Capítulo 17
La primera bala agujereó la puerta trasera de uno de los coches del concesionario, un Toyota azul, en abril de 1976. La guerra —o las «escaramuzas», como todos las llamaban entonces— había estallado un año antes, pero la empresa no había sufrido aún graves consecuencias ya que sus clientes, como el resto de libaneses, estaban convencidos de que el alboroto no duraría mucho, de que tanto los palestinos como la milicia se limitaban a echar humo. En realidad, dentro de nuestra familia hubo quien consideró que la guerra era una prueba más de la suerte que acompañaba a la empresa y del acertado olfato empresarial de mi padre. ¿Acaso no había sido mi intuitivo padre quien había contratado un seguro que cubría cualquier desastre posible, incluida la guerra? Dicha decisión no se debía al simple azar. Mi padre había supuesto que algún día sería tan próspero que los israelíes, en un ataque de envidia, le volarían la empresa. (Algo que de hecho hicieron en 1982, aunque no fue a resultas de un ataque de envidia.) El tío Yihad condujo el Toyota azul hasta casa como recuerdo. El seguro abonaría su coste.
Hasta el día de su muerte, en 1974, el tío Wayih fue presidente de la corporación, lo que acarreó todos los problemas pronosticados por el abuelo. El tío Halim, en cambio, resultó ser inofensivo. Trabajó para la empresa desde sus inicios, hizo lo que se le pedía y no se molestó en tomar decisiones. Como hermano y socio de pleno derecho se le incluía en la mayoría de discusiones, y él se conformaba con participar en todo lo que sucedía. Ante cualquiera que se parara a escucharle, se jactaba de ser el motor de la empresa, pero no se lo creía ni él. El tío Wayih, sin embargo, sí que se lo creía. Mi padre y el tío Yihad debieron de olvidar mencionar que su cargo de presidente era puramente simbólico.
Cuanto mayor se hizo la empresa, más creció su obstinación. En los años setenta, cuando el resto de concesionarios del Líbano palidecían ante los éxitos de nuestro negocio, la arrogancia con que abordaba los tratos con extranjeros llegó a cotas insospechadas. El tío Yihad y mi padre tenían que maniobrar a sus espaldas. El tío Wayih se comportaba durante la mayor parte del tiempo, pero de vez en cuando se aseguraba un enfrentamiento con sus hermanos menores para demostrar quién mandaba allí. Mi padre y el tío Yihad tuvieron que ingeniárselas para eludir las discusiones. En los primeros tiempos acudieron a la abuela en busca de ayuda. Tuvieron que desplazarse hasta el pueblo y convencerla de que bajara a la ciudad a hablar con su primogénito.
La llegada de los japoneses dejó extasiado a todo el mundo excepto al tío Wayih. Con el fin de reunir el dinero necesario para firmar el contrato con los japoneses, la empresa tuvo que vender parte de las acciones a Fiat. Él decidió mantenerse firme y se negó a ceder. Incluso llegó a insultar al ejecutivo nipón que visitó Beirut. La abuela no pudo convencerlo de que cambiara de idea. El tío Wayih también la insultó a ella, insinuando que no sabía nada del mundo empresarial. Como era de esperar, la abuela se quedó horrorizada. Todos asumían que la tía Wasila manejaba los hilos. La tía Samia juraba que tenía que ser eso. Ningún hermano suyo se atrevería a insultar a su madre a menos que su esposa lo alentara a hacerlo.
En última instancia, el tío Yihad y mi padre recurrieron a la tía Wasila. Le expusieron la situación y les costó poco convencerla. Ella se ocupó del resto. El tío Wayih se marchó un día a casa, y cuando volvió a la mañana siguiente la emprendió a gritos con todo el mundo, instándolos a que trabajaran más y no desbarataran el acuerdo con los japoneses.
En vida del tío Wayih, ni un solo libanés —ni un solo árabe, por extensión— dio importancia al hecho de que hubiera un inepto de presidente de una próspera empresa familiar. Siempre que compradores o proveedores necesitaban algo, trataban el tema con el tío Yihad o con mi padre, pero los no libaneses no acababan de entenderlo. Los atónitos forasteros descubrían que escuchar al tío Wayih era perder el tiempo.
Gracias a mi padre y al tío Yihad el negocio fue de éxito en éxito. Harían falta un par de años de guerra para que la división libanesa de la compañía acusara el efecto: fue un receso temporal, pero no supuso una debacle financiera, ya que por aquel entonces la empresa tenía una rentable red de concesionarios extendida por doce países más. Sí que supuso una debacle emocional, ya que en esos días el concesionario del Líbano resultaba esencial para la propia definición de la familia.
Fue en 1977, después de la muerte del tío Yihad, cuando la empresa empezó a perder el rumbo. Su muerte los desmoralizó a todos, y para mi padre supuso un golpe devastador. Ya nunca volvió a preocuparse de verdad de la empresa. Ni él ni el tío Yihad habían preparado a nadie para que ocupara su lugar. Al fin y al cabo, en 1977 mi padre sólo tenía cuarenta y siete años. Nadie sabía hacer su trabajo, de manera que cuando los bombardeos le dieron un respiro se pasó por el despacho, pero no hizo gran cosa.
No obstante, la suerte no abandonó a la empresa. Diez días después de la boda de mi hermana, cuando Lina tomó conciencia por fin de que su vida no sería como ella había imaginado, de que lo más probable era que nunca volviera a ver a Elie, y de que tampoco es que tuviera excesivas ganas, decidió reinventarse a sí misma. Conseguiría su primer empleo. Embarazada y un poco abrumada, se presentó en el concesionario e inició el asedio. En cuestión de un par de años dirigía la empresa.
Othman oteó los vastos cielos mientras sujetaba las riendas de dos caballos.
—¿Dónde está? —preguntó a su mujer.
—Allí. —Ella señaló hacia el norte—. Lo verás en cuanto cruce por debajo de la nube blanca.
El color rojo de la paloma se hizo más intenso bajo la nube. El ave dio dos vueltas antes de posarse en la mano de Layla. Acarició a su compañera y entró en la jaula.
—Tenemos un destino —anunció Layla después de leer el mensaje que había traído la paloma—. El canalla está en Antioquía.
Tras la recepción del mensaje la pareja se cruzó con un enviado de Alepo que traía una carta para el sultán de El Cairo. El mensajero se negó a divulgar el contenido del mensaje, incluso a un emir.
—¿Hay problemas en Antioquía? —le preguntó Othman.
—¿Cómo lo sabéis? El alcalde de Alepo ruega al rey que envíe un ejército para ayudarle a combatir al rey Fartakamous de Antioquía, que mientras hablamos está asediando la ciudad de Alepo.
—Nuestro ejército no tardará en ponerse en marcha —dijo Othman a su esposa—. ¿Adónde crees que deberíamos dirigirnos: Alepo o Antioquía?
—A Antioquía. La lucha no es buen lugar para nuestro talento. Dejémosla para los guerreros.
Othman y Layla entraron en Antioquía sin problemas. La ciudad se hallaba casi desierta: sin rey, sin ejército y sin Arbusto.
—Manos a la obra —dijo Othman.
Aquella tarde, un bello joven de Shiraz visitó a la pareja. Desde la puerta hizo una reverencia ante Layla.
—Si una paloma lujuriosa manda, yo obedezco. Tengo entendido que buscáis información. Este humilde trasero amarillo se pone a vuestro servicio.
Al advertir la perplejidad de Othman, Layla explicó:
—«Trasero amarillo» es el nombre que los hombres sin escrúpulos dan a los chicos de quienes abusan por placer, un insulto que parte del uso del azafrán como lubricante. En algunas ciudades esos muchachos se están asociando en grupos y exigen ser reconocidos. —Devolvió la atención al joven—. Siéntate, siéntate. Cuéntanos qué ha pasado aquí.
El chico asintió y dijo:
—El sacerdote Arbusto intentó convencer a nuestro rey de que declarara la guerra al sultanato. Fartakamous se negó, aduciendo que el gran sultán había estado capturando a otros enemigos como un niño colecciona insectos. No albergaba el menor deseo de ser vencido.
—Sabio rey —comentó Othman.
—Pero no tan taimado como Arbusto, que se hizo amigo del hijo del rey, Kafrous, mi amo y señor. Hace unos días Arbusto acompañó a Kafrous a dar un paseo a caballo y volvió cargado con un cadáver. Declaró que un destacamento de soldados de Alepo lo había atacado. El rey ordenó al ejército que machacara Alepo mientras Arbusto acudía al rey Francisco de Sis en busca de refuerzos.
—A cambio de tu ayuda —dijo Layla—, te liberaremos cuando nuestro ejército libere Antioquía. —Con esas palabras despidió al chico—. Partamos hacia Sis.
Como era de esperar, el gran ejército de esclavos aplastó al rey Fartakamous de Antioquía y éste se unió a sus iguales —el rey Luis IX, Franyeel, Brigitte y Diafil— en las cárceles de Baybars. Baybars derribó las murallas de Antioquía. El héroe de las mil leyendas recibió otra florida carta de su amigo Othman.
La misiva empezaba así:
«Dirigid al ejército hacia Sis, y que su fortaleza se derrumbe ante vuestra magnífica llegada. El malvado y melifluo que todos conocemos convenció al rey Francisco de la mentira de que el sultanato planeaba asesinar a monarcas inocentes. El crédulo rey cerró las puertas de Sis y os declaró la guerra. Fue ése su último decreto, ya que enseguida se sintió incapaz de sustraerse al sueño. Lo hallaréis dormido a vuestra llegada, ya que su vigilia aburre a mi encantadora esposa. Sus guardias han registrado la fortaleza; parecen haber perdido al rey. Será mi diligente esposa quien os recibirá y abrirá las puertas en mi lugar. La mala noticia es que Arbusto huyó antes de que llegáramos, y por tanto me he dirigido a Trípoli. El rey Francisco y una docena de oficiales durmientes os aguardan con la respiración serena. Apresuraos, porque mi esposa arde en deseos de reunirse conmigo lo antes posible.»
Unas semanas después Layla y Harhash cabalgaban por las montañas libanesas en dirección a Trípoli. En cuanto la muralla de la ciudad asomó en la llanura, doce jinetes malcarados les bloquearon el paso.
—En general suelo matar a mis víctimas al instante y despojo a los cadáveres de sus posesiones —dijo el cabecilla—, pero nunca me había topado con una belleza desprotegida por estos caminos. Podrías convencerme de que retrasara tu muerte.
—Oh, qué tonto. —Layla sacó el látigo con incrustaciones de nácar y le golpeó a nueve pasos de distancia; el bandolero cayó hacia delante y se desplomó muerto a los pies del caballo. Ella se volvió hacia uno de los secuaces, que parecía menos atónito que el resto—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Qué? ¿Cómo me has reconocido? Voy disfrazado. Acababa de infiltrarme en la banda.
—¿Un infiltrado? —preguntó uno de los bandoleros en lo que serían sus últimas palabras, ya que Othman le asestó un golpe mortal.
Harhash meneó la cabeza, confundido.
—¿Por qué te has infiltrado en una banda de incompetentes aficionados?
—¿Aficionados? —preguntó otro malandrín, pero Layla sólo tuvo que chasquear el látigo para que éste retrocediera y huyera despavorido, seguido de sus compañeros.
—No he tenido más remedio —dijo Othman—. Arbusto no logró convencer al rey Bohemundo de Trípoli de que declarara la guerra, así que está reclutando a bandoleros para crear problemas y obligar al sultán a atacar. Esperaba llegar a cruzarme con Arbusto si me unía a ellos. Pero ¿por qué has venido con mi mujer?
—Ella necesitaba protección —dijo Harhash. Layla y Othman posaron en él sus miradas—. Vale, me aburría. Una batalla, dos batallas…, todas empiezan a parecerme iguales. Prefiero vuestra aventura. Me sentó muy mal que abandonaras El Cairo sin mí. Debería darte vergüenza. Creía que significaba algo para ti; creía que éramos amigos.
—Queríamos estar juntos —dijo Othman.
Y Layla añadió:
—Esta es nuestra luna de miel.
Anhelábamos la llegada de una tormenta de mayores proporciones, que fuera más poderosa, más destructiva, lo bastante fuerte para que obligara a los combatientes a hacer un alto en la lucha. En el invierno de 1976 la lluvia era suave, los bombardeos no. El garaje subterráneo amortiguaba el ruido de las bombas. La lucha se llevaba a cabo en otra parte de la ciudad, pero mi madre estaba lo bastante preocupada como para llevarnos al refugio. La luz que arrojaban dos lámparas de queroseno e infinitas velas dibujaba trémulas sombras en las paredes sucias. Mi madre encendió un cigarrillo.
—Me muero, Yihad, me muero de aburrimiento. —Apagó la radio con brusquedad, lo que dejó a la locutora de la BBC a media frase—. Distráeme o sufre las consecuencias.
—¿Yo? —dijo el tío Yihad—. ¿Por qué no nos cuentas una historia? Habla a tus hijos del gran amor, de cómo escogiste a su padre de entre todos tus pretendientes.
Lina se apropió del transistor y se desplazó dos sillas de plástico más allá, hasta situarse en la plaza de aparcamiento del tío Akram. Su coche debía de llevar un tiempo perdiendo aceite, porque en el suelo había una gran mancha cuya oscura forma recordaba al continente de África. Lina se sentó, sintonizó una emisora de rock en la radio y apoyó las piernas en una segunda silla. Su culo se cernía sobre Libia y Túnez, y los pies le colgaban sobre el extremo sur del cuerno.
—Me parece que Lina ya se distrae sola —dijo el tío Yihad—. ¿No te gustaría hablar a tu hijo de ti?
—Se supone que debes entretenerme —dijo mi madre—. No me falle, caballero.
—¡Qué mujer más insistente! —El tío Yihad soltó una carcajada—. Muy bien. Os contaré una historia que sucedió en mi traviesa juventud, pero no quiero que saques ideas de ella, ¿eh, Osama? Veamos, ¿por dónde empiezo? Hace mucho tiempo, antes de que yo naciera, ahí es por donde voy a empezar. —Sacó un cigarrillo y se tomó su tiempo para encenderlo; le dio dos caladas antes de iniciar su relato, y una tercera—. A principios del siglo XX hubo un bandolero druso, Yassin al-Yawahiri, que sembró el terror en las montañas. Bien, tal vez terror sea una palabra excesiva. El individuo se creía un Robin Hood druso. Robaba al Imperio otomano y a sus oficiales, y repartía parte del botín con los pueblos drusos, y éstos a cambio le proporcionaban cobijo incluso en contra de los deseos de sus gobernantes, los príncipes y sheijs de las montañas. Para los drusos este Yassin al-Yawahiri era un auténtico héroe.
—¿Al-Yawahiri? —interrumpió mi madre.
—El mismo.
—No es justo —dije—. No sé de quién habláis.
—Conoces a la familia Yawahiri —dijo mi madre—. Yihad nos contará cómo llegaron a ser amigos nuestros.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque se trata de una gran historia —dijo el tío Yihad—. Ahora deja que la cuente. Ese tal Yassin era un tipo listo, y se hizo tan popular que incluso se compuso una canción en su honor. Decía así:
Oh, Yassin; oh, Yawahiri,
el rifle que te cuelga del hombro,
se ajusta bien a ese hombro.
Antes de que parpadee el enemigo,
esos buitres extranjeros que atacan por la espalda,
vuélvete, vuélvete y dispara.
Oh, Yassin; oh, Yawahiri,
devuélvenos a nuestro héroe.
—Qué canción más tonta —dije.
—La aprendí de niño. Ya conoces a mi padre. Es probable que se sepa todas las canciones que se cantan en las montañas. Cuando contaba la historia de Yassin, yo siempre pensaba en la canción. En fin, Yassin siguió creando el caos durante muchos años; hasta que estalló la Primera Guerra Mundial y llegaron los franceses. Bueno, los franceses eran más despiadados que los otomanos. Atraparon a Yassin y lo ejecutaron.
—¿Cómo se puede capturar a un malo tan taimado como Arbusto? —preguntó Harhash.
—¿Cómo se conquista la maldad? —preguntó Layla.
—Tendámosle una trampa —dijo Othman—. Despertemos su codicia.
—Apelemos a su ego —añadió Harhash.
—Y culminemos con un toque de lujuria —concluyó Layla—. Será una mezcla irresistible. Enviémosle el mensaje de que una paloma lujuriosa ha llegado a Trípoli, atraída por su infame reputación, fascinada por su poder. Añadiremos que arde en deseos de ser su esclava y acatar sus órdenes, de satisfacer todos sus caprichos.
—Le diremos que ella le ayudará a poner al sultán de rodillas —dijo Othman—. No hay hombre que se le resista, ni siquiera el virtuoso rey Baybars.
—Es capaz de despojar a los hombres de la razón —dijo Harhash—. Puede abrir cualquier puerta.
—Acudirá sin pensárselo dos veces. Propagaré el rumor entre los ladrones de la ciudad.
—Yo me ocuparé de informar a las proveedoras de placer —dijo Layla.
—Haré lo propio con los bandoleros y los salteadores de caminos —dijo Harhash.
Y entonces Layla hizo la siguiente promesa:
—Lo dejaré seco como la paja. No volverá a pegar ojo ni de día ni de noche. Vivirá como un proscrito.
—Adelante —dijo Othman—. ¿Cuándo volveremos a reunimos los tres?
Layla aguardaba en su alcoba. Cuando oyó el golpe en la puerta, se tendió en el diván mientras Othman y Harhash se escondían detrás de las cortinas.
—Entra —exclamó Layla—. Ven a sentarte a mi lado. Te he admirado en la distancia y anhelo verte de cerca.
Arbusto entró en la estancia vestido con su mejor túnica y emanando aroma a jazmín; aunque intentaba aparentar majestuosidad, le traicionaban los nervios. Tomó asiento en un extremo del diván, junto a los pies desnudos de Layla.
—Creía que te habías arrepentido —comentó Arbusto, tirando de la mitra para asegurarse de que tapaba la oreja herida.
—Me retiré del servicio público, no del privado.
—Esa es una buena distinción en tu oficio —dijo Arbusto.
—He esperado este momento. —Layla mantenía los ojos clavados en su presa, cuya mirada se desviaba para eludirlos—. Cada vez que oía el relato de tus hazañas, la alegría me hacía estremecer. Al principio me sentí intrigada, luego encantada, luego fascinada. Las historias no paraban de llegar a mis oídos. Has cometido algunos actos terribles.
Ella le guiñó un ojo, y él se sonrojó.
—Has sido un chico malo. —Se levantó despacio del diván, asegurándose de que la luz resaltara sus curvas—. ¿Verdad?
—Sí, así es. —De los labios se le escapó una risa nerviosa.
—Y por ello debes ser castigado. Dame las manos.
Arbusto extendió las manos como un dócil muchacho. Ella las ató entre sí y luego al diván. Los ojos lujuriosos del hombre seguían todos y cada uno de sus movimientos. Entonces ella le dio la espalda, y un atónito Arbusto la oyó hablar con las cortinas.
—¿Lo preferís despierto o inconsciente?
—¿Ya está? —preguntó Harhash mientras salía de su escondite—. ¿Así de fácil es capturar al malvado Arbusto? Esperaba más movimiento, más tensión.
—Así de simple y de banal —contestó Othman—. La realidad nunca satisface nuestros deseos; precisamente para ajustar ambas cosas contamos historias.
—Bueno, así que yo tenía diez años —dijo el tío Yihad—. Sé que resulta difícil de creer, pero seguía siendo un niño bastante apocado. Beirut y el colegio me abrumaban. No era en absoluto desgraciado, pero sí un solitario. Pasaba todo el tiempo leyendo y observando el mundo. Al principio el tío Maan y su familia intentaron sacarme de mi ensimismamiento, pero no lo hacían de corazón. Al fin y al cabo, bastante tenían ya con sus propios problemas. El tío Yalal se pasaba más tiempo dentro de la cárcel que fuera de ella. En 1942 la guerra azotaba Europa y las calles de Beirut eran un hervidero. Los Arisseddine sólo tenían tiempo para ocuparse de los problemas del tío Yalal con el gobierno francés. Mi abuela pasaba largas temporadas en Beirut, pero yo apenas la veía. Ni a ella ni a ningún miembro de la familia. Sólo después de la independencia, al año siguiente, la familia recuperó algo parecido a la normalidad.
»Mi florecimiento empezó un día en que estaba debajo del roble Carlomagno e intentaba comprender el funcionamiento de un yoyó mientras cantaba para mis adentros la canción de Yassin al-Yawahiri. Un niño me preguntó cuándo había aprendido aquella canción y le dije que la sabía desde que nací. Alardeé de estar al tanto de todo lo que había que saber sobre ese hombre.
—¿Ese niño era Nasser al-Yawahiri? —preguntó mi madre.
—El mismo que viste y calza. Nasser fue a pasar el fin de semana a su casa, y el lunes una nube de Yawahiris descendió sobre el colegio. Eran alrededor de un centenar, hombres y mujeres, ancianos y niños, religiosos y seglares: todos de la misma familia. Fue una gran conmoción, y me sorprendió descubrir que habían ido hasta allí para hablar conmigo. Me llevaron a una sala y me interrogaron. Me preguntaron si era druso y se alegraron mucho al enterarse de que mi madre era una Arisseddine. Me hicieron preguntas sobre Yassin al-Yawahiri, y las contesté. Mi padre me había contado la historia, de manera que sabía bastantes cosas; vi la cara de sorpresa que ponían al oír mis respuestas.
—Dime que no lo hiciste —dijo mi madre.
—Yo era inocente como un corderito. Lo juro. Además, tardé un buen rato en comprender lo que pasaba. No lo entendía, así que no puedes culparme por cómo empezó todo. Me limité a responder a sus preguntas y a gozar de la atención que me prestaban. Sabía que ésta aumentaba con cada respuesta correcta.
—Oh, Yihad —exclamó mi madre—. Menudo pillo estabas hecho.
—¿Qué pasó? —pregunté—. Sigue.
—Los Yawahiri llegaron a la conclusión de que tu tío era la reencarnación de Yassin al-Yawahiri —explicó mi madre—. La familia había ido a investigar, y Yihad se portó muy mal.
—Y tu madre es una juez muy severa —intervino el tío Yihad—. No habían venido a investigar sino a confirmar. De haberse tratado de una investigación no habrían venido tantos. Querían conocer al gran Yassin. Yo me limité a contestar todas sus preguntas.
—Podrías haberles dicho de dónde habías sacado la información —dijo mi madre.
—No lo preguntaron. Ni una sola vez preguntaron cómo sabía todo eso. Se lo creyeron.
—¿Cómo se les iba a ocurrir? ¿Qué iban a pensar? ¿Que tu padre era un hakawati chiflado que se sabía al dedillo todas las historias jamás contadas y te las había repetido hasta la saciedad?
—Lo dicho: eres una mujer severa. Severa y despiadada. No hice nada malo. Me sentía solo. Cuando me dijeron que yo era Yassin al-Yawahiri me puse la mar de contento. Fueron presentándose uno a uno. «Soy fulano de tal, tu sobrino, pero claro ahora soy mucho mayor que cuando te fuiste.» ¿Qué esperabas que hiciera? Me había convertido en el foco de atención. Las historias reverberaban a mi alrededor. Es más, me convertí en lo que siempre había soñado: un héroe a quien la gente admiraba. Y eso sin haber tenido que mostrar ni una pizca de coraje. En un instante me había ganado una nueva historia, una nueva familia, una nueva identidad, y regalos…, muchos regalos. Nada caro: cosas bonitas como chalecos hechos a mano y gorras, montones y montones de comida. Me invitaban a comer a sus casas. Ya no tuve que volver a probar la comida del colegio. Enviaban pasteles para desayunar, pastas sabrosas. Me hicieron un hueco en sus corazones.
—Y tú les hiciste un hueco en el estómago —dijo mi madre mientras el tío Yihad daba una palmada a su gran barriga—. Deduzco que no abusaste hasta el extremo de su amabilidad dado que conservas la amistad con Nasser.
—¿Abusar? Cariño, fui la alegría de sus vidas. Nasser se convirtió en un buen amigo. Los Yawahiri me querían. Como he dicho, nuestra familia andaba ocupada. Nadie prestaba mucha atención a mis idas y venidas a pesar de mi corta edad. Las cosas siguieron así durante algo más de un año, hasta el día en que el tío Maan descubrió el pastel. Se puso furioso. Se vistió con su mejor traje y su fez, y me llevó a casa de los Yawahiri a que me disculpara por mi mala conducta. Tuve que sentarme y aparentar arrepentimiento, con la cabeza gacha, mientras todos me miraban. El tío Maan se explayó sobre lo desvergonzado que era yo. Les dijo que yo no era Yassin y que no había forma de que lo fuera. Explicó que yo había nacido muchos años después de que Yassin muriera: la reencarnación es un proceso instantáneo. Si hallaban un atisbo de perdón en sus corazones, él se aseguraría de que no volviera a molestarlos. Yo no era un mal chico. Venía de una buena familia. Lo que pasaba era que no tenía más conocimiento. En realidad afirmó que yo era su sobrino favorito, y que todo esto era culpa suya: había estado muy ocupado y había desatendido mi educación. Fue la madre de Nasser la que me salvó. Dijo que, a pesar de que yo no fuera Yassin al-Yawahiri, me había cobrado cariño y por tanto sería bien recibido en su casa a cualquier hora. Las aguas se calmaron un poco, y dos semanas después Nasser me invitó en nombre de su madre a un almuerzo en honor de un sobrino que acababa de prometerse. No pude negarme. Al fin y al cabo ella era una cocinera estupenda. Durante el almuerzo me sentí incómodo, al igual que la mayoría de los Yawahiri. A pesar de que se trataba de una celebración, el ambiente era más bien fúnebre. Eché de menos lo que teníamos antes. Aunque me encontraba rodeado de Yawahiris, los echaba de menos. Añoraba cómo me había sentido entre ellos, lo especial que me hacían sentir. No sabía cómo mejorar las cosas, ni qué decir. La madre de Nasser sirvió el cordero, y la mesa se sumió en un extraño silencio. La gente hablaba, sí, pero en murmullos. Cuando la madre de Nasser, que Dios la bendiga, servía el postre, me acarició la cabeza y me dijo que no me disgustara demasiado con el tío Maan. Dijo que era un gran hombre, aunque a veces podía mostrarse un poco rígido. Y entonces sí que fui malo.
Mi madre dio un respingo y sus labios esbozaron una amplia sonrisa.
—No. ¿Fuiste capaz?
—Me temo que sí.
—¿Qué? —exigí.
—Los al-Yawahiri eran una familia común, sin títulos —explicó mi madre—. Maan Arisseddine era un sheij.
—Quise contentarlos a todos. Dije a la madre de Nasser que el tío Maan era un gran hombre, honesto y honorable. Tal y como ella había dicho, también era una persona de rígidos principios, sobre todo en lo referente a la posición social de su familia y a sus obligaciones.
—No lo dejaste ahí —dijo mi madre—. Eso habría sido demasiado sutil.
—No. Añadí que le había oído decir que un sheij debía conservar su posición en la sociedad a toda costa, que el buen nombre es lo único que tiene una persona. No lo inventé: juro que lo repetía a menudo. Sólo me aseguré de mencionarlo en el momento propicio. La madre de Nasser se puso tiesa. Se le iluminó la cara. Gritó a toda la sala: «Claro. Eso tiene sentido. El sheij nunca querría admitir que su sobrino es la reencarnación de un ser común. El hecho de que el padre del chico no sea sheij todavía le haría insistir más en que su sobrino no tiene nada que ver con nosotros». Un disonante júbilo se apoderó de la familia. Incluso el primo de Nasser, el futuro novio, se levantó y gritó: «Sabía que eras uno de los nuestros. Siempre lo he sabido. El corazón no me miente». El entusiasmo embargó a los presentes: todos se pusieron a cantar, todos estaban contentos.
El cigarrillo que el tío Yihad tenía en la mano era más ceniza que filtro. Lo tiró al suelo y lo pisó. Había estado alfombrando el suelo de colillas. Encendió otro, lo que marcaba el final de la historia.
—¿Cuánto duró la nueva mentira? —preguntó mi madre.
—Me temo que bastante.
—¿Nunca se lo dijiste?
—No, no hizo falta. Después de esa comida volví a ser de la familia durante un par de años. Luego me puse a trabajar y también empecé a tomarme en serio los estudios. Ya no los veía tanto, me alejé; la relación cambió y pasamos a ser amigos. Nuestras familias eran íntimas. Lo sabes bien. Diablos, nos acompañaron a recogerte a tu casa el día de tu boda. Llevamos tanto tiempo juntos que creo que ya nadie se acuerda de quién era Yassin, y mucho menos de que se suponía que yo era su reencarnación. Les debemos mucho, y hemos intentado saldar nuestra deuda.
Miré a mi madre, ella notó mi confusión.
—Más de la mitad de la plantilla de la empresa está formada por Yawahiris —explicó ella—. Siempre que un Yawahiri necesitaba un empleo, tu padre le buscaba un puesto. Ahora sabemos por qué. Yo creía que se debía al hecho de que fueran amigos de la familia.
—Es algo más que eso —dijo el tío Yihad—. La verdad es que preferimos no comentarlo. Como no teníamos dinero para iniciar el negocio tuvimos que pedirlo. Nos ayudó mucha gente. Bastantes, pero no precisamente aquellos de quien uno lo habría esperado.
—Lo sé —dijo mi madre—. Farid los llama el ejército de ángeles.
—Sí, yo también. —Se rio y suspiró—. Los Yawahiri formaron parte del ejército de ángeles. No tenían mucho dinero, pero tuve que pedírselo. Estaba desesperado. Si no hubiéramos reunido el dinero, Farid se habría matado. Recurrí a ellos, y me prestaron el dinero que tenían ahorrado. Entonces no lo supe, pero la madre de Nasser empeñó sus joyas para obtener el dinero. Yo era de la familia. Creían en mí. Se lo devolvimos, por supuesto. Reembolsamos con creces todo lo que nos prestaron. Si ese bufón encantador de Nasser bajara ahora mismo por esa escalera y dijera que necesitaba un corazón, me arrancaría el mío del pecho y se lo daría.
Las cárceles de El Cairo estaban repletas de reyes cruzados, y las ciudades tomadas por los cruzados fueron devueltas a sus gentes. El gran Baybars había liberado el territorio.
Las reinas consortes de los reyes capturados suplicaron al rey Flavio de Roma que intercediera en favor de sus maridos. El rey Flavio envió un emisario al palacio de Baybars ofreciéndole dos cofres llenos de tesoros por cada uno de los reyes liberados. También solicitaba la liberación de Arbusto.
—No —dijo Baybars—. Accedo a poner en libertad a los reyes, ya que por sus venas corre sangre azul y fueron llevados a la traición mediante engaños. Pero Arbusto es el padre de las mentiras. Le salen de forma espontánea. No le dejaré marchar.
—Su majestad —dijo el emisario de Roma—, el rey Flavio liberará de buen grado a seis mil esclavos musulmanes si en vuestro corazón halláis el perdón para ese sacerdote.
Y Baybars buscó en su corazón y aceptó la propuesta.
Aquella noche Layla preguntó a su marido:
—¿Arbusto liberado? ¿Qué clase de intercambio es ése? ¿Acaso la vida de un europeo equivale a las de seis mil compatriotas nuestros?
—¿No se cansarán nunca? —dijo mi madre. Los bombardeos no habían cesado, y ya nos estábamos hartando—. Esta noche infernal es interminable. Haz que pase, Yihad. Haz que termine ya o para esas bombas. Te dejo elegir.
—¿Os apetece jugar a las cartas? —propuso el tío Yihad.
—No. Cuéntame otra historia. Distráeme de nuevo.
El tío Yihad se volvió hacia mí y me guiñó un ojo.
—¿Por qué no nos cuentas una historia, Osama? Ya es hora de que contribuyas a nuestra distracción.
—Las tuyas son mucho mejores —protesté—, y te lo ha pedido a ti.
Mi madre se irguió.
—Me encantaría oír una historia, Osama. De verdad, cariño, cualquier historia sirve. Cualquier cosa es mejor que este aburrimiento.
—Puedo contar la historia de Baybars —dije—. Era una de las favoritas del abuelo.
—¿Baybars? —Mi madre se volvió hacia el tío Yihad—. ¿El mameluco? ¿Existe alguna historia sobre él que yo no conozco?
—Esa historia es un clásico —dijo el tío Yihad—. Una de las típicas.
—¿Por qué?
El tío Yihad se rio y contesté yo:
—Porque es un héroe.
—En realidad ésa es una buena pregunta, Osama —dijo el tío Yihad. Respiró hondo, buscó un cigarrillo en los bolsillos, lo que significaba que era él quien contaría una historia y no yo—. Me río porque tu madre posee la capacidad de ir al quid de la cuestión. Presumo que sabe de quién hablamos.
—Claro que lo sé.
—Lo que pregunta es por qué existe una historia sobre él. Verás, la historia de la historia de Baybars es en cierto sentido más interesante. Escucha. En contra de lo que cree mi padre y la mayoría de la gente, el único hecho cierto de toda esa historia, en todas sus versiones, es que ese hombre existió. Todo lo demás ha sido distorsionado en gran medida. Al-Malik al-Zahir Rulen al-Din Baybars al-Bunduq-dari al-Salihi debe su fama a su talento para las relaciones públicas, sin el cual su reinado habría quedado reducido a una nota a pie de página en los libros de historia.
—Espera —dije—. En Ain Yalut, él…
—Escucha y aprende, Osama —me interrumpió mi tío—. Aunque es cierto que Baybars derrotó a los mongoles y a los cruzados, en realidad la victoria fue de los mamelucos. Y él no fue su mejor general ni de lejos. Sus victorias sobre los cruzados, como Saladino, fueron temporales, ya que siempre que la fiebre se extendía por Europa, los reyes y papas se ponían nerviosos y convocaban otra cruzada. Hubo muchísimas. Debes saber que cuando los caballeros de la primera cruzada arribaron a nuestras costas, masacraron a toda la población de Beirut sin la menor compasión antes de dirigirse a Jerusalén: todos los habitantes de Beirut sin excepción fueron asesinados. Y después de la Gran Guerra, en 1918, cuando los franceses llegaron con su enorme flota de navíos de guerra, el primer gobernador, el general Henri Gouraud, proclamó al llegar a Beirut: «Saladino, hemos vuelto». Créeme: Baybars no derrotó a los cruzados. Ni él ni nadie. Pero además ni siquiera fue un rey decente. Sus súbditos lo despreciaban por ser un despiadado y mordaz megalómano que llegó al poder a través de la traición y el crimen. Unos cuantos sultanes siguieron a su mentor, al-Saleh, pero sus reinados finalizaron antes de tiempo cuando el ambicioso esclavo los mató. Asesinó a dos abiertamente, a Touran Sha y a Qutuz; la muerte de Qutuz fue lo que posibilitó que Baybars alcanzara el poder, ya que se empeñó en aplicar una antigua ley turca que establecía que aquel que mataba al rey merecía ocupar su trono. También se le despreciaba porque nació con los ojos azules y desarrolló cataratas en uno de ellos. Un ojo azul y otro blanco significaba mal de ojo.
—¿Entonces no fue un héroe?
—Lo fue en cierto sentido —prosiguió el tío Yihad. Se rio al verme la cara—. No estés tan decepcionado. Fue sin duda un héroe del marketing. Baybars consolidó su poder y creó un culto a su personalidad pagando, sobornando y obligando a un ejército entero de hakawatis a que divulgaran cuentos sobre su valor y su piedad. A día de hoy pocos pueden distinguir los relatos históricos de los cuentos de los hakawatis. Fue el precursor de todos los presidentes árabes que tenemos ahora. —Extendió la mano y me cogió de la barbilla; la subió hasta cerrarme la boca—. Aquí tienes un dato curioso: en casi todas las versiones que sobreviven de esa historia, el protagonista ya no es Baybars. Verás, el público de los hakawatis se compone de gente del pueblo, incapaz de identificarse de verdad con un héroe de la realeza, casi infalible, así que desde el principio los hakawatis empezaron a introducir a otros personajes con los que el público pudiera sintonizar. La historia, incluso durante su reinado, nunca trató de Baybars sino de aquellos que le rodearon. La historia del rey es la historia del pueblo, pero por desgracia ni los reyes actuales han aprendido esa lección.
En 1982, un par de meses después de que los infernales israelíes volaran el concesionario de coches durante un bombardeo aéreo, y después de que hubiera terminado su asedio a Beirut, volví a casa a pasar la Navidad. La ciudad estaba inmersa en la guerra civil y ocupada por tropas israelíes, pero eso no impidió a mi madre pedirme que me llevara a la pequeña Salwa, de cuatro años, a dar un paseo mientras ella se hacía la manicura y la pedicura. Una semana de tranquilidad había infundido valor a los ciudadanos, pero no a mí. Si eso era debido a que el valor nunca fue mi punto fuerte o a que ya no era ciudadano de Beirut, no sabría decirlo. Unos meses antes los israelíes habían bombardeado la ciudad sin tregua. Unos meses antes de eso los sirios habían asesinado al presidente del Líbano. Y unos meses antes de esto último las milicias habían masacrado a miles de palestinos que vivían en los campos de refugiados. Hoy, mi madre quería hacerse la manicura.
—Al menos la OLP se ha ido —dijo ella—. En principio estamos más seguros.
No es que mi madre fuera la única loca. Los libaneses aprovechaban cualquier alto al fuego. Mientras empujaba el carrito de Salwa, las bocinas de los coches metían un ruido ensordecedor. Los jeeps militares se abrían paso estrepitosamente entre los turismos. La Corniche estaba abarrotada de paseantes.
Me paré delante del edificio donde a mi madre le hacían las uñas. Debía de estar en algún lugar de la segunda planta. La manicura solía hacerle las uñas a domicilio, pero aquel día mi madre quería una excusa para salir. Me planteé la posibilidad de empujar el carrito por el bulevar hasta la Corniche, pero me sentía paralizado. La gente que disfrutaba del paseo no me inspiraba la menor confianza. Me consideraba más a salvo si no me alejaba del edificio, y a mi sobrinita dormida no parecía importarle.
En medio de mi ataque de pánico pasivo, oí un silbido que procedía del muro verde, medio derruido por la guerra, que separaba el inmueble del edificio contiguo.
—Eh, eh.
Me dispuse a alejarme despacio, tirando del cochecito. La sangre me circulaba tan deprisa que estuve a punto de desmayarme. A mis veintiún años era demasiado joven para morir.
—Aquí —dijo la voz desde detrás de la pared, en un tono bajo y perentorio.
No sabía quién era más idiota: si el hombre escondido que esperaba que alguien respondiera a su llamada, o yo por no entrar corriendo en el edificio profiriendo gritos de terror.
—Osama —gritó el hombre. Una cara barbuda asomó desde detrás de la pared—. Soy yo, Elie.
Apenas reconocí a mi cuñado, aunque conservaba los mismos rasgos, la misma nariz, la misma boca y la misma frente. No era la barba, o la delgadez, lo que le volvía irreconocible e inquietante. Eran los ojos, que despedían el brillo de la locura. El rasgo más distintivo de Elie había sido su aplomo, pero de eso ahora no quedaba ni rastro.
—Eh, te veo cambiado. —Di otro paso atrás—. No puedo quedarme porque tengo que llevar a Salwa adentro.
—No, espera —suplicó. No se movió de detrás de la pared. Sólo se veía la cabeza, ladeada, de pelo mal cortado—. Tampoco yo puedo quedarme. Hay demasiados traidores por aquí…, pero quiero hablar contigo. Te vi desde dos casas de distancia y me escondí aquí; es demasiado peligroso. Tenemos que encontrarnos en un lugar seguro.
—¿Un lugar seguro?
—Donde nadie me mate. Reúnete conmigo en Trader Vic’s esta noche a las ocho. Tengo muchas cosas que contarte. No me dejes plantado, te lo ruego. Prométemelo.
Retiró la cabeza sin esperar a que yo accediera. Miré a mi alrededor, me pregunté por qué el aire no parecía distinto, por qué no había quedado prueba alguna de que Elie hubiera estado allí. En el cochecito Salwa se movió. La miré, pero seguía durmiendo. Elie ni siquiera había preguntado quién era.
La densa película de humo dispersaba al azar la tenue luz del local. Elie estaba sentado en un taburete junto a la barra y parecía a punto de pagar para marcharse. El camarero, un tipo calvo y musculoso vestido con una camisa de poliéster de vivos colores, se inclinó sobre la barra y susurró algo al oído de Elie. Cuando el camarero apartó la cabeza, noté que tampoco es que fuera un ejemplo de sobriedad. La sala gruñía y sudaba, enfebrecida. Me estremecí. El camarero se percató de mi presencia y enarcó las cejas. Me senté al lado de Elie y pedí una cerveza.
Elie se percató de mi existencia cuando el camarero colocó la botella delante de mí.
—Mi madre ya no me habla —dijo.
Exhaló una draconiana bocanada de humo. Parpadeé para evitar el escozor de ojos y di un sorbo a la cerveza.
—¿Cómo te va? —pregunté.
—Mi madre no me habla —repitió—. He intentado ponerme en contacto con ella, pero ni siquiera me abre la puerta. Podrían matarme en cualquier momento y le importa un comino.
Me sentí como si estuviera atrapado en una portentosa película de Godard.
—Cuéntale por qué —dijo el camarero mientras secaba vasos con un trapo apestoso. Parecía un luchador en plena flexión de brazos antes de un combate.
—Le tiré un cenicero.
—Y ahora le sorprende que no le dirija la palabra —apostilló el camarero.
—Pero no le di, ¿verdad? Arrojé el cenicero de vidrio contra la puerta para que se moviera. No quería dejarme marchar. Hablaba y hablaba, y al final se plantó delante de la puerta, como si eso pudiera detenerme. Ella no es quién para decirme lo que debo hacer.
No era una película de Godard, era una americana de serie B. De hecho un pesado Don Ho cantaba de fondo.
—Primero dices que no es quién para darte órdenes —dijo el camarero— y ahora te quejas de que no te habla. No se puede tener todo, tío.
—Eh —gritó Elie—, ¿de qué lado estás?
—Del de tu madre. Siempre estoy del lado de una madre. Te educó para que te portaras mejor de lo que te portas. Y sabes que haría cualquier cosa por ti. Díselo. —El camarero movió la cabeza en dirección a mí y sacudió el trapo delante de Elie, que se dio la vuelta y casi se cayó del taburete.
El camarero suspiró y decidió contarme él la historia. Cuando los israelíes asediaban Beirut, los palestinos y las milicias izquierdistas libanesas se aliaron para el ataque definitivo. Los barcos de guerra bombardeaban la ciudad por el oeste; tanques y lanzacohetes situados en la montañas hacían lo propio por el este, el norte y el sur, y los aviones abrían fuego por el aire. Elie no volvió a casa durante dos semanas; se quedó en el bunker y cuando podía dormía en la playa, donde lanzaba absurdas granadas contra los barcos de guerra israelíes. Durante esas dos semanas, su madre, la mujer del portero, se preocupó hasta el punto de clavarse agujas en los brazos para evitar pensar en su hijo. Por fin, pasada la medianoche, y pese a los fuertes bombardeos, salió de su casa y caminó los tres kilómetros que la separaban del bunker. Su hijo dormía en una esterilla de rafia, descalzo pero completamente vestido bajo una sola manta.
Cuando él abrió los ojos, vio a su madre enfrente.
—Sólo quería asegurarme de que estabas bien —dijo ella, antes de darse la vuelta, dispuesta a volver a casa.
La mirada de Elie estaba clavada en la etiqueta de la botella de cerveza, de la que arrancaba pequeñas tiras de manera sistemática.
—Son los cristianos —dijo de repente—. Nos han traicionado a todos.
Deseé que me mirara mientras estaba hablando conmigo, pero, la verdad, quizás era mejor que no lo hiciera.
—Pero si eres cristiano —dije.
—Me refiero a los maronitas. No finjas que no te enteras.
—Elie. Mi madre es maronita.
—No hablo de todos, sólo de la mayoría. No puedes negarlo. Nos van a matar a todos. Si no nos disparan, nos cortarán el pescuezo. Si no nos cortan el pescuezo, nos envenenarán. Si no nos envenenan, nos atropellarán con sus Range Rovers uno por uno, nos partirán los huesos y nos dejarán en la calle para que nos desangremos.
—Elie… Mi hermana, tu mujer, es maronita.
—¡No! Me da igual lo que piense ella. No lo es. Ha salido a tu padre, no a la loca de tu madre. No se puede elegir. Y recibió el bautismo ortodoxo para casarse, así que no me engaña. Ahora sé más cosas, ya entonces sabía más cosas. Yo controlo. ¿Te he dicho que mi madre no me habla? ¿Tu madre podría hablar con ella?
—Elie —repetí su nombre a ver si eso lo tranquilizaba—. ¿Has dormido bien?
—Qué pregunta más estúpida. Hace años que no duermo una noche entera. ¿Crees que es fácil? Tú escapaste. Huiste. El resto no hemos podido. No somos como tu familia. Si las cosas se ponen feas os vais a las montañas…, o mejor aún, os vais a París. Os destrozan la casa y os compráis otra. O dos. Yo lo único que puedo hacer es matar, matar, matar.
Apuré el resto de la Heineken de un solo trago.
—¿Has atropellado a alguien con un Range Rover estos días?
—Atropellé a dos, pasé sobre ellos dos veces, pero ojalá tuviera un Range Rover: así estarían muertos en lugar de en el hospital. Si tuviera un trasto de cuatro ruedas otro gallo cantaría.
Bajé del taburete dispuesto a marcharme, pero Elie me agarró del brazo.
—Espera —dijo—, tengo una buena historia para ti. —Se lanzó a contarla sin darme ocasión de que le interrumpiera—. No estábamos preparados. Al principio pensamos que sí. Solíamos usarlo de amenaza: los israelíes nos invadirán, los israelíes nos invadirán, pero no nos lo creíamos. También pensábamos que, si se les ocurría hacerlo, los sirios se interpondrían en su camino. Al fin y al cabo, para eso estaban aquí. Pero en cuanto empezó la invasión, los sirios pusieron pies en polvorosa y se escondieron como perros. La lucha quedó para nosotros y los palestinos. La gloria de la izquierda. Por Trotski, el Che y todo eso. Mis hombres terminaron en la playa, intentando detener el desembarco de tropas israelíes. Éramos tan pocos comparados con ellos. Tuvimos que hacer guardias de seis horas. Tener que mantenerse al cien por cien durante una guardia de seis horas es mortal. —Aparté el brazo y le entró el pánico—. Espera, espera, estoy a punto de llegar a la parte más extraña de la historia. Un día, cuando llevábamos un mes así y estábamos agotados e histéricos, terminé mi turno al mediodía; iba a ducharme y a obligarme a dormir un poco cuando apareció un jeep lleno de oficiales palestinos. Un amigo mío me dijo que subiera al jeep. Intenté decirle que quería ducharme y dormir, pero no se lo tragó. Iban a ver una película, y yo tenía que ir con ellos. Una película.
»Bueno, el único cine que seguía en funcionamiento, gracias a unos generadores, es el Pavilion, que sólo echaba pelis porno. Mi amigo incluso me pagó la entrada. Entramos, y la sala estaba hasta los topes de tipos armados con rifles y ametralladoras. Los que estaban sentados tenían las armas apoyadas contra el asiento de enfrente, y había quizá cien tipos de pie con las armas recostadas contra la pared. En aquella sala debía de haber al menos seiscientos soldados, todos totalmente absortos en las cuatro parejas que follaban alrededor de una piscina de Beverly Hills. Todos, y quiero decir todos, llevaban los pantalones desabrochados y tenían la polla al aire; se la meneaban frente a aquel sueño americano que aparecía en la pantalla.
Cerré los ojos y negué con la cabeza.
—Necesito dinero —dijo Elie.
—Me lo figuraba —dije, pero no me escuchaba.
—Quiero largarme de aquí. Quiero tener una familia, hijos. Ya me entiendes, una vida normal. No puedo hacerlo en Beirut, así que tengo que marcharme. Tal vez al Golfo, a Brasil, a Suecia…, a algún lugar bonito. Necesito dinero. ¿Puedes prestármelo? Pídeselo a tu padre. Dile que es por los viejos tiempos.
—¿Por los viejos tiempos?
—Sí —dijo—. Siempre le he tenido mucho respeto.
—No serviría de nada. Tendría que pedírselo a Lina. Ella está al cargo ahora.
—Oh.
—Ella dirige la empresa.
—Oh.
—¿Quieres que se lo pida?
—No. No me parece buena idea, la verdad es que no. No estoy loco.
Cuando mi hermana empezó a trabajar, el concesionario se había trasladado a barrios más seguros; y digo más seguros, no seguros del todo. El peligro que acechaba no era físico. La empresa era apolítica, e incluso las milicias necesitaban coches de vez en cuando. La inseguridad radicaba en que la empresa seguía dando beneficios, quizá no tan elevados como antes de la guerra, pero suficientes para tentar a unos cuantos mafiosos sin escrúpulos, también conocidos como dirigentes políticos de Líbano. Durante un tiempo hubo que abonar una cantidad de dinero a varios peces gordos por cada coche que se vendía. Durante uno de los numerosos momentos álgidos de la guerra, el bey entró en las oficinas de la empresa y ofreció protección. A cambio compraría acciones por valor del 20% de los beneficios netos. Desde luego la suma que podía abonar por su parte no se acercaba ni de lejos a su valor real. ¿Qué se le iba a hacer, con la precaria situación que atravesaba el país debido a la guerra? El bey pasó a ser socio del concesionario libanés. Si mi padre aún se hubiera preocupado de su empresa, ese simple hecho habría servido para llevarlo a la tumba. Por desgracia para el bey, la suya no resultó una sabia inversión. Cuando el bey actual sucedió a su padre, se convirtió en el principal accionista de una empresa que hacía tiempo que había dejado de ser la gallina de los huevos de oro. Su familia había invertido una fortuna en la empresa, y la nuestra la había vendido hacía tiempo. Un mal trato.
A mi hermana se le daban bien los negocios, pero su auténtico talento radicaba en su comprensión del hambre humana. Todos los miembros de la familia se habían enriquecido, lo que significaba que no quedaba nadie con ganas de seguir llevando el negocio como se debía. Muy despacio, empezó a cancelar inversiones, a romper tratos con concesionarios y venderlos. Vendió el último, el que teníamos en Kuwait, cuatro meses antes de la invasión de Irak. Había muchas razones para vender la empresa poco a poco. Mi hermana intuyó, y no se equivocaba, que otros emularían el acuerdo al que se había llegado con Nissan y Toyota, lo que provocaría una saturación en el mercado. Lo que había sido una mina de oro en la época de mi padre, era plata en la suya. Y se hartó de tener que estar pagando a gente a todas horas para poder llevar a cabo su trabajo. En esencia tenía que sobornar a socios para que le dejaran ganar un dinero que luego iba a parar a sus mismas arcas. No era sólo el bey. El bey era peccata minuta. En cada país la empresa tenía que contar con un socio local que lo único que hacía era hincharse los bolsillos.
—Mira —dijo ella una vez—, no tengo nada en contra del soborno, pero llega un momento en que hay que decir basta. Decidí que cuando cumpliera cuarenta años quería mirarme al espejo y no sentirme ni culpable ni arrepentida de la vida que había llevado. Sé que suena bobo, pero tenía la sensación de que dirigir la empresa me embrutecía el alma. Esperé al momento adecuado y fui encontrando compradores para cada división. El día en que cumplí los cuarenta, llevaba años libre y fui al espejo a comprobar el efecto. ¿Sabes una cosa? Ojalá hubiera visto algo de culpa o de remordimiento. Eso me habría distraído. El día de mi cuarenta cumpleaños, al mirarme al espejo, lo único que vi fueron estas malditas arrugas.