Capítulo 3
Fátima se vistió para efectuar su entrada en la ciudad. Se cubrió los cabellos con un pañuelo de pura seda roja, que sujetó en la frente con una diadema de oro. Del cuello le colgaban perlas de lapislázuli, sobre el pecho derecho prendió un pequeño broche de gemas, y siete pulseras de plata rodeaban su brazo izquierdo. Se ciñó el cinturón trenzado en la cintura y se cercioró de que sostenía la espada con firmeza. Entonces se puso la túnica gruesa, que ocultaba todo su cuerpo.
Ya había terminado de vestirse cuando Yawad salió de la tienda de Jayal. Avergonzado por haber quedado en evidencia, se sonrojó y fue a decir algo, pero sólo consiguió balbucear algo incomprensible.
—Veo que ya has elegido —dijo ella—. Me complace saberlo. Tu pretendiente empezaba a gustarme y me habría dolido tener que alejarlo de nosotros.
Y nuestros tres viajeros cruzaron las puertas de Alejandría. La casa de Bast se hallaba en el extremo norte de la ciudad, sobre un estuario. La curandera estaba fuera, arrojando comida al agua. Los peces salían a la superficie, con la boca abierta, y capturaban los trozos de pan antes de que éstos tocaran el agua.
—Os esperaba antes —dijo Bast, sin volverse, todavía enfrascada en dar de comer a los peces.
—Hemos sufrido un retraso —explicó Fátima.
—Un retraso que despachaste con eficacia. Reconozco que fue hábil, pero arriesgado. No te será tan fácil superar todos los obstáculos. Tendrás que dar más de ti.
Cuando se quedó sin pan, se sacudió las manos y se dio la vuelta.
—Eres más bella de lo que esperaba y es de suponer que tu belleza aún aumentará con el tiempo. Sigúeme, deja a los amantes fuera. No tardaréis en separaros y será mejor que no oigan mi consejo.
—¿Por qué? —preguntó Jayal, pero la desatenta curandera ya había iniciado el camino hacia su casa.
—¿Es de fiar? —preguntó Yawad.
Fátima alzó la mano izquierda para acallarlos y siguió a la curandera hacia sus dominios.
—¿Así que Afreet-Yehanam es un juguete en tus manos? —preguntó Bast—. Eso es todo un alarde. Siéntate. Siéntate.
Señaló una zona donde había varios lugares en los que sentarse. En la chimenea ardía un débil fuego, pero sin dar calor, ya que no hacía frío ni fuera ni dentro.
—Los hombres son unos crédulos.
—Cierto. Pero también es cierto que los alardes son peligrosos. Siempre se cobran su precio. Y ahora, querida, ¿qué me has traído?
—Un mechón del cabello de mi señora, a la que le gustaría dar a luz un hijo sano e inteligente.
Desconcertada, la curandera negó con la cabeza.
—¿Por qué me has traído un mechón del cabello de la mujer? Eso no me sirve de mucho. Es el padre quien determina el género de su descendencia, mientras que los rasgos son cosa de la madre. Necesitaría un mechón del cabello de él para comprender el problema, y el de ella habría proporcionado la solución. Deberías haberlo imaginado. Pero no pongas esa cara, querida. No voy a dejar que una mujer tan llena de recursos como tú vuelva con las manos vacías; también yo soy una mujer hábil.
Se puso de puntillas y rebuscó en los pequeños armarios que colgaban del techo.
—Tengo algo que no he usado desde hace mucho tiempo.
Se agachó detrás de la mesa y Fátima dejó de verla, aunque sí oyó que arrastraba objetos pesados y el agudo maullido de un gato que salió corriendo.
—Oh, Cleopatra, ¿cómo iba a saber que estabas por aquí? Estas cosas tienes que avisármelas. —La curandera reapareció, completamente erguida. Apoyó la barbilla en una mano y posó los ojos en el techo—. Tengo que recordar dónde lo guardé. Ah, claro, qué tonta soy. —Cogió un largo cucharón de madera y uno de los frasquitos de cristal que había en la mesa, y se dirigió hacia Fátima—. Levanta, querida, por favor.
Bast apartó el gastado cojín que cubría el barril donde Fátima se había sentado y quitó la tapa. Removió el contenido con el cucharón y sumergió el frasquito en el barril.
—Tu salvación —dijo la curandera, levantando el frasquito, que aparecía ahora lleno de un líquido ambarino—. Toda mujer que se beba esto antes de que hayan pasado siete horas de la coyunda concebirá un varón sano. Te advierto que no se garantizan otras cualidades, eso queda en manos de los padres.
Selló el frasquito con un tapón de corcho y extendió la mano. Fátima sacó un dinar de oro de su pecho y se lo dio.
—¿No hay regateo? —preguntó Bast.
Fátima enarcó las cejas en un gesto árabe de negación.
—¡Qué pena! ¿Y necesitas algún consejo más?
—No me hallo en condiciones de buscar marido, señora —replicó Fátima—, ya que sólo soy una esclava, y no deseo tenerlo por el momento.
—Ah, los maridos son lo más buscado entre las que vienen a verme. Me perdonarás, pero ahora debo apaciguar a mi gata Cleopatra o esta noche no me dejará dormir. —Bast se apartó y se detuvo—. Tu humildad revela arrogancia, Sitt Fátima, pero no importa: pronto aprenderás. Deberías haberme pedido consejo, pero te lo daré de todos modos. Levanta, Fátima, y márchate enseguida. El tiempo es esencial. A lo que debes enfrentarte, debes enfrentarte sola, u otros resultarán heridos. Abandona tu ciudad natal. No es momento para que vuelvas aquí. No seras esclava durante mucho tiempo si tomas las opciones acertadas, y las opciones acertadas siempre son las más difíciles.
Tomó aire, bajó la cabeza, miró al suelo y luego volvió a fijar sus ojos en Fátima, que ya no reconocía a la mujer que tenía delante. El cabello de la curandera empezó a soltarse, y destellos y chispas surcaron el aire que rodeaba su cabeza.
—Muéstrame la mano —ordenó Bast.
Fátima dio un paso hacia ella, pero la curandera la detuvo con un gesto.
—Detente. Muéstrame la palma de tu mano. —Fátima levantó la palma de su mano izquierda y Bast retrocedió—. La mano de Fátima. Vete ya, rápido… Y ten valor.
Y los tres viajeros salieron de Alejandría a toda prisa.
—¿No podríamos haber pasado el día para ver la ciudad? —preguntó Yawad—. Me parece una lástima. Nunca había estado en otra ciudad que no fuera la mía. Jayal dice que los chicos de Alejandría no usan calzones.
—Es cierto —dijo Fátima—. Pero no podía entretenerme. Debemos apresurarnos.
Cabalgaron casi sin descanso durante siete días, hasta haber cruzado la mayor parte del Sinaí. Durante siete días Fátima sintió que la maldición la seguía, pero no dijo nada al respecto. Oyó que la tierra latía al mismo ritmo que su corazón. Entraron en los desiertos de Palestina.
—No podemos seguir a este ritmo, Sitt Fátima —dijo Yawad—. Los caballos tienen que descansar. Debemos reducir un poco la marcha o ninguno sobrevivirá, ni nosotros tampoco.
Fátima accedió de mala gana. Acamparon antes de que se pusiera el sol. Y ella esperó.
Fátima oyó voces subterráneas que la llamaban. Oyó el rumor ronco antes de que lo hicieran los amantes, antes que las bestias de carga. Percibió el temblor bajo sus pies y, como si las plantas de sus pies tuvieran oídos, oyó hablar a la arena: «Vengo a por ti, Fátima. Fátima».
Relincharon los caballos. El ruido se hizo más fuerte; la tierra tembló. Huyeron los camellos. Dos yeguas sueltas los siguieron. Yawad parecía inmerso en una lucha interna. Su instinto le indicaba que debía intentar capturarlos, pero estaba petrificado. Las mulas se quedaron inmóviles. Aquella quietud —fue sólo un momento de inequívoca tranquilidad, sólo un instante— precedió a la explosión de la tierra. Entre Fátima y los dos amantes se abrió un agujero del que brotaba un cálido fuego amarillo. Las llamas centelleaban, pero no cambiaban de color. Eran poco naturales, como gigantescos matojos de anémonas. Apareció una inmensa cabeza azul, con cabellos de fuego. El yinni los miró con sus tres ojos rojos y gruñó, mostrando unos dientes afilados como dagas.
—Salvaros —gritó Fátima a Yawad y Jayal.
Pero ella se quedó inmóvil.
El fétido hedor que emanaba del yinni podría haber ahogado a un niño: olor a huevos podridos tiempo ha, a basura putrefacta y a carne descompuesta. Cientos de cuervos picoteaban entre sus dientes en busca de comida. Entraban y salían volando por su nariz, pero la cabeza era tan grande que parecían moscas. Los pellejos de siete rinocerontes le cubrían las vergüenzas. Un collar de cráneos humanos le colgaba hasta el ombligo, dándole dos vueltas al cuello, como si fuera una sarta de perlas. Por el hueco de entre sus piernas, ella pudo ver cómo huían Jayal y Yawad.
—Así que… ¿debo convertirme en un juguete para ti? —Su voz salía, lenta y sibilante, goteando como melaza amarga.
Ella aguardó a que Yawad hubiera desaparecido detrás del muslo del yinni antes de contestar.
—Le ofrezco mis más sinceras disculpas, señor. No pretendía faltarle al respeto. Eso se dijo para eludir una muerte segura. Estábamos entre la espada y la pared. No tuve otra opción.
—Fue un alarde —gritó él, con una fuerza que lo sacudió todo en kilómetros a la redonda.
—Fue una bobada. Cualquiera puede deciros que no sois el juguete de nadie. Miraros. Sois tan imponente y poderoso, mientras que yo no soy más que una doncella indefensa. ¿Quién creería mis palabras?
—Calla. —Su voz estuvo a punto de derribar a Fátima—. ¿Crees que tu ingenio te salvará también esta vez? —Abrió las manos, y de ellas saltaron diez uñas rojas, diez espadas, todas tan altas como la propia Fátima—. Quiero oler tu miedo, mujer. Soy Afreet-Yehanam. —Hinchó el pecho azul—. Tiembla.
—Se me ha olvidado cómo hacerlo.
Ella desenvainó la espada y la sujetó con firmeza.
Él se rio. El yinni sacudió las uñas del índice y del pulgar, y ella se alejó, se cambió la espada de la mano derecha a la izquierda y corrió hacia su atacante. Pero él era Afreet-Yehanam. Como quien no quiere la cosa, le dio un golpe con el pulgar y le cercenó la mano. Ella cayó de rodillas. Miró su mano izquierda, que yacía en el suelo aún aferrada a la espada. De su muñeca manaba sangre. La taponó con la mano derecha. «Levántala por encima del corazón —recordó—, levántala por encima del corazón.» ¿Serviría de algo?
—Tiembla —dijo él.
—Mátame.
Él se encogió de hombros. Levantó un dedo. Ella cerró los ojos. Oyó el ruido del metal chocando contra el metal. Abrió los ojos. Yawad estaba a la espalda del yinni, espada en mano.
—¿Acaso hoy es el día de los tontos? —preguntó el yinni—. ¿Debo sufrir el ataque de los insectos?
Jayal llegó corriendo y se interpuso entre Yawad y el yinni, que añadió:
—Sí, no cabe duda de que hoy es el día de los tontos moribundos.
Levantó el brazo, con sus cinco dedos-espada listos para atacar.
—Parad —gritó Fátima—. No tenéis nada contra ellos. Es a mí a quien queréis.
—Éste trató de atacarme por la espalda. Debe morir. Ambos deben morir.
—Dejadlos en paz. Mirad al chico. Acaba de encontrar el amor. Miradle a los ojos. No pongáis fin a su felicidad. Tened compasión, sire. Justo empieza a vivir. Matadme a mí, no a ellos.
El yinni reflexionó sobre la situación. Levantó un brazo hacia los cielos. Los cuervos volaron hasta posarse en sus uñas letales. Con un brusco movimiento se libró de los pájaros, que salieron disparados hacia el cielo vacío como jabalinas. Cuando hubo bajado el brazo, anunció:
—No mataré a los amantes.
Los cuervos iniciaron el descenso, volaron como si fueran una bandada de palomas negras.
—Ni tampoco pondré fin a tu vida, ya que no eres digna de que te mate.
Cogió la mano de Fátima del suelo polvoriento donde yacía y usó la espada como mondadientes, luego se pasó la lengua entre los dientes emitiendo un ruido atronador, degustando el sabor de su boca y chasqueando los labios.
—Habéis empezado a aburrirme. Esperaba una batalla mejor. Será mucho más divertido oír cómo intentas explicar que tu juguete te dejó sin mano. —Se encaminó hacia el cráter del suelo—. Será mucho más divertido ver cómo avanzas manca por tu indigna vida. —Entró en el agujero—. Si te consideras digna de morir a mis manos, ven a mi mundo y reclama la tuya. —Ahogó una carcajada mientras su cabeza descendía—. Estoy seguro de que hallarás el modo de abrirte camino hasta tu juguete.
Yawad, sudoroso por el ejercicio y los duros rayos del sol, corrió a ver el brazo de Fátima. Rasgó la manga de su propia camisa y la anudó en torno de la muñeca sangrante. Empezó a romper la otra manga, pero Fátima le detuvo. Se subió las pulseras más arriba del brazo. Cuando ya no pudo subirlas más, se encargó Jayal. Las pulseras sirvieron de torniquete.
—Tenemos que irnos —dijo Jayal—. Tal vez no te encuentres en condiciones de moverte, pero no hay otra opción.
—El yinni podría volver —añadió Yawad.
—Idos —dijo ella, con voz ronca y la respiración jadeante—. Yo debo tomar un camino distinto. Marcharos. No os demoréis.
—No puedes hacerlo sola —dijo Yawad—. Estás débil. ¿Y adónde quieres ir, de todos modos? Tenemos que huir de aquí.
Ella intentó levantarse, pero le fallaron las fuerzas; vaciló y volvió a sentarse.
—Debo recuperar la mano. Dejadme. —Apoyó su única mano en el hombro de Jayal y lo usó como palanca para incorporarse—. Decid al emir que he hallado la perdición. —No se tambaleó—. O decidle que volveré pronto. U optad por no volver. Encontrad vuestro lugar en este mundo. Cuidad el uno del otro. En cualquier caso, yo debo descender. —Miró el cráter—. Ahora, sé buen chico y tráeme un palo —dijo dirigiéndose a Yawad—. Esa yuca de ahí servirá.
—¿Cómo piensas recuperar la mano? —preguntó Jayal—. ¿Crees que Afreet-Yehanam estará dispuesto a devolvértela? ¿Y de qué te servirá de todos modos? No puedes volver a colocártela. No seas tonta, Sitt Fátima. Ven con nosotros.
—Debo recuperar la mano.
—Pero ahora es la mano del diablo, y está en su poder. Es un apéndice innecesario.
—Es la mano del diablo, y también es mía. Y debo recuperarla.
—¿Conoces lo que dijo el Profeta acerca de las manos izquierdas?
—No me agobiéis más. Conozco mi religión. Quiero la mano izquierda para poder limpiarme el culo.
Y Yawad le dio el palo de yuca.
—Que Dios, el misericordioso y el compasivo, sea la luz que te guíe.
Y Fátima se sumergió en el agujero.
Una enfermera estirada entró en la habitación del hospital, vestida con pantalones y zapatillas blancas.
—¿Quién se va a tomar un buen baño ahora mismo? —anunció en tono jovial.
Mi padre estaba taciturno, su cara llena de arrugas. Ver que su sobrino era uno de los lacayos del bey le había enfurecido y desconcertado. Miré la pizarra de la pared para ver el nombre de la enfermera. Con un bolígrafo rojo ella había escrito «Nancy» con letra hippy y había dibujado una cara sonriente, aunque se le había olvidado uno de los ojos. Rebosaba alegría e ineptitud. Su charla era pura agua, más un río que una corriente. Se dispuso a desnudar a mi padre y le desconectó los electrodos, los cables blancos y azules que retransmitían sus constantes vitales a la estación de enfermería. Con una sonrisa de postal que mostraba unos dientes más grandes de lo normal, manifestó:
—Necesitamos un poco de intimidad, ¿no creen?
Sólo tuve que mirar la cara de mi hermana para saber que pasaba algo. Mi padre estaba sentado en la cama, con la espalda doblada y las piernas colgando sobre el suelo brillante y esterilizado. Cuando se volvió hacia mí, vi la derrota en sus ojos. Hizo un esfuerzo por sonreír.
—¿No tenéis nada mejor que hacer que rondar por aquí? —preguntó, con voz frágil.
—Ven, Salwa. —Lina le entregó el estetoscopio a su hija—. A ti se te da mejor.
—¿Tú tampoco tienes nada mejor que hacer? —preguntó mi padre a mi sobrina.
Salwa, embarazada de casi nueve meses y con aspecto de estar a punto de explotar, se sentó en la cama, detrás de él. Le pasó el estetoscopio por la espalda, como si jugara una partida solitaria de damas. Cerró los ojos, y su cara acusó el golpe aunque mantuvo una extraña serenidad.
—Oigo agua —dijo ella.
Mi hermana suspiró. Hubo un instante de vacilación antes de que recuperara la máscara de aplomo.
—Muy bien —anunció a la habitación en pleno—. Tendremos que conseguir más Lasix.
El teléfono de Chapuzas figuraba entre los números de marcación rápida de su móvil. Habló como una ametralladora, con voz aguda.
—Ya está —dijo—. Llamará a las enfermeras. Nos libraremos del agua.
Dio una vuelta y luego, con brusquedad, salió del cuarto. Regresó acompañada de una enfermera, que procedió a inyectar el diurético en uno de los tubos intravenosos.
Y mi padre empezó a jadear. Una hora después aún no había orinado. Sus trabajosas respiraciones resonaban como un borboteo. Alientos roncos. Contó chistes malos con voz cascada. Intentó moverse, pero conseguir que el brazo le obedeciera ya era una tarea ardua. Inhalar. Exhalar. Resollar. Gorgotear. Languidecía en la cama, marchito ante nuestros ojos. Lina intentaba aparentar tranquilidad, pero no engañaba a nadie.
Salwa me cogió del codo y me sacó de la habitación.
—No quiere que le veas en este estado. —Fui a entrar de nuevo, pero ella me retuvo—. Relájate. Está sufriendo un ataque de rencor. No quiere que le vea sufrir nadie que no sea mi madre. A mí tampoco me quiere dentro. Cree que la visión puede afectar al bebé.
Desde la puerta distinguía la mitad inferior de su cuerpo, la tensión de sus piernas enfundadas en el pijama de hospital, el retorcimiento de los dedos de sus pies con cada respiración.
Fátima se sentía débil y se movía con cautela. No pasó mucho tiempo antes de que se disipara la luz. Se percató de que no tenía ni un plan, ni un arma, ni siquiera fuerzas suficientes, por así decirlo, pero lo que más echaba en falta, lo que más necesitaba, era una linterna. El terreno era desigual, aunque no peligroso, y descendía en un ángulo razonable. Avanzó en la oscuridad hasta que ya no pudo ver nada. Ciega, se volvió más cuidadosa. Un pasito seguido de otro. El bastón servía para prever dónde pondría el pie. El silencio era la regla del lugar. Silencio hasta que se oyó: «Diría que necesita esto, señora», y luego se hizo la luz.
—El suelo se vuelve más movedizo a partir de aquí —dijo el diablillo rojo. Se hallaba sentado en una protuberante roca de un color naranja oscuro cuatro o cinco veces más grande que él, que no era mayor que un crío de tres años: un yinni en miniatura, cuyas pezuñas colgaban casi rozando el suelo. En la mano sostenía una diminuta lámpara de aceite con forma de tetera—. Venga, cógela. —Sonrió—. No voy a hacerte daño.
—No sabría cómo llevarla. No puedo andar sin el bastón y sólo tengo una mano. Mira —dijo ella.
De un salto el diablillo se bajó de la roca y caminó hacia ella con paso enérgico. La mujer apartó el brazo sin mano.
—Sólo quiero verlo —repuso él.
Ella extendió el brazo.
—Mira, pero no lo toques.
El diablillo contempló la herida.
—Necesitas que alguien te cure. ¿Puedo cambiar el vendaje?
Ella negó con la cabeza.
—Lo que necesito es la mano.
—Recolocarla puede constituir un serio problema —dijo él, riéndose—. Pero vamos a ver si encontramos el modo de que puedas llevar la lámpara.
—Tú puedes ser mi luz —dijo ella.
—Oh, no. No al lugar adonde te diriges. Has recibido la llamada. —Fue dando la vuelta a su alrededor. La parte superior de su calva cabeza parecía subir y bajar con cada paso—. No podemos prenderla de tu ropa. Ah, pero puedo colgarte la manija del dedo y así podrás sostener tanto el bastón como la lámpara. A ver, pruébalo.
—¿Por qué me ayudas?
—Porque necesitas ayuda. Baja la mano. No alcanzo a tocarla. —Y deslizó la lámpara en su dedo índice—. Con este anillo, yo te desposo.
—Es el dedo equivocado, y tú eres de la especie equivocada.
—Y tú te estás muriendo.
—Aún no me he rendido. —Ella miró hacia delante.
—Espero que lo hagas —dijo el diablillo—. Ahora, ve. No dispones de mucho tiempo. Te aguardaré aquí. Y cuando mueras, recuérdame en tus plegarias. Llámame Ismael.
La lámpara alumbró su descenso mientras avanzaba hasta que paredes, suelo y techo convergieron en una puerta circular. La mujer se aproximó a ella, levantó el bastón para ver mejor la puerta y la palpó con el dorso de la mano. Era ágata negra. La empujó, pero la puerta no cedía.
—Ábrete, sésamo —dijo ella.
La puerta no reaccionó, pero algo se movió en la penumbra.
—No me llamo Sésamo. —El diablillo era del mismo tamaño que Ismael e igual de rojo. Ella advirtió que ambos tenían cuernos, pero no rabo, lo que interpretó como una buena señal—. Mi nombre es Isaac. Soy el hermano de Ismael.
—Busco la entrada —dijo ella.
—Y yo busco que me pagues —replicó Isaac.
—Puedo pagar.
—Ya lo sé. —Dio un golpecito a la puerta y ésta se abrió con un crujido—. No soy el bufón de nadie. Tú vienes cargada de dinero. Yo te aliviaré esa carga. Quiero cincuenta dinares de oro. —Andaba con los mismos pasos ridículos que Ismael.
—Te daré diez. —Ella cruzó la puerta—. Deberías habérmelos pedido cuando estabas en mejor posición para negociar, antes de que entrara. Ahora no pienso darte tanto dinero.
—Cincuenta. —Apretó los puños, tensó el estómago y saltó dos veces—. Ni un dinar menos. No voy a ceder. Todos se reirán de mí si lo hago. Me dijeron que llevabas cincuenta. Ese es mi precio.
—Quienquiera que te informase de que llevaba cincuenta dinares te mintió.
—¿Por qué me tocan todos los folloneros? Te estás muriendo, y aún regateas con tu último aliento. Seguro que eres egipcia.
—De Alejandría.
—Ah. Es un castigo. Dame tu dinero, señora. Esa es la ley. A donde vas no lo necesitas. Ponlo fácil para los dos.
—Tengo cuarenta y nueve, un dinar menos. Te los daré si me contestas a una pregunta.
—Adelante.
—¿Cuántos han salido de aquí vivos y humanos?
—Pregunta errónea. Siempre hacen la pregunta errónea. Ninguno. Nadie ha salido de aquí vivo y humano. Ahora dame el oro.
Se encaramó por su túnica, le metió la mano en el pecho y cogió las monedas. Fátima sintió la tentación de reprender al diablillo, pero se mordió la lengua.
—Te ayudaré —dijo Isaac mientras contaba el oro—, porque los liantes obstinados me caen bien. Cuando se te pida que entregues algo que te pertenezca, te conviene hacerlo sin regatear. La rendición es la clave.
Fátima prosiguió su descenso por el túnel. El aire se volvió húmedo, fatigándola más a cada paso. Levantó el bastón y la lámpara, vio el musgo color esmeralda que llenaba todas las grietas, Pero el camino seguía árido. Varios insectos nocturnos vagaban Por el musgo: se alimentaban, se deslizaban, creando una alfombra persa viva y cambiante. Deseó poder tocarla; deseó poder acariciar la superficie con la mano. Y así llegó hasta la segunda puerta circular, tallada de esmeraldas. La empujó, la golpeó.
—Abre, Isaac.
—Mi nombre es Ezra. —Un pequeño diablillo anaranjado saltó entre una nube de polvo naranja.
—Debo entrar.
—Y yo debo cobrarte. Dame la túnica.
—Pero es demasiado grande para ti. Podrías meter a diez como tú en esta túnica.
—Tengo una familia numerosa. Dámela.
Él se encaramó por la túnica, la desabrochó, se subió a su cabeza, se agarró de la parte trasera de su cuello y saltó. Fátima se tambaleó. Ezra se quedó colgado en el aire, agarrado al cuello.
—Suelta —dijo él—. Es mi túnica.
—Espera, estoy herida. He perdido una mano.
Ezra saltó al suelo y dio media vuelta corriendo.
—¿Puedo verlo? —preguntó—. Por favor.
—Antes tendrás que ayudarme con la túnica. —Se palpó el bolsillo del vestido para asegurarse de que el frasquito de la poción estaba allí y no en la túnica.
—Destapa la herida para que pueda verla —dijo el diablillo llamado Ezra.
—No puedo. No tengo otra mano libre.
—Necesitas que te curen. —Ezra hizo un bulto con la túnica y la levantó con ambos brazos: la túnica lo ocultaba casi por completo—. Prosigue tu viaje —parecía decirle la túnica—. Tu tiempo es limitado. Y, por haber sido amable conmigo, te daré un consejo. En este reino, si alguien te pide que te destapes la herida, hazlo.
Al otro lado de la puerta esmeralda el aire se hizo aún más denso, cargado de un olor a estofado de tierra. Se topó con las setas. Al principio eran pequeñas, de múltiples colores: rojos, sienas, ocres, marrones y verdes. A medida que se internaba más, aumentaban en número. Mecida y mimada por el aire húmedo una seta de color azul eléctrico había crecido hasta adoptar el tamaño de un cobertizo. A su lado había otra cuya piel de terciopelo tenía el color del aguacate. Fátima sintió una punzada de hambre. La tercera puerta era de lapislázuli.
—Deja que lo adivine —dijo dirigiéndose a la penumbra—. Tu nombre es Abraham.
—No —dijo el diablillo amarillo que surgió de la oscuridad—. Me llamo Jacob.
El precio para entrar era el collar de cuentas de lapislázuli, y ella lo pagó.
—Te ofreceré un consejo, apreciada señora —dijo Jacob—. Los senderos de la locura no siempre se distinguen de los caminos de la sabiduría. Apresúrate, por favor.
Al otro lado de la puerta de Jacob unas frutas irreconocibles y oscuras parecían brotar de entre las rocas. Era una fruta venosa, veteada, con la textura del mármol pulido. Ella se paró y fue a tocarla con el brazo herido; un murciélago descendió volando y cubrió la fruta con sus alas de satén negro. Su cara ciega contempló a Fátima. Había murciélagos por doquier: miles y miles de ellos colgaban de las frutas y de las rocas. Los murciélagos volaban por separado en todas direcciones, creando una sinfonía desconcertante aunque apenas audible. Y sin embargo el camino seguía despejado.
La puerta era de oro; su guardián era Job, el diablillo verde, y el precio para cruzarla fue el broche de gemas.
—Te ofreceré ayuda, señora, porque la necesitas —dijo el diablillo Job—. Recuerda que a veces la muerte es la opción más sensata.
La fatiga se apoderó de Fátima por completo; se enraizó en su alma, floreció y sus ramas crecieron por el interior de sus venas. Deseó tumbarse, pero la tierra que tenía bajo sus pies no era acogedora. Debería haberse detenido en el musgo, haber entregado su cuerpo a los insectos nocturnos. Debería haberse recostado en los lechos de setas gigantes. Ahora debía seguir adelante.
Se encontró con un pequeño rubí que había en medio del camino, y luego con un zafiro, un diamante, otro rubí, y luego una montaña de piedras preciosas, y luego más. Gemas de todos los tamaños, oro de todas las formas, cofres con tesoros que harían salivar de placer a reyes y reinas. Pero no le quedaban fuerzas para coger nada. Pasó frente a un espejo dorado que estaba apoyado en una de las paredes. Observó su imagen reflejada, pero no se parecía a nadie que hubiera conocido. Siguió andando.
La puerta era de caoba y estaba custodiada por un diablillo azul. Ella lloró mientras pagaba con el velo de seda roja que cubría su cabeza y la diadema de oro que llevaba en la frente.
—Diría que se te apaga la luz —dijo Noé—. Te ayudaré. Deshazte de la necesidad de comprender. En este mundo, así como en el de los cuentos, la necesidad no es más que un obstáculo.
La pena fue invadiéndola como si de una infección se tratara, embargándola de forma gradual e irrevocable. Avanzaba y lloraba. Una lágrima caía al suelo antes de cada uno de sus pasos, y sus pies borraban al arrastrarse todo rastro de las marcas de agua. En los dominios de Noé reinaban los cuervos, que se alimentaban de cadáveres. La mayoría pertenecía a cuerpos humanos que, despellejados, colgaban de ganchos oxidados y dejaban un interminable reguero de sangre. Los pájaros negros del suelo bebían de arroyos de sangre que circulaban a ambos lados del sendero. Los cuervos hambrientos se disputaban trozos de carne putrefacta. Allí no podía tumbarse a descansar. La puerta de Elías era de turquesa.
—Debo entrar —dijo ella—, pero no me queda nada por dar.
—Me quedaré con tu ropa —dijo el diablillo índigo—. El vestido harapiento, las enaguas, incluso los zapatos. Y te daré un consejo: aquí abajo siempre estás desnuda.
Pasada la puerta de Elías, la tierra sobre la que caminaban los muertos estaba formada por lodosas cenizas y humo, como si fueran los restos de una sopa puesta a cocer a fuego lento y luego olvidada. Los muertos andantes la imitaban, eran millares: una colonia de hormigas sin rumbo deambulante, chocando unas contra otras, sin ojos o con ojos ciegos. Hombres, mujeres y niños; caballos, perros y gatos; leones, tigres y monos; enanos, demonios y gigantes. Muertos. Todas las prendas de ropa con que se cubrían estaban ajadas, la carne, podrida. Ella se estremeció. Ninguno de aquellos seres se cruzó en su camino. Y así llegó a la séptima puerta.
—Sé quién eres —manifestó Fátima al guardián de la puerta de mármol.
El diablillo violeta pareció sorprendido.
—Y yo sé quién eres tú —dijo él.
—Ésta debe de ser la última puerta. He llegado al último dominio. Eres Adán.
—Si tú lo dices. Bienvenida, mi señora. Pero aun así exijo el pago. Tomaré las siete pulseras de plata que llevas en el brazo. Ya no las necesitarás.
El diablillo se encaramó hasta su hombro y empujó las pulseras. Ella sintió una oleada de dolor cuando éstas cayeron, arrastrando la manga ensangrentada de Yawad. La sangre se le acumuló en el brazo. Goteaba desde el muñón donde antes tenía la mano; se desangraba poco a poco. Ella contempló la herida y sintió cómo las fuerzas se le escapaban por ahí.
—Camina —dijo Adán—. Ya no te queda mucho. —Le apagó la lámpara—. Ya no necesitas esto. Muévete. Te ayudaré. Te ofrezco lo siguiente. En el inframundo, la muerte se despierta.
—¿Y a esto lo llamas ayuda?
Entró. Como había esperado, el lugar estaba lleno de serpientes que se deslizaban por todas partes pero sin tocarla. Boas, áspides y serpientes de cascabel. Serpientes del desierto, serpientes de los pantanos. Ella apenas percibía su presencia. Desnuda, indefensa, exhausta y desprotegida, avanzó con paso tambaleante. La torpeza era su única posesión y se aferró a ella.
Y el suelo cayó bajo sus pies.
Y el techo se desplazó hacia arriba.
Y las paredes se abrieron a su paso.
Y vio a Afreet-Yehanam sentado en su trono.
—Acércate, peregrina —dijo él.
Mi padre tenía los ojos cerrados; su respiración era ronca y débil. Una máscara de oxígeno anidaba en la piel de su cara. Abrió los ojos, un esfuerzo que a todas luces le resultó agotador, y volvió a cerrarlos. Mi sobrina y yo estábamos cada uno a un lado de la cama.
Chapuzas llegó con otros dos médicos. Como si todos fueran miembros de un club, los tres llevaban recortadas barbas negras y pelo corto y rizado: Chapuzas era el que tenía las cejas más pobladas. No reconocí a los otros dos, aunque era obvio que conocían a la familia.
—No tiene usted muy buen aspecto, señor al-Jarrat —dijo uno de los médicos. Bajo la bata blanca llevaba una camisa de color rojo Ticiano—. No podemos permitirlo. La fiesta del Adha es mañana y tiene a toda su familia aquí.
Mi padre esbozó una débil sonrisa por debajo de la mascarilla. Intentó quitársela, pero no pudo. Lina se inclinó y la bajó un poco. Él murmuró algo.
—Dice que quizás Alí y la Virgen puedan intervenir —dijo Lina.
Todos se rieron. Yo no entendí el chiste, con toda probabilidad el estribillo de alguna canción libanesa que yo aún no conocía.
El médico de la camisa roja dijo que quería comprobar las constantes vitales y se encaminó hacia la sala de enfermeras. El tercer médico, un especialista pulmonar con ojos de róbalo, auscultó los pulmones de mi padre. Chapuzas comentó a mi sobrina que no debía permanecer tanto rato de pie. El especialista en pulmones preguntó por qué los electrodos no estaban puestos. Mi hermana dio un respingo. El doctor Ticiano regresó y anunció dócilmente que no había constantes vitales, porque los monitores no habían estado grabando. Dos enfermeras irrumpieron en la habitación. Una arrastraba una máquina portátil y la otra se apresuró a colocar los electrodos en el pecho de mi padre. La enfermera de dientes grandes que había bañado a mi padre al mediodía había olvidado reponer los tubos, y los demás médicos y enfermeras no se habían dado cuenta en más de cinco horas. El doctor Ticiano presionó los botones de la máquina.
—Algo va mal —dijo. Se acercó a mi padre—. El marcapasos se ha detenido.
El doctor Ticiano miró la protuberancia que salía del pecho de mi padre. Le dio sendos golpecitos, volvió a su máquina; fue hacia mi padre, luego a la máquina.
Y el yinn regresó a los ojos de mi padre. Al instante. Los músculos de su cara se relajaron. Los huesudos dedos se soltaron de la barandilla. Respiró hondo.
—No vuelvas a darnos un susto como éste —bromeó Chapuzas.
—Ahora puede celebrar la fiesta —dijo el especialista.
—Con toda su familia —añadió el doctor Ticiano, el cirujano vascular de mi padre.
Cubrí los ojos de mi hermana con la palma de mi mano. La obligué a cerrarlos con gesto amable. Lucía una mirada asesina.
—Respira —susurré—. Respira.
Apoyó los brazos en mis hombros. Mi mano permaneció sobre su cara hasta que noté que se humedecía.
Fátima quería decirle al yinni que le devolviera la mano. Quería desafiarlo. Anhelaba venganza. Se arrodilló frente a Afreet-Yehanam.
—He venido a morir.
—Sí. —Su voz, profunda y sibilante, provocó un escalofrío en su alma—. Mi mundo es un lugar maravilloso para morir. —Abrió la mano y dieciséis escorpiones negros se deslizaron por sus dedos hacia ella—. Y, sin embargo, me parece detectar cierta resistencia.
—No, señor —repuso ella—. He visto la luz. Me rindo.
Una lengua bífida se desplegó desde la boca del yinni.
—Ah, el dulce aroma de la rendición me excita tanto.
Ella no se inmutó cuando los escorpiones se arrastraron por su cuerpo. Deseó que uno la picara. Cuando él se levantó su trono se disolvió en cientos de áspides.
—Tú serás mi juguete. —Ella tampoco se acobardó ante eso—. Nuestro juguete.
Y una boa joven se enredó en torno a su brazo manco.
Afreet-Yehanam la cogió, la acunó en la palma de su mano. La atrajo hacia su rostro, pero el hedor no la molestó.
—Me complace que por fin te sometas a mi deseo.
Ella sintió ganas de reír.
—No es que hagamos muy buena pareja, sexualmente hablando.
—Pues la hacemos, Sitt Fátima. El tamaño no lo es todo.
El primer escorpión la picó en la garganta y una cobra le mordió el muñón. Los escorpiones la picaron por todo el cuerpo. Afreet-Yehanam acostó a Fátima en un lecho de viscosas serpientes. Y el demonio empezó a transformarse: se redujo a la mitad de su tamaño en un parpadeo, y a otra mitad en otro parpadeo, hasta adoptar las dimensiones de un hombre grande y musculoso. Pero la transformación no se detuvo aquí. Se arrancó el tercer ojo de la frente y lo hizo desaparecer. Su piel palideció; el pelo en llamas se volvió negro, apareció una nariz humana. Y fue una mano humana la que la acarició.
Fátima vio al hombre más bello del mundo que acercaba su cara a la suya. La besó. Ella le devolvió el beso. Y la vida surcó sus venas. Hizo el amor con él. En algunos momentos lo vio como a un hombre, en otros como a un demonio. Y las mordeduras y picaduras no cesaban. Ella era el lecho de un río. Era un simple canal de vida y de sus historias. Recobró la fuerza.
Fátima despertó. Se sentía fresca y rejuvenecida, llena de vigor. Afreet-Yehanam, despojado ya de su forma humana, yacía a su lado apoyado en un codo.
—Eres hermosa —dijo él.
—Me falta una mano —replicó ella.
—Te faltan muchas cosas —dijo el demonio—, y por eso eres hermosa.
Ella se miró la herida, la contempló con ojos honestos por primera vez: las líneas de sangre, los coágulos, la costra que crecía, el tejido que intentaba curarse de la pena y la pérdida, la piel que intentaba olvidar lo que hubo antes allí. Pero el aire que rodeaba al muñón empezó a formar ondas asombrosas. Una masa le creció de la muñeca, burbujeando como lava hirviente. La vio hincharse, sintió cómo su sangre se vertía en ella. Salieron protuberancias, que empezaron a convertirse en dedos. Fátima los movió. Su mano había vuelto.
—Éste es un infierno distinto del que había imaginado —manifestó ella.
—¿Un infierno? Me siento insultado. ¿Cómo te ha dado por pensar que mi reino es el infierno?
—Bueno —explicó ella—, eres un demonio. Estamos en el inframundo. Fue sólo una deducción.
—Ah, humanos. Vuestras ideas del infierno no son más que los orines y las heces de vuestras mentes sin imaginación, muertas desde hace tiempo. Escucha. Deja que te cuente un cuento.
Érase una vez, o quizá no, un hombre devoto, temeroso de Dios, que vivió toda su vida en función de sus estoicos principios. Murió en su cuarenta cumpleaños y despertó flotando en la nada. Sin embargo, debes saber que flotar en la nada era cómodo, ligero, sin aire, como estar en el útero materno. El hombre se sintió agradecido.
Pero luego decidió que le gustaría pisar tierra firme, para sentirse más sólido. Y, por arte de magia, se halló de pie en la tierra. Sabía que era tierra porque reconocía la sensación.
Y sin embargo deseaba ver. Quiero luz, pensó, y la luz apareció. Quiero sol, no cualquier luz, y que por la noche alumbre la luna. Sus deseos le fueron concedidos. Que haya hierba. Adoro la sensación de pisar la hierba. Y así fue. Ya no deseo estar desnudo. Que sólo prendas de la más pura seda toquen mi piel. Y cobijo, necesito un gran palacio cuya entrada posea escaleras dobles, y cuyos suelos sean de mármol y las alfombras persas. Y comida, los mejores manjares. El desayuno era inglés; el refrigerio de media mañana, francés. El almuerzo era chino. El té de la tarde, indio. La cena era italiana, y lo último que tomaba antes de acostarse, libanés. ¿Libaciones? Tenía a su disposición los mejores vinos, por supuesto, y champán. Y compañía, la mejor compañía. Pidió poetas y escritores, pensadores y filósofos, hakawatis y músicos, bufones y payasos.
Y luego deseó sexo.
Pidió mujeres de piel clara y de piel tostada, rubias y morenas, chinas, asiáticas, africanas y nórdicas. Las pidió de una en una, y de dos en dos, y por las noches celebraba orgías. Pidió chicas más jóvenes y después mujeres mayores, sólo por probar. Luego se dedicó a los hombres, musculosos y delgados. Luego a los niños. Luego a niños y niñas juntos.
Después se aburrió. Intentó mezclar sexo y comida. Niños con comida china, niñas con india. Pelirrojas con helado. Luego pasó a probar el sexo con sus acompañantes. Se folló al poeta. Todo el mundo se folló al poeta.
Pero de nuevo se aburrió. Los días eran interminables. Pensar en nuevas ideas se convirtió en algo fatigoso y fatigado. Cualquier deseo que se le ocurría le era concedido.
Ya estaba harto. Salió de su casa, miró al cielo glorioso y declaró:
—Querido Dios. Te agradezco Tu generosidad, pero no puedo permanecer aquí más tiempo. Preferiría estar en cualquier otro lugar. Preferiría estar en el infierno.
Y una voz atronadora le replicó desde arriba:
—¿Y dónde te crees que estás?
Fátima se rio. Se llevó las manos a la barriga y de repente se preguntó si estaría embarazada. Sabía que era posible. La historia estaba llena de cuentos de semidemonios. ¿Su hijo se parecería a Afreet-Yehanam, el horrendo demonio, o a su amante, el hombre más bello del mundo? ¿Y si lo que llevaba dentro era una niña? Un hijo poco agraciado era una cosa, pero ¿una hija con aspecto de demonio? La poción.
—Necesito mis cosas.
—Necesidades, búsquedas, deseos —dijo Afreet-Yehanam—. Bien podría estar contando cuentos infantiles. —Hizo una pausa, miró a los ojos de su amada—. Puedo vestirte con ropas de reyes, con sedas y pieles, cubrirte de esmeraldas y de perlas. ¿Para qué quieres tus viejas prendas?
—Una nunca puede liberarse del pasado y de su atracción.
Afreet-Yehanam agitó la mano, y al instante apareció el diablillo rojo Ismael con sus ropas.
—Lo he recuperado todo —dijo él—, excepto la túnica. A Ezra le gusta mucho. Creyó que la quería para mí y se negó a dármela.
Fátima sacó el frasquito del bolsillo del vestido.
—¿Han transcurrido ya siete horas?
—No —dijo el gran demonio. Fátima se bebió el líquido—. Pero no había necesidad —añadió—. De no haberte dejado llevar por el pánico, te habrías percatado de que era un varón. Las pociones mágicas son una redundancia.
—Debo irme —dijo Fátima—. Debo finalizar mi misión.
—¿Por qué? —preguntó Afreet-Yehanam—. Has ingerido la poción que debías entregar.
—No soy libre. Volveré. Y en cuanto a la poción, tengo otro plan. Debo continuar. Aún estoy lejos de la ciudad verde. Cuanto antes me vaya, mejor. —Su amante abrió la palma de la mano y en ella Fátima vio su mano decapitada—. Ésa es mi tercera mano.
—Y en ella colocaré mi tercer ojo —dijo él—. Ésta será la prueba de nuestra unión. Llévalo encima y ningún demonio se atreverá a hacerte daño. Colócalo en la puerta de tu casa y ahuyentarás a todo mal.
Ella cogió el talismán y éste se transformó en sus manos. Se convirtió en piedra, turquesa, y el ojo de la palma adquirió un tono azul ligeramente más oscuro.
—Quédate a pasar la noche —dijo el demonio—. Estarás con tus señores por la mañana.