. Hacía una noche húmeda.

La máquina de diálisis extraía la sangre de mi padre con un resoplido y la vomitaba de nuevo. ¿Una escena podía ser un déjà vu si se repetía de verdad? Era un día distinto. Salwa estaba sentada en la cama y cogía de la mano a mi padre.

—Esto no durará mucho —le decía ella—. Sólo tres cuartos de hora más.

Mi hermana, sentada en la butaca reclinable, se echó hacia atrás y se tapó los ojos con el antebrazo. El técnico narcolépsico tenía la cabeza apoyada en el pecho. Yo estaba a los pies de la cama, siguiendo la cuenta atrás en números rojos que aparecía en la máquina de diálisis.

Alguien llamó a la puerta. Desde mi ángulo de visión yo era el único que podía atisbar hacia el exterior y mi hermana me indicó con un gesto que echara a quienquiera que fuera. Al otro lado distinguí a una mujer bella de edad indeterminada, vestida con un extravagante abrigo de marta cibelina y tacones de aguja. Usaba un maquillaje denso pero elegante que daba a su rostro una blancura tan pura como la del pastel de haloumi. Su cabello, corto y ahuecado, estaba teñido de caoba brillante con mechas rubias trazadas con equidistante precisión. La reconocí después de que esbozara una sonrisa, infantil pero tremendamente picarona. Hacía alrededor de veinte años que no la veía.

—Nisrine —dije en voz baja mientras caminaba hacia ella. Me sorprendí llamándola por su nombre de pila. ¿Cuántos años tendría? Me besó, mejilla con mejilla, tres veces—. No creo que sea buena idea que entres. No le gusta que le vean cuando está enfermo.

Mantuvo la mano en mi mejilla.

—Sólo he llamado para asegurarme de que no había médicos.

Entró sin más y se detuvo como si se hubiera topado con una valla eléctrica invisible, como si estuviera cara a cara con la guadaña de la muerte. De sus labios salió un pequeño grito y su rostro se contrajo. La primera lágrima excavó un surco en el maquillaje. Nisrine se llevó la mano al ojo izquierdo y se quitó una lentilla con el dedo; luego hizo lo propio con la otra. Sollozó mientras sostenía las diminutas lentillas en la palma de la mano, como si fueran una ofrenda a los dioses del dolor.

Nisrine y Yamil Sadek se mudaron al tercer piso del inmueble posterior al nuestro en 1967. Al poco tiempo se habían labrado la reputación de ser la pareja más popular del barrio. Ella era guapa, ingeniosa y coqueta, y él era un borracho con gracia. Pocos recordaban que ella fuera madre de tres hijos, ya que en contadas ocasiones se la veía con ellos en público. Eran todavía menos los que podían resistirse al encanto de ese marido deforme y mentiroso compulsivo. El capitán Yamil era el único hombre del barrio al que yo podía permitirme el lujo de mirar por encima del hombro, tanto en sentido figurado como literal. Era más bajito que muchos niños pero sin llegar a ser enano. Su barriga siempre parecía a punto de estallar. Se extendía el poco pelo que tenía en las sienes como si fuera una sábana, hasta lograr cubrirse la calva. Y para colmo no era capitán.

En torno a él circulaban una legión de historias, pero ninguna tan famosa como sus repetidos fracasos a la hora de ser ascendido a piloto. Él se aseguraba de que todos le llamaran capitán Yamil. Era el copiloto más entrado en años de la aerolínea y había suspendido todos los exámenes de capitán, pero nadie lo habría dicho a tenor de sus palabras. Según sus historias, había salvado a vuelos enteros de desastres seguros y los pasajeros le habían dedicado cartas larguísimas en las que detallaban su gratitud. Hablaba del respeto que suscitaba entre los demás capitanes, que le pedían clases de vuelo. Ninguno de sus oyentes le creía, pero todos fingían hacerlo.

Un día vino a almorzar a nuestra casa. Como regalo trajo una botella de whisky escocés metida en una caja amarilla que mostraba imágenes de caballeros prósperos y bien vestidos.

—Este whisky se llama House of Lords —anunció—. Lo fabrican expresamente para la realeza y nobleza británicas. Un miembro del Parlamento británico, que es además el mejor amigo de la reina, me lo dio a probar en mi último viaje a Londres.

Esta fue la única ocasión en que alguien puso en evidencia su mentira en público. Mientras se servía el almuerzo, el tío Yihad se acercó al supermercado Spinney’s y regresó en menos de media hora con otra caja amarilla de aquel whisky barato. Tras dejarla sobre la mesa declaró que la propia reina se la había regalado, aunque con una condición.

—La reina me dijo, en su perfecto acento británico por supuesto, que me quería y me consideraba digno de un whisky tan refinado, pero que esta magnífica bebida sólo debía servirse al mejor de los hombres, al mayor de los amigos.

Y, después de decir estas palabras, le sirvió un vaso al capitán Yamil.

Sin embargo era la joven esposa del capitán la que se aseguraba de que la pareja fuera invitada a todos y cada uno de los eventos que se celebraban. Era una mujer que amaba la buena vida, brillante, aunque sin pecar de un exceso de cultura o de sofisticación. En el fondo era una suní inculta de Trípoli muy consciente de que, si quería sobrellevar su paródico matrimonio y medrar en la vida, tendría que confiar en su encanto y en su agudo ingenio. Y desde luego medraba. En cualquier reunión los hombres la asediaban como moscas. Ella los divertía, les tomaba el pelo, los camelaba. Contaba los chistes más verdes y los cuentos más obscenos y divertidos. Era la única mujer que podía reducir a nuestro miliciano particular, Elie, a la figura de un adolescente trémulo: la devoraba con los ojos e intentaba con todas sus fuerzas disimular su excitación cada vez que la veía pasar. Ella y el tío Yihad establecieron una alianza basada en la admiración mutua. Se sentaban en un rincón y se burlaban del resto del mundo. Él le preguntó una vez por qué se había casado con aquel marido cuando habría podido encontrar un partido mejor. Ella le contestó que había sido un error atribuible a su juventud: el capitán Yamil se había plantado en la puerta de su casa montado en un coche deportivo; ella se dejó deslumbrar por el uniforme de piloto. Él le habló de volar, de cómo se sentía cuando surcaba los cielos, de la libertad, la gloria, la huida de la vida mundana. Ella soñaba con alfombras mágicas.

Un día el tío Akram cometió el error de insinuar a mi padre y al tío Yihad que se había acostado con Nisrine. En una fiesta nocturna que se daba en el balcón de nuestra casa, mientras Nisrine fumaba de su hookah con delicadeza, mi padre le dijo:

—Nisrine, querida, Akram va diciendo por ahí que se ha acostado contigo.

Ella dio un respingo y casi se ahoga: el humo le salía de la boca como la erupción súbita de un geiser de las montañas. Un destello de gozo puro apareció en los ojos castaños del tío Yihad.

—Eh, Akram —gritó ella desde el otro lado del balcón—. Acércate y entretenme durante un minuto.

Él se apresuró a acudir a su llamada, cual niño que es sacado a la pizarra por su profesora favorita.

—Dime, cielo —susurró ella—. Me he enterado de que vas contando por ahí una historia estupenda, y ya sabes lo mucho que me gustan. —Sonrió, parpadeó varias veces y dio una profunda calada a la hookah. Luego le echó el humo en su ávida cara con la pericia de una mujer fatal—. Me han dicho que has follado conmigo y quiero saber si estuve bien.

Me serví un vaso de zumo de uva frío mientras mi padre leía el periódico matutino. Melanie ya estaba vestida con un traje veraniego de color verde claro. Se hallaba junto a los ventanales.

—Parece que el tiempo se está aclarando —comentó ella—. Al final tendremos un buen día. Tal vez podamos ir a dar una vuelta.

—¿Adónde vais? —pregunté.

—De tiendas —dijo mi padre—. Debería comprarle algo a tu madre.

Mientras mi padre entraba en su habitación para vestirse, yo me senté y telefoneé a mi madre. Se me había olvidado llamarla en cuanto llegué, como le había prometido. Ella tenía ganas de hablar.

—Ya te echo de menos. —Asentí con un gruñido—. ¿Estás seguro de que sabrás cuidarte solo? —Miré a mi alrededor—. ¿Me llamarás una vez por semana? —Vi cómo Melanie encendía un Kool con filtro y se tomaba el café. Usé la palabra «mamá» para que le quedara claro con quién estaba hablando. Melanie dio media vuelta a la silla y se cruzó de piernas—. No me importa la edad que tengas. Siempre serás mi niño. —Una mancha de pintalabios apareció en el filtro. Melanie usó el dedo anular para desprender la ceniza en un gesto dramático—. No sé lo que haré aquí sin ti. —Volutas de humo le salían de los labios. El pintalabios de aquella mañana era de color rosa—. Eres el único hijo de tu madre.

Cuando colgué Melanie me brindó una sonrisa exploratoria.

—¿No eres un poco joven para ir a la universidad?

—Es que soy de lo más listo.

—Ya lo veo.

Su risa incorporaba una mueca muy poco atractiva.

Mi padre quería ir a Rodeo Drive en el Cadillac de alquiler. El tío Yihad prefería caminar, ya que estábamos cerca. El portero propuso que usáramos el coche del hotel, que nos dejó en Giorgio’s, a dos manzanas de distancia. Para cualquier transeúnte, los cuatro debíamos formar un grupo variopinto, una especie de batiburrillo familiar.

El vendedor se concentró en mi padre y pasó del resto. Debió de ser por el traje de Brioni. Mi padre expuso lo que quería. El vendedor, un joven atractivo que parecía normal de cintura para abajo pero cuyo torso se inclinaba hacia atrás formando un ángulo casi antinatural, tenía el brazo izquierdo cruzado sobre el pecho mientras con el derecho parecía palpar una sarta de perlas imaginaria. De repente apuntó a mi padre con ambos índices.

—Tengo algo que puede ser perfecto —exclamó, y salió a toda prisa. Le perdimos de vista. Volvió provisto de un montón de telas de colores subyugantes: rojos, verdes musgo, amarillos que iban del limón al ocre. Las dejó en el mostrador y extendió una—. Chales de cachemira. Irresistibles para cualquier mujer —dijo, mientras su mano dibujaba un gran arco y alisaba la tela—. Sólo tiene que elegir el color.

—¿Qué opinas? —preguntó mi padre. Yo no estaba seguro de a quién se dirigía la pregunta, si a Melanie o a mí.

Di un paso adelante y palpé la tela imitando el gran arco del vendedor.

—Este es precioso.

—Yo también lo creo —convino Melanie.

Mi padre revolvió el montón y entresacó un chal de un intenso color siena.

—¿Crees que a tu madre le gustará? —Asentí. Él entregó el chal al vendedor. Mi padre siguió mirando, escogió otro verde azulado y lo elevó ante los ojos de Melanie—. Y me llevaré este también —añadió.

Melanie se sonrojó.

—Quiero que sepas algo —dijo mi padre en árabe—. No es una prostituta.

Balbucí algo ininteligible. No sabía qué decir.

—No le pago. —Tenía la mirada puesta en el rincón más alejado de la tienda.

—De acuerdo. —Yo miraba hacia el rincón opuesto.

—Quiere ser cantante. No te sé decir si es buena o no. No comprendo esta música. Canta a todas horas, así que escúchala y dime qué opinas.

Empezaba a lloviznar. El tío Yihad llevaba una botella de colonia y silbaba una tonada libanesa. Escogió un pañuelo amarillo chillón y se lo echó sobre el hombro izquierdo mientras observaba el efecto en el espejo de cuerpo entero. Melanie se dedicaba a examinar un vestido colgado de una percha; sus dedos palpaban la tela.

—¿Por qué no te lo pruebas? —sugirió mi padre.

—Le ama —comenté por encima de los rumores que llenaban la habitación.

Mi hermana se había llevado a Nisrine a la sala de espera. Fátima había vuelto y había reclamado para sí la butaca de mi hermana. Los dígitos rojos de la máquina de diálisis que marcaban la cuenta atrás la hipnotizaban tanto como a mí. Veintidós minutos, trece segundos. Salwa seguía con la mano de mi padre entre las suyas.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella.

—Es evidente. Nisrine le ama —contesté—. No se puede fingir una reacción así. Verla me ha partido el corazón.

—Sí —dijo ella—. Durante un tiempo fueron amantes.

—No —le espeté—. No. Sólo daba esa impresión porque a ambos les encantaba coquetear.

Mi sobrina se limitó a mirarme; las cejas formaban sendos signos de interrogación en su cara.

—¿Tú cómo puedes saberlo? —proseguí—. Ni siquiera habías nacido. —Me falló la voz—. No puede ser. Él la cortejaba delante de mi madre. Nunca lo habría hecho si hubiera habido algo de verdad entre ellos. Eran amigos.

Fátima alzó los brazos con gesto de resignación y suspiró.

Salwa me miró con los mismos ojos de mi madre: castaños y grandes. Con voz serena afirmó:

—Ella fue una de sus múltiples amantes.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —pregunté, en una voz mucho más débil que la suya—. No digo que no te crea, pero te basas en lo que dice Lina.

—Pagó el colegio de su hijo mayor. Lo sabes.

—Por supuesto —dije—. Eran amigos de la familia.

—Ya basta, Osama —saltó Fátima, en un tono lo bastante elevado para despertar al técnico—. Fíate de nuestra palabra. Si quieres que te dicte una lista de todas sus amantes, lo haré. Quizá ya es hora de que charles con tu hermana y comparéis notas.

En el balcón Lina se llenaba los pulmones de humo. Observé las líneas rectas que dibujaban los tejados de los edificios.

—¿Cómo es posible que no sepas que tuvieron un lío? —preguntó Lina.

Ambos contemplábamos el pedazo tranquilo del Mediterráneo que asomaba entre dos edificios.

—Por Dios, Osama. Sabes que se acostaba con otras mujeres. No pudiste estar tan ciego. ¿Por qué crees que ella terminó abandonándolo?

—Lina, por favor, no soy idiota. Él nunca me ocultó su talante mujeriego. Estaba orgulloso de ello. Sólo digo que no creo que se acostara con Nisrine. No sé por qué. Con ella no.

Lina se apoyó en la barandilla y dio otra calada.

—¿Por qué con ella no?

—No lo sé —mascullé—. Tal vez porque era amiga de la familia. Tal vez porque mamá la conocía. Tal vez porque todos la conocíamos. No sé.

Estiró el brazo y me atrajo hacia ella. Le quité el cigarrillo de la mano y me fumé la mitad de una ruidosa calada.

—Mala educación —dijo ella.

—Sí, eso es —repliqué con brusquedad—. Habría sido una muestra de mala educación. Ni más ni menos, coño.

Sentí su temblor antes de oírla reír: fue una carcajada sincopada. Tardé unos segundos en unirme a ella. Apagué el cigarrillo con demasiada fuerza y el extremo reluciente cayó a la calle.

—Joder, no puedo creerlo —dije.

—Pues, joder, así fue.

—Pero en algo te equivocas —reflexioné—. Ella no sólo le dejó por sus adulterios. Lo sabes. No fue sólo eso. —Me agarré con ambas manos a la baranda del balcón y respiré hondo—. Él tenía esa forma de mirar a las mujeres con las que coqueteaba, una cualidad expresiva, casi diría que graciosa. Era como si les pidiera con los ojos que confiaran en él, que le contaran sus historias.

—Sus ojos nunca me invitaron a compartir nada con él —manifestó ella.

—Ni a mí tampoco.

Nos sentamos en el comedorcito anaranjado, mi padre, Melanie y yo, a la espera de que el tío Yihad terminara de ducharse. Mi hermana había llamado y, como era habitual, se había dedicado a tomarme el pelo. Me dijo que mi madre me añoraba tanto que había ido a comprarse una hortensia; así ahora ya nadie notaba mi ausencia. Mi padre fumaba, leía el periódico y bebía café. Emitía un gorgoteo con cada sorbo.

—Tenemos que preocuparnos de tu alojamiento —dijo él—. ¿Dónde piensas vivir?

—No sé. En los dormitorios de la residencia de estudiantes quizás. —Eché un vistazo a mi alrededor—. O quizá me quede aquí. Es lo bastante grande para mí.

—Esto no es nada en comparación con la suite de Las Vegas. Teníamos una piscina en la habitación.

—Es verdad —añadió Melanie.

—¿En una habitación de hotel? ¿Para qué? ¿Os bañasteis?

—No —replicó mi padre—. ¿Por qué iba a bañarme en una piscina?

—No lo sé. Supongo que si hay una en la habitación es para que nades en ella.

—Menuda bobada.

Aplastó el cigarrillo en el cenicero y cogió el periódico.

—Papá, no tienes ni pizca de imaginación.

Melanie tuvo que contener las ganas de reírse. Mi padre dobló el periódico.

—¿Por qué no salís los dos a bailar esta noche? Idos a una discoteca y divertiros. ¿Cómo se llama ese sitio del que nos hablaste?

—My Place —dijo Melanie—. Es el sitio más in del momento.

—¿Quieres que vayamos a bailar? —pregunté, para cerciorarme de haberlo entendido bien.

—Sí, salid y pasadlo bien. No me apetece ir a una discoteca. Mis oídos no lo resistirían. A vosotros os gusta la música, chicos. Salid de fiesta esta noche.

El tío Yihad apareció silbando una polca y siguiendo el ritmo con los pies en la escalera. Vaciló por un instante con aspecto inquieto y su rostro se quedó lívido. Dio la sensación de que le faltaba el aliento, pero se trató sólo de una breve interrupción de la polca, un hipido musical. Bajó la escalera con paso animado. Mi padre se levantó.

—Vamos, que si no llegaremos tarde a la entrevista.

En la sala de espera mi primo Hafez se inclinó hacia mí y me musitó al oído:

—Debo verlo. En serio.

Sus ojos vidriosos expresaban súplica y me miraban con la misma devoción que si yo fuera un santo y él viviera sólo para obtener mi bendición. ¿O era la de mi padre?

—Se lo preguntaré a Lina.

—No, por favor. Sabes que no me lo permitiría. —Dejó caer la mano sobre mi rodilla, como hacía mi padre siempre que reclamaba mi atención—. Te lo pido.

Era como si le viera por primera vez. Hola, soy tu primo Hafez. Nos hemos criado juntos y hemos pasado horas, días, semanas y meses en compañía mutua, pero no tienes ni idea de quién soy. Permíteme que me presente. Se suponía que sería tu gemelo, pero…

Hafez titubeó durante un segundo antes de cruzar conmigo la puerta de la habitación. Mi hermana le sonrió. Señalé el balcón con la cabeza y Lina comprendió. Hizo gestos de necesitar un cigarrillo y se levantó; deslizó en silencio la puerta corredera del balcón y salió al exterior.

Hafez y yo éramos como un estudio de contrastes: yo con zapatillas Nike, téjanos y una camiseta de la UCLA; él con traje y corbata y mocasines italianos. Mi pelo alborotado pedía a gritos un buen corte, el suyo estaba pulcro y engominado. Se parecía más a mi padre de joven de lo que yo me había parecido nunca. Aunque sólo nos llevábamos seis semanas, él era un padre de familia con tres hijos adolescentes mientras que yo no era más que un adolescente rebelde. Siempre fue más de la familia que yo.

Se paró a los pies de la cama, el espacio que había sido mío.

Parecía al borde del llanto pero aún no se dejaba llevar. Contempló a mi padre como si quisiera decirle algo, o como si esperara que éste hiciera las paces con él.

—Creo que su corazón está fatigado —susurró. Respiró hondo. Se mantenía lo más cerca posible sin llegar a tocarlo—. Nunca me imaginé que se nos iría antes que mi madre. Ella ha pasado buena semana, con toda la familia reunida para el Eid al-Adha, pero en cuanto Mona vuelva a Dubai y Munir a Kuwait empezará a empeorar. Ellos…

Se calló. Sus mejillas enrojecieron y cerró los ojos. La única razón por la que su hermano y su hermana no habían vuelto a sus respectivos hogares en el Golfo era que pronto habrían tenido que regresar al Líbano para el funeral de mi padre.

El campus de la UCLA era como una ciudad. Las clases aún no habían empezado, pero el campus ya estaba lleno. Mi padre dio a Melanie un par de cientos de dólares para que se entretuviera en la tienda de estudiantes. El departamento de ingeniería ocupaba un edificio entero. El tamaño de su decano era proporcional al lugar: medía un metro noventa y cinco y era grandullón; del almidonado cuello de su camisa asomaba una doble papada. Se presentó como: «Decano Johnson, pero llamadme Fred».

—Tengo entendido que eres un joven brillante —dijo el decano. Parecía jovial y amable, una persona agradable con una expresión alegre y traviesa en su cara rolliza.

—Los exámenes se me dan bien. —Tenía muy buen ojo para las preguntas de respuesta múltiple.

—¿Ya has pasado los SAT? —Se repantigó en la silla.

—Sí. Todo está en el expediente.

Fue a coger la carpeta y hojeó los papeles.

—¿Obtuviste una puntuación de mil seiscientos? —preguntó, de forma retórica, supuse.

—Tuvimos que llevarle al British Council a que se examinara de GCE —dijo mi padre—. No estábamos seguros de que hubiera bachilleres este año, debido a la guerra.

—Es impresionante —dijo Fred, moviendo la cabeza—. Ojalá hubierais venido a verme un poco antes. La matrícula ya lleva tiempo cerrada. —Seguía observando mis notas—. ¿Te has planteado estudiar en otra universidad? —preguntó, sin apartar los ojos de los papeles—. Espera. No contestes a eso. Deja que haga una llamada.

Se levantó y salió del despacho.

Mi padre, el tío Yihad y yo no cruzamos una sola palabra durante la ausencia del decano, como si cualquier sílaba pudiera desencadenar la maldición del yinni. Pero entonces el tío Yihad se levantó de la silla, fue hacia mi padre e inclinó la cabeza. Oí el chasquido de los labios de mi padre al posarse sobre la calva del tío Yihad. Un beso de buena suerte.

El decano volvió a entrar en el despacho, con manifiesta excitación. Apoyó ambas manos en la mesa y se inclinó hacia mí.

—Quizá pueda hacer algo, pero antes tengo que formularte unas cuantas preguntas. ¿Estás seguro de que la UCLA es la universidad que más te conviene? ¿Has pensado en lo que podemos ofrecerte?

—Sí. Me gusta la escuela. Me gusta Los Ángeles.

—Y tu país anda sumido en una guerra, ¿no?

—Sí —respondí, no muy seguro de adonde quería ir a parar.

—UCLA es ahora tu única oportunidad para proseguir con tu educación, ¿no es así? UCLA te proporcionará un ambiente tranquilo donde puedas sacarte un título y continuar con tu excelente expediente académico. ¿Cierto o no? —Asentí—. Bien. Entonces está hecho. —Se rio con ganas—. Necesito que hagas algo, jovencito. Me gustaría que rellenaras un formulario de matrícula para la universidad. Tiene que ser ahora mismo, para que pueda llevarlo a la oficina de admisiones antes de que cierre. Eso también incluye una redacción. ¿Crees que puedes hacerlo ahora mismo? —Volví a asentir—. Bien. Josephine te acompañará a un despacho vacío y podrás poner manos a la obra. Yo me quedaré con tu padre, hablando de logística.

—¿Podré tomar clases de música? —pregunté.

Oí suspirar a mi padre.

El decano me miró perplejo.

—No es habitual que los estudiantes de ingeniería tomen clases de música.

—¿No debería serlo? —pregunté—. En la Edad Media los departamentos de música y matemáticas estaban unificados. No se podía estudiar lo uno sin lo otro. En realidad se complementan. Fue algo que se mantuvo hasta el siglo pasado. La separación de la música y las matemáticas ha sucedido en fecha reciente.

—No te hace ninguna falta estudiar música —intervino mi padre en tono severo—. Ya le has dedicado bastante tiempo. No vamos a seguir discutiéndolo.

—Rellenar el impreso de matrícula puede llevar algún tiempo —explicó el decano a mi padre—. Pueden esperar aquí o podemos buscar un taxi para el chico cuando acabe, lo que más les convenga.

—¿Está seguro de que puede garantizarnos el ingreso? —preguntó mi padre.

—No, seguro no. Pero el decano de admisiones está deseoso de echar un vistazo a su expediente, y eso es buena señal. Lo sabré enseguida. En cualquier caso, aquí está el impreso. —Me pasó varias hojas de papel—. Sal a ver a Josephine; ella te encontrará un espacio tranquilo para que puedas rellenarlo.

Le di las gracias y me dispuse a salir.

—Recuerda —dijo él—: incluye todo lo que hemos hablado en la redacción. Y no menciones esa teoría de la música y las mates, ¿de acuerdo?

Mientras cerraba la puerta oí que mi padre expresaba en voz baja:

—Sólo es un poco inmaduro a veces. No siempre.

Antes de que me condujera al lugar tranquilo, pregunté a Josephine dónde estaba el servicio de caballeros. Entré, eché una meada, me hice una paja y di un par de caladas al cigarrillo. La redacción que escribí versaba sobre mi teoría de la combinación de la música y las matemáticas, e incluí hasta un gráfico temporal.

Acababa de salir de la ducha cuando el tío Yihad abrió la puerta del cuarto de baño desde su habitación. Me tapé con la toalla. Empezaba a odiar la idea de un baño con puertas que daban a dos habitaciones distintas.

—Cualquiera diría que es la primera vez que te veo desnudo —dijo él mientras me anudaba la toalla alrededor de la cintura.

Inclinó la botella de colonia y vertió un par de gotas sobre su cabeza.

—También yo te he visto romper botellas de perfume —repliqué. Él se rio.

El tío Yihad solía contar la historia de un loro, la mascota de un mercader de aceites y perfumes. Durante años el loro entretuvo a clientes con cuentos y anécdotas. Una noche un gato persiguió a un ratón hasta el interior de la tienda, lo que asustó al loro. Voló de estante en estante y en su nerviosismo fue rompiendo botellas. Cuando volvió el mercader, propinó al loro un golpe tal que le arrancó de cuajo las plumas de la cabeza. El loro calvo se pasó varios días cariacontecido hasta que una mañana un hombre sin cabello entró en la tienda y el ave gritó alegremente: «¿Qué? ¿Tú también has roto alguna botella de perfume?».

El tío Yihad se lavó las manos, produciendo una gran cantidad de espuma.

—Creo que el decano está muy impresionado.

Se dirigía a mi imagen reflejada en el espejo.

—Sí. Supongo que me admitirán. —Me sequé con una segunda toalla—. Mi padre quiere que lleve a Melanie a bailar.

—Me lo ha comentado. Me parece buena idea. Está convencido de que pasas mucho tiempo estudiando y leyendo. Melanie se divertirá y a ti te sentará bien.

—Es él quien debería llevarla a bailar.

—No es de los que bailan.

Me observó el pecho; es probable que se preguntara por qué aún seguía allí. Fui a mi cuarto y me puse la camiseta de la UCLA que me había regalado Melanie.

—¿Dónde se conocieron? —pregunté.

—En la mesa de bacarrá.

—¿Se ha parado a pensar por un momento que es casi de la misma edad que Lina?

—Eh —dijo él, regañándome con el dedo índice alzado—. No quiero que vuelvas a decir algo así. Ni siquiera que lo pienses.

Se plantó ante mí en mi habitación, su cara roja expresaba enfado. Por alguna razón parecía agotado.

Fumadora empedernida, Lina ya había dado cuenta de tres cigarrillos en el balcón. Con un gesto significativo, el de cruzarse la garganta con el dedo índice, me indicó que me librara de Hafez. Tal vez hubiera salido de la habitación, pero en espíritu permanecía dentro.

—He oído que has dado una vuelta por el viejo barrio —dijo Hafez—. Estos días yo también voy de vez en cuando, para no olvidar. Puedo llevarte al piso donde vivíais si te apetece.

—Podría ser interesante.

—¿Por qué no tocas el oúd para él?

Vacilé, sorprendido.

—Hafez, hace unos treinta años que no toco el oúd.

Entonces le llegó el turno de asombrarse.

—¿Por qué? Lo hacías muy bien. ¿Qué pasó?

—Me pasé a la guitarra hace mucho tiempo y luego dejé de tocar. Me aburrí.

—No lo entiendo. —Su voz se elevó por encima del susurro. Se le veía más animado—. Todo el mundo te envidiaba. La familia solía comentar lo bien que tocabas. ¿Cómo puede uno aburrirse de la música? A mí no me habría pasado. —Me sonrió y sus ojos recobraron un poco de brillo—. Supongo que debo irme, quiero ver cómo está mi madre. Llámame si te entran ganas de volver al barrio. —Di con él los cuatro pasos que nos separaban de la puerta—. Yo habría seguido tocando si hubiera tenido tu talento —dijo—. Sí, estoy seguro.

Aquella noche mi hermana y yo estábamos en la habitación del hospital. Ya habían bajado las luces del pabellón. Ella se acurrucó en la butaca y yo me senté en el suelo, con la espalda recostada en la cama. Me rozó con el pie, una, dos veces. Vete a casa. Vete a casa. Le cogí el pie con ambas manos, hice presión con los pulgares sobre el talón.

—Hafez no es el único que se llevó una decepción cuando dejaste de tocar —dijo ella—. Creo que no te he perdonado. Nadie lo ha hecho. Cuando Salwa era niña, solía contarle historias de lo fantástico que eras. Ella nunca ha podido oírte tocar. Intentó aprender oúd, pero no se le daba bien. También debería echarte la culpa de eso.

—Échamela. —Le pellizqué el pie—. Sólo toqué de pequeño.

—Y tengo que admitir que la guitarra no despertaba en mí el mismo entusiasmo.

—Pues fuiste tú quien me hizo aprender.

Estiró el brazo para coger la botella de agua de la mesita.

—Puedo contarte una extraña anécdota sobre Hafez. Si quieres, claro.

—Por supuesto. Los cotilleos avivan el fuego de mi alma.

—Ja. Bien, ¿por dónde empiezo? Durante los últimos seis o siete años, Hafez ha estado desapareciendo unas cuantas tardes por semana. Lo sabes, ¿no? Le juró a su mujer que no la engañaba, pero no le quiso contar lo que hacía, ni a ella ni a nadie. Yo sabía que no la engañaba: el gilipollas adúltero es Anwar, no él. Pero nadie sabía en qué andaba metido. En fin, hace unos años, Fátima decidió un día que le apetecía ir al zoco de Trípoli, como si fuera una turista, para mezclarse con la gente normal. Consiguió arrastrarme y allí estábamos, en el mercado dorado, cuando le vimos. Hafez llevaba una guía turística del Líbano en inglés, con la cubierta hacia fuera para que todo el mundo la viera. Intentaba aparentar asombro y fascinación, miraba a su alrededor como si lo estuviera visitando todo por vez primera. Justo cuando iba a llamarle, una mujer se acercó a él y le dijo, en inglés: «Bienvenido al Líbano». Se le iluminó la cara, como si se hubiera tragado el sol, la luna y todas las estrellas. Entonces nos vio y se puso rojo como un tomate maduro. Nos dio una explicación, después de hacernos jurar que le guardaríamos el secreto. Resultó que su pasatiempo favorito era hacerse pasar por turista y pasear por diversos lugares. Solía hacerlo sobre todo en Beirut, pero también visitaba otros enclaves típicos del Líbano. Caminaba por el lugar con una guía en las manos en un intento desesperado de ser visto como alguien distinto.

Retazos de luz recorrían la moqueta de color aguacate. Había dormido mucho. No oí ruido alguno abajo. Descorrí las cortinas: hacía un día magnífico, de luz clara y despiadada.

Me puse las bermudas y las gafas de sol, y salí al balcón a fumar el primer cigarrillo de la mañana. Me dejé caer en la silla, regodeándome en el calor del sol, y tarareé «California Dreaming».

All the leaves are brown. —Sentí una ráfaga fría de pánico. Me sobresalté y escondí el cigarrillo detrás de la espalda. Melanie se asomaba por la puerta del balcón: iba en pantalones cortos y llevaba las gafas prendidas del sujetador del biquini; traía una bandeja provista de una cafetera y dos tazas—. Perdona, no quería asustarte, pero pensé que quizá te apetecía un café. Se han ido de compras. —Su sonrisa tenía un regusto áspero—. Puedes sacarte el cigarrillo del culo.

No me quedó más remedio que reírme.

Ella se sentó y sirvió el café para los dos. La parte superior del biquini apenas le cubría los pezones.

—Por cierto, no tenemos que ir a bailar si no te apetece. Podemos irnos al cine y decirles que hemos ido a la disco.

—Lo que pasa es que no soporto esos sitios —dije—. Nunca voy a discotecas.

—Entonces decidido. —Encendió un cigarrillo—. ¿Y qué te gusta hacer? ¿Qué hacías los viernes por la noche en Beirut?

—Ponía bombas, disparaba a transeúntes desde los balcones, esa clase de cosas. —Ella casi se atragantó con el café de tanto reír, y al final soltó aquel bufido raro—. La verdad es que solía quedarme en casa o reunirme con algún amigo. Tocaba la guitarra. Me colocaba.

—¿Te apetece colocarte esta noche? —Me examinó con la mirada.

—Desde luego.

—En la ciudad tengo un amigo al que podemos ir a ver. Tiene una colección de discos fantástica y una hierba que te mueres. Pasaremos la noche allí. Es un camello decente. Todos los estudiantes universitarios necesitan uno como él.

Me repantigué en la silla y apuré el café. Miré sus manos, de manicura perfecta. Iba mucho menos maquillada. Admiré su atractivo perfil: el mentón pequeño pero anguloso, la nariz europea, breve y respingona. La de mi madre no podía competir con ésa: era fina, aunque larga y curvada como el pico de un pájaro. Mi madre era célebre por su belleza, pero se trataba de un estilo totalmente distinto.

—¿Alguna vez piensas en mi madre? —pregunté.

—No la conozco.

Contemplé el cielo diáfano, de un azul muy distinto al del cielo del Líbano.

Cuando mi padre y el tío Yihad entraron en el salón, Melanie estuvo a punto de fastidiar la sorpresa. Iba de un lado a otro como una niña de tres años que se ha metido un chute de azúcar: era incapaz de borrar la sonrisa de la cara. Llevaba mallas negras y una chaqueta tejana sin mangas que le llegaba a las pantorrillas. Yo estaba sentado en el gran sofá, de cara a la puerta, con el pie derecho cruzado sobre la rodilla izquierda, dándome aires de importancia. Mi padre empezó a adivinar que pasaba algo fuera de lo normal.

—Estáis delante de un alumno de UCLA —anuncié.

La cara de mi padre reveló una expresión de alegría pura. Cruzó la estancia de un salto, me cogió en brazos y me elevó por encima de sus hombros. Grité, incapaz de contener el júbilo. Melanie no paraba de saltar. Estuvo a punto de abrazar al tío Yihad, pero se contuvo en el último momento.

—Estoy muy orgulloso de ti —dijo mi padre desde abajo.

—Pues bájame —dije, sonriente. Lo hizo, pero me abrazó con la fuerza de un oso. Tuve que zafarme de él porque no me dejaba respirar—. Ha llamado el decano Johnson. Me han admitido. Puedo instalarme en la residencia de estudiantes el lunes y las clases empiezan el miércoles.

—¿Has llamado a tu madre?

—Sí, ya se lo he dicho. Tenemos que pagar la matrícula el lunes, papá.

—De acuerdo. Abriremos una cuenta corriente. Y aquí tienes esto. —Me dio una tarjeta American Express expedida a mi nombre—. Es una tarjeta de la empresa. Úsala sólo en caso de emergencia. ¿Lo entiendes? Te daré una paga mensual. Quiero que anotes todos los gastos y quiero ver un resumen detallado cada mes. Quiero saber adónde va a parar cada centavo.

Vacilé, pero me dije que no habría mejor ocasión para sacar el tema.

—Quiero comprar una guitarra, papá.

—Ni hablar. Se acabó eso de las guitarras. Ya te lo dije en Beirut. Estás aquí para estudiar. No quiero volver a oír ni una palabra más sobre el tema. Búscate otra afición.

—Pero, papá, se me da muy bien. Tengo que ensayar.

—No protestes, y no hay guitarra.

Mike, el amigo de Melanie, vivía en un estudio de Pico Boulevard, al oeste de Los Ángeles. Mientras recorríamos el pasillo abierto, distinguí el resplandor azulado de las televisiones que centelleaba detrás de las cortinas corridas y oí la risa enlatada típica de las telenovelas. Fonzi regalaba su buen humor desde la pantalla con «Hey». Todos los apartamentos daban a una flamante piscina. Melanie llamó a una puerta que tenía un número siete de bronce pulido. Abrió Mike; iba con un bañador gris, una camiseta azul y chanclas rojas. Era alto y musculoso, con el cabello negro y ondulado, un poblado bigote, largas y densas patillas y unas gafitas amarillas de montura metálica que se apoyaban en una nariz de ave rapaz. Una cicatriz blanca como el mármol le surcaba el cuello.

—Tú debes de ser Osama. —Su voz era dos veces más potente que la mía—. Melanie me ha hablado mucho de ti.

Un cachorro de pelo color canela se abalanzó sobre Melanie en cuanto ella cruzó el umbral. Ella gritó, a punto de tropezar, y abrazó al perro.

Bobsie —dijo ella en el mismo tono con que se habla a un bebé—, sigues siendo el perrito más mono del mundo, ¿a que sí?

El apartamento tenía moqueta verde aguacate, una versión barata de la del hotel. En una pared lucía un grabado de Patrick Nagel provisto de un elaborado marco. Me senté al lado de Melanie en un sofá Herculon amarillo verdoso. Se inició una charla intrascendente. ¿Me gustaba América? La tierra de los grandes, los altos y las dentaduras perfectas. ¿Tenía muchas ganas de vivir en Los Ángeles? Más que de pasarme todas las noches en los refugios antiaéreos de Beirut.

Melanie abrió una caja de zapatos que había sobre la mesita de mimbre trenzado.

—Huele —dijo mientras me acercaba a la nariz una ramita de marihuana—. Material de primera.

—El olor es genial, pero seguro que no es tan bueno como el hachís. En Líbano esto lo tiramos. El hachís es el polen. —Al volver a sentarme casi derribé una lámpara cromada.

—Pues lo que es yo no tengo la menor intención de tirar esta hierba. —Mike sonreía mientras se dirigía al tocadiscos para poner un disco de Al Di Meola.

Melanie lio un porro usando un artilugio decorado con motivos de barras y estrellas. Lo encendió y me lo pasó.

—Esta mierda es buena.

La primera calada fue directa a mi cabeza. Acaricié al perro, que se subió de un salto al sofá y apoyó la cabeza en mi regazo.

—Le caes bien —comentó Mike.

—Tuve un perro maravilloso. Se llamaba Tulipán y murió de un infarto hace un año.

—Tu padre me comentó que lo había atropellado un coche —dijo Melanie.

—No, no. Tuvo un infarto. Yo me fui a las montañas y Tulipán se quedó con mis padres en Beirut. La guerra estaba en pleno apogeo, y el ruido lo asustó tanto que le dio un ataque. Me supo muy mal no haber estado allí cuando murió. Pero papá se ocupó de todo.

Di otra calada; estaba colocado, pero no lograba relajarme del todo. En el sofá había unas monedas. Mike echó unos nachos en una fuente de vidrio azul: fue la primera vez que probé la comida mexicana.

—¿Vivías en el mismo Beirut? —preguntó Mike entre una calada y otra—. ¿En plena guerra?

—Sí. Incluso me dispararon en un par de ocasiones. Es de locos. No os imagináis cómo es.

Sonrió mientras liaba otro porro.

—Me lo imagino. Di tres vueltas por Vietnam.

No estaba seguro de haberlo oído bien. Ya estaba colocado y me sentía en las nubes.

—¿Dices que te reclutaron tres veces?

Melanie me miraba con una mueca algo repulsiva. Después de pasarme el segundo porro, se levantó y se puso a bailar sensualmente al ritmo de la música.

—No, me reclutaron sólo una vez. —Mike se tumbó en la silla, con las piernas abiertas—. Volví un par de veces más. —Parecía tan colocado como yo. Observé sus musculosas piernas.

—¿Por qué hiciste eso? —farfullé.

—Pues no lo sé, la verdad. —Volvió a ponerse las gafas, se las quitó, echó el aliento en los cristales y los limpió con la camiseta. Melanie desapareció detrás de la cortina de cuentas que conducía a la cocina y volvió con una cerveza y una Coca-Cola en cada mano. Me mostró las dos y escogí la Coca-Cola. Mike se quedó con la cerveza—. ¿Quién sabe por qué elegimos lo que elegimos? —dijo él mientras se inclinaba para abrirme la lata de Coca-Cola—. Tal vez porque la vida allí parecía algo más real que lo que había cuando regresabas a este mundo. —Esbozó una sonrisa amable—. ¿Estás bien? ¿Quieres algo?

Sonaba «Tubular Bells», pero yo no me había percatado de cuándo habían cambiado la música. Mike decía algo que sonaba como: «Toca Campamento de Fuerzas Especiales». No tenía muy claro que me gustara la música, a pesar de que la había oído numerosas veces antes. «La batalla de la Drang.» La mano izquierda de Mike me daba un masaje en el cuello.

—Beirut también debió de ser terrorífico. —Arrugas minúsculas aparecieron en su frente—. Sexo y muerte, muerte y sexo, o viceversa. —Me puso otro porro en los labios con la mano derecha y le di varias caladas—. Patrioteros rifles automáticos M-60.

Empecé a ver la cabeza de Linda Blair rotando sobre sí misma y no pude reprimir la risa. Intenté disculparme ante Mike, pero no conseguía dejar de reír. ¿Cómo podía haber olvidado mi padre la muerte de Tulipán? Me dijo que lo sostuvo en brazos mientras sufría el infarto. Me pregunté si podría perdonárselo. El grabado de Nagel era feo. Me pregunté si alguien en el mundo tenía un original. Bebí un sorbo de Coca-Cola y me llevé un puñado de nachos a la boca. Uno de los cojines tenía un estampado geométrico que me mareaba. Intentaba discernir si se trataba de un estampado negro sobre un fondo blanco o viceversa. Dejé caer la cabeza hacia atrás, miré hacia el techo de color queso. Levanté la cabeza enseguida.

—He pensado en Hendrix y me he acojonado —dije en voz alta. Estaba solo.

«Tubular Bells» se repetía. En el cuenco de vidrio quedaban unos cuantos nachos. Empujé el cuenco hasta que se cayó de la mesa y se rompió.

Melanie salió del dormitorio. Iba abrochándose la falda y cojeaba con un zapato puesto y el otro en la mano.

—Es medianoche —dijo en tono animado—. Mejor será que no lleguemos muy tarde.

Mike apareció detrás de ella vestido sólo con calzoncillos.

Me levanté mientras Melanie se retocaba el pintalabios y se arreglaba el pelo frente al espejo.

—Ha sido un placer conocerte —dijo Mike.

Me fui sin contestar.

Melanie condujo el Cadillac hasta el hotel. Bajé el espejo interior y me miré en él.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

—Sí —mentí—. ¿Crees que tengo los dientes feos?

—No, no son feos. Si te lo parecen, puedes arreglártelos, pero yo los encuentro monos…, incluso sexy.

—No lo bastante sexy como para que te acuestes conmigo —dije, con la vista puesta al frente. Noté su vacilación—. No te preocupes —añadí—. Tampoco quiero acostarme contigo.

—Ya lo sé —dijo ella, con voz tímida y firme—. No se me había ocurrido que quisieras.

Mi hermana me hablaba en un susurro tranquilo sobre nada en concreto y al poco rato se le apagó la voz. Incluso dormida se la veía tensa, con el aliento entrecortado. Me incorporé despacio del suelo. Mis lumbares y tendones de corva protestaron con un gemido. Rodeé la cama hacia mi padre. Daba la impresión de que su cuerpo fuera sufriendo un proceso de implosión gradual, como si la piel macilenta fuera devorando sus entrañas poco a poco: su cuerpo acabaría desplomado sobre sí mismo en cuanto se hubiera terminado la comida.

Yo tenía la esperanza de que, cuando me llegara la hora, todo sucediera de un modo súbito y rápido, como en el caso del tío Yihad. No como mi padre, y no como mi madre.

Cogí la mano de mi padre y le acaricié el cabello seco, deseando con todas mis fuerzas imaginar un acto reflejo, una señal de que reaccionaba al contacto. Quería creer. Me agaché para darle un beso en la frente y mi camisa rozó el tubo ventilador. Sentí ganas de agarrar una barra de hierro y destrozar la máquina a golpes. La cólera patética de la impotencia.

Seguí rezando para distinguir cualquier signo de movimiento en mi padre. Incliné la cabeza para que quedara en su línea de visión, con la esperanza de que mi rostro conocido y mal iluminado le supusiera algún consuelo.

Una vez, cuando tenía ocho o nueve años, mis padres me llevaron a Londres en lo que era mi primera visita a aquella amenazadora ciudad. Mi madre había querido pasear por Hyde Parle. Mi padre, que nunca comprendió por qué la gente seguía caminando décadas después de que se hubiera inventado el automóvil, se ofreció a acompañarnos con la excusa de que no le apetecía quedarse solo en el hotel. Cruzamos las puertas giratorias del vestíbulo y nos vimos azotados por una inmensa ola de transeúntes. Mi madre volvió a entrar en el hotel al instante, pero mi padre se mantuvo allí, fascinado. Me cogió de la mano y observó cómo un mar de piel pálida le rodeaba. Por un momento pareció desorientado, y luego sonrió y dio los buenos días, en libanés, a un hombre con traje que pasaba. El hombre sonrió y le contestó, también en libanés. Inclinó la cabeza hacia delante y la palma de su mano se posó en su corazón en un gesto exagerado. Me saludó con un asentimiento de cabeza y siguió su camino. Aquel rostro libanés, desconocido y a la vez familiar, había amarrado a mi padre. Contento de nuevo, entramos otra vez juntos en el hotel.

El tío Yihad no contestó cuando llamé a la puerta del cuarto de baño. Di la vuelta para ir hacia su habitación, aún aturdido y recién levantado. No estaba allí. Golpeé su puerta del baño y luego probé a abrirla. No estaba cerrada con pestillo. El tío Yihad estaba sentado en el inodoro, con los pantalones del pijama en los tobillos, la cabeza gacha y los ojos fijos en un punto de la moqueta. El baño olía a mierda. Reprimí las ganas de gritar. Corrí hacia él, y le sacudí por el hombro. Su piel estaba fría al tacto. Retrocedí. Me agaché para verle la cara. Sus ojos estaban inertes. Le busqué el pulso en la muñeca. No había. Rompí a llorar en silencio. Temblando, salí del cuarto de baño hacia el pasillo anaranjado y me agarré a la baranda metálica para sostenerme en pie. Mi padre estaba sentado abajo, tomando café y leyendo el periódico. Tenía enfrente a Melanie, ya vestida y maquillada.

—Papá —dije con voz distorsionada—. El tío Yihad está muerto en el cuarto de baño.

Levantó la vista con aire de incredulidad. Vi cómo se le alteraba el semblante poco a poco; sus ojos se volvieron más blancos, se le desencajó la mandíbula. Subió corriendo la escalera seguido de Melanie. Los dejé pasar. Oí sollozar a mi padre. Nunca lo había visto llorar, nunca lo había visto tan destrozado. Se arrodilló en el suelo y meció al tío Yihad en sus brazos. Yo no entendía ni una palabra de lo que decía mi padre. Me quedé en la puerta, en estado de shock. Mi padre no paraba. Lloraba, y el sonido reverberaba en el cuarto de baño. Entre sollozos, mi padre besó la calva del tío Yihad. Melanie, con las mejillas llenas de lágrimas, intentaba en vano calmarlo. Yo ya no reconocía al hombre que tenía delante. Llamé a mi madre.

—Escucha —dijo ésta—. Pásame a tu padre. Luego vete a su cuarto y busca en su bolsa de viaje. Dentro encontrarás una caja de pastillas. Coge un Valium y dáselo. ¿Me has entendido?

En el cuarto de baño Melanie abrazaba a mi padre, que a su vez abrazaba al tío Yihad. Acerqué el teléfono del baño a mi padre y observé cómo sus rasgos empezaban a sosegarse. Bajé corriendo y volví con el tranquilizante. Mi padre asentía a las instrucciones de mi madre. Me pasó el aparato. Mi madre me dijo que lo acostara, que ella volvería a llamar en diez minutos, cuando hubiera hablado con la dirección del hotel.

Melanie y yo ayudamos a mi padre a descender la escalera, sus brazos apoyados en nuestros hombros. Lo metí en la cama y lo tapé con la colcha. Melanie corrió las cortinas y dejó la habitación a oscuras. Le acaricié la cabeza, como tantas veces había visto hacer a mi madre. Se durmió enseguida.

Volví a comprobar el estado del tío Yihad. No quería que nadie le viera desnudo, con los pantalones del pijama bajados. Cuando entré en el cuarto de baño me tapé la nariz y tiré de la cadena.

—¿Quieres que lo llevemos a la cama? —preguntó Melanie.

Asentí. Le estaba subiendo el pantalón cuando me percaté de que tenía el culo sucio. Se lo limpié con una toalla húmeda. Sentí náuseas de nuevo.

Intenté levantar al tío Yihad por los hombros mientras Melanie hacía lo mismo por los pies, pero pesaba demasiado. Terminamos arrastrándolo despacio. La moqueta se empeñaba en bajarle los pantalones, exponiendo sus genitales a la luz. Cuando por fin lo colocamos en la cama yo sudaba a mares. Lo tapé con el edredón y le cerré los ojos. Su piel ya tenía un tacto áspero.

El tío Yihad solía contarme una historia iraquí que trataba de a qué muertos había que llorar.

Al parecer el gran califa Haroun al-Rashid viajaba entre su gente cuando se topó con una mujer sollozante. Le preguntó entonces cuál era la causa de tan amargo dolor y ella le contó que lloraba la muerte de su amado hijo que acababa de fallecer. Él le preguntó qué hacía su hijo cuando vivía. La mujer le dijo que su buen hijo trabajaba para mantenerla, porque eran pobres. Ahora ya no tenía a nadie que cuidara de ella, nadie que le diera de comer.

—No llores más —dijo el califa—. Te regalaré una mula de carga. Trabajará para ti y te ayudará a sobrevivir. Ya no echarás de menos a tu hijo. Vivirás con la misma comodidad que antes.

Haroun al-Rashid prosiguió su camino y se encontró con otra mujer que lloraba frente a la tumba de su hijo. El califa le hizo la misma pregunta:

—¿A qué se dedicaba tu hijo cuando estaba vivo?

—¿Mi hijo? Solía dar fiestas para nobles y hombres de buena reputación. Les servía los ágapes más deliciosos, los entretenía con las melodías más dulces y regalaba sus oídos con las mejores historias. Terminado el banquete los acompañaba a caballo, haciéndoles compañía hasta que perdían de vista su tienda.

—Llora pues, madre de tan especial hijo —dijo el califa—. No contengas las lágrimas, ya que nadie, y menos aún yo, puede consolarte ni compensar una pérdida de tal magnitud.

Y Haroun al-Rashid se unió a su llanto.

Me senté en la cama, deshecho en lágrimas, y acaricié la cabeza del tío Yihad. Llamó mi madre. En el mismo momento en que me decía que alguien del hotel vendría a la habitación oí que llamaban a la puerta. Mi madre se había puesto en contacto con Air France y había reservado un billete con destino a Beirut para mi padre. Melanie condujo a tres hombres trajeados hasta el cuarto del tío Yihad.

—Lo único que te pido es que subas a tu padre en ese avión esta tarde —dijo mi madre—. Eso es todo. No te preocupes de nada más. Una vez haya embarcado, la gente de Air France se asegurará de que llegue hasta aquí, pero necesito que lo subas al avión. Cuando el médico y el forense hayan hecho su trabajo, el hotel repatriará al tío Yihad a Beirut. Ocúpate de tu padre. Puedes quedarte en la habitación hasta que te traslades a la residencia de la universidad. Ya está arreglado.

—Lo subiré al avión —prometí.

Vi que entraban más hombres en el cuarto del tío Yihad.

Los amortiguados pasos sonaban raros, más silenciosos que las suelas de goma de las enfermeras. Fátima asomó la cabeza por el umbral de la puerta y atisbó hacia el interior de la habitación. Su melena suelta le enmarcaba la cara. Sonrió y entró de puntillas, con dos almohadas y una manta en un brazo y los zapatos de tacón alto en la otra.

—¿Cómo has entrado? —susurré.

—¿Qué quieres decir? Me limité a entrar. Te esperé en casa y al final me dije, a la mierda: no pienso dejar que duermas en el suelo.

—Pero no deberíamos estar aquí. No podemos meter una cama ni nada parecido.

—Entonces deberías haber vuelto a casa. Y Lina también —susurró ella.

Dejó los zapatos y la ropa de cama junto a la butaca, donde mi hermana roncaba suavemente.

Fátima desapareció hacia el pasillo y volvió con una camilla.

—Si la usamos de mesa para comer también podemos dormir en ella. Desde luego no pienso dormir en el suelo. —Fátima cogió las almohadas, las ahuecó y se tumbó en la camilla—. Ven aquí.

Me subí a la camilla y me tendí a su lado. Me rodeó con los brazos y me rozó el cuello.

—Tu collar se me está clavando en la espalda —expresé en voz baja.

Ella le dio un giro de ciento ochenta grados.

—¿Mejor así?

—Llevar puesto un collar de esmeraldas para venir aquí es absurdo.

—Ya lo sé, pero es el collar que más le gusta a tu padre de todos los que tengo. Siempre me elogiaba por él. Pensé que tal vez, ya sabes, si…

Doblé la ropa del tío Yihad y la guardé en su maleta. Repasé la habitación centímetro a centímetro y peiné cada rincón para asegurarme de no dejarme nada.

Melanie y yo hicimos la maleta de mi padre mientras él estaba sentado, cataléptico, en un rincón. Me arrodillé ante él y le cogí la mano. Tardó un rato en mirarme.

—Debo vestirte —le dije—. Te vas a casa.

Me aseguré de ponerle una camisa de algodón fino. Dudé entre darle sus zapatos de hebilla favoritos o los mocasines, que resultarían más fáciles de quitar durante el vuelo. Opté por los de hebilla, ya que la apariencia era algo fundamental para mi padre. Llevaba puesta su mejor corbata, con doble nudo.

—Ya sabes cómo localizarme —dijo Melanie—. Sólo tienes que llamar a Mike. Siempre sabe dónde encontrarme. Si alguna vez necesitas algo… —Su voz se apagó.

Llevé a mi padre hasta el aeropuerto en la limusina del hotel. Esperé hasta que llegó una representante de Air France para acompañarlo. Cuando ella intentó pasarlo por el detector de metales él se negó a soltarse de mi mano.

—Quiero acompañarlo —dije—. Hasta que suba al avión.

Cuando vino la azafata para escoltarle hasta su asiento, me levanté y lo abracé. Él osciló ligeramente sobre sus talones, pero mantuvo los brazos caídos. Contemplé cómo el Jumbo se elevaba en el aire, llevándose consigo a mi padre.

* * *

Fui al Guitar Center de Sunset antes de regresar a la suite del Beverly Wiltshire. Con la American Express me compré una Gibson J2.00, la guitarra más cara que pude encontrar, el mismo modelo que usaba Elvis.