Capítulo 6

—Y bien…, ¿qué opinas de la historia del emir? —preguntó Fátima a Afreet-Yehanam.

Estaba tendida en brazos de su amante, sobre el lecho de viscosas serpientes, relajada y tranquila. Aunque ya empezaba a notar cambios en su cuerpo, el embarazo todavía no era visible.

El yinni la acarició sensualmente y dijo:

—El emir es un buen narrador.

Ella se volvió, apoyando su cuerpo desnudo sobre un codo para poder mirarle a la cara. Las serpientes que quedaron liberadas por ese movimiento se reordenaron.

—¿Es una buena historia de aventuras?

Afreet-Yehanam se desperezó y bostezó.

—La historia de Baybars tiene muchas vidas de antigüedad. Existen numerosas versiones.

—A mí me encanta —dijo Ismael.

—A mí también —dijo Noé—. Es un cuento precioso.

—Es verdad —convino Fátima—, pero creo que se parece mucho a sus otras historias, aunque sin el romance sentimental. ¿Hay bastante aventura? ¿Conseguirá esta historia, a diferencia de las previas, producir el efecto deseado, es decir, un heredero para el trono?

—Esa regla la fijaste tú —dijo el yinni—. Creía que te la habías inventado.

—Y así fue, pero me consta que es verdad.

—Quizás el destino no desee depararles un varón.

—Ah, el destino —dijo ella—. ¿Acaso es otra cosa que lo que el hombre elige hacer? ¿El destino es algo más que las expectativas que tenemos de nosotros mismos?

—Si eso es cierto, tendrán un hijo varón —dijo Afreet-Yehanam—, pero dado que la historia que está narrando no es el más tradicional de entre los relatos de aventuras, y no posee los suficientes pasajes de matanzas y pillajes, este hijo no se convertirá en el mayor de los guerreros.

—Entonces será un hombre sabio —dijo ella—. Pero tanto el cuento del emir como su héroe son aún demasiado jóvenes. Seamos pacientes y veamos qué ocurre.

—Ocurra lo que ocurra, podemos asegurar que el hijo será distinto —insistió el yinni.

En ese instante todas las serpientes silbaron al unísono, y los escorpiones levantaron las colas y aguzaron los aguijones. Cuervos y murciélagos descendieron del techo en tropel. Afreet-Yehanam se irguió con el asombro dibujado en la cara. Pero la sorpresa se le congeló como si fuera la de un temido depredador que ha pasado por las manos de un taxidermista. De la nada se materializó un mago vestido de blanco y provisto de una larga barba blanca. De su mano emergió un rayo blanco que paralizó al yinni. Los cuervos fueron los primeros en atacar, pero chocaron contra un escudo invisible que protegía al mago y cayeron derrotados al suelo. Los murciélagos los siguieron. Las serpientes escupieron su veneno desde abajo, pero éste fue a dar contra el escudo y resbaló despacio hacia el suelo. Las marcas dejadas por los viscosos venenos revelaron la forma de huevo del escudo. Con la otra mano el mago proyectó varias fuerzas contra cada uno de los diablillos, que acabaron estampados contra las paredes. Entonces sus ojos se posaron en la desnuda Fátima. Agitó el brazo, una vez y otra. Fátima sintió cómo el talismán, la mano turquesa con el ojo incrustado, aumentaba de temperatura entre sus pechos. Cuando reaccionó, después de la sorpresa inicial, se agachó a recoger la espada y atacó al mago. Pero antes de que pudiera alcanzarle, éste empezó a desvanecerse.

—Puta —le gritó antes de desaparecer por completo.

Fátima dio media vuelta. Su amante no estaba allí.

Un lunes por la mañana del mes de junio de 1967, casi al final del curso, madame Shammas entró en el aula sin llamar y sin darnos tiempo a ponernos de pie en señal de respeto. Se dirigió con rapidez hacia Nabeel Ayoub y anunció:

—Por favor, recoge tus cosas, hijo. Tu padre ha venido a buscarte. —Su voz era amable, pero no admitía réplica.

Nabeel se levantó, al principio con cara de perplejidad, y luego miró con timidez a sus compañeros, que no eran muy amigos suyos y seguían sentados. Se apresuró a recoger sus cosas y salió del aula detrás de madame Shammas.

Nuestra profesora, madame Saleh, posó la vista en la puerta cerrada: al otro lado se oía el eco amortiguado de tacones que corrían.

—Portaros bien, chicos —dijo ella—. Volveré en unos minutos.

Se encaminó a la puerta, se detuvo, se dio la vuelta y casi me pilló metiéndome un pedazo de papel en la boca. Se dirigió entonces a la niña con gafas que estaba sentada dos pupitres a mi derecha.

—Te dejo encargada del aula, Mira.

La bola que disparé desde la boca contra la espalda de Mira falló por poco. Su cola de caballo de color caoba oscilaba como un péndulo mientras iba hacia la mesa de la maestra. La clase estaba tensa, nerviosa, con energía acumulada. Sabíamos que lo nuestro era hacer el gamberro porque madame Saleh no estaba, pero no se nos ocurría nada concreto. Nos conformamos con arrojarle bolas de papel a Mira y silbar cada vez que ella gritaba:

—Silencio.

Diez minutos más tarde la clase era un descontrol. Madame Shammas anunció por el intercomunicador que todos debíamos recoger nuestras cosas porque venían a buscarnos. Los israelíes habían declarado la guerra.

La avalancha de padres que venía al colegio a recoger a sus hijos paralizó el tráfico. Algunos adultos estaban nerviosos, otros enojados, unos pocos parecían despreocupados. Vi un choque leve, y otros dos que estuvieron a punto de producirse porque todos los coches iban con prisas. Esperé, pero nadie vino a por mí. La doncella había informado a madame Shammas que mi madre había acudido a su cita semanal con la peluquera.

Una de mis series favoritas era Perdidos en el espacio. Para mí los israelíes eran como extraterrestres venidos de otros mundos. No son como nosotros, decía la gente. Vienen de muchos lugares, sin parar. Son extranjeros, decía la gente. No tienen dios.

Por fin.

—Aquí estás, campeón —dijo el tío Yihad.

Había venido a pie desde su apartamento, que estaba justo al lado del nuestro, no muy lejos del colegio: a cinco calles, cuatro giros, tres jazmines, dos jacarandas y una adelfa blanca de distancia.

—Ha estallado la guerra —dije, saltando arriba y abajo en la calle.

—No te preocupes. —La barriga del tío Yihad tembló por sus carcajadas, su cabeza calva relucía al sol—. Se halla muy lejos de aquí.

A mí ni se me había pasado por la cabeza preocuparme.

El tío Yihad caminaba con decisión, como si todo en el mundo siguiera su curso lógico. Troté detrás de él, sin poder apartar los ojos de la espalda de su chaqueta color turquesa. Lucía su ropa con el mismo aire en que un pavo real abría la cola.

—No te alejes de mí —dijo en tono alegre.

Agarré la mano que me tendía. Me encantaban esos dedos de uñas cuidadas y la leve fragancia a colonia que emanaba de ellos. Fuimos cogidos de la mano calle abajo, a buen paso.

Una emisora de radio que salía de una cafetería gritaba que debíamos excavar trincheras con las uñas.

—La resistencia palestina puede ser de un melodramático encantador —dijo el tío Yihad.

Las bestias del inframundo miraron a Fátima en busca de guía. Las serpientes se enroscaban en sí mismas, con las cabezas erguidas, a la espera. Parecían miles de minaretes en miniatura, diminutos faros en un mar infinito y sin orilla. Los murciélagos y los cuervos, demasiado atónitos para emprender el vuelo, se unieron en grupos con los de su especie. Fátima buscó a los diablillos. Los encontró uno a uno, aturdidos y mareados.

Adán lloraba. Ezra gemía.

—¡Hermano! —gritaba Job.

Las lágrimas de los diablillos iban a juego con el color de su piel.

—Nuestro hermano se ha ido —sollozaba Elías.

—Nunca volveremos a verlo —añadió Noé.

Y los escorpiones, las serpientes y las bestias del inframundo se unieron a su duelo.

—Basta —ordenó Fátima—. ¿Qué ha pasado? ¿Quién era ese hijo de puta vestido de blanco? ¿Adónde se ha llevado a Afreet-Yehanam?

—No pronuncies el nombre del desaparecido ante sus deudos —manifestó Isaac—. Nos hiere el corazón. —Negó con la cabeza, abatido.

—Ese mago es el rey Kade, el maestro de la luz —explicó Ismael.

—Detesta el inframundo y a sus habitantes —dijo Ezra.

—Nos considera unos parásitos —añadió Noé.

—Su misión es librar al mundo de las tinieblas —aclaró Jacob—. Lo prometió. Pero ¿acaso somos oscuros? Miradme. Soy amarillo.

—Está obsesionado con los yinns —dijo Ismael—, pero no pretende hacer uso de nuestros poderes. Secuestra a los yinns poderosos para torturarlos. Los encadena y los flagela, los obliga a trabajar en sus palacios antes de matarlos. Hizo que Mitras, el poderoso demonio, le pintara un mural gigante con escenas bucólicas. Mientras pintaba, los ángeles del rey Kade le lanzaban dardos que salpicaban el mural de manchas blancas. Y luego el rey Kade le succionó lo que le quedaba de vida a Mitras. Oh, Afreet-Yehanam, hermano mío, ¡qué tragedia se cierne sobre ti!

—Parad ya —gritó Fátima—. ¿A qué viene esto? ¿Por qué lloráis ya el destino de vuestro hermano? Primero encontraremos a ese idiota de blanco y le mataremos; lo aniquilaremos por haber entrado en nuestro reino sin invitación. Y después devolveremos a mi amante a su casa.

—No —dijeron los diablillos, los ocho con una sola voz—. No podemos.

—Pues iré sola —resolvió Fátima—. Quedaros aquí sentados acobardados si lo preferís. Me enfrentaré a ese cabrón sin ayuda de nadie.

—No hay esperanza —dijo Ismael—. Hace millones de años urdió un potente hechizo. Ninguna criatura del inframundo, viva o no, puede hacerle daño. Los más poderosos yinns lo han intentado sin éxito. Criaturas más poderosas que todos nosotros juntos le han declarado la guerra. El hechizo que tramó no puede deshacerse. Nadie del inframundo puede derrotarle.

—Pero yo no soy de aquí —declaró Fátima—. Lo venceré.

Una por una las expresiones de las caras de los diablillos fueron cambiando y su conducta se transformó. Ismael fue el primero en levantarse.

—Tal vez no te sea de mucha ayuda en el gran combate, pero me aseguraré de que llegues allí.

—Yo desorientaré a sus tropas —dijo Job.

—Iré a por la alfombra —se ofreció Noé.

—Trae unas cuantas —dijo Elías—. Es un viaje largo… ¿Por qué ir apretujados?

—Venid, bonitos —dijo Jacob.

Levantó los brazos y creó una bóveda de niebla amarilla sobre su cabeza. Los murciélagos volaron hacia ella y desaparecieron. Elías invitó a los cuervos a entrar en la esfera, y Adán guio a las serpientes, los escorpiones y las arañas.

—Partamos —ordenó Fátima, mientras se sentaba en una de las alfombras.

—Te declaramos la guerra, rey Kade —proclamó Isaac.

—Hacia el norte —dijo Ismael—. Vamos a la tierra de la niebla y la lluvia, la tierra del hielo y la nieve, la tierra de los cielos infinitos.

—No, aún no —dijo Fátima—. Antes debo ir a casa.

Hace mucho tiempo el oúd fue mi instrumento, mi compañero, mi amante. Lo toqué entre las dos guerras: empecé a tomar lecciones durante la guerra de los Seis Días y las dejé durante la guerra de Yom Kippur. En total fueron siete años.

Mi madre había querido que tomara clases de piano.

—Te irán bien —me dijo una noche. Yo estaba sentado en su regazo, en el balcón del apartamento. La baranda era un arabesco de rosas de metal que brotaban dondequiera que las líneas cambiaban de ángulo. Mi madre tenía los pies apoyados en uno de los escasos puntos sin rosas. Intentó peinarme mientras contemplaba las estrellas que centelleaban en el oscuro cielo de verano—. Creo que tienes talento. Te oigo cantar a todas horas. —Atrajo mi cabeza contra su pecho. Sentí la suavidad de la bata de seda en la mejilla mientras con la mirada enfocaba una de las caléndulas estampadas que se hinchaba y contraía con cada respiración. El aire iba saturado de inagotables cantos de cigarras—. No desafinas ni una sola nota. Eres mi niño dotado.

Me escurrí de su abrazo, y me aparté de su pecho empujándola con ambas manos.

—No me gusta el piano —dije.

Mi hermana Lina había estado tomando clases de piano durante los últimos cuatro años, desde que cumplió los seis, mi edad de entonces. Su profesora era mademoiselle Finkelstein, una solterona canosa, fea y con gafas, que olía a polillas y a vainilla. Siempre que Lina se equivocaba, siempre que cometía un error al tocar el Méthode Rose, mademoiselle Finkelstein le pegaba en los nudillos con una regla de madera que usaba para llevar el compás sobre la parte superior del piano. Pregunté a Lina por qué no se quejaba de esos golpes, y ella me dijo que la regla no hacía daño, que mademoiselle Finkelstein se limitaba a darle un toque suave y que quería mucho a su maestra. Sus nudillos rojos contaban una versión distinta. Cuando le pregunté a mi padre por qué mademoiselle Finkelstein era una mujer tan cruel, éste me dijo que la explicación radicaba en su soltería, algo que amargaba a las mujeres, las volvía duras y despiadadas antes de cumplir los treinta. Por supuesto, añadió, eso las convertía en profesoras fantásticas, porque les daba todo el tiempo del mundo para dedicarse a su profesión y les enseñaba a inculcar disciplina. Por otro lado, los hombres solteros, como su hermano Yihad, eran sólo excéntricos que no sufrían los mismos cambios. Él razonaba que la diferencia radicaba en que los hombres escogían no casarse, mientras que las mujeres tenían que vivir con la constatación de no haber sido nunca escogidas.

Para Fátima las brumas del delta del Nilo supusieron una visión acogedora, aunque los diablillos arrugaron la nariz. Ella ordenó a las alfombras que descendieran cuando se aproximaron a la casita de Bast.

—Te lo ruego —advirtió Bast en cuanto vio a Fátima—: no me hables del rey Kade. No tengo buen día. Cuando sangro, de lo último que me apetece hablar es de ese supuesto mago sagrado de la luz.

La curandera dio media vuelta y entró en su casa.

Fátima y su séquito la siguieron.

—Deja de comportarte como una niña caprichosa. Te necesitamos.

—Dejadme en paz —protestó Bast, intentando rehuir la mirada acusadora de Fátima.

—No. —Fátima tomó asiento en uno de los toneles de la sala, como había hecho otras veces.

—Al menos di a tus acompañantes que se esfumen. Son tan coloridos que me duelen los ojos.

—Bruja egoísta —gruñó Elías, y desapareció, dejando en su lugar una nube apenas visible de color índigo que se disipó enseguida.

—¿Qué tiene de malo el color? —preguntó Ezra—. ¿Acaso eres una artista de la gran ciudad? Oh, da igual.

Y también él se desvaneció en una nube anaranjada, seguido por Jacob, Job, Noé y Adán.

Isaac miró a Ismael y se encogió de hombros. Éste sonrió. Se convirtieron en gatos. Isaac se transformó en un abisinio rojizo e Ismael en un mau egipcio de ojos oscuros. La curandera alejandrina se rio.

—Sigue siendo demasiado rojo —dijo Bast.

Isaac mitigó su color rojo y maulló.

Istez Camil, el profesor de oúd, era viudo. Lo conocí en el piso del portero, un pequeño espacio casi sin muebles de dos habitaciones que ocupaba la planta baja. Yo había ido a ver al hijo del conserje, Elie, que tenía trece años y era por tanto siete años mayor que yo. Todos estaban congregados en torno al transistor azul grisáceo, escuchando un duro parte de noticias. La pantalla encerada de beis de una lamparita que había sobre la radio vibraba cada vez que el locutor pronunciaba una ese. El conserje estaba sentado en la mejor silla del salón, su esposa había tomado asiento en el brazo de la silla; a su lado, Istez Camil ocupaba la otra silla, y los cinco hijos, Elie incluido, se hallaban acurrucados en el suelo, alrededor de la vieja radio.

El pérfido enemigo atacaba. El poderoso ejército árabe. Por la gracia de Dios. Venceremos. Las malvadas fuerzas imperialistas serán aplastadas, escupía la radio.

Vi un oúd apoyado en la pared. Me agaché, pasé los dedos por la fina madera, por los intrincados dibujos de las incrustaciones de madreperla, por los detalles de marfil delicadamente tallados. El instrumento parecía mayor que yo. Por un instante, me perdí en su magia.

—¿Te gusta? —preguntó Istez Camil.

Estaba a mi altura, de rodillas y con la mano apoyada en mi espalda.

—Es precioso —dije.

—Lo hizo mi padre hace mucho tiempo. —Istez Camil levantó el oúd con suavidad, colocando la parte frontal ante mis ojos—. ¿Te gustaría aprender a tocar?

—Hay una guerra en marcha —interrumpió el portero, mientras posaba la vista en el techo—. ¿Es demasiado pedir un poco de concentración? —Se inclinó para subir el volumen del transistor.

Nos libraremos de las fuerzas invasoras de una vez por todas, liberaremos todo Jerusalén.

—Pregunta a tus padres si están dispuestos a pagar las clases. —Istez Camil llevaba los botones de la camisa mal abrochados, lo que hacía que el cuello estuviera descompensado—. Y no le hagas caso —susurró, señalando discretamente al portero—. Sólo es un viejo cascarrabias que cree que la política es algo importante.

Elie se levantó, se estiró con languidez y me hizo una seña con la cabeza para que le siguiera. Oí que el portero rezongaba al vernos salir. Elie no hablaba, y yo intentaba mantener el ritmo de sus grandes zancadas. El mono de color naranja desvaído, que le iba un par de tallas grande, colgaba entre sus piernas con cada paso. Delgado y atlético, el chico se movía con un aplomo engreído. Bajó la escalera hasta llegar al garaje, entró en el cobertizo de su padre y me dio una caja de herramientas para que la llevara. Pesaba tanto que casi se me cayó y tuve que sostenerla con ambas manos. Me costaba caminar. Cuando se percató de que yo no iba detrás ya estaba en lo alto de la rampa, en la calle. Volvió a buscarme y cogió la caja de herramientas con una sola mano; libre del peso le seguí sin problemas. Entramos en el garaje del inmueble de la esquina. Se detuvo frente a una moto vieja y oxidada y dejó la caja de herramientas en el suelo. Rompí el silencio.

—¿Es tuya?

Elie asintió. Su cara, de una seriedad perenne, parecía estar concentrada en la máquina que tenía delante, su labio inferior quedaba oculto del todo por el prominente labio superior.

—¿Tu padre te deja tener moto? —pregunté.

—No lo sabe, ¿vale? Y no lo sabrá porque de esto no le dirás nada a nadie, ¿a que no?

Enarqué las cejas, pero Elie no me prestó la menor atención. Estaba de rodillas. Con sus grandes ojos, de blancos relucientes, contemplaba fijamente la máquina. En su brazo la marca de una vacuna parecía un viejo y raído botón. Abrió la caja de herramientas, me entregó dos destornilladores, una llave inglesa, otra llave más pequeña, y dos pares de alicates. Los sujeté contra el pecho para asegurarme de no perderlos.

—La conseguí gratis porque no funciona —dijo Elie—, pero voy a arreglarla. —Extendió su mano hacia mí; tenía los dedos largos y ahusados—. Destornillador.

Con cuidado puse uno en su mano.

—No, ése no. El otro. —Elie manoseó el motor—. Vamos a ganar la guerra —dijo él, con la vista puesta en su tarea, la nariz aquilina pegada al motor—. Aniquilaremos a los israelíes, los arrojaremos de vuelta al mar.

—¿Vas a combatir?

—Todavía no puedo alistarme en el ejército. Pero no me necesitan. Los humillaremos. Alicates.

—¿Quién los humillará? —pregunté.

—Nosotros —dijo Elie con desdén—. Nosotros, los árabes.

—¿Somos árabes?

—Claro que sí. ¿No te enteras de nada?

—Creía que éramos libaneses.

—Sí, eso también —dijo Elie—. Los libaneses aún no hemos empezado a combatir, pero lo haremos. Los israelíes no nos han atacado, pero no vamos a esperar a que lo hagan. Los aplastaremos. Y tenemos un arma secreta. Existen cinco superpotencias, ¿lo sabes? —Me miró y levantó los cinco dedos grasientos de la mano izquierda—. Nosotros contamos con dos y los israelíes cuentan con otras dos. China y Rusia están de nuestro lado, y ellos tienen a América e Inglaterra. —Su índice derecho hizo bajar cuatro de los dedos de la mano contraria, dejando el dedo anular extendido—. Así que estamos empatados. Pero todavía queda Francia. Los israelíes creen que Francia está de su lado, pero no es así. Francia va con nosotros, porque Francia ama el Líbano. Francia es nuestra arma secreta. Venceremos a los israelíes, no lo dudes. —Bajó el último dedo y cerró el puño.

Lo miré con renovada admiración.

—Llave inglesa.

—El rey Kade es un alborotador de cuidado —dijo Bast—, pero tiene su utilidad. Tiempo ha, cuando, por raro que parezca, yo tenía más mal genio que ahora, me planteé la posibilidad de luchar contra él, pero llegué a la conclusión de que el escudo de guerrero no era para mí. Lo mío siempre han sido las batallas internas, no externas. El rey Kade fue la prueba.

—¿Fracasaste? —preguntó Fátima.

—Para nada. Gané, si quieres decirlo así. Yo prefiero pensar en ello como un simple acto de superioridad. Ya no me molesta.

—Me molesta a mí.

—Entonces debes conquistarlo, o conquistarte a ti misma; no sé qué es peor.

—Le venceré —afirmó Fátima.

—De eso no me cabe duda.

—Enséñame cómo hacerlo.

—Primero debes encontrarle.

—Creo que ya es hora de que Osama empiece a tomar clases de música —dijo mi madre a mi padre, desde el taburete del tocador.

Se estaba maquillando: con un dedo aplicaba con cuidado la sombra de color sobre el párpado de su ojo cerrado. Me quedé a un lado y observé su imagen reflejada en el espejo. Sus espesas pestañas eran tan oscuras como una noche sin estrellas. Repasó su aspecto, cogió el lápiz de labios y aplicó una capa de rojo, la boca abierta en una «o» coqueta. Se secó los labios con un pañuelo de papel.

—No sé si es buena idea —comentó mi padre mientras observaba su figura en el espejo antiguo del armario—. Nuestro chico es demasiado listo para la música. —Guiñó un ojo, volvió la cabeza hacia el espejo y siguió haciéndose el nudo de la corbata—. Ya es un año más joven que el resto de su clase. No deberíamos malgastar su tiempo con la música. Debería concentrarse en las materias escolares. Si hay que hacer algo, es apuntarlo a algún deporte para fortalecerlo un poco. —Se pasó los dedos por las arrugas profundas que salían de su nariz hacia las comisuras de la boca.

—No creo que la música interfiera con sus estudios. —Mamá sujetó con horquillas los mechones de cabello que le sobresalían del moño y se echó tanta laca que me irritó los ojos—. Si fuera así, lo dejamos. La semana que viene hablaré con mademoiselle Finkelstein a ver qué opina.

—Quiero tocar el oúd —dije.

—¿El oúd? ¿Por qué? Es un instrumento muy limitado. Al piano puedes tocar lo que quieras. —El collar de diamantes centelleó cuando se volvió para mirarme—. Con el oúd sólo puedes interpretar música árabe. No verás a nadie tocando el oúd en las grandes orquestas.

—Es bonito —dije. Ella se encogió de hombros y volvió a mirar al espejo—. ¿Por qué no estamos escuchando las noticias? —pregunté—. ¿Cómo no estamos siguiendo la guerra?

—Porque tenemos que vestirnos para la cena —dijo mi madre—. No te preocupes, querido. La guerra está muy lejos.

—¿Vas a luchar? —pregunté a mi padre.

—¿Yo? —Se rio—. ¿Por qué iba a hacer algo semejante? Esta guerra no nos concierne, no tiene nada que ver con nosotros. Somos un país pacífico. —Se pasó una mano por el cabello, perfectamente cortado, y usó ambas palmas para comprobar que no hubiera el menor rastro de barba en su cara recién afeitada.

—¿No queremos aplastar al enemigo imperialista?

—Esta noche no, cariño. —Mi madre se levantó, descollando sobre mí. Se alisó el vestido, se observó en el espejo una vez más—. Y ahora, dime, ¿estoy guapa?

—Estás preciosa —dije, fascinado por su vestido de noche de lamé azul.

—¿Y tu padre está de acuerdo? —Ella cogió el pequeño bolso de mano plateado y guardó el pintalabios en él.

—Lo está —dijo mi padre. La cogió de los brazos y la besó en la mejilla—. Estás fantástica.

—A ver si intentamos portarnos bien esta noche. ¿Podemos mantener las manos lejos de nuestra anfitriona? Ya sé que es difícil, pero puede intentarse, ¿no crees?

—Es un simple coqueteo, querida —dijo él, mientras se dirigía a la puerta de la alcoba—. Un simple coqueteo. A las mujeres les encanta. Es un cumplido.

Mi madre elevó la vista hacia las luces del techo y soltó un suspiro de exasperación. Me acarició la cabeza y salió; el sonido de sus tacones sobre el mármol resonó por el pasillo, más allá de la puerta, hasta que entró en el ascensor.

Al día siguiente el portero pintó los cristales de las ventanas de nuestro apartamento de azul para que los israelíes no pudieran ver luces por la noche.

—¿Por qué iban a querer bombardearnos los israelíes? —pregunté a mi madre.

—No quieren. Es sólo una medida de precaución. Todo el mundo lo hace.

—¿Cómo quitaremos la pintura?

—Con acetona para las uñas, creo.

—El ejército de la luz, el ejército blanco o comoquiera que se llamen hoy en día, te llevará hasta él —explicó Bast—. Pero ten cuidado. Como todo lo que brilla, es engañoso. Dudo que lo encuentres en su primera casa o en la segunda.

—En la tercera —dijo Fátima—, siempre es en la tercera.

—Ve a lo más alto, porque es allí donde radica su poder: en los cielos, en el aire, hacia el norte.

—¿Cómo lo derrotaré?

—Eso no puedo decírtelo. Cada guerrero debe hallar su camino.

—¿Cómo le derrotarías tú?

—Eso es fácil —se rio Bast—. Lo seduciría hasta que entrara en mi mundo. En el barro y la maleza de mi entorno estaría perdido. Pero tú no puedes hacerlo.

—No tengo cómo seducirlo.

—No seas obtusa —la amonestó la curandera—. Has seducido a varones más poderosos. Sedujiste al que ahora quieres rescatar, y por eso debes encontrarte con el rey Kade en su propio reino, no en el tuyo.

—Necesito tu sabiduría. Ayúdame a aplastarlo. ¿Cómo puedo hacerlo?

—Abriendo bien los ojos. Te ofreceré un último consejo. El rey Kade carece de equilibrio.

—Eso lo deduje ya de nuestro escueto encuentro. Me llamó puta.

—Ahí lo tienes —dijo Bast—, y aun así te niegas a verlo. Aunque no me refería a esa clase de desequilibrio. El rey Kade es muy fuerte, mucho más que tú y que yo. Y sin embargo la fuerza puede confundirte. Todo lo que es extremo está desequilibradado y debe girar hacia su opuesto. —Bast empezó a rebuscar en la despensa. De espaldas a la buscadora, dijo—: Veo que estas decepcionada. Esperabas algo más. Te daré esto.

Un estático Noé se materializó junto a Fátima con un leve chasquido.

—Éste brilla mucho. Es demasiado vistoso —dijo Bast—. Demasiado. ¿Puedes adoptar un tono de azul más oscuro? —Noé se convirtió en un gatito azul marino y saltó sobre el regazo de Fátima—. Mucho mejor —destacó Bast. Entregó a Fátima tres bolsitas de cuero—. Esto es barro: barro sagrado, barro sublime y barro profano. Tienes que decidir cuál es cuál y cuándo usarlo. Uno procede de Francia, otro sale de un arroyo que se halla entre las montañas Safa y Marwa, y el tercero proviene de una de las siete bocas del Nilo.

La mano de Istez Camil, plagada de manchas, temblaba al sostener el cigarrillo. No parecía saber cómo sentarse en el diván de color borgoña del salón, no sabía dónde poner los brazos. Desde su asiento veía perfectamente el gran piano elevado que teníamos en el comedor, y sus ojos iban de mi madre al instrumento musical. Mi madre se levantó y cogió una taza de café turco de la bandeja que había traído la doncella.

—¿Me ha dicho que le gustaba dulce? —preguntó mientras dejaba la taza en la mesita que él tenía delante y apartaba un jarro del que rebosaba un ramo de flores silvestres: lilas, azucenas y gardenias.

Él asintió, tartamudeó; en su rostro se dibujaba una sonrisa nerviosa. Mi madre le acercó el cenicero. Ella cogió la otra taza de la bandeja, despidió a la doncella y volvió a sentarse. Cruzó las piernas, la derecha sobre la izquierda, y se ajustó la falda para asegurarse de que caía igual por ambos lados. Esperó hasta que él hubo tomado un par de sorbos de café.

—¿Cuánto tiempo lleva enseñando a tocar el oúd, señor Halabi? —Sonrió—. ¿Debería llamarle Istez Halabi? ¿Es más respetuoso?

—No, madame, no hace falta —dijo Istez Camil—. Llevo veinticinco años enseñando. —Su pelo gris se veía recién cortado; en el cuello se apreciaban diminutas heridas del afeitado—. He respaldado a numerosos cantantes y he sido intérprete profesional desde los trece años. Últimamente no he tocado mucho. Estoy semijubilado, ¿sabe? Me concentro más en la enseñanza.

—Muy bien —dijo ella. Colocó un cigarrillo en una boquilla plateada y lo encendió—. La verdad es que nunca me había planteado que mi hijo aprendiera a tocar el oúd. Tenía en mente el piano. Es un instrumento tan elegante. Y si no, entonces el violín. Pero él parece fascinado por el oúd. —Me miró con ojos relucientes y luego volvió a centrar su atención en Istez Camil—. No lo entiendo, la verdad. ¿No cree que a su edad es mejor el piano? Si toca el piano, luego podrá pasar al oúd con facilidad si le apetece. Pero al revés resultaría difícil. ¿No está de acuerdo?

—El piano es un instrumento maravilloso. —Istez Camil apagó el cigarrillo en el cenicero; su mano ya no temblaba—. Aunque no creo que yo sea la persona indicada para contestar a sus preguntas, señora. Yo siempre escogería el oúd antes que el piano. Siempre.

—Yo también —salté.

—Ah, tú. —Mi madre se rio y dio un manotazo al aire, como si me lo diera a mí—. Dígame, Istez Camil, ¿por qué no elegiría el piano?

Istez Camil miró al suelo; su cara estaba arrebolada como una peonía.

—Es frío, señora. Es un instrumento frío. Distante, sin alma. Mientras que el oúd…, el oúd se convierte en parte de ti, de tu cuerpo. Te lo tragas y él se te traga. —Levantó la cabeza—. Y también tenemos que considerar la idea del tarab.

—¿Lo ve? Eso nunca lo he entendido. Siempre he pensado que la gente subestimaba esto del tarab.

—¿Qué es el tarab? —pregunté.

—Mmm, veamos —dijo mi madre. Frunció el ceño—. No estoy segura de poder explicarlo. Tiene algo que ver con la música árabe. ¿Cómo lo describiría?

—¿Es mi chico el que pregunta por el tarab? —El tío Yihad entró en la sala y su voz resonó en las paredes. Llevaba un traje oscuro y un abrigo verde tilo de cachemira. Me levantó en el aire y me sostuvo hasta que le di un beso en la calva—. El tarab es un hechizo musical. Se da cuando tanto el músico como el oyente quedan embrujados por la música.

El tío Yihad advirtió que Istez Camil se ponía de pie.

—Disculpa —dijo, mientras me bajaba—. Ignoraba que tuvieras invitados. Qué grosero soy. —Fue a estrecharle la mano a Istez Camil, pero se detuvo a medio camino—. Dios mío. Qué honor. —Movió los brazos como aspas y miró a mi madre—. Layla, ¿sabes quién es este hombre? Este hombre es un maestro.

—Exagera, señor —dijo Istez Camil, que seguía de pie.

—¿Exagerar? Deje que le estreche la mano, por favor. ¡Layla, este hombre ha tocado junto a Umm Kalthoum!

Las alfombras surcaban el cielo hacía lo más alto. Fátima notaba el viento en la cara, los diablillos viajaban a su lado: tres alfombras con tres pasajeros en cada una. Iban hacia el norte.

—¿La curandera ha servido de algo? —gritó Jacob, para que su voz pudiera oírse sobre el zumbido del aire—. Quién sabe…

—Siempre están con las adivinanzas —replicó Job—. Las odio. No se me dan bien.

—Fue muy útil —dijo Noé—. Nos dio barro.

Elías gruñó. El aire se hacía más fresco y más claro, el sol más suave.

—Estamos a punto de descubrir si ha sido útil o no —dijo Fátima—. Mirad al frente.

Ante ellos, a cierta distancia, una bandada de águilas blancas surgió de detrás de una cima nevada, y a éstas siguieron más águilas, y más.

—Son mil —dijo Ezra.

—Vienen a por nosotros —exclamó Elías.

—¡Maldito sea ese hijo de puta del rey Kade! —dijo Adán—. Esta es nuestra primera prueba.

—No digas eso —se lamentó Job—. Odio las pruebas aún más que las adivinanzas.

—¡Qué insultante! —dijo Isaac—. Hemos viajado hasta aquí para eso. Un mago de su altura, ¿y nos manda un puñado de bagatelas con plumas? Esperaba más de él. Estoy seriamente decepcionado.

—El mago intenta probarnos con símbolos —dijo Ismael—. ¡Qué infantil!

Job se llevó la mano a la frente y negó con la cabeza.

—Permitidme. —Aún con las piernas cruzadas sobre la alfombra, elevó los brazos al cielo y proclamó—. Probad esto. —Y entre los brazos de Job se formó una nube de la que salieron incontables mosquitos—. Un millar por cada uno de tus pajarracos —proclamó—. Mil por cada uno de tus mil. Un millón para ti.

—¿Mosquitos? —preguntó Fátima.

—Calla —contestó Job—. Me tomas por un principiante. Limítate a mirar.

A Fátima le pareció que los mosquitos viajaban a más velocidad que ningún insecto que hubiera visto antes, formando una zumbona y rauda nube de color beis. Las águilas blancas se lanzaron de cabeza a la nube de insectos.

Los mosquitos no consiguieron ralentizar el vuelo de las águilas al instante. Los depredadores tardaron un minuto en reducir la velocidad, después de lo cual empezaron a volar en círculos. Los picos mordían el aire, y las plumas se erizaban. Las águilas parecían nerviosas y desorientadas.

—No es suficiente —dijo Isaac—. Esas aves son demasiado prístinas. Que sufran.

Job apuntó hacia ellas con la mano: un millar de moscas salieron disparadas hacia las águilas. Luego envió jejenes, acatos y garrapatas. Dejó a los piojos para el final. El blanco de las águilas quedó salpicado de rojo.

—Un color mucho más bonito —dijo Isaac.

Las águilas estaban abrumadas y vencidas. Habían perdido algunas plumas y éstas caían flotando hacia el suelo. Al poco tiempo no quedaba en el aire ni una sola águila.

Fátima contempló la masacre que había a sus pies.

—Qué triste —dijo ella.

—¿Por qué? —preguntó Elías—. Eran demasiado bonitas.

—Odio el blanco —dijo Isaac—. Es insulso e incoloro.

Elie contemplaba las poderosas llamas de color amarillo y azul que despedía la hoguera que había encendido en un descampado, lejos de nuestra casa, con la esperanza de atraer a los israelíes para que desperdiciaran sus bombas allí. El chisporroteo de la madera al arder quebraba el extraño silencio. Mi hermana tenía una mejilla iluminada por el fuego y le temblaba un ojo al mirar a Elie. Vi los coches que pasaban, con los faros pintados de azul: una única rendija permitía que pasara la luz. Elie gritó hacia el cielo, era un grito de guerra. El agujero de la base de su garganta se hizo más grande. El borde del cuello de la camisa vibró. Lina abrió la boca, pero no chilló. Observaba a Elie, como hechizada.

Aquella noche el ejército egipcio abatió cuarenta y cuatro aviones israelíes sobre el Sinaí. Los chicos de Gamal Abd al-Nasser luchan por su patria, entonó la radio. Me senté junto a la ventana, iluminada por la tenue luz del sol matutino.

—Todo es mentira —dijo el tío Yihad. Puso la BBC: «Los israelíes avanzan con facilidad. Han tomado Jerusalén».

El portero, el padre de Elie, la emprendió a gritos con madame Daoud, la vecina del tercero.

—Habla con mi marido cuando vuelva —le gritó ella—. No voy a quedarme aquí a aguantar esto.

—Traidores —vociferó él—. Queréis que los israelíes destruyan nuestros hogares.

—Que te den. —Ella cerró de un portazo.

Mi padre se inclinó sobre la barandilla y preguntó:

—¿A qué vienen esas voces?

—No han pintado sus ventanas —respondió el portero; su tono era más tranquilo, más conciliador—. Quieren que nos maten los israelíes.

—No seas tonto —replicó mi padre—. ¿Acaso crees que quieren morir? Es probable que nadie se lo haya dicho hasta que has empezado a gritarle. No me gusta que agobies a los inquilinos. Vuelve abajo y habla con ellos para que pinten las ventanas. —Volvió a nuestra casa, rezongando—. Ya nadie tiene claro cuál es su sitio.

La rareza de los Daoud residía en que casi nunca abrían una ventana de su piso. Al principio pensé que lo hacían porque eran judíos, pero mi madre, que era amiga de madame Daoud, me dijo otra cosa. Me explicó que muchas familias judías abren las ventanas. Creía que los Daoud mantenían las suyas cerradas porque habían vivido mucho tiempo en Bolonia, y todo el mundo sabía que a los italianos les aterraban los reclutamientos.

—Son esos putos americanos —dijo Elie. Encendió un Marlboro y tiró la cerilla catapultándola con los dedos corazón y pulgar—. Podemos machacar a los israelíes, pero no luchar contra los americanos. Los que pilotan los aviones son americanos. —Dio una profunda calada y golpeó el gastado sillín de cuero de la motocicleta—. Que los jodan a todos. Condenados imperialistas americanos.

—¿Vamos perdiendo? —pregunté.

Se volvió hacia mí y me empujó. Retrocedí, en un intento frenético por mantener el equilibrio.

—No perderemos nunca. Ganaremos la guerra. Dios está con nosotros.

Elie se volvió hacia la moto. Salí del garaje y subí corriendo a casa con la esperanza de que no se diera cuenta de mi ausencia.

Detrás de la cima nevada se alzaba un palacio inmenso, majestuoso, espléndido y plateado. Tres altas torres hendían las nubes blancas. Desde arriba, el palacio despedía un brillo sobrenatural y su plata reflejaba la gloriosa luz del sol. En el centro del patio refulgía un gran estanque.

—Mira qué mujeres tan bellas —dijo Elías cuando aterrizaron en el patio—. Tienen unos pechos preciosos.

Setenta y dos vírgenes, bellezas de grandes ojos redondos y cabellos de una variedad de rubios distintos, parecían perplejas ante la visión de los coloridos diablillos. Al igual que veintiocho asombrosos adolescentes varones de un blanco inmaculado.

—Bienvenidos seáis, viajeros —dijo una de las chicas.

—Creo que esperaban a un solo guerrero —dijo Fátima. Un enorme diván estaba dispuesto frente a un centenar de sofás colocados en filas. El verdor del jardín circundante embriagaba los sentidos—. Ésta debe de ser la idea que alguien tiene del paraíso.

—Venid —dijo otra hurí. Tanto las mujeres como los chicos llevaban vestidos de pura seda plateada que revelaban más que si hubieran ido desnudos—. Uniros a nosotras. Dejad que os aliviemos del cansancio del viaje. Permitid que os rejuvenezcamos.

Diez chicos semidesnudos y sonrientes trajeron grandes jarras de vino. Cada uno de los habitantes del jardín tenía una copa llena del líquido de color borgoña.

—Venid —dijo un chico—. Relajaros. Podemos cantaros cuentos para entreteneros.

Una hurí acarició la cabeza de Isaac.

—¿Eres verdaderamente pura? —preguntó él.

—Somos tan castas como pollitos.

—Qué sosos —replicó Isaac—. Voy a dar una vuelta.

La atónita hurí entonó una melodía mágica, y sus hermanas la acompañaron. Una de las vírgenes cogió a Fátima de la mano, pero ésta la rechazó.

—No me acuesto con mujeres de pechos más pronunciados que los míos.

La canción empezó a debilitarse.

—Pero somos castas —dijo una.

—Somos tímidas —dijo otra.

—No nos ha tocado ni hombre ni yinn…

—Podéis acostaros con nosotras…

—Tenemos vino…

—Tenemos música…

—Una copa rebosante de verdad…

—¿No sentís deseo? —preguntaron todas.

—No —contestó Ismael.

—Aquí no hay nada de interés —dijo Isaac al volver de su ronda—. La canción está en una clave menor.

Y el grupo se precipitó hacia sus alfombras y emprendió el vuelo.

Al día siguiente se sentaban en nuestro salón, con aspecto de estar fuera de lugar: eran tres hombres venidos desde Siria. Mi madre tuvo que servirles café, ya que la doncella estaba haciendo el equipaje.

—¿Están seguros de que esto es necesario? —preguntó mi madre—. Cualquiera diría que aquí pasa algo. Líbano no se meterá en la guerra.

—Los israelíes se acercan, señora —dijo el padre de la doncella. Su vellosa muñeca sobresalía tres dedos de la raída manga de la camisa. No miraba a mi madre a los ojos. Parecía muy cansado: párpados caídos y la mandíbula floja—. Se les oye. La niña debe volver a casa.

—Bien. Bien. Iré a ver si ha terminado. —Lina y yo la seguimos fuera del salón—. Es la última vez que contrato a una chica árabe —murmuró mi madre antes de entrar en el cuarto de la criada.

La chica llevaba su mejor vestido, uno estampado en color clorofila, abotonado al frente y que le llegaba un centímetro por debajo de las rodillas, lo que dejaba al descubierto las pantorrillas blancas. Un pañuelo amarillo canario le cubría el cabello, su peor rasgo. Allí plantada, con la vista puesta en la maleta abierta, parecía mucho mayor de sus trece años.

—Deja que vea cómo lo has hecho —dijo mi madre. Sacó la capa superior de la maleta y miró debajo—. ¿Hay algo más que tenga que ir en esta maleta?

La chica negó con la cabeza. Mi madre reordenó la ropa.

Lina me miró con esa cara que decía: voy a contarte algo que no sabes porque no sabes nada.

—Mamá está comprobando que no nos robe nada —me dijo en francés.

Tais-toi! —la regañó mi madre. Rebuscó en su bolsillo y de él sacó un billete de cien dólares—. Escucha —dijo a la chica—. Quiero que te lo quedes. Has sido muy buena con nosotros. Sé que es mucho dinero, pero quiero que me prometas una cosa. Vas a esconderlo. Es sólo para ti. No se lo mostrarás a tu padre ni a tus hermanos bajo ninguna circunstancia. Ni siquiera a tu marido si te casan. Es para ti. Sólo para ti. ¿Lo entiendes?

—Sí, señora. —Contestó ella, guardándose el billete en el sujetador—. Gracias, madame.

—Ahora lárgate de aquí.

La radio se lamentaba de traiciones con voz vencida. El aire parecía denso. Yo estaba en la salita del portero mirando a una familia de extraños. La esposa del portero se cernía sobre sus invitados, inquieta. Eran cuatro: una mujer sin marido —una especie de versión harapienta de la portera— y sus tres hijos. La mujer se mordía los labios y tenía los ojos llorosos. Daba la impresión de que no habitaba en su cara fantasmal. Un ventilador aletargado removía el aire.

—Tenían tantos aviones —dijo su hijo mayor, casi un hombre—. No paraban de llegar. Iluminaron el cielo por la noche y lo bombardearon todo. No tuvimos ninguna oportunidad. Todos huyeron.

Elie le miró fijamente.

—¿Tú luchaste, primo?

—¿Luchar? Si no podíamos ni respirar. Venían a tanta velocidad que apenas tuvimos tiempo de escapar. Usaron napalm. Te quema la piel hasta el hueso antes de matarte. ¿Cómo se puede combatir contra eso sólo con rifles?

—Estamos perdidos —dijo otro primo.

Elie salió hecho un basilisco. Fui tras él.

Yo intentaba pasar desapercibido. Mi madre evitaba mirar al tío Yihad y fijaba la vista en el techo. Ambos estaban sentados en el diván, con las piernas apoyadas en la mesita de cristal. La infusión que mi madre tomaba a media mañana permanecía intacta, aunque ya no humeaba.

—Se ha ido, Yihad —dijo ella en voz baja—. Se ha ido.

Mi madre había descubierto que madame Daoud se había marchado al amparo de la noche; según su marido, había vuelto a Italia, a visitar a su familia.

—Ni una palabra, ni una nota, nada.

Mi madre cerró los ojos y suspiró.

—¿Por qué piensas que no volverá? —preguntó el tío Yihad—. Su marido sigue aquí.

Mi madre bajó la cabeza despacio, abrió los ojos y le lanzó una mirada que exigía seriedad.

—Él tiene que ocuparse de las cosas antes de poder reunirse con ella.

—Te estás poniendo hosca. —Mi tío apoyó la mano en su hombro—. Ella siempre será tu amiga.

—Nada permanece —dijo mi madre, negando con la cabeza—. Todo se pierde.

—He perdido mi inocencia infantil —dijo Lina con un suspiro.

Estaba sentada en el taburete, de espaldas al piano, cuya tapa estaba abierta como si éste se dispusiera a exhalar un suspiro propio. Embargada por la tristeza me mostraba su perfil, cual actriz egipcia caída en el olvido. Seguía alisándose la falda sin bajar la mirada, en un gesto ensayado, mecánico.

—¿Qué significa eso? —pregunté.

—¿Cómo puedo ser testigo del sufrimiento de los niños palestinos y conservar mi inocencia infantil? —Exhaló con fuerza—. Sufro con ellos. Ya he dejado de ser una niña.

—Pero si tienes diez años, idiota.

—Ya no. Con lo que he visto, ya soy una mujer.

La empujé fuera del taburete y salí corriendo. Ella me persiguió.

—Se ha acabado —dijo mi madre— sin que nuestro ejército haya disparado ni una sola bala.

—El gobierno no tiene la culpa de que la guerra terminara tan pronto —dijo el tío Yihad—. Seguro que aún están reunidos, decidiendo qué medidas van a tomar.

Vimos las noticias por televisión en la sala: miles de refugiados palestinos llegaban a Líbano, como el ganado rodante, rodante, rodante de Rawhide.

—Este caos es desconcertante. Son tantos… —exclamó mi madre—. ¿Qué van a hacer?

—Esperar —respondió mi padre.

—¿Qué se supone que es Líbano? ¿Una especie de purgatorio?

—¿Qué es el purgatorio? —pregunté.

—Ven aquí y te lo explicaré —dijo el tío Yihad, mientras se daba una palmada en el muslo. Mis pies colgaban del borde de su regazo—. Según Dante, existe el paraíso arriba, el infierno abajo, y también el purgatorio, que es como una sala de espera de hospital o una estación de tren donde se queda la gente hasta que se decide adónde van.

—¿Y quién lo decide, Dios?

Su sonrisa se hizo más amplia. Movió la cabeza, en un asentimiento poco comprometido.

—Cualquiera salvo nosotros.

Y el rey Kade desató contra ellos los vientos traidores.

—Esto ya me parece más normal —dijo Isaac.

Unas nubes densas se acercaban. Los pasajeros se agarraron a los bordes de la alfombra a medida que los vientos se endurecían. Una ráfaga fría y turbulenta derribó a Jacob. Cayó unas cuantas leguas, desapareció y luego volvió a su sitio. Las alfombras se volvieron díscolas y empezaron a hacer travesuras.

El grupo se vio obligado a descender sobre un prado verde; la hierba les llegaba hasta las espinillas. Noé dobló las tres alfombras hasta reducirlas al tamaño de una cartera y luego se las tragó.

—Es un prado precioso —se admiró Job—. Y el color es perfecto.

Fátima y los diablillos fueron en dirección norte.

—Qué agotamiento —protestó Elías—. Cuando por fin lleguemos estaré demasiado cansado para hacer nada. Tengo las pezuñas irritadas. Creo que deberíamos volver a volar y arriesgarnos a luchar contra el viento.

A sus pies se extendía un hondo valle que debían cruzar para llegar a la segunda montaña.

—Se acerca otra ola —anunció Ismael, señalándola con su diminuta mano. Corceles blancos montados por blancos guerreros galopaban hacia los diablillos. Los jinetes blandían espadas de plata por encima de sus cabezas—. Diría que son cien, veinte filas de cinco.

—Mira detrás de la ola de atacantes —dijo Ezra—. Hay unos cien, y otros más todavía esperando. Deben de ser al menos un millar.

—¿Por qué se alinean así? —preguntó Fátima.

—Los fanáticos no tienen imaginación —respondió Isaac.

En el centro del valle había un gigantesco roble de hojas blancas del que brotaban tanto caballos como jinetes. Sus hojas caían al suelo y se transformaban en hombre o en bestia.

—¿Puedo? —dijo Adán.

—No —repuso Noé—. Dejadme a mí. Hermana, ¿puedes darme una de las tres bolsas?

—¿Cuál de ellas? —preguntó Fátima, cuya mano sostenía los tres regalos de Bast.

—Me da igual —contestó el diablillo azul—. Cogeré ésta. Huele al sagrado Nilo. —Abrió la bolsa y vació su contenido en el prado donde se hallaban—. Retroceded y admirad.

El barro cayó sobre la abundante hierba, despojándola de su pureza fastidiosa. El barro se extendió y burbujeó. Nació un pequeño riachuelo.

—Yo te ayudaré. —Noé unió las manos.

El riachuelo se convirtió en un río de aguas caudalosas que avanzaban hacia los jinetes.

—Más —le animó Isaac—. Enséñales lo que es sufrir.

Noé unió las manos una vez más y las aguas del río crecieron.

—Que así sea —dijo Noé, y provocó una riada.

El valle cóncavo se tiñó enseguida de azul. Entre los caballos se desató el pánico y los jinetes intentaron calmarlos. Cuando el agua cubrió la corteza del árbol gigante, los caballos tuvieron que nadar. Del riachuelo iba manando más y más agua, hasta que se formó un lago: un lago monstruosamente grande. Guerreros y monturas perecieron ahogados. El agua llegó a la copa del roble blanco. El azul se tragó al blanco.

—Plof…, pobre ejército blanco —dijo Isaac.

—¿Sobrevivirá el roble? —preguntó Jacob.

—Sí —dijo Adán—, pero necesita protección.

Con los brazos en alto formó una bóveda de polvo de la que asomó la cabeza de una inmensa serpiente de color violeta, provista de una cresta dorada y de una mirada feroz. La serpiente silbó, mostrando su lengua trífida.

—Venga, Tebas —dijo Adán—. Este será tu nuevo hogar.

La serpiente desenroscó su cuerpo, hinchado y rollizo. Rodó, rodó y rodó desde la bóveda hasta sumergirse en el lago; sus escamas brillaban bajo el agua. Tebas devoró a unos cuantos jinetes rezagados uno por uno. Una vez satisfecha, enroscó el cuerpo en torno al gran roble blanco, por debajo de la superficie del lago, y apoyó la cabeza en las ramas más altas.

—Una serpiente digna de tan impresionante árbol —comentó Adán.

En noviembre de 1968 los Farouk se mudaron a nuestro edificio, al piso que habían dejado vacío los Daoud, que habían marchado hacía un año.

Tenían un timbre estridente.

Buon giorno, signora —dijo el tío Yihad a la señora Farouk cuando ésta abrió la puerta.

Fueron las únicas palabras que entendí, ya que siguió hablando en italiano. Tenía oportunidad de practicar bastante el italiano porque en el vecindario había una familia de Milán y un genovés soltero, que era piloto.

La señora Farouk se sonrojó y abrió la puerta de par en par. Su cabello era de un caoba rojizo y su piel tendía a arrebolarse con facilidad. Habló en italiano, con gestos expresivos, y nos invitó a entrar. La seguimos hacia el salón; mis zapatillas blancas de tenis levantaban crujidos en la pulida madera clara. Su marido estaba en el sillón, leyendo una novela árabe. De unos altavoces invisibles salía música de oúd. La señora Farouk nos presentó al tío Yihad, a Lina y a mí. Su marido, el señor Farouk, se levantó para saludarnos.

—Somos el comité de bienvenida —dijo el tío Yihad, con la cara radiante de satisfacción. Cuando se emocionaba, su voz tomaba un registro agudo—. He traído a los niños para que conozcan a los suyos.

Noté que Lina se ponía rígida antes de ver entrar a las chicas de los Farouk. Fátima tenía ocho años, uno más que yo, y era mona y delgada, pero no era la causa de la consternación que había embargado a mi hermana. A sus trece años, Mariella era la chica más guapa que yo había visto en mi vida. Cabello largo y de color castaño claro, ojos verdes, labios carnosos y boca grande. Entró en la sala despacio, consciente del efecto que provocaba a su alrededor.

Che belle —exclamó el tío Yihad, mirando a su padre—. Ambas parecen haber heredado los mejores rasgos de ambos. Son una mezcla deliciosa de Irak e Italia. Maravillosas.

Mariella hizo caso omiso de Lina y me tendió su pálida mano.

—Hola, soy Mariella —dijo en una voz que no tenía nada de infantil—. Esta es mi hermana pequeña.

La señora Farouk carraspeó.

—Estamos tan contentos de haber encontrado este lugar —dijo. Su acento era curioso, una amalgama de numerosos dialectos árabes—. Teníamos muchas dudas sobre instalarnos en Beirut. Nos cansamos de Amán, y primero pensamos en Roma, pero luego decidimos que Beirut ofrece lo mejor de ambos mundos, ¿no cree? Y encontramos este apartamento. ¡Precioso, una señal del cielo! Estaba en tan buen estado. ¿Sabe quién vivía aquí? Me gustaría enviarles una nota de agradecimiento.

—Tendría que enviarla a Israel —salté yo.

—Los Daoud emigraron a Israel —explicó el tío Yihad—. Se jubilaron, cerraron la fábrica de chocolate y se marcharon.

—¿A Israel? —preguntó la señora Farouk—. ¿Cómo se les ocurriría algo así? Es un país de lo más soso. La gente es demasiado seria.

—Son judíos —aclaró el tío Yihad—. Creo que allí se sentían más seguros.

—Yo también soy judía y no me verá recogiendo mis cosas para instalarme en un kibutz.

Miré hacia las ventanas y vi que estaban abiertas: una brisa leve y fresca agitaba las cortinas de muselina. La música de oúd seguía sonando mientras empezábamos a conocernos. Incluso Lina formulaba preguntas; estaba animada, habladora.

—Les encantará el barrio. Está lleno de gente de todas las edades.

Me aislé de todos y me concentré en la exquisita melodía. No tenía ni idea de quién era el músico, pero era un fantástico intérprete de oúd. El tío Yihad se rio a carcajadas. Me esforcé por oír la suave música. Madame Farouk también se rio. Ruido. Les dije que se callaran.

La sala se quedó en silencio. Unas caras llenas de asombro me miraron y me percaté de lo que había hecho. Pasaron unos segundos tensos. El corazón me latía más deprisa; se me saltaban las lágrimas. El tío Yihad dejó escapar una risa nerviosa.

—Me disculpo en nombre del chico —dijo él—. A veces vive en un mundo propio.

Me miró con expresión preocupada. Todos parecían esperar que yo dijera algo.

El intérprete de oúd llevó el maqâm a otra clave.

—Lo siento —dije con voz mucho más queda de lo habitual—. Lo siento mucho. Estaba escuchando la música y me olvidé de dónde estaba. —Hice una pausa. Nadie dijo nada—. Me quedé perdido en la música y en mi falta de buenas maneras.

Todos prorrumpieron en risas. Todos menos Fátima. Me miraba con ojos inquisitivos, evaluadores. El tío Yihad pasó una mano por mis hombros y dijo:

—Este muchacho es un tesoro. Siempre dice las cosas más increíbles.

—Este chico es un idiota —replicó Lina.

—¡Qué encantador que un chico de su edad se sumerja tanto en la música! —dijo la señora Farouk—. Mi marido querrá adoptarlo.

El señor Farouk sonreía y me miraba atentamente.

—Es música de mi hogar.

—Es el Maqâm Râst —dije, y me senté sobre las palmas de las manos.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el señor Farouk, con la sorpresa dibujada en la cara. Me encogí de hombros.

—Este chico tiene talento a raudales —intervino el tío Yihad—. Toca el oúd como un maestro, toca día y noche. Sabe tocar maqâms. Está estudiando con Camil Halabi.

—Sólo sé tocar un maqâm.

—Me encantaría oírte tocar —dijo el señor Farouk—. Tocaré para ti, y tú tocarás para mí. ¿Te gustaría? Tu maestro es un gran músico. Tenía entendido que había muerto. Le oí una vez, cuando vino a Bagdad hace mucho tiempo, en los tiempos en que la ciudad aún estaba viva, cuando aún nos importaba la belleza. —Posó la vista en el techo—. ¿Por qué no le prestas el disco, querida? —dijo a su esposa—. Así podrá escucharlo sin que nadie le moleste.

Fátima apareció en mi clase dos días después. Llevaba medias blancas y un vestido corto de color azul y con ribetes de encaje, estampado con margaritas blancas. Frágil y delgada, se dirigió hacia Nabeel, que ocupaba la silla contigua a la mía.

—Quiero sentarme aquí.

Nabeel se encogió de hombros y dejó libre el asiento que había sido suyo durante semanas. Ella se sentó, mantuvo la cabeza gacha, pero me miró con sus ojos castaños, con una mezcla de nerviosismo y aplomo.

—Tienes que ser mi amigo —dijo.

El palacio de cristal se alzaba sobre la cumbre de la segunda montaña. Su tamaño, estructura y brillo resultaban cegadores. Todo su interior —escalinatas, columnas, balaustradas, mesas, sillas y estantes— estaba hecho de un cristal diáfano en el que no se distinguía la menor impureza. La luz del sol se reflejaba en el gran vestíbulo, arrancando destellos de fieros colores. Era un espacio donde reinaba un extraño silencio, un lugar yermo de vida.

—Yo podría vivir aquí —dijo Jacob.

—Es demasiado aséptico —resopló Isaac. De un salto se subió a una de las butacas, se bajó los calzones y meó—. No puedes manchar los muebles. No podría vivir aquí.

—Pues quizá no nos quede más remedio —intervino Fátima—. La puerta acaba de cerrarse sola.

Los ocho diablillos se dispersaron por el vestíbulo en todas direcciones. Ismael intentó abrir la puerta, pero ésta estaba cerrada a cal y canto. Ezra y Elías comprobaron las ventanas.

—Las pruebas se vuelven más difíciles —dijo Job—. Lo odio.

—Incómodas —dijo Isaac—, pero no difíciles. —Soltó un hipido, eructó y vomitó una semilla por la boca—. Dulce —dijo—. Hermana, permíteme una de las bolsitas que quedan.

—Escoge —dijo Fátima.

—Ésta —decidió Isaac—. Huele a tierra fértil. —Vertió el barro en el centro del vestíbulo y en él plantó la semilla—. Observad —dijo, y dio un paso atrás para admirar su obra—. Crece —ordenó, y la hiedra empezó a reptar.

De cada mata salía una, y luego otra.

—¿Hiedra venenosa? —preguntó Fátima.

—Una variedad —explicó Isaac—. No te preocupes. Eres de los nuestros. Los venenos son la sangre que te da la vida.

La hiedra fue enroscándose en el suelo hasta cubrirlo y empezó a ascender por las paredes. Unas flores verdosas brotaban en las ramas a medida que la hiedra serpenteaba hasta llegar al techo.

—Qué flores más sosas —dijo Ismael.

Lanzó campanillas sobre la hiedra.

—Llega mi maldito turno —anunció Adán.

Cambió el verde del suelo por una hiedra moteada de flores de un azul violáceo. Noé le añadió jacintos. Ezra, cipreses.

—Pasemos a la raza amarilla —dijo Jacob, y, cual canario, floreció una parra y llenó el lugar de destellos amarillos.

—Algo dulce —ordenó Elías, y brotaron guisantes de olor—. Oh, no. Yo quería jazmines.

—Basta ya —dijo Isaac—. Si vas a hacerlo, hazlo bien. —Una densa buganvilla roja cubrió paredes, suelo y techo—. Ahora sí que podría vivir aquí. —Fue saltando alegremente por las parras hasta llegar a la puerta, que estaba forrada del todo. Empujó a través de la hiedra, hasta que la puerta cedió y se desplomó—. Deprisa —dijo al resto—. Este palacio se caerá en cualquier momento.

—La palabra maqâm significa «lugar» o «situación» —explicó Istez Camil—. También quiere decir «sepulcro». Es música, se refiere a la escala, pero también al humor. ¿Sabes qué es?

—No. —Mis dedos subían y bajaban mecánicamente por el cuello del oúd.

Llevaba cuarenta y cinco minutos tocando escalas.

—A través de su estructura y modalidad cada maqâm se relaciona con un humor específico. Cuando interpretas un maqâm la técnica debería resultar invisible, para que lo único que se aprecie sea la emoción pura. El objetivo es inducir cierto humor tanto en el oyente como en ti mismo. Ese humor determinará la selección del maqâm y la clase de improvisaciones. Por ejemplo, si quieres provocar tristeza, puedes escoger uno que sea microtonal, como el Maqâm Saba.

Asintió con la esperanza de suscitar alguna muestra de reconocimiento. Negué con la cabeza. Istez Camil se levantó y fue a decir algo, pero se contuvo y encendió un cigarrillo.

—Estás cansado —dijo—. Ya lo terminaremos la próxima vez.

Bajé el instrumento y estiré los dedos.

—¿Por qué cree la gente que estás muerto?

—¿Muerto? Quizá porque dejé de tocar en público. —Istez Camil miraba por la ventana, de espaldas a mí.

—¿Por qué lo dejaste?

—Toqué la nota equivocada —dijo él—. Desperté la emoción equivocada.

No dije nada, a la espera de que mi maestro prosiguiera con su explicación.

—Mi mujer había muerto. Aburrí al público. Yo sólo soportaba oír, o tocar, un único maqâm. El público no conseguía apreciar las variaciones del maqâm que yo tocaba. Se hartaron de oírlo una y otra vez.

—El Maqâm Saba —dije—. Me encanta lo despacio que se mueve, la infinita ternura que desprende, como lágrimas que descienden por las mejillas: una cascada de gracia.

—¿Lo ves? Tú lo entiendes. —Istez Camil no se volvía a mirarme—. Una cascada de gracia. Es maravilloso. Describe toda la grandeza de las interpretaciones de Shah-Kuli, o incluso las anteriores. Se dice que fue el músico más grande que ha existido.

—Háblame de él.

—Cuando los turcos derrotaron a los persas y reconquistaron Bagdad en 1638, ochocientos mil jenízaros murieron en una emboscada, de manera que los turcos orquestaron una matanza general. Cortaron las cabezas de treinta mil persas, pero el sultán seguía necesitando entretenimiento. Un músico persa, que aguardaba su ejecución, fue llevado a palacio. Mientras sus compatriotas, amigos y parientes eran decapitados uno a uno, el gran Shah-Kuli tocó un maqâm para el despiadado sultán Murat. Cantó con tanta dulzura, tocó el oúd con tanta sensibilidad… Terminó su actuación con un canto fúnebre que hizo brotar las lágrimas en los ojos de todos los oyentes. —Apartó la mirada de la ventana y me sonrió—. Las lágrimas descendieron por las mejillas del público al ritmo del maqâm. Una cascada de gracia. Y el lloroso sultán ordenó que cesaran las ejecuciones.

Detrás de la tercera cima no se distinguía palacio alguno. La comitiva voló de arriba abajo y de abajo arriba, escrutando todos los rincones del escarpado paisaje, pero no encontraron nada.

Elías soltó a los cuervos.

—Buscad con vuestros ojos agudos.

Job soltó a los murciélagos.

—Buscad con vuestros oídos agudos.

—¿Podría hallarse en el interior de la montaña? —preguntó Adán—. Puedo enviar a los escorpiones.

—¿Podría estar más lejos? —preguntó Noé.

—Esperad —ordenó Fátima.

Los murciélagos y los cuervos surcaron la zona. Fátima siguió a los que podía con la vista.

—Más arriba —dijo ella—. Tiene que estar más arriba.

Desató un lazo negro de su cabello y lo agitó con el brazo. Lo subió por encima de su cabeza. Un grupo de siete cuervos siguió la indicación y voló por encima de la cumbre nevada. Ella agitó el lazo de nuevo y los cuervos volaron aún más alto. Si subían más, alcanzarían las nubes. Antes de que ella pudiera sacudir el lazo una vez más, uno de los cuervos plegó las alas y empezó a caer en picado. A una orden de Elías, sus hermanos interrumpieron la caída y lo depositaron en sus manos. El diablillo índigo lo observó.

—El pájaro habla.

—Retirad a los cuervos y a los murciélagos —declaró Fátima—. Ya sé dónde está el rey Kade.

—¿Dónde? —preguntó Ismael.

Elías y Fátima respondieron al unísono:

—En las nubes.

El primer jueves de diciembre nos sorprendió al tío Yihad y a mí en un pequeño café de Msaitbeh. Habíamos pedido permiso a mis padres, ya que era tarde y al día siguiente había colegio. La pintura se resquebrajaba en unas paredes que no tenían ni un solo adorno, ni una foto, ni un simple cuadro. Nos sentamos a una mesa de fórmica que me quedaba demasiado alta. El tío Yihad saludó a todos los hombres aunque saltaba a la vista que no encajaba en este entorno. Era, con diferencia, el ser más colorido que había cruzado la puerta. No había mujeres. De todos los hombres del café ni uno solo se había afeitado en las últimas veinticuatro horas, mientras que la cara imberbe y la cabeza calva del tío Yihad relucían en un tono azulado, reflejo de los fluorescentes.

Cuando llegó mi té —fuerte, dulce y servido en vaso—, el silencio se había apoderado del café. Un chico, un par de años mayor que yo, encendió el transistor y empezó la música.

—Estás a punto de oír a la diosa —susurró el tío Yihad, y se llevó un dedo a los labios en señal de silencio.

La introducción empezó como una melodía sencilla interpretada por violines. La percusión, un derbakeh y dos daffs, le proporcionaban un ritmo sostenido. Los violines repitieron la melodía, una y otra vez, hasta lograr un efecto hipnótico. La mayoría de los hombres tenía los ojos cerrados. Pasaron diez minutos antes de que la melodía que tocaba la banda empezara a decaer. Por la radio sonaron los aplausos.

—Ha subido al escenario —murmuró el tío Yihad—. Ya ha llegado.

Silencio. Oí las respiraciones de algunos de los hombres. Un segundo. Dos segundos. Diez segundos.

Su voz llegó hasta nosotros, clara, fuerte y poderosa. La sala suspiró al unísono con la primera nota para luego sumirse de nuevo en el silencio. Un hombre que llevaba unas gafas oscuras sujetas con un trozo de cinta adhesiva de color gris se repantigó en la silla, como si estuviera a punto de recibir una lluvia de pétalos de rosa. Otro hombre dirigía una orquesta imaginaria con ambas manos, con una gracia impropia de su robusto corpachón. En su sien se apreciaban leves latidos, grandes venas que seguían el ritmo de su propio metrónomo. Umm Kalthoum seguía la melodía, una canción de amor en dialecto egipcio, y las palabras de añoranza tenían sentido. Yo había oído a la banda tocar esa melodía muchas veces, pero ahora parecía que la música había sido creada sólo para servir de acompañamiento a esa letra. Repetía cada frase una, dos, tres veces, y más, hasta que yo la sentía vibrar en mi interior. Escuché aguzando los oídos, boquiabierto y con los ojos como platos. Cuando terminó la melodía, un temblor recorrió la sala. Los hombres aplaudieron, puestos en pie, profiriendo gritos de admiración hacia la radio.

—¡Que vivas muchos años!

—¡Otra, otra!

—¡Que Dios te guarde!

—No ha sucedido —dijo un hombre, hablándole a la radio—. Tienes que empezar de nuevo.

Y ella así lo hizo. Empezó a cantar de nuevo la canción, desde el principio. Los hombres hablaban a la radio después de cada verso. Por la radio, se oían los gritos de aliento del público jaleando a la cantante. El director de la orquesta imaginaria repetía un prolongado «Ya Allah» después de cada verso, con la vista puesta en el techo, manchado de humo de tabaco, como si pidiera a Dios que bajara a escuchar. Cada verso se convertía en una adivinanza. ¿Lo repetiría? ¿Lo llevaría más lejos?

Cuando terminó la melodía por segunda vez, el público estalló en aplausos. Un aullido unánime se extendió por la sala. Un hombre bajito se subió a una mesa y gritó: «Allah-u-akbar». El tío Yihad estaba radiante de felicidad. Ella empezó a cantar la misma melodía por tercera vez. Yo estaba extasiado. La sala temblaba de contento.

Cuando terminó, esperó a que el público del café se tranquilizara de nuevo y entonó una melodía nueva. La misma canción, la misma clave, un registro levemente distinto, una elaboración más profunda de su añoranza. Repitió esta versión sólo dos veces, y a continuación volvió a la primera, para luego lanzarse a una tercera que cantó sólo una vez. Acto seguido pasó a la primera, tercera, primera, segunda, primera. En el momento final, después de una hora de variaciones sobre la misma canción, el público estaba exhausto y ronco.

Volvimos a casa rodeados de un denso tráfico. El tío Yihad, nervioso, no paraba de tamborilear sobre el volante.

—«Umm Kalthoum» es un nombre muy tonto para una persona —dije—. «¿Madre de Kalthoum?»… ¿Qué significa? ¿Y cómo podían llamarla así cuando era niña? Era demasiado joven para ser madre.

—Umm Kalthoum es la esencia del mundo árabe —dijo el tío Yihad—. Es probable que sea la única persona a quien todos los árabes aman de corazón. Desde que perdieron la última guerra, ella se ha lanzado a una gira interminable para levantar la moral de los árabes. No es que sirva de nada, pero su dedicación me parece maravillosa. Me encanta la gente que se apasiona con las causas perdidas.

—Descansa durante un minuto —dijo Isaac—. Lucharás contra él tú sola y necesitarás todas tus fuerzas. Mientras el rey Kade siga vivo no podremos romper el hechizo. No podemos acompañarte.

Los diablillos se habían sentado en torno a ella con las piernas cruzadas, hombro con hombro. Habían doblado dos de las alfombras y flotaban debajo de las nubes sobre la tercera.

—El arma más poderosa de que dispones es tu valor —dijo Ismael—. Pero la línea que separa el coraje de la temeridad es difusa, en el mejor de los casos.

—Ten paciencia —aconsejó Job.

—Ten cuidado —añadió Jacob.

—Ten imaginación —dijo Adán.

Los diablillos se incorporaron. Cada uno de ellos apoyó la mano izquierda en el hombro de su hermano y la derecha en el cuerpo de Fátima.

—Estamos contigo —declararon al unísono—. Ahora y para siempre.

Y se desvanecieron.

—Ven a sentarte a mi lado —dijo Mariella, acompañando sus palabras de una risita traviesa y coqueta.

Estaba sentada en el muro de cemento de color amarillo desvaído que cercaba el inmueble contiguo al nuestro. Sus piernas colgaban sobre las siete baldosas apiladas. Cruzó las piernas, lo que le subió un poco más la falda.

Lina se irritó.

—¿Vas a tirar contra esas malditas baldosas? —preguntó a Hafez, que tenía en la mano la pelota de tenis y contemplaba extasiado a Mariella.

—Es un juego estúpido —dijo Mariella—. Ven a sentarte conmigo y deja que los niños se entretengan.

Irguió la espalda, en un intento de parecer más adulta.

—¿No puedes sentarte en otro sitio? —pregunto Fátima—. Aquí estamos jugando. Estás justo encima de las baldosas.

—Me siento donde me apetece.

—Ve con ella —me dijo Fátima—. Si eso es lo que quieres, hazlo.

—No nos haces ninguna falta —añadió Lina—. Y eres demasiado lento de todos modos.

Me subí al muro con Mariella.

—¿Cuándo vas a venir a tocar el oúd para nosotros? —preguntó ella—. Mi padre no para de preguntar por ti. Deberías hacernos una visita.

La pelota chocó contra el muro seis veces seguidas, pero la montaña de baldosas siguió intacta. Mariella fingía no enterarse del juego que se desarrollaba a nuestro lado. Entonces, de repente, la pelota de tenis, saliendo de la nada, fue a dar contra su muslo izquierdo. Ella gritó de dolor.

—Lo siento —dijo Fátima—. No era mi intención.

—Buen tiro —exclamó Lina.

Los demás niños se reían.

—Eres una puta, Fátima —gritó Mariella—. Nada más que una puta.

Oí el rugido de la motocicleta de Elie antes de verla. Él apareció por la esquina de nuestra calle, con el sol reflejado en sus gafas oscuras. Todos los niños se detuvieron para mirarlo. Vestido con un mono militar, parecía mucho mayor de lo que era, pero seguía siendo demasiado joven para llevar una moto. Pasó frente a nosotros a toda velocidad, sin dignarse mirarnos, y se apeó del vehículo delante de nuestro bloque. Su madre salió corriendo de casa para recibirle. Titubeó, y luego despacio, sin decir palabra, acarició su cabello con la mano derecha y le cogió un mechón con suavidad, como si quisiera indicarle que lo llevaba demasiado largo.

Me deslicé sobre el muro para correr hacia Elie. Mariella me agarró del brazo y me clavó las uñas en la piel hasta casi hacerme sangre. Me volví hacia ella, pero sus ojos estaban puestos en Elie. El padre del muchacho salió, gritando:

—¿Dónde has estado, hijo de perra?

Elie pasó frente a él y entró en casa. Su madre se quedó fuera, viendo cómo ambos se alejaban.

Lo presentía. De eso, al menos, estaba segura. Fátima dirigió la alfombra hacia las espesas nubes. Envuelta en un blanco cegador, fue ascendiendo despacio a través de un cielo más viscoso que húmedo, más oleaginoso que mojado. A medida que se acercaba a la capa superior, a medida que el sol empezaba a filtrarse, tuvo la sensación de que se abría paso entre el barro. Le costaba avanzar, casi se arrastraba. Abriéndose paso, vio el castillo de niebla a lo lejos. A primera vista parecía sólido, pero cambiaba de forma poco a poco. Se hundía una torre, aparecía una ventana, se desvanecía una rampa: era un todo mutable con voluntad propia. Ella se apeó de la alfombra frente a la puerta. Como era de esperar, pudo andar sobre las nubes. La puerta se abrió para ella y penetró en los dominios del rey Kade. Una vez dentro del castillo vacío se sintió vulnerable, como si las fuerzas la hubieran abandonado por completo. El vestíbulo cambiaba con cada paso que daba. Con torpeza fue hacia la puerta, que desapareció en cuanto intentó abrirla.

—Rey Kade, rey Kade —gritó ella hacia el espacio cavernoso—. ¿No estás harto ya de juegos tontos?

Fátima desenvainó la espada y la estampó contra la pared que tenía delante. La hoja no halló resistencia alguna. Muros de nube. Ella los atravesó.

Frente al espejo del tocador de la señora Farouk, Fátima probaba unos pintalabios.

—Creo que el granate me sienta mejor, ¿verdad?

—¿Por qué te llamas Fátima? —pregunté.

—A mi nombre no le pasa nada. —Frunció el entrecejo, enfadada, y el gesto la hizo parecer una réplica más joven de su madre, sobre todo con aquellos extraños labios pintados.

—No he dicho que le pasara nada. Sólo he preguntado el porqué. No me grites.

Me levanté, pero ella me empujó y volví a caer sobre la cama.

—Entonces no hagas preguntas tontas.

—No es una pregunta tonta. No es lógico que haya dos hermanas y que una lleve un nombre italiano y la otra un nombre árabe.

—¿Y por qué no? Menuda bobada. Mi madre eligió el nombre de ella y mi padre escogió el mío.

Ella cogió el bote de perfume y lo puso boca abajo sobre su dedo índice. Olía a flores químicas. Se echó unas gotas detrás de las orejas, levantó los brazos en dirección al techo, y se aplicó perfume en las axilas.

—Pues mis padres escogieron los nombres de los dos —dije—. Es lo normal. Lo discutieron durante mucho rato. Osama es el nombre preferido de mi madre.

—Pero tu hermana es cristiana y tú eres druso, así que no me vengas a hablar de cosas raras. ¿Eso también lo discutieron tus padres?

—Claro. Mi madre se queda con la niña y mi padre con el niño.

—Eso sí que es raro —dijo ella, y luego se limpió el pintalabios y tiró el pañuelo de papel usado a la papelera.

No le dije que su madre sabría que Fátima había estado en su cuarto si veía el pañuelo usado. La seguí al pasillo. Al salir de su piso nos encontramos a mi primo Anwar sentado en la escalera, con aspecto avergonzado. Se levantó enseguida y preguntó si Mariella se hallaba en casa. Sin pararse, Fátima le propinó un puñetazo en el estómago. Vi cómo mi primo se doblaba. Fátima bajó la escalera. Sus labios conservaban una sombra de rojo. Los de Anwar brillaban por los mocos. Corrí detrás de Fátima. No quería que mi primo tuviera que preocuparse de que yo le viera llorar.

Al otro lado de la sala, el rey Kade ocupaba un inmenso y efímero trono, cuyo color se mezclaba con el del suelo, el de las paredes y el de sus ropajes. Su cara y sus manos parecían flotar en el aire.

—¿Has venido a quemar incienso en mi altar? —preguntó el rey Kade.

—He venido a destrozarlo. He derrotado a tus ejércitos. Ahora te toca a ti.

El rey Kade se rio: fue un sonido burbujeante y jovial.

—Me diviertes. Ya entiendo por qué te retuvo el demonio. Quizá también yo me decida a retenerte. Te meteré en una jaula dorada, cual loro simpático, y haré que me entretengas con tus ingeniosos comentarios. Acércate, guerrera.

—Prepárate a morir, idiota —replicó Fátima.

El rey Kade soltó otra carcajada.

—Prueba a decir esa frase en un tono más profundo, porque no suscita temor alguno en el alma de este oyente.

—Entonces, ¿por qué tiemblas?

El color de las mejillas del rey Kade pasó del ceniza al rosa brillante y una sombra oscureció su mirada. Alzó la mano y desató un rayo de luz feroz. El talismán que ella llevaba entre sus senos la absorbió. La mano de Fátima, su amuleto contra el mal, se volvió más cálida y más azul a medida que aumentaba la fuerza del rayo.

—¿Y eres tú quien me encuentra divertida?

—Ya no —respondió el rey Kade—. Me aburres.

Dirigió el rayo contra la espada de Fátima, que salió volando por la sala y, tras rebotar contra la pared, cayó en un rincón. Cuando ella fue a recuperarla, un impacto la derribó.

—Además de puta eres idiota —dijo el rey Kade—. Tal vez seas inmune a la magia, pero siempre serás frágil. No necesito hechizos para destruirte.

Dos enormes albinos de larga cabellera blanca y plateada, provistos de unas inmensas alas que nacían de sus espaldas, se cernieron sobre Fátima. El primero la emprendió a patadas con ella y la hizo rodar por el suelo. El otro la subió en brazos y la arrojó contra la pared, que pareció volverse sólida ante el impacto.

—Idiota, idiota, idiota —murmuró el rey Kade para sí mismo.

Fátima intentó arrastrarse hasta su espada, pero el albino volvió a agarrarla y la lanzó de nuevo contra la otra pared.

—¿Quién tendría que prepararse para morir? —preguntó el rey Kade.

—Quien juega con los ángeles —dijo Fátima— encuentra su destino.

Cuando el segundo albino la elevó por los aires, Fátima sacó una cerilla de su túnica.

—Fuego —susurró, y estalló una llama.

Prendió fuego a las alas del ángel, que ardieron al instante. Éste soltó a Fátima, y gimió de pena y dolor. Ella murmuró de nuevo: «Fuego», y quemó las alas del otro albino. Ambos se doblaron de agonía, ardieron y se fundieron hasta que de ellos no quedó ni rastro.

Entonces ella se volvió hacia el rey Kade y lanzó una llama en su dirección.

Él la apagó con un leve movimiento de la muñeca.

—No puedes hacerme daño con esa magia trivial —la amenazó—. He vencido a guerreros mucho más poderosos que tú.

—Pero ninguno era tan voluntarioso —dijo ella—. Y estoy segura de que ninguno era tan bello.

Y con esas palabras arrojó el barro restante sobre la túnica del mago.

Reconocí la cara ancha y carnosa del tío Yihad que asomaba por detrás de aquella estúpida barba blanca. Su risa era inconfundible. Se había metido al menos dos almohadas debajo del abrigo rojo. Me dirigí hacia él, señalé la barba y dije:

—Hablaste italiano con Mariella y luego con Fátima. No eres Santa Claus.

Él sacó pecho, y las comisuras de su boca desaparecieron detrás de la barba inerte al sonreír.

—Oigo hablar a alguien —dijo en inglés—, pero no sé de dónde procede la voz. ¿Es que existe algún niño pobre e indefenso que ignora que soy capaz de volar por el mundo y hablar con todos los niños en su lengua materna? ¿Dónde está ese crío que duda de mí? Que se acerque.

Me apresó rápidamente antes de que pudiera escabullirme.

—Entonces habla en congoleño —le desafié.

—Bla, bla, bla, bla, niños traviesos, bla, bla, bla, bla.

—Eso no es ningún idioma. Te lo estás inventando.

—¿Qué? ¿Acaso ahora hablas congoleño? He dominado ese idioma desde el principio de los tiempos. Es primitivo, sí, pero encantador, porque cada bla significa algo distinto en función de la entonación que se le dé. ¿Quieres que te cuente un cuento congoleño?

—No —dije—. Nada de cuentos. Ahora no. ¿Puedes darme el regalo, por favor?

La fiesta navideña se celebraba en el piso del tío Halim y la tía Nazek. Santa Claus había venido a nuestra casa el año anterior. La reunión había salido tan bien, y los niños nos habíamos divertido tanto, que la familia decidió repetirla en casa de la tía Nazek, aunque mi madre había sido la única en poner un árbol de Navidad hasta entonces. Para asegurarse de que la fiesta tuviera lugar en su casa, la tía Nazek había comprado un abeto colosal, que no cabía en su salón. Mi madre no podía apartar los ojos de él. Mientras hablaba con alguien su mirada se dirigía, casi sin querer, hacia el gigantesco árbol. El techo debería haber estado al menos un metro más alto. La copa del árbol se había partido en dos lugares: un fragmento quedaba aplastado en el techo y el extremo final se torcía hacia el suelo. La estrella plateada de la cumbre apuntaba hacia un reposapiés de madera que había en un rincón. A nuestra espalda oímos a una mujer que susurraba:

—¿Es que acaso el reposapiés se ha convertido en el establo o en la cuna?

Mi madre y yo nos volvimos hacia la señora Farouk, que estaba inclinada sobre el sofá. No entendí a qué se refería, pero a mi madre se le iluminaron los ojos de repente, su mano izquierda cayó encima de su corazón y prorrumpió en una carcajada tan sonora que la habitación en pleno se quedó en silencio. Su risa, un suspiro agudo y ruidoso, no era muy propia de una dama, pero ella no paró. Le di un codazo.

—¿Qué pasa? Cuéntamelo —dije.

—Ven a sentarte a mi lado, amiguito —respondió mi madre—, y permíteme que descubra la historia completa de tu vida. Sé que nos conocemos, pero no hemos sido debidamente presentados.

La señora Farouk ocupaba el brazo del sillón de mi madre y ambas iniciaron una discusión en voz baja sobre la decoración.

—Hábleme de la mesita de centro —dijo la señora Farouk—. ¿Dónde cree que la compró? ¿Un resto de algunos grandes almacenes baratos de Lahore?

—Ah, fantástica. No, no. Se la hicieron a mano. La había visto en una revista.

—En una revista de coches, sin duda.

De nuevo se oyó su risa, aquel suspiro agudo, ruidoso.

Lina vino a sentarse a mi lado. Llevaba sus regalos: un Monopoly y un Cluedo. Me preguntó a qué venía tanta carcajada. Yo no tenía ni idea. Mi madre guiñó un ojo al Santa Claus que había enfrente, cuyo cuerpo parecía vibrar de alegría y risas sofocadas.

—¿Y qué me dice del techo bajo? ¿Es bueno o malo para el árbol? —preguntó la señora Farouk—. Podría decirse que las curvas remitirían a los nuevos ángulos del árbol, pero no acaban de hacerlo. Sin embargo, hay que aplaudir a los que corren riesgos. Brava.

Y mi madre volvió a prorrumpir en carcajadas. Lina se encogió de hombros. Me sentí mejor al comprobar que había dejado de ser el único que no entendía sus chistes. Observé con envidia sus juegos de mesa y luego desvié la mirada hacia el comedor, donde había dejado mis regalos: dos pistolas de juguete, una caja de cochecitos exóticos provista de una pista de plástico con bucle incluido. Lina dejó su botín en mi regazo.

—Por cierto, he oído decir que era usted muy amiga de la señora Daoud —dijo la señora Farouk.

—Era mi mejor amiga —dijo mi madre—. La echo mucho de menos.

—Debía de ser maravillosa. El piso está perfecto. No he tenido que cambiar nada. Me parece increíble que de todos los pisos de Beirut hayamos dado con el suyo. —Estiró la espalda, y se alisó el cabello con la palma de la mano. Sus ojos lanzaron una mirada rápida a su alrededor—. El de una italiana, para que nos entendamos. Ella vivía en Bolonia. Yo soy romana. Increíble.

Mi madre suspiró y la tristeza invadió su semblante.

—No puedo perdonarla —murmuró—. No puedo perdonar a Israel por alejarla de mí.

Cuando desperté los israelíes nos habían dejado un regalo. Habían aterrizado en el aeropuerto de Beirut, habían volado catorce aviones y se habían ido.

—Los israelíes lo han llamado Operación Regalo —dijo Fátima.

Estábamos sentados debajo de nuestro arbusto del jardín cercado que había enfrente del bloque donde vivíamos. Fátima y yo compartíamos algunos escondrijos, no del todo ocultos, donde nos aislábamos del mundo. Debajo del arbusto, detrás del Rambler rojo que llevaba años sin moverse, debajo de la fuente de la entrada de nuestro bloque, todo nos protegía de los bombardeos israelíes o de la infernal compañía de mis primos.

—Mi papá dice que no sólo bombardearon aviones —añadió ella—. Irrumpieron en las oficinas y escribieron toda clase de insultos en las pizarras. Escribieron que los árabes son burros. Lo hicieron. Y luego alguien usó una mesa de retrete. Es asqueroso.

—Sí —asentí—. ¿Aguas mayores o menores?

—Mayores.

Elie salió de la escalera, con la vista al frente, sin ver nada en su camino. Maldijo al cielo al pasar, su mata de pelo negro parecía la cresta de un pájaro carpintero. Fátima le lanzó una mirada cargada de odio. Intenté no parpadear.

—Es malo —susurró Fátima.

La motocicleta rugió a nuestro lado. Mariella se abrazaba a un sonriente Elie, con las manos rodeando su cintura. Se la veía encantada. Él llevaba una gran pistola en una pistolera atada alrededor del muslo.

—¿Pretendes vencerme con una mancha de barro? —preguntó el rey Kade en tono sarcástico—. Puedo detener una inunciación y agitar un mar tranquilo. Echo y convoco a las nubes a mi voluntad. Hago temblar montañas y bosques. ¿Y piensas derrotarme con esto?

Se miró la mancha de la túnica. La señalaba y sus ojos centelleaban al tiempo que prorrumpía en carcajadas. Enarcó las cejas y se tapó la alegre boca. La señaló con el dedo, luego lo dirigió hacia la mancha, y estalló en otra carcajada histérica. El mago blanco ya no era del todo blanco, ya no estaba impoluto. Reía y reía, y su risa cambiaba poco a poco, de forma casi imperceptible, pasando de jovial a ronca y nasal, hasta que por fin él mismo advirtió la metamorfosis. La mancha de la túnica se extendía. Su larga barba se hacía más corta.

Horrorizado, el rey Kade dijo:

—Pero aún no se ha hecho la oscuridad. No ha caído la noche.

La túnica se iba convirtiendo en harapos y encogiéndose. La tela se deshilachó y se rasgó antes de desaparecer, dejando al mago desnudo. Su cuerpo perdió el vello; su piel se oscureció y se llenó de arrugas. El pene y el escroto se replegaron y en su lugar empezó a formarse una vagina. El estómago se le hundió y se le ensancharon las caderas. Un escaso pelo negro surgió en su cabeza calva. De su boca gruñona, uno de cada dos dientes fue cayendo al suelo y se carbonizó formando un pequeño círculo, y los que le quedaban se volvieron negros como el hollín. La respiración de la criatura se volvió apestosa. Le crecieron pechos debajo del esternón, y los pezones negros se alargaron y gotearon una bilis ponzoñosa y verde sobre la piel cuarteada. Los ocho diablillos aparecieron junto a Fátima.

—Envidia —gritó Ismael—. Te ha llegado tu hora.

—Demasiado tarde —escupió el monstruo. Se retiró a un rincón, intentando esconderse detrás del trono de nubes—. La venganza ha sido mía, ya que vuestro hermano ha abandonado este mundo.

—Y tú te irás con él —dijo Ismael.

Saltó sobre el monstruo y le mordió. Isaac se unió a él, y sus mordiscos provocaron gritos y gemidos, y el ruido de huesos que se partían. Los afilados dientes de Ezra se le clavaron en el muslo. Jacob y Job se comieron los dedos de la mano, Noé las rodillas. Elías le atacó los pechos. Y Adán… Adán se quedó con la carne del cuello. Rasgaron la carne, royeron los cartílagos y chuparon la médula. Trituraron los huesos y masticaron los nervudos músculos. Las mejillas y los labios de los diablillos se aplicaron a la tarea, tiñéndose de un rojo cerúleo. Los diablillos disfrutaron del festín hasta acabar con su presa.

Me escabullí por la puerta con el oúd en la mano y recorrí los veintitrés pasos que me separaban de casa del tío Yihad. Llamé a la puerta. En cuanto abrió entré a toda prisa y cerré la puerta. Siempre conseguía hacer reír al tío Yihad, incluso cuando no era mi intención.

—¿Y de qué malvada organización te escondes ahora? ¿Del gobierno americano? ¿Del Doctor No? ¿De Nixon? ¿Del Mossad? ¿De la OLP? Dime quién te persigue y lo aniquilaré sin piedad.

—No me escondo. —Fui hacia el salón para asegurarme de que no había ningún otro miembro de la familia—. Estoy siendo discreto.

—Ah, discreción —dijo él—. El privilegio de la juventud.

Me dejé caer en una silla, señalé el sofá que tenía delante y dije:

—Siéntate, siéntate. Tienes que ser mi público.

—¡Dios mío! —exclamó él. Se sentó, dobló una esquina de la página que estaba leyendo y dejó la novela a un lado—. Me siento halagado. Abrumado. No estoy acostumbrado a que los genios me escojan.

—Basta. Tienes que portarte bien. He aprendido un nuevo maqâm, e Istez Camil dijo que debía tocarlo con público para ensayar. Cree que toco demasiado para mí y que no involucro a los demás. Ensayaré contigo. Pórtate como si fueras público, ¿vale?

Él se puso a aplaudir y a animarme. Sonreí, feliz.

—Ha llegado el mejor. Hurra. Haz una reverencia.

Incliné la cabeza y él siguió aplaudiendo. Gritó y silbó hasta que cogí el oúd. Se calmó cuando probé las cuerdas para asegurarme de que estuviera afinado. Calenté los dedos.

—Ha sido fantástico —dijo él—. Más, más.

—¿Más qué? Era sólo una escala.

Empecé a tocar el maqâm, que yo consideraba la melodía más bella del mundo. Istez Camil decía que tenía cientos de años y que de él se derivaba toda la música. A mí me daba igual, porque no sentía el menor deseo de tocar ninguna otra cosa. Deseé ser iraquí y vivir en Bagdad, en una casa con un patio que tuviera una fuente y un estanque, y tener invitados de día y de noche que me oyeran tocar este maravilloso maqâm.

El tío Yihad se acercó a mí y me besó en la frente.

—Ha sido precioso —dijo. Dobló las rodillas para ponerse a mi altura—. No puedo creer lo bueno que te has vuelto.

—Istez Camil dice que me faltan cien años para tocar bien.

—Tiene razón. Pero puedo afirmar, y estoy seguro de que él estaría de acuerdo conmigo, que tocas de maravilla y con pasión. Sólo te faltan los cien años de madurez. —Le abracé. Él me acarició la nuca—. Deberías tocar para tu padre —añadió—. Tal vez dé la impresión de que no quiere, pero no es así. Nuestra abuela, tu bisabuela, tocaba el oúd. Apuesto a que no lo sabías. Pero dejó de tocar después de casarse con tu bisabuelo. Fue una gran historia de amor. Deja que te la cuente.

—No, no. Cuéntame una historia sobre el oúd.

—La historia del músico más grande que ha existido nunca —dijo el tío Yihad.

—¿Tocaba el oúd? —pregunté.

—Tocaba la lira, que fue el antecedente del oúd.

—¿Era libanés?

—No. Era italiano. Se llamaba Orfeo. Vivió hace mucho, mucho tiempo. Antes de que él existiera, el mejor músico era su padre, el dios Apolo. Tocaba mejor que cualquier mortal ya que era un dios, y eso es decir mucho. Pero un día Apolo y su musa mayor, Calíope, tuvieron un hijo llamado Orfeo. Su padre le dio su primera lira y le enseñó a tocarla. Y el hijo superó al padre, el alumno llegó a ser mejor que el maestro, ya que era hijo del dios de la música y de la musa de la poesía. Con cada nota era capaz de seducir a dioses, humanos y bestias. Incluso las plantas y los árboles se quedaban quietos al oírlo tocar. Su música era lo bastante poderosa como para acallar a las sirenas. Orfeo era humano, pero tocaba como un dios, y eso le hizo perder parte de su humanidad y convertirse en semidivino. Lo único que importaba era el tono perfecto, la nota última. Y entonces, como debe sucederles a todos los dioses, él… se enamoró y volvió a ser humano.

»Orfeo conoció a Eurídice y se casó con ella, pero Himeneo, el dios del matrimonio, no pudo bendecir el enlace: las antorchas del himeneo, en lugar de estallar en llamas, se apagaron, y su humo llenó los ojos de lágrimas. No mucho después de la boda Eurídice paseaba por los prados cuando fue vista por el pastor Aristeo. Embrujado por su belleza, él emitió un silbido de admiración: un silbido bajo, largo y lento.

—Eso no está bien —dije.

—No. No estuvo bien. Eurídice se asustó y huyó. Mientras corría, un escorpión blanco le picó en el tobillo. Eurídice murió y Orfeo se quedó destrozado. Cantó su dolor para que todos lo oyeran. Allá en los cielos, los dioses lloraron. Lloraron tanto que sus ropas quedaron empapadas y hundidas. Por eso en los grandes cuadros los dioses aparecen semidesnudos. Lloraron tanto que llovió durante cuarenta días y cuarenta noches. Mientras duró la canción de Orfeo, sus párpados, y los del mundo, no conocieron el sueño. La cuadragésima noche él comprendió que no podría recuperar a su esposa cantándole al cielo. Miraba en la dirección equivocada. Para recuperarla debía descender al inframundo.

»Su canción era su escudo contra los demonios del más allá. La lira encandiló a Cerbero, el gigantesco perro de tres cabezas que custodiaba la puerta del inframundo. Mientras Orfeo descendía, los espíritus oyeron su canción y vertieron lágrimas secas, y recordaron lo que era respirar. Sísifo se sentó en su piedra y escuchó. Las tres Furias detuvieron las torturas y se solidarizaron con sus víctimas como por ensalmo. Por un instante Tántalo se olvidó de la eterna sed que lo aquejaba.

»Y la canción despertó la compasión de Proserpina. “Llévatela”, dijo la diosa del inframundo. Convocó al dios Mercurio para que trajera a una Eurídice que cojeaba. “Sigue a Orfeo y a su esposa —ordenó Proserpina a Mercurio—. Devuélvelos a su mundo. Pero escucha, Orfeo, oye lo que tengo que decirte. Tu esposa volverá a vivir con una condición. Te la llevarás de mis dominios, pero no puedes mirar atrás. Si caes en esa tentación, me la quedaré para siempre.” Orfeo partió, salió del inframundo. Oyó tras él los pasos alados del dios, a veces débiles y a veces no. Confió en él y recorrió corredizos tenebrosos y escarpados, túneles oscuros y senderos tortuosos. Creía que su amor le seguía. Cambió la luz. Ante él tenía la puerta. Miró hacia atrás y vio cómo su esposa era arrastrada de regreso al inframundo. “Un último adiós”, le oyó decir, pero el sonido de su voz llegó cuando ella ya se había esfumado. Y la perdió.

—Esta historia no tiene un final feliz —dije—. Me prometiste que sólo me contarías historias que terminaran bien.

—Tienes razón, pero es fácil de arreglar. Orfeo murió, descendió al inframundo y pudo buscar a Eurídice todo el tiempo que quiso.

—Y vivieron felices y comieron perdices.

—Exactamente.

—¿Por qué siempre es malo mirar atrás? —pregunté—. ¿Y si algo va a golpearte por la espalda? ¿Qué me dices de los espejos retrovisores?

—La verdad es que no lo sé —dijo él.

Hice una pausa.

—¿Habrías intentado rescatar a la abuela del inframundo?

—Hum. —Vaciló, dirigió la vista al techo como si reflexionara—. Creo que ella no habría querido. Había partido en su hora. Eurídice murió antes de que fuera su hora, y por eso fue Orfeo a buscarla.

—Si muero —dije—, ¿vendrás a por mí?

—Pondré el mundo patas arriba si hace falta. Te encontraré dondequiera que estés. No sólo iré a por ti, llevaré conmigo a un ejército entero. Eres mi pequeño héroe. Eso eres.

¿Quién despertará ahora a los muertos? Fátima encontró a su amante, Afreet-Yehanam, con el tamaño de un ser humano y aspecto de demonio, postrado boca abajo e inerte en el altar blanco del rey Kade. Los diablillos se subieron al altar.

—Nuestro hermano ha muerto —dijo Ismael, entre sollozos.

Fátima acarició los cabellos del demonio, que ya no eran rubios y fieros, sino sólo simples cuerdas azules de aire. Besó sus labios muertos.

—Despierta —ordenó ella, pero él siguió muerto.

Le besó la mano, apoyó esa mano sobre su pecho. Usó su uña, afilada como una daga, para hacerse un corte en el labio. Le besó de nuevo.

—Despierta. Bebe mi sangre.

Pero él siguió muerto. Ella apartó el taparrabos de piel de rinoceronte y cogió el pene flácido. Se lo llevó a la boca y lo chupó.

—Despierta —le dijo—. Aún no he terminado contigo.

Y el pene se puso duro, pero el yinni no respiró. Ella se subió al altar.

—Despierta —gritó—. Soy Fátima, la domadora de Afreet-Yehanam, la conquistadora del rey Kade. Soy la señora de la luz y de la oscuridad. Despierta.

Se puso en jarras sobre su amante, descendió sobre él hasta que la penetró. Sintió la fuerza de la vida temblando en su interior. El cabello de su amante ardió en llamas. Ella le besó en la boca. Un hilo de sangre goteó de su labio al de él y resbaló por la curva convexa de su mejilla. Al rozar el altar, la gota de sangre se transformó en una joven serpiente de barro.

—Despierta —susurró ella.

Y él abrió los tres ojos rojos.

Elie estaba apoyado en la moto; parecía nervioso, malhumorado. No me vio hasta que me tuvo delante de sus narices. Tenía entonces dieciséis años, que, según mi madre, eran una edad horrible en la que la mayoría del tiempo uno se volvía ruin, desgraciado y poco compasivo y se dedicaba a escuchar música americana. Elie se había alistado en la milicia. Ya comandaba a un grupo de chicos que eran mayores que él, y, lo que era más importante, ahora poseía dos armas. Se miró los zapatos. Yo le miré a él hasta que con el rabillo distinguí una súbita sombra. Mariella salía del vestíbulo, con una sonrisa embriagada y un suéter tan ceñido que sus pechos parecían el estante superior de una alacena. Silbaba una tonada de los Beatles. Pasó por delante de nosotros, fingiendo no vernos. Era una actriz pésima, pero engañó a Elie.

—Estoy aquí —gritó él.

—Ah —suspiró ella—. No te había visto. —Siguió andando mientras emitía una risita coqueta—. Quiero algo de beber. —Entró en la tienda que había en la planta baja del edificio contiguo y luego asomó la cabeza—. Vuelvo enseguida.

—Debo encontrar un sitio —dijo él. Asentí, sin saber qué decir—. Está enfadada porque no puedo encontrar uno. Ya no quiere que vayamos a casa de alguno de mis amigos. Cree que eso la rebaja. —Hizo una pausa, clavó sus ojos en mí para asegurarse de que le seguía—. Eres mi amigo, ¿verdad? Siempre he cuidado de ti, así que eres mi amigo. —Asentí, aún en silencio—. Tengo que usar tu habitación. Tu madre va a clases de bridge los lunes y los jueves. Podemos aprovechar esos días.

—¿Para qué quieres venir a verme cuando ella no esté? —pregunté.

—No seas tonto. Quiero utilizar tu cuarto. Tú no te vas a quedar.

—¿Quieres estar a solas con Mariella?

—Claro. ¿De qué coño crees que hablo?

—¿Y qué pasa con Lina?

No creí que se alegrara si se enteraba de que él quería estar con Mariella. A Lina le gustaba Elie.

—Deshazte de ella.

Mariella salió de la tienda y me saludó con un movimiento de cadera.

—¿Cómo está mi noviete?

Sostenía la botella de Pepsi con las dos manos, y sus labios jugueteaban con la pajita.

—Vamos a usar su habitación —dijo Elie.

Ella no contestó, ni le miró. Se concentró en mis ojos. Me sonrojé.

—No entiendo por qué tocas el oúd para mi hermana, pero no para mí —dijo ella—. ¿No te gusto? Volví a sonrojarme.

El jueves por la tarde me aposté en el vestíbulo del bloque. Elie me había dicho que bajaría en cuanto hubiera terminado de estar a solas con Mariella. Esperé durante mucho rato. Por fin salió del ascensor, pasó por mi lado, sonrió y se agarró los testículos.

Mi cama era un desastre. La colcha estaba en el suelo, al igual que una de las dos almohadas. La otra estaba arrugada. Intenté recomponerla un poco. Estiré las húmedas sábanas, ahuequé las almohadas y lo tapé todo con la colcha. Me senté encima para que pareciera menos rara.

Istez Camil me pidió que repitiera el maqâm. Me dolían los dedos. Sudaba como la colada tendida. Pero estaba satisfecho. Aunque Istez Camil nunca lo admitiría abiertamente, yo sabía que estaba impresionado. Lo notaba en que estaba sentado muy tieso en la silla, en que sus ojos se habían convertido en dos finas grietas oscuras, inmóviles, imperturbables, concentradas en los hábiles dedos de mi mano izquierda.

—Otra vez.

Marcó el ritmo con las manos. Uno, plas, plas, uno, plas, plas. Terminé y quiso que volviera a empezar. Le dije que esperara un minuto. Me sequé la frente, bebí un sorbo de agua y me rasqué la cabeza, que me picaba.

—Déjame ver —dijo él.

Se puso de pie y me cogió la cabeza. Pasó los callosos dedos por mi fino cabello. Me dijo que me tomara un descanso y que saliera de la sala. Mi madre apareció corriendo unos segundos más tarde. La ansiedad me había paralizado la lengua. Me inclinó la cabeza y rebuscó en el pelo.

—Oh, Dios mío —exclamó—. No te muevas.

Salió de la sala. La oí hablar por teléfono pero no pude entender lo que decía.

Toda la familia tuvo que lavarse el pelo con champú antipiojos. Mi madre avisó a todos los habitantes del edificio y les exigió que usaran el remedio. La ropa de cama de casa fue hervida y desinfectada, así como toda mi ropa.

Mi hermana me miraba de reojo siempre que pasaba por mi lado. Me preocupaba que averiguara que Elie había estado en mi cuarto. Todos mis primos me esquivaban. Terminé sentado debajo del arbusto del jardín vallado, acurrucado contra Fátima. En un momento determinado mis primos Hafez y Anwar corrieron hacia mí y empezaron a toquetearse el pelo y a gritar:

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

Durante la cena, aquella noche, mientras daban las noticias en la tele, mi madre no paraba de hablar de los piojos. Yo no decía nada. El tío Yihad me dio un codazo.

—¿Ves? —Se pasó la mano por su suave cabeza—. A veces ser calvo tiene sus ventajas.

Me daba la impresión de que cada vez que veía al abuelo, éste estaba más débil y más viejo.

Me peinó y lloré.

—Sabía que me necesitarías. —Su voz era amable y suave, madura y frágil. Después de cada pase del peine, lo sumergía en un cuenco lleno de agua hirviendo con jabón—. Sabía que no lo entenderían. Tus padres son demasiado modernos. —Pasó la mano izquierda sobre mis ojos, hasta la frente, y recorrió con ella toda mi cabeza y el cuello—. Hoy en día nadie entiende de sentimientos, y cuando me marche de este mundo, para lo que no me falta mucho, ¿quién entenderá los tuyos?

Lloré. No podía controlar el temblor de mi cuerpo. Él siguió peinándome.

—Eres mi chico, sangre de mi sangre.