Capítulo 5

El palacio entero hervía con las historias de la llegada de Fátima. Algunos decían que la esclava había vuelto en una alfombra voladora, que ascendió de nuevo a los cielos después de dejar a la viajera. Fátima habría regresado con una manada de elefantes enjoyados. La acompañaba una banda de bandoleros o un millar de yinns. Llevaba una corona de rubíes. Vestía una túnica de oro.

El emir y su esposa interrumpieron su desayuno en la terraza y se apresuraron a entrar en palacio. El visir y los cortesanos estaban congregados en torno a Fátima en la sala del trono. Fátima saludó al emir y a su esposa con la cortesía debida. El emir no se percató del cambio, pero su esposa se dio cuenta, no sin cierta aprensión y desasosiego, de que la mujer que se hallaba ante ellos había dejado de ser una esclava. Sus reverencias eran demasiado perfectas. El emir insistió en que los regalara con el relato de sus aventuras, y eso hizo ella, aunque permitiéndose algunas omisiones: aventuras, sí; atribuciones, no.

—¿La curandera podrá echarnos una mano? —preguntó la esposa del emir.

—Por supuesto. Me dio el remedio.

—¿Y qué me cuentas del inframundo? ¿Penetraste en los dominios de Afreet-Yehanam y éste te devolvió la mano? —preguntó el emir.

—Creyó que me la había ganado.

—Eso es absurdo —se mofó el emir.

—Sucedió tal y como lo he contado —replicó Fátima.

—¿Estás segura? —insistió el emir—. Nadie pone en duda tu valor, Fátima. No hay necesidad de adornar la historia.

—Llegó en una alfombra mágica —dijo uno de los cortesanos—. Yo la vi. Descendió de los cielos.

—El inframundo no se encuentra en las alturas —dijo el visir—. Ningún hombre ha descendido nunca a la guarida del demonio y ha vivido para contarlo. Este cuento es una mentira. Propongo que la esclava nos ofrezca alguna prueba de su exótico viaje.

—¿Estáis dispuesto a aceptar una apuesta? —preguntó Fátima—. Si os proporcionara dicha prueba, ¿entregaríais todo lo que lleváis encima en este momento?

El visir accedió. Fátima se acercó la palma de la mano izquierda a la cara y sopló. Surgió un polvo rojo, que creció hasta formar una nube que flotaba sobre ella. El diablillo Ismael salió corriendo del polvo. Le siguió su hermano Isaac, y ambos fueron hacia el visir.

—Me pido todo el oro —dijo éste.

El aliento de Fátima se convirtió en polvo anaranjado antes de que rozara su mano, y de él saltó Ezra. Jacob salió gritando: «Las joyas son mías». Job no estaba de acuerdo. «Te digo que son para mí.» La polvareda siguió girando sobre la mano de Fátima; luego se volvió azul, y de ella salió Noé seguido de Elías. Violeta. Adán fue el último.

—Debo recobrar el aliento —dijo Fátima.

Los ocho diablillos se encaramaron sobre el visir, lo desnudaron y le quitaron todas sus pertenencias. Lo dejaron desnudo, pasmado del susto.

Fátima sopló de nuevo y apareció un polvo blanco. Los geniecillos se sumergieron en la nube y se desvanecieron.

—Creo que ha sido prueba suficiente —dijo ella.

Brindó una sonrisa perezosa al emir y se alisó las arrugas de la túnica con las palmas de las dos manos.

Cuando llegué al hospital por segundo día mi padre estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada en unos almohadones y unos fabuladores blancos prendidos del pecho; sonreía, poniendo todo su empeño en lucir una imagen jovial y despreocupada. Se había vuelto a evitar toda mención a lo impronunciable. Su rostro aparecía pálido y fatigado, pero sus ojos recorrían la habitación como si los manejara una fuerza distinta. Lina dejó a un lado su debilidad y sus recelos y adoptó con éxito el papel de tía Mame.

—Hoy será un día memorable —dijo en tono cantarín—. Deberíamos llamar al restaurante para pedir. Corremos el riesgo de que se queden sin cordero.

Eran las nueve y media. La luz del sol no tardaría en colarse por el suelo y llenar la habitación, recalcando la redundancia de los fluorescentes.

—Creo que no hará falta.

Aunque mi padre no había usado la mascarilla de oxígeno en toda la mañana, la sostenía en la mano.

—No podemos faltar a la tradición sólo porque estemos aquí. Pediré al restaurante que no echen sal, y, si no es posible, tendrás que comer sólo un poco. No vamos a celebrar el Eid al-Adha sin cordero.

—Creo que no sería adecuado encargar comida —dijo mi padre—. Estoy seguro de que Samia nos enviará parte de la suya cuando terminen. Se ofenderá si la encargamos fuera.

—No tiene por qué enterarse —repuso Lina—. Tal vez se olvide de nosotros, y, si no es así, ¿de verdad tenemos que comer lo que nos mande? ¿No podemos disfrutar de un buen cordero para variar?

—No seas mala. Si tenemos alguna tradición que conservar es precisamente que siempre lo hemos celebrado juntos, con la comida hecha por Samia.

Me dirigí a la puerta corredera de vidrio, vi una astilla de sol prendida de un edificio al otro lado de la calle. El inmueble más nuevo tenía un aspecto colosal si se lo comparaba con la casita de persianas podridas, como dos hermanos incompatibles con genes distintos.

El emir y su esposa arrastraron a Fátima a sus aposentos privados para conocer más detalles sobre el remedio.

—La curandera afirmó que el problema radica en las historias —dijo Fátima—, en los cuentos que elegís. A su majestad le complacen los relatos de amor, y por eso tenéis doce hijas. A las chicas les encantan las historias de amor, mientras que los chicos prefieren las de aventuras. La próxima vez que hagan el amor asegúrense de contar una historia de aventuras en lugar de una romántica.

—Pero yo adoro las historias de amor no correspondido —dijo el emir—, de sufrimientos exaltados. Amo el deseo y los obstáculos que los amantes deben superar. No me complacen las historias de matanzas, mutilaciones, donde los personajes se empeñan en demostrar quién es el más fuerte. Me resultan desesperadamente aburridas.

—Pero los relatos de aventuras son iguales que las historias de amor —arguyó su esposa—. Da lo mismo; esta noche debéis contarme una historia de aventuras. Nos lo han recetado. Es tan emocionante. Oiré un cuento nuevo. No os ofendáis, querido, pero vuestras historias se han vuelto un poco rancias últimamente: recuerdan más al zumbido de moscas inquietas que al aguijón de los mosquitos. Ardo en deseos de aventuras.

Aquella noche, después del coito, la esposa del emir exigió su cuento.

—Nada de romance —recordó ella—. Nada de amantes desventurados. Quiero una historia que haga vibrar un órgano que no sea el corazón.

—Una historia sexual, entonces —dijo el emir.

—No, quiero muerte y destrucción. Quiero héroes viriles que se impongan al mal. Al menos una ciudad debe quedar en ruinas. Quiero un hijo varón y vos también.

—¿Héroes viriles? ¿Qué me decís de héroes devotos? Esperad. Esperad. Ya sé qué historia contaros. Ahora lo sé. Escuchad.

Y el emir empezó así su historia:

En el nombre de Dios, el misericordioso, el compasivo.

Tiempo ha, mucho antes de nuestros días, el rey de Egipto, gobernante de las tierras del Islam, vivía abatido porque el desorden amenazaba a su reino. Los cruzados medraban por la costa, comportándose como si aquellas tierras fueran suyas. En los corazones de los administradores del reino predominaba la corrupción y la perfidia. Los forasteros podían sobornar, burlar y engañar a cualquier oficial de su elección. El rey Saleh lloraba de vergüenza, ya que sabía que si no gobernaba con más inteligencia, su bisabuelo Saladino, el gran héroe kurdo que aplastó a los cruzados y unificó las tierras, no lo admitiría en el paraíso. El rey Saleh veía cómo la corrupción desgajaba poco a poco sus dominios y los pudría.

Una noche el buen rey tuvo un sueño turbador. Convocó a los sabios de su reino, a filósofos, jueces y poetas.

—Escuchadme. Quiero saber si la de anoche fue una noche propicia para los sueños.

Los sabios replicaron:

—Desde luego, majestad. La última noche el cielo lució despejado. Era el decimoséptimo día del mes. La luna no estaba empañada.

—Me hallaba perdido en el desierto, indefenso, rodeado por un millar de hienas. Pero se alzó una nube de polvo y de ella surgieron setenta y cinco magníficos leones. Los leones atacaron a las hienas y, en un feroz combate, los grandes aniquilaron a sus enemigos y limpiaron el desierto de alimañas. ¿Qué significa este sueño?

Y los sabios dijeron:

—Señor, las hienas son los infieles y descreídos que os desean mal. Los leones son los valerosos guerreros que os protegerán. Es imprescindible que compréis setenta y cinco esclavos para salvar el reino.

El rey informó al tratante de esclavos más honesto de la ciudad de que necesitaba setenta y cinco jóvenes musulmanes dignos de un rey y de la vida palaciega: veinticinco debían ser circasianos, veinticinco georgianos y veinticinco azeríes. El tratante dijo:

—Pero majestad, no tenemos nada parecido en la ciudad. Habría que visitar los grandes mercados de esclavos cercanos a sus tierras para conseguir un pedido de este tamaño. Tengo buen ojo para los esclavos y un oído aún más hábil para las distintas lenguas, pero no soy ya el hombre adecuado para un encargo así. Los últimos años han sido difíciles para mi negocio, y he acumulado muchas deudas. Estoy casi seguro de que si emprendiera el viaje, mis deudores me detendrían y confiscarían mis pertenencias, ya fueran esclavos o dinero. Antaño fui célebre y próspero, pero mi fortuna se ahogó en el mar Rojo y se perdió en una tormenta de arena en el Sahara.

Y el astuto visir del rey preguntó:

—Maestro tratante de esclavos, ¿podría poner a prueba tu oído? Por mi forma de hablar, ¿serías capaz de adivinar mis orígenes?

—Seguro, mi señor. Vuestro padre es turco y vuestra madre es marroquí.

El rey supo que tenía al hombre adecuado para la empresa. Ordenó a sus ayudantes que redactaran un decreto diciendo que el tratante trabajaba para el rey y que nadie debía interferir en su camino, y añadió que todas sus deudas podían cobrarse del tesoro real. Ordenó al tesorero que entregara al hombre el precio de los esclavos y que apartara una cantidad para compensar la labor del tratante, que le sería abonada cuando entregase la mercancía. Ordenó a los sastres que confeccionaran un atavío mejor para el tratante, así como setenta y cinco bellos trajes para los esclavos.

—Pero tengo una petición más —dijo el rey—. Quiero un chico más.

La audiencia del rey estaba perpleja, ya que éste parecía hablar mecánicamente, como si recitara una lección divina.

—Un chico que sea inteligente, fuerte, precoz e ingenioso. Que se sepa el Corán de memoria. Que posea un bello rostro. Entre sus ojos deberán apreciarse las marcas de un león. En la mejilla izquierda deberá tener una peca de color rojo. Y debe responder al nombre de Mahmoud. Si le encuentras a lo largo del viaje, tráelo, porque él es el elegido.

—Mi querida Salwa —exclamó mi padre cuando mi sobrina entró en la habitación del hospital—, ¿qué haces aquí? Hoy es fiesta. ¿No deberías estar en casa, relajada, con tu marido?

—Por el amor de Dios, ¿dónde íbamos a estar en un día como hoy? —dijo Salwa, mientras su marido aparecía tras ella.

Mi padre se puso radiante al ver a Hovik. Me pregunté cuánto tardaría en mofarse de su condición armenia. No mucho. Hovik pertenecía a una familia que llevaba cuatro generaciones en Beirut, y de los cuatro idiomas que hablaba el armenio era el que menos dominaba, pero mi padre nunca pudo resistirse a la tentación de burlarse de sus orígenes. Mi padre siempre se dirigía a él en el dialecto libanés lleno de incorrecciones gramaticales por el que eran famosos los primeros inmigrantes. Y a Hovik le encantaba.

Después de acomodar a Salwa en la butaca, fue a darle un beso a mi padre y contestó a sus preguntas en un mal dialecto, mezclando el género de los sustantivos y sonriendo al hacerlo. Parecía muy joven en comparación con mi padre, cuyas arrugas cruzadas, las que no quedaban ensombrecidas por su enorme nariz, se multiplicaban cuando se reía.

—Vete a casa —le dijo mi padre, usando el femenino.

—Estoy en casa —contestó Hovik.

A oídos del emir de Bursa llegó la noticia de que un tratante de esclavos que venía con un decreto del rey Saleh había entrado en la ciudad. El emir preguntó al comerciante el motivo de su llegada, y éste le explicó el encargo del rey Saleh. El emir le dijo:

—Considérate mi huésped durante tres días, para que puedas descansar y recuperarte. Puedes probar en los mercados de esclavos de la ciudad, aunque no creo que posean todos los chicos que andas buscando. Cuando hayas recobrado las fuerzas, puedes viajar a los mercados que hay más al norte.

El comerciante agradeció al emir su generosidad.

El segundo día, tras terminar las oraciones de la mañana, el tratante oyó un ruido seductor. ¿Se trataba del zumbido de abejas madrugadoras o del zureo lastimoso de las palomas? Su corazón se inundó de aquel débil murmullo. Lo siguió hasta alcanzar uno de los patios de palacio. Alrededor de un resplandeciente estanque se hallaban chicos leyendo el Corán, y el sonido embrujó al tratante. Un chico azerí llamado Aydmur rompió el encanto diciendo:

—¿Qué podemos hacer por usted, señor?

Y el comerciante respondió que era huésped del emir y les preguntó quiénes eran.

—Somos esclavos del emir más poderoso. Circasianos, georgianos y azeríes. Todos musulmanes. Cada uno de los setenta y cinco que formamos el grupo es el vástago de un rey, de un famoso guerrero o de un emir, pero el destino ha decidido convertirnos en esclavos.

A la hora del almuerzo el tratante dijo al emir:

—Mi señor, cuando ayer os dije que el rey Saleh deseaba adquirir una partida de esclavos, vos contestasteis que me sería imposible hallarla en esta ciudad. Y sin embargo he encontrado exactamente lo que buscaba en el patio de vuestro propio palacio.

La luz abandonó el rostro del emir y sus facciones se ensombrecieron.

—Dije que no podías encontrar un grupo así que estuviera en venta. Esos chicos me pertenecen y no deseo separarme de ellos. Están destinados a convertirse en mi guardia personal.

Al tratante le dio un vuelco el corazón, ya que las palabras del emir no admitían discusión.

Aquella noche el emir se sobresaltó en mitad de un sueño. Sintió que una mano le tocaba el pecho, y ante él apareció el rostro del destino. La mano se transformó en una piedra, y el corazón se le tensó. Su respiración se hizo trabajosa. No conseguía hacer acopio de fuerza suficiente para mover un solo músculo y su alma pugnaba por escapar del cuerpo. Y el rostro le dijo:

—Deja que partan mis esclavos.

La piedra volvió a ser una mano y el emir recobró la respiración. El rostro se desintegró, y mientras desaparecía, dijo:

—No aceptes ningún precio inferior a setenta y cinco mil dinares. Exige primero ochenta y cinco mil, y confórmate luego con setenta y cinco.

Antes de vestirlos con la ropa nueva, los chicos fueron enviados a los baños. Mientras se lavaban, el esclavo Aydmur advirtió en un rincón la presencia de un chico enfermizo y solitario a quien el vapor de la sala le impedía respirar bien. Aydmur el azerí preguntó:

—¿Puedo ayudarte en algo?

Y el chico enfermizo dijo:

—Me siento débil. Mi señor está en esta sala y debo esperar aquí aunque el aire sea demasiado denso.

A Aydmur le dolía el corazón al ver el sufrimiento del muchacho y rompió a llorar. Cuando el tratante de esclavos preguntó a Aydmur por qué estaba triste, el esclavo dijo:

—La visión de ese chico sufriendo me hiere el alma.

El tratante preguntó al chico cómo se llamaba, y éste dijo:

—Mi nombre es Mahmoud.

—¿Conoces el Libro de Dios? —preguntó el comerciante.

—He memorizado el Corán —respondió el chico.

El muchacho tenía una marca de nacimiento en la mejilla izquierda, pero ésta era azul en lugar de roja. El tratante titubeó y luego dijo:

—Eres un chico débil que no debe de servir de mucho. Tu dueño debe de considerarte una carga sin valor.

La cara de Mahmoud se llenó de vida.

—No soy en absoluto un ser indigno —dijo. Las marcas del león aparecieron en el puente de la nariz—. Soy hijo de reyes. —La peca azul se volvió roja—. Valgo más de lo que un hombre grosero puede pagar.

—Entonces doy gracias a Dios, el misericordioso, de que mi rey no sea un hombre grosero —dijo el tratante, y suplicó a Mahmoud que le perdonara. Luego fue a ver al dueño de Mahmoud, un persa, y le pagó por el chico. Puso a Mahmoud en manos de Aydmur y le dijo—: Ocúpate de tu hermano y lávalo. Cuando esté limpio, vístele con este traje. Nuestra misión ha terminado. Iniciaremos el viaje de regreso en cuanto salgáis de los baños.

La tía Nazek y sus hijas fueron las siguientes en llegar. Mi padre preguntó por qué no estaban en casa, de celebración, pero no pudo disimular su alegría. La tía Nazek fingió sorprenderse ante su sorpresa.

—Estamos aquí para desearte un feliz Eid —dijo a mi padre—. Venimos todos. Creía que lo sabías.

—Yo no he venido a desearle un feliz día. —Su hija May se inclinó para besar a mi padre—. He venido a por mi moneda.

Mi padre se rio.

—Si tuviera una, no se la daría a nadie más que a ti.

—Bueno, en ese caso será mejor que tengas una. —May abrió el monedero, sacó unas monedas y se las dio a mi padre.

—¡Por Dios! ¿Dónde las has encontrado? Hace veinte años que no veía ninguna.

Fátima entró en la habitación envuelta en un halo de pompa y perfume, me abrazó y se sentó en la cama al lado de mi padre. Como había perdido al suyo a edad muy temprana, trataba al mío como si lo fuera, y él sentía por ella una adoración especial. Pasó un brazo por debajo del cuerpo del enfermo, lo abrazó y apoyó la cabeza en su almohada, aplastándose el delicado peinado. Mi hermana se unió a ellos por el otro lado. Cogió una de las monedas, la levantó hacia la luz y la examinó como si se tratara de un diamante perfecto en lugar de una pieza que había perdido cualquier valor después del cambio de moneda.

—Antes se podían comprar tantas cosas con esto —dijo a su hija—. No como hoy, que no se puede comprar nada ni con miles de libras.

—No hagas caso a tu madre —dijo Fátima—. Quizás hubo quien era capaz de comprar cosas con una moneda como ésa, pero desde luego no era tu madre. Sólo le gusta disimular.

—En mis tiempos me sentía orgulloso si ganaba esto en un día —añadió mi padre.

La tía Samia llamó a la puerta y entró acompañada de su hija, la pequeña Mona.

Lina le mostró la moneda.

—Mira.

—Oh, Dios mío. —Mona sonrió—. Feliz Eid al-Adha. Mira, madre, una cuarta. ¿Te acuerdas de ellas?

—Desde luego —contestó la tía Samia—. ¿Crees que estoy lela? ¿Dónde están los chicos? —Miró a derecha e izquierda, como si sus hijos pudieran estar agazapados en los rincones—. Escucha —dijo dirigiéndose a Lina—. Ya he hablado con el guardia, así que no me vengas ahora con problemas. Hoy es Eid al-Adha y vamos a celebrarlo aquí. Pero ¿dónde están todos?

Al principio no comprendí de qué hablaba. Pensé que estaba igual de rara que siempre. Incluso mi padre, que la entendía mejor que nadie, se perdió en su discurso.

—Tus hijos están en casa, como tiene que ser, esperando la comida —dijo mi padre—. Están con sus respectivas familias, querida.

—No seas idiota, hermano. No podemos traer aquí a los niños. Esto es un hospital. Los consuegros se encargan de ellos.

La esposa de Chapuzas entró y saludó a todo el mundo, y luego apareció el marido de Mona. Hafez, su esposa y su hijo mayor fueron los siguientes. La tía Samia dijo: «Tengo que sentarme. No pienso comer de pie», y entonces mi padre comprendió. Se sonrojó. Parecía extático.

El convoy entró en Damasco, donde su gobernante, Issa al-Nasser, dijo al tratante de esclavos al ver a los circasianos:

—Esos chicos tienen más aspecto de mujeres que de hombres —y cuando vio a los otros, añadió—: Estos están un poco mejor —y cuando vio a Mahmoud—: Este está demasiado enfermo. ¿Por qué no le abandonas por el camino y te ahorras un peso?

Por la mañana, cuando salían de Damasco, uno de los deudores del tratante le detuvo.

—Me debes cien dinares —dijo el hombre—, y no permitiré que te marches sin satisfacer la deuda.

El hombre le dijo:

—Hermano, déjame pasar sólo por esta vez. Me hallo cumpliendo una misión urgente para el rey. Poseo un decreto real. Cobrarás tu dinero, pero aprende a esperar.

—Entonces me quedaré con este chico hasta que reciba lo que se me debe.

El nuevo propietario de Mahmoud lo llevó con su esposa, llamada Wasila, que era la mujer más malvada del mundo, tan malvada como siete avisperos de abejas africanas. Ésta observó al chico enfermizo.

—No parece muy fuerte, pero servirá. —Y empezó a asignarle las tareas más difíciles: llevar el mortero de una habitación a otra, limpiar el exterior de la casa, curarle los callos y juanetes de los pies. El estado de salud de Mahmoud empeoró, pero Wasila no cedía—. Morirá pronto de todos modos —se le oía decir—, así que ¿por qué no aprovecharme un poco de su breve paso por el mundo?

Y el muchacho escapó. Huyó al desierto. Aquella noche, la vigésimo séptima del Ramadán, el mes sagrado, Mahmoud se tendió sobre la arena listo para morir. Llevaba mucho tiempo enfermo. Estaba hambriento, sediento y solo. Pero pasaban las horas y ni se dormía ni moría. Cuando habían transcurrido dos tercios de la noche, el cielo abrió sus puertas por deseo de Dios y ante los ojos de Mahmoud apareció una bóveda de luz purísima. La luz alumbró la tierra desde los cielos. Pudo ver todo lo que lo rodeaba a leguas de distancia. No oyó sonido alguno: ni el canto de un gallo, ni el ladrido de un perro, ni el crujido de un árbol. Era la auténtica Noche del Destino. El chico se puso en pie con dificultad y proclamó hacia el cielo:

—Escuchadme, oh Señor. Ruego Vuestro perdón y suplico Vuestra compasión. Os suplico, a Vos, Todopoderoso, en honor de esta noche sagrada y propicia, que me concedáis este deseo. Hacedme rey. Dejad que gobierne Egipto y las tierras de Levante, y el resto de territorios del Islam. Bendecidme con victorias sobre Vuestros enemigos y los míos. Plantad entre mis hombros la resolución de cuarenta hombres y yo sembraré Vuestra voluntad en esta tierra. Nombradme Vuestro rey. Nombradme Vuestro servidor. Vos sois el cedente. Vos sois el poderoso. Vos sois el compasivo. No hay otro Dios aparte de Vos.

Y el chico se curó.

A la mañana siguiente Mahmoud regresó con su ama, Wasila, y le pidió perdón por haber huido.

—El perdón no habita en mí —dijo Wasila—, ni tampoco compasión, así que no me la pidas.

Agarró al muchacho de una oreja, lo arrastró hasta el patio y le ató a una estaca. Primero le abofeteó en la cara, luego le pegó. Pero decidió que no era castigo suficiente. Encendió una hoguera y de ella sacó un palo en llamas para azotarlo con él. Pero Dios envió a su cuñada, Latifah, a su puerta. Cuando entró Latifah, Mahmoud gritó:

—Estoy a vuestra merced, señora, porque soy vuestro vecino.

Latifah vio al chico y suplicó a Wasila:

—Perdona a este chico. Hazlo por mí.

—Ni le perdono ni deseo hacerlo —repuso Wasila—. ¿Quién eres tú para interferir en mis asuntos?

Sitt Latifah se enfadó. Desató al muchacho y le llevó a su casa. Y convocó a un notario y a dos jueces.

Cuando su hermano se presentó a reclamar al chico, Sitt Latifah le preguntó delante de testigos:

—¿Has comprado a este chico?

Y él respondió:

—No. Lo tengo como garantía. Su dueño me debe cien dinares y no le soltaré hasta que reciba lo que es mío.

Sitt Latifah pagó a su hermano los cien dinares.

—Ahora el chico me pertenece. —Se volvió al juez y a los notarios—. Preguntad a este hombre, que es mi hermano, si poseo algo suyo que hubiera pertenecido a nuestra madre o a nuestro padre.

Así lo hicieron, y el hermano repuso que nada de ella le pertenecía a él.

—Tomen nota de esto —dijo Sitt Latifah—, ya que no deseo que él o su mujer vengan a reclamarme nada en el futuro. Tomen nota de esto, y denle el carácter de vinculante. Todo mi dinero, todo lo que es mío, todo lo que poseo y lo que alcanza mi mano, pertenecerá a este chico cuando yo abandone este mundo. Si Dios me reclama, partiré con sólo una prenda de ropa, y el resto permanecerá en manos de este muchacho al que desde ahora acepto como hijo. Lo llamaré Baybars, el nombre de mi difunto hijo, porque se le parece. De todo lo que he dicho, ustedes son testigos.

Anwar, el hijo de Samia y Chapuzas arrastraron una camilla repleta de bandejas de comida al interior de la habitación, obligándonos a todos a apretarnos más. El aroma de cordero asado derrotó al instante los olores medicinales que flotaban en el ambiente. Lina iba a decir algo, pero se contuvo, abrumada y vencida.

—No, no —dijo la tía Samia—. Dejadla fuera. Aquí dentro no cabe. Estamos esperando a más familiares. Podemos servirnos solos.

—¡Cuánta comida! —dijo la tía Nazek.

—Somos muchos —replicó la tía Samia—. ¿Y qué pasa con los demás pacientes? ¿Quién les traerá cordero en el Eid al-Adha?

—Mi querida Samia —dijo mi padre—, ¿qué has hecho? ¿Piensas celebrar el Adha aquí? ¿En una habitación de hospital?

La tía Samia parecía confusa e insegura.

—Pues claro que sí —intervino Lina—. Como no podemos llevarte a su casa, ella te trae la casa hasta ti.

—Exactamente —dijo la tía Samia—. ¿Qué te habías creído? He traído incluso la vajilla de porcelana y la cubertería de plata. No pienso tomar la comida del Adha en platos baratos. ¿Sabes lo que han tardado los chicos en traerlo todo hasta aquí? Dos corderos cociné. Sin una pizca de sal. Eres mi hermano. Por ti, y sólo por ti, me abstengo de echar sal a la comida. Bueno, ¿dónde está el resto de la gente?

Baybars se convirtió en el bienaventurado hijo de Sitt Latifah y ella lo idolatraba. Un día, mientras madre e hijo paseaban por el zoco, Baybars se quedó prendado de un arco. El mercader le preguntó si le gustaba, a lo que el chico respondió que era magnífico. El mercader dijo que el artesano que hizo ese arco había sido un héroe famoso doscientos años antes; que el arco había pasado por las manos del gran Saladino, nada menos; y que ahora dicha obra maestra estaba a disposición de Baybars a cambio de la insignificante suma de dos dinares.

—Apreciado señor —dijo Baybars—, esto es una ganga. Es el instrumento más bello que he visto en mi vida.

Sitt Latifah se rio.

—¿Se ríe de mí, querida señora? —dijo Baybars, sonrojándose.

Y Sitt Latifah contestó:

—No, hijo mío, me río del destino.

Ella se retiró el velo y el mercader agachó la cabeza al verle el rostro.

—Mi señora —dijo éste—. Aceptad mis disculpas, por favor. No lo sabía.

Latifah hizo caso omiso al vendedor y habló a su hijo:

—Este arco no es digno de ti. Es barato, sus acabados son pésimos, y es difícil de dominar. Ningún guerrero lo ha tocado ni lo tocará nunca. Ven, permíteme que te muestre tu destino.

Cuando llegaron a casa, Sitt Latifah guio a Baybars a través del patio. Se detuvo frente a una puerta y la abrió con una llave que sacó del escote. Baybars vio una sala con cientos de arcos y miles de flechas, suficientes para armar a todo un ejército. Cogió el primer arco que vio y se percató de que había sido un ingenuo. El mercader había mentido. Y su madre dijo:

—Me llaman Latifah la arquera, porque mi padre fue arquero y antes lo fueron mi abuelo y el padre de éste. Todos los héroes de nuestro mundo venían a Damasco a comprar arcos fabricados en nuestro taller. Y tú, glorioso Baybars, te hallas ahora en su hogar. —Sitt Latifah abrió los brazos dándole la bienvenida a la sala—. Esto es tuyo ahora. Todo te pertenece, pero creo que deberías escoger un arma en concreto y hacerla tuya.

Al principio Baybars se fijó en los arcos, pero tras mirar a su alrededor vio dagas, lanzas y espadas que relucían con brillo y belleza celestiales. Había una espada damasquina de aspecto común, que no llamaba la atención. Al cogerla, él reparó en su exquisito acabado. Cuando se la prendió al cinturón, la espada irradió calor en su vientre.

Una mañana Baybars vio a otro chico que subía un cubo por una escalera que estaba apoyada contra el establo. El chico entró por una portezuela alta y Baybars le siguió. Vio cómo el chico ataba una cuerda al mango del cubo y le preguntó qué estaba haciendo.

—Tengo que dar de comer a al-Awwar —contestó el chico—. No permite que nadie entre en el establo, así que la única forma de alimentarlo es bajarle la comida desde aquí.

Baybars se asomó y vio un imponente caballo negro azulado que resoplaba y relinchaba mientras piafaba mirando el suelo.

—¿De verdad tiene un solo ojo? —preguntó Baybars.

—No —respondió el chico—. Su vista es tan aguda como la de un halcón. Se llama al-Awwar porque tiene una marca blanca sobre un solo ojo. ¿La ves?

—Sí, y el bigote también es blanco.

—Cierto —dijo el chico—, pero no te rías de él o se enfadará mucho. Está muy orgulloso de su bigote. ¿Ves esas curvadas líneas blancas que le surcan el lomo? La señora dice que el trazado de esas líneas refleja exactamente el curso de los ríos Eufrates y Nilo.

—Entonces éste es mi caballo —dijo Baybars—. Yo lo montaré.

El chico informó a Baybars de que nadie podía montarlo, pero Baybars desató la cuerda del cubo y se la anudó alrededor de la cintura.

—Deja que baje y ya verás.

El chico sujetaba la cuerda mientras Baybars descendía despacio ante la atenta mirada de al-Awwar. El caballo emitió un gruñido ronco, retrocedió y luego atacó. Baybars se apresuró a encaramarse por la cuerda al verse en peligro. La cabeza de al-Awwar golpeó las nalgas de Baybars, que empezó a oscilar como el badajo de una campana. Pidió ayuda. Al-Awwar le contemplaba con cara de estar divirtiéndose. Cuando Baybars estuvo a salvo en lo alto del establo, asomó la cabeza y dijo estas palabras:

—Volveré.

Aquella misma tarde llegó a la casa un sargento del ejército que respondía al nombre de Louai, y que pedía hablar con Baybars.

—Mi señor —dijo el sargento—, tengo entendido que deseáis montar un gran caballo, y tengo uno que está en venta. Permitidme que os lo muestre, por favor. —Y allí, en la calle, había magnífico semental ruano—. Puede ser suyo sólo por cuarenta dinares. Está valorado en mucho más, pero no puedo mantenerlo. Aunque ha sido un fiel compañero, hace meses que no cobro. Si no puedo dar de comer a mis hijos, menos puedo alimentarlo a él. Merece un buen dueño.

Baybars advirtió que los ojos del caballo seguían todos los movimientos del sargento Louai.

—Este es tu caballo —dijo Baybars—. No deberíais separaros, ya que os habéis sido leales el uno al otro. —Pidió al sargento que le esperara. Entró en casa y volvió a salir con cincuenta dinares—. Te ofrezco este dinero por darme una lección de lealtad. Que tu caballo siga siendo tu fiel compañero durante muchos años.

—Vuestra generosidad no tiene límites —dijo el sargento—. Las puertas del paraíso estarán abiertas para vos.

El segundo día, de nuevo en el establo, el chico ayudó a descender a Baybars, que esta vez llevaba una manzana en la mano. Al-Awwar se acercó y olisqueó la manzana. Gruñó, retrocedió y atacó. Dio a Baybars justo en el mismo sitio que el día anterior, y Baybars volvió a oscilar. Pero esta vez no pidió ayuda. El tercer día Baybars bajó provisto de dos peras. Al-Awwar se acercó, olió las peras y se las comió. Baybars estaba satisfecho. Cuando el caballo terminó de comer, gruñó, retrocedió y atacó. Baybars osciló sonriente. El cuarto día Baybars se dejó caer con un racimo de uvas. Al-Awwar volvió a atacarlo después de comerse la fruta. El quinto día Baybars tenía cinco higos, y al-Awwar comió hasta saciarse y permitió al intruso que se quedara. Pero el caballo no dejó que Baybars se acercara a él. Cada vez que éste se movía, el caballo retrocedía de lado.

—Deja que te vea el lomo —suplicó Baybars—. Déjame ver los ríos y la tierra que lo surcan, porque algún día gobernaré estas tierras. Sé mi caballo, sé mi amigo.

El sexto día Baybars descendió con tres láminas de amaredina, la pasta de albaricoque seco. Y esta vez el caballo se quedó tan satisfecho con el festín que lamió hasta la cara de Baybars, pero en cuanto éste fue a ensillarlo, al-Awwar atacó de nuevo.

Aquella noche Baybars se lamentó ante Sitt Latifah, y ella le dijo:

—Nadie ha podido montar a al-Awwar, porque es un semental de guerra. Sólo un gran guerrero podrá montarlo.

—Pero yo seré un gran guerrero.

—Eso es lo que dicen todos los chicos —dijo Latifah—. No puedo ayudarte. Sí puedo, sin embargo, contarte una historia sobre nuestros grandes sementales. Escucha, préstame atención. Una vez, hace mucho tiempo, en una era pasada, en una época de héroes y guerras, había tres sementales. Los habían montado héroes en numerosas batallas, una guerra tras otra. Los tres caballos acabaron siendo animales viejos y fatigados. Los héroes que los habían heredado decidieron dejarlos libres como recompensa a sus años de leal servicio. Los caballos fueron desembridados y desensillados, y liberados en los campos. Los animales corrieron con los vientos de arena. Eran libres por fin. Los héroes los vieron galopar con un desenfreno que parecía pertenecer al pasado. Los caballos corrieron hacia un río para beber y lavarse. De repente se oyó el sonido de una corneta y los caballos se quedaron helados. El río fluía ante ellos, la corneta sonaba a sus espaldas, y los grandes corceles estaban perplejos. Los héroes contemplaron asombrados cómo sus sementales volvían a ellos a trote lento. Aquellos caballos eran los ancestros de todos los grandes corceles árabes, y por eso todos los guerreros, desde los de las lejanas islas de Europa a los de las grandes montañas chinas, poseen como monturas a descendientes de esos tres sementales.

Baybars besó a Latifah en la frente y le dio las gracias por su historia. Y el séptimo día Baybars descendió provisto de tres hojas de amaredina y una corneta. Cuando al-Awwar hubo terminado de comer, Baybars tocó el «al-Jayal»: «Yo soy el jinete, cabalguemos».

Y Baybars montó a al-Awwar hasta llegar al desierto. Cabalgó lejos de Damasco, cabalgó hasta que llegó a las montañas que se alzaban al oeste de la ciudad, hasta que tanto él como su montura quedaron envueltos por una capa de sudor. A su regreso, cuando se acercaban a la ciudad, la espada tembló. Baybars apoyó la mano en ella y notó cómo volvía a agitarse. Al-Awwar se detuvo. Cuatro hombres aguardaban a que Baybars se acercara. Éste encaminó a su caballo hacia ellos, y ambos avanzaron con paso lento y cauto.

—Saludos, viajero —dijo el cabecilla.

Era damasquino, pero sus tres esclavos tenían la piel tan oscura como la madera de roble. Eran enormes y musculosos; los caballos que montaban parecían ponis bajo su peso. Eran poderosos guerreros de la tierra de los ríos, situada en la costa más lejana del enigmático continente.

—Saludos, pero no soy ningún viajero —dijo Baybars—. Voy camino de mi casa.

—No importa —le interrumpió el hombre—. Para seguir por este sendero debéis pagar un peaje.

—Es una vía pública hacia Damasco. ¿Acaso el gobernante de la ciudad está al tanto de esto?

—El comandante Issa es primo mío. Me urgió a ganarme la vida, y he seguido su consejo. Considera que el pago es un impuesto de amabilidad. Gracias a mi generosidad te permito respirar. Paga tributo a mi benevolencia o mis esclavos africanos te cortarán en dos y liberarán tu alma cautiva.

Baybars inclinó la cabeza.

—Entonces me temo que debo recompensaros por vuestra consideración —dijo.

Cuando Baybars subió la cabeza, al-Awwar embistió a los hombres. La espada se desenvainó sola, y actuó con más celeridad de lo que pretendía su dueño. El cabecilla se apresuró a ocultarse detrás de sus esclavos, poniéndose a cubierto. Al-Awwar comprendió cuál de aquellos hombres era el objetivo. El semental se abrió paso entre los caballos de los esclavos y atacó al corcel del cabecilla, provocando que su dueño cayera al suelo. Al-Awwar lo aplastó hasta matarlo.

Y entonces la espada de Baybars tuvo que parar los ataques de los tres poderosos guerreros. Baybars sentía que los huesos le crujían con cada golpe, pero el arma no cedía ni se partía. Un guerrero le atacó por la derecha, otro por la izquierda, y el tercero intentó derribarlo por el frente. Al-Awwar esquivó al primer caballo y tiró al segundo al suelo. Asustó al tercero hasta tal punto que éste se encabritó; la espada de Baybars salió disparada hacia delante, eludió la armadura del guerrero y se detuvo justo frente a su corazón. Una gota de sangre tiñó la espada, pero ésta no insistió en la herida. El guerrero contempló la espada y vio que estaba condenado.

—Sólo un gato sin honor juega con su presa antes de matarla. Termina con esto.

—Prefiero no hacerlo —dijo Baybars—, ya que no tengo nada contra ti ni contra tus amigos. Deseo volver a casa. Dejadme en paz y quedaréis libres para hacer lo que deseéis.

—Si la situación fuera a la inversa, tú no estarías vivo.

—Entonces me alegro de que no sea así —replicó Baybars—. Si quieres morir, que así sea. Te proporciono una alternativa.

El guerrero hinchó el pecho; la espada de Baybars se apartó un poco pero siguió en guardia.

—Si no nos matas —dijo el africano—, nos convertiremos en tus esclavos.

Baybars devolvió la espada a su funda.

—No puedo poseeros, ya que alguien me posee a mí. Marchaos —dijo el futuro rey esclavo—. Que Dios guíe vuestros pasos.

—Ya lo ha hecho —dijo el poderoso guerrero—. Escogemos servirte hasta la muerte.

El gobernador de Damasco, Issa al-Nasser, convocó a Baybars y le pidió información sobre su primo.

—Anoche no regresó a casa —dijo el comandante—, y ayer tú entraste en la ciudad con sus esclavos.

—Ese hombre intentó robarme —contestó Baybars.

El comandante quedó horrorizado al oír la noticia. Llamó a su visir para que encarcelara a Baybars, acusado de asesinato. El visir le explicó que no se había cometido delito alguno: Baybars había actuado en defensa propia, y delante de testigos. No podían arrestar a Baybars en pleno día. La justicia siria tendría que moverse de forma subrepticia.

Aquella tarde, mientras Baybars paseaba por el patio en dirección a la caseta, seis soldados saltaron el muro y lo atacaron a traición. Le cubrieron con un gran saco de arpillera empapado en una poción anestésica. Lo sacaron por encima del muro y lo llevaron al otro lado de las puertas de la ciudad. Los soldados cabalgaron por el desierto hasta llegar a un campamento de beduinos. Uno de ellos dijo al jefe de la tribu:

—Aquí está el chico, y aquí tenéis la bolsa de oro prometida. El comandante no desea volver a ver la fea cara de este joven. Llevadlo con vosotros al desierto sagrado y vendedlo a un amo desalmado. O matadlo. Al comandante le da igual, siempre que se vea libre de este liante. El chico es listo. No dejéis que se os escape.

—¿Escapar? —preguntó el jefe—. Hemos matado a hombres por insultos menores. Llevamos generaciones transportando a chicos por el desierto. Marchaos. Volved a vuestra corrupta ciudad y decid a vuestro señor que el chico se ha desvanecido para toda la eternidad.

Los beduinos no comprendían del todo el concepto de tiempo. La eternidad no llegó a durar una noche. Cuando Baybars no apareció para cenar, Sitt Latifah llamó a sus criados y les preguntó si le habían visto. Nadie conocía el paradero de su señor. Los tres guerreros africanos anunciaron que irían a buscarlo.

Baybars se despertó al notar que una mano le tapaba la boca. No podía mover los brazos, atados con cuerdas. La cara de un hombre surgió ante él, y su boca dijo:

—Silencio. —El hombre desató a Baybars—. Ven conmigo —le dijo—. Sin hacer ruido.

Baybars siguió al hombre al exterior de la tienda. En la entrada, un beduino yacía en el suelo. Un corte de oreja a oreja explicaba la inmovilidad del beduino. Su rescatador lo sacó de allí. Poco después Baybars oyó los relinchos de al-Awwar y sintió que su corazón se llenaba de gozo. Los guerreros africanos sostenían las riendas del semental de Baybars.

—Creo que nunca debisteis separaros de esto —le dijo un guerrero, al tiempo que le tendía su espada.

Baybars le dio las gracias y montó sobre al-Awwar.

El salvador de Baybars se subió a su silla.

—Diría que no me habéis reconocido.

—Tal vez no lo haya hecho al principio —dijo Baybars—, pero incluso con tan poca luz, nadie podría confundir la belleza de tu glorioso ruano. Te doy las gracias, sargento.

—La gratitud es mía —dijo el sargento Louai—. Cuando vuestros guerreros preguntaron por vos, me sentí agradecido de que se me deparara la ocasión de serviros. Encontraros nunca fue un problema. Lo único que tuve que hacer fue preguntar a vuestro caballo.

Baybars propuso regresar a la ciudad, pero el sargento y los guerreros se opusieron.

—Estos beduinos son ahora vuestros enemigos mortales —dijo un guerrero—. No descansarán hasta que hayan vengado el deshonor que supone vuestra huida. No se deben dejar enemigos atrás. Son sólo treinta hombres.

—Pero no podemos matarlos mientras duermen —dijo Baybars—. ¿Tenemos que esperar hasta que se haga de día?

—No —dijo otro guerrero. Golpeó una piedra y encendió una tea. Luego disparó una flecha ardiente hacia el cielo nocturno. El guerrero exhaló un feroz grito de guerra—. Despertad, cobardes —gritó—. Levantaos, demonios, y plantadle cara a la muerte.

Baybars guio a los guerreros en la batalla. En cuanto su espada mató a su primera víctima, y la primera gota de sangre enemiga manchó su túnica, nuestro héroe suprimió al niño que había en él. Los guerreros masacraron a los beduinos.

A su llegada a la ciudad, Baybars repartió el botín de la contienda entre los cinco, pero entregó la bolsa de oro al sargento.

—¿Podrías informar al gobernador de Damasco de que creo que ha perdido esto?

Comimos en toda clase de posturas: de pie, sentados, de rodillas; haciendo chocar los cubiertos, codo con codo, espalda con espalda, amontonados en una habitación de hospital. Pero fue la mejor comida de Adha que la familia había disfrutado nunca. El tumulto dio paso a un silencio saciado. Mi hermana no apartaba la vista de mi padre para ver cómo se encontraba. Chapuzas, después de limpiarse los restos de cordero de su barba negra, anunció que debía volver al trabajo.

—Estoy demasiado lleno para andar, pero no me queda más remedio —dijo.

Todos se lo tomaron como una indirecta y la reunión se disgregó. Al final sólo Lina, Salwa, Hovik y yo seguíamos con mi padre. Éste apretaba la mascarilla de oxígeno que tenía en la mano con un poco más de fuerza.

—¿Estás bien? —le preguntó mi hermana.

Le quitó la mascarilla de la mano y se la colocó sobre la cara. Mi padre no estaba bien. El pánico que emanaba de sus ojos me sobresaltó.

Treinta minutos más tarde tuvimos que llamar a Chapuzas, porque a mi padre le costaba respirar y los pantanos de sus pulmones se habían vuelto a encharcar de agua.

Tumbado en el diván, el comandante Issa contemplaba la bolsa de oro que había sobre la mesita de bronce. Apuró el vino. Estaba recibiendo al emisario del rey, venido de Egipto para recoger los impuestos. Ante ellos se extendía un festín de platos deliciosos.

—No entiendo cómo dejas que un tema tan intrascendente como el de ese chico te perturbe —dijo el emisario.

—¿Intrascendente? —masculló el comandante—. Ese condenado chico mató a mi primo.

—Pero también tú ibas a matar a tu primo —murmuró el recaudador de impuestos con la boca llena—. Dijiste que era una vergüenza para todos los hombres de este reino. Ese chico te hizo un favor.

—Puedo matar a mi primo si me place, porque es de la familia. Este chico, Baybars, es un imprudente.

—¿Por qué no haces lo que hace todo el mundo con los chicos imprudentes? Envíale a El Cairo. Que el rey se ocupe de él. Invítale a comer, y yo le impresionaré con las glorias de El Cairo y su corte. Aún tengo que conocer a un chico que no anhele ser rey.

Todos los cocineros de palacio trabajaron en el almuerzo del día siguiente. Baybars no podía creerse lo que veían sus ojos, lo que olía su nariz o lo que probaba su lengua. El emisario del rey dijo que aquel banquete no era nada comparado con la grandeza de los ágapes del rey. Habló maravillas de la corte y regaló los oídos de Baybars con relatos de honor y de gloria.

—Las riquezas de El Cairo —dijo el emisario— están más allá de la imaginación de un muchacho. Todos los héroes de allende los mares navegan hacia la ciudad para probar su valor. Es el único hogar para los hombres de valía.

—Debo verlo —dijo Baybars.

—Así es.

—Antes tengo que pedir permiso a mi madre.

—Así es.

Sitt Latifah no recibió la noticia con alegría, pero se percató de que él estaba decidido a partir.

—Tienes una tía en El Cairo —le dijo—. Su marido es un visir importante. Escribiré a mi hermana para pedirle que cuide de ti. Pide a todos los que han creído en ti que te sigan en tu viaje; así no estarás solo. Yo prepararé para ti un equipaje tan completo que nada te faltará en Egipto. Y ruega a Dios, el misericordioso, que vigile tus pasos.

Y Baybars se preparó para enfrentarse a su destino.