Capítulo 8
Y todos creían en el destino. ¿Pensáis acaso que la abuela se habría casado con el abuelo de no haber sido por el destino? ¿No os preguntáis cómo la conquistó?
Estaba predestinado. El cuento ya estaba contado. Todo había sido escrito.
La vio por vez primera a finales de la Gran Guerra, en 1918, durante las plagas, los tiempos de vacas flacas, cuando la infantiloide ocupación francesa reemplazó a la malvada otomana. Mi abuela se dirigía al colegio acompañada de una prima. Nayla llevaba un mandeel, pero éste no le ocultaba el semblante. Lo llevaba echado sobre los delicados hombros. En esa época se hablaba mucho de los velos, transparentes u opacos, y de si las mujeres debían o no llevarlos, pero no creo que en su caso fuera una declaración de principios. A ella le gustaba enseñar la cara, su exuberante melena, y el abuelo tuvo la suerte de verla. Se quedó embelesado. Ella apenas tenía catorce años. Él, dieciocho; había visto a chicas guapas con anterioridad, pero ésta era elegante además de bella. Se preguntó cómo podía llamar su atención y se dijo: el inglés. Ella se dirigía a la escuela de misioneros del pueblo. Él le dijo, y en inglés, no os lo perdáis:
—Hola, hermosa princesa.
Ella se rio y dijo que era una sultana, no una princesa, y que un chico tan caradura como él debería haberlo sabido. Le dejó mudo de la sorpresa en el empinado sendero. Ella había dicho cheeky caradura en inglés, y él no tenía ni idea de lo que significaba. No sabía a quién preguntar. Gracias a su padre, el doctor, hablaba un poco de inglés, pero gracias a la esposa de éste no era capaz de leer ese maldito idioma. Se planteó la posibilidad de preguntárselo al bey, pero el abuelo no podía arriesgarse a que éste se sintiera avergonzado por no saberlo. Tenía que encontrar a un inglés.
Había dos por allí intentando convertir al pueblo. El abuelo rondó por la escuela de la misión durante un par de horas antes de ver salir a un forastero. El abuelo era educado, pero insistente.
—Disculpe, señor —le dijo una y otra vez, pero el hombre no le hizo el menor caso: los ingleses nunca escuchaban.
Por fin le gritó y el misionero se paró. El abuelo le preguntó el significado de la palabra y el misionero lo echó de allí sin contemplaciones.
A la mañana siguiente se dispuso a esperar a Nayla; se sentó en un poyo de la calle porque no quería perder la dignidad. Cuando apareció la chica, él le confesó, en dialecto druso libanés:
—No sé qué significa cheeky. Creo que mi inglés no es muy bueno.
La prima de la abuela no paraba de tirar de la manga, urgiéndola a seguir andando. Pero mi abuela replicó, con la cabeza gacha:
—Yo tampoco lo hablo bien. No sé qué significa esa palabra. La semana pasada nos contaron un cuento sobre el problema de los chicos cheeky que interpelaban a las chicas guapas en las calles de Londres.
Y entonces supo que ella era la mujer de su vida.
Pensaréis que no había forma. Estoy seguro de que diréis: muy bien, este hombre era el hakawati del bey, éste le apreciaba mucho, pero no tenía familia. Sus orígenes eran turbios. La gente sabía que había nacido en algún pueblo del Matn, pero nadie había oído hablar de los Jarrat. El descubrimiento de que los Jarrat no existían no se produjo hasta mucho más tarde. ¿Cómo consiguió el abuelo casarse con una hermosa chica drusa? ¿Una sheija, nada menos? ¿Por qué una familia respetable iba a consentir ese matrimonio?
Bien, la abuela no era tan mona como aparentaba. Su familia también tenía sus cosas.
Sabéis que el padre de mi abuelo paterno era un médico inglés, un misionero, y su madre una criada albanesa. Pues por parte de los abuelos maternos de mi padre la historia es como una copia al carbón: mi bisabuelo por parte de madre era un médico druso sobre quien corría la voz de que se había convertido en misionero inglés, y mi bisabuela era su criada albanesa. Sí, os lo juro.
Sentaos. Entre ambas historias hay diferencias, y eso es precisamente lo que conforma una buena historia.
Tres días después de mi llegada, a las cinco de la madrugada, recibí la temida llamada. Lina me informó de que mi padre estaba en estado crítico y que debía salir pitando hacia el hospital. La llamada me afectó y me puso nervioso, pero no me sorprendió. Mi padre había ido empeorando. Sin embargo, cuando descolgué aquel teléfono que sonaba en plena noche, la cama de repente se me hizo demasiado grande.
Mi hermana y su hija estaban en la puerta, llorando, con los brazos entrelazados. Una multitud de médicos, internos y enfermeras se cernían sobre la cama de mi padre. Parecían gaviotas revoloteando en busca de comida. Asomé la cabeza a ver si podía averiguar algo, pero una gaviota cerró la puerta. Mi hermana dio un respingo. Uno de los deslucidos fluorescentes del hospital tuvo un ataque de hipo. Salwa me propinó un codazo amable y señaló la camilla que había al final del pasillo. Acompañé a mi hermana hasta ella y la hice sentar. Lina contemplaba un punto imaginario de la pared de enfrente. Yo notaba los pies inquietos, como si el suelo fuera blando. Y sin embargo no podía moverme del lugar que ocupaba, apoyado en la camilla. Tenía que permanecer inmóvil, como si mi alma pudiera marearse.
—Creen que los pulmones le han fallado. —Lina no hablaba conmigo. Miraba hacia delante, y se expresaba en voz baja, como si se confesara. Su sacerdote, yo, tampoco la miré—. Le ha costado mucho respirar durante toda la noche. —Suspiró—. Cada vez era peor, hasta que al final ya no le entraba aire. Se le veía tan asustado. En este momento debe de estar aterrado.
Los gemidos de un paciente ingresado dos puertas más allá marcaban el paso del tiempo. Resultaban extrañamente reconfortantes; imaginé que su ritmo lento tal vez sosegara a los frenéticos doctores que había al otro lado de la puerta cerrada. Con cada respiración, el temor me oprimía los pulmones.
Alrededor del año 1880 el sultán pasha, siguiendo el consejo de sus visires, abandonó Estambul. El presuntuoso Imperio otomano boqueaba en busca de aire, y se creía que un viaje de buena voluntad por sus dominios serviría para recordar a sus ya no tan leales súbditos la obligación de pagar los impuestos cuanto antes. Durante su estancia en el Líbano pasó una noche en el pueblo de mi bisabuelo como invitado del bey. El sultán quedó tan impresionado por la generosidad del bey que decidió ofrecer a su anfitrión un regalo inolvidable: una de sus propias criadas.
—¿Qué se habrá creído ese hijo de puta? ¿Ofrecerme una doncella? —protestó el bey a gritos a la mañana siguiente—. ¿Acaso quiere decir que el servicio de mi casa presenta deficiencias? ¿Que mi mansión necesita limpieza? Y para colmo espera que envíe a alguien a Trípoli a buscarla.
Salió como una exhalación por la glorieta. Los visitantes diurnos y mendigos bebían café turco en silencio, excesivamente asustados para decir nada. Fue en ese inoportuno momento cuando mi bisabuelo, el joven sheij Mahdallah Arisseddine, llegó a casa del bey a presentar sus respetos. El bey le saludó con estas palabras:
—Y tú, hijo mío, recompensarás mi fe viajando a Trípoli y trayéndome a esa chica.
Mahdallah procedía de una familia noble de sheijs; no eran príncipes ni beys, ni siquiera sheijs importantes, pero pese a todo se trataba de una familia eminente, respetada, y de cierta alcurnia. Era el menor de siete hermanos, y el primero de su familia —y de todo el pueblo— en ir a la universidad. Su padre, que no es que estuviera muy bien de dinero ya de entrada, no podía costear los estudios universitarios de Mahdallah después de haber criado a siete hijos. Como deseaba contar con un médico druso en el pueblo, el bey intervino. En el momento en que mi bisabuelo era despachado de manera tan poco ceremoniosa a cumplir el encargo de traer a una criada, se hallaba a un año de licenciarse en el Syrian Protestant College. Vivía en un cuartucho inmundo de Beirut y siempre que le era posible volvía al pueblo de montaña a visitar a su familia y a presentar sus respetos al bey.
Había muchas otras razones que explicaban por qué el bey ayudaba a la familia Arisseddine. Los beys, a lo largo de su historia y de sus reencarnaciones, nunca se han distinguido por su altruismo. Mientras mi bisabuelo estudiaba en el colegio de misioneros, quedó patente que era más listo que los demás chicos. El bey quería que los hombres más inteligentes le fueran leales, así que costeó sus estudios de medicina. Al mismo tiempo el bey tampoco aguantaba que nadie fuera más listo que él, y por eso nunca se cansaba de utilizar al joven para realizar tareas menores.
Los beys eran todos tontos por igual, probablemente debido a su herencia: sólo podían casarse con mujeres de otras dos familias. Según mi abuelo, esa herencia afectaba de forma negativa a los varones, pero las mujeres de la familia eran de un ingenio inusual. Por tanto, insistía mi abuelo, la esposa del bey habría reconocido que se avecinaban aires de cambio. Los políticos de la zona no seguían igual, y, para mantener su poder, los beys no podían confiar únicamente en el apoyo ciego de los ignorantes. Necesitaban una nueva fuente de lealtad. Mahdallah Arisseddine y su familia, sobre todo su segundo hijo, Yalal, demostrarían ser la salvación del bey unos años más adelante. Pero ahora me estoy precipitando.
Mi padre se hallaba inconsciente por la medicación, con la cabeza levemente elevada. Estaba irreconocible: se le veía una nariz enorme, la única parte de él que no se había encogido. El grueso tubo de acordeón del ventilador le invadía la boca y avanzaba hasta sus pulmones, provocando las expansiones y contracciones del pecho. El pecho, apenas sin vello, terso, recordaba a los tambores medicinales hindúes. Tubos finos y traslúcidos, de color ocre, extraían sangre de su costado para depositarla en la máquina de diálisis, que se la devolvía limpia al organismo. Un catéter prendido de un aparato de succión le subía por el pene, a través de la uretra, y le succionaba la orina.
Raudales de sonido. Los sollozos de mi hermana en un rincón, inhalaciones agudas que estaban en disonancia con las del ventilador. El resoplido de la máquina de diálisis, cuyo rumor de líquidos agitados parecía hipnotizar al técnico que la controlaba. Los latidos rítmicos del monitor: en rojo, la línea dentada de Richter; otra línea curva, de color blanco; una ondulante en amarillo y otra verde en una pantalla situada sobre la cabeza de mi padre. ¿Pudo Mesmer visualizar alguna vez los sonidos y movimientos hipnóticos de estos aparatos modernos? Me dieron ganas de pellizcarme; recordarme que esto no era ningún sueño, ni la repetición de una escena previa. Años atrás nos habíamos congregado en torno a una cama de hospital por mi madre, y ahora por mi padre.
Me quedé a los pies de la cama, mirándolo; mi mano izquierda le rozaba el pie. Entró mi sobrina y avanzó hacia mí, con aspecto de romper aguas en cualquier momento. Se situó a mi lado y me acarició la espalda. Mi hermana se volvió, se secó las lágrimas con la punta de los índices.
—Uno de vosotros tiene que salir —dijo Salwa—. Necesito un descanso. Hay un montón de gente ahí fuera, y vuestra tía me está volviendo loca.
—Ya voy yo —dijo Lina. Se acercó a la cama de mi padre y le besó en la frente—. Todo saldrá bien —murmuró dirigiéndose a él, aunque la voz le falló de nuevo. Se tapó la boca, dio media vuelta y sacó unos pañuelos de papel del sujetador—. Habla con él. Chapuzas dice que aún puede oírnos. Consuélalo. Ya sabes lo mucho que se asusta.
Salwa tomó la mano de mi padre entre las suyas y la apretó.
—Soy yo, abuelo.
Me miró y con un gesto señaló la silla. Se la acerqué y se dejó caer en ella.
—¿Te duele algo? —le preguntó. Sonaba tan madura, con tanto aplomo—. ¿Me oyes? Si me oyes, aprieta la mano.
Él lo hizo. Mis dedos temblaron como movidos por una mente propia.
—¿Te duele algo? Aprieta la mano si la respuesta es sí. —Él volvió a apretarla—. ¿Son las almohadas?
Apretón. Salwa y yo, cada uno a un lado de la cama, le subimos un poco por los hombros. Ahuecamos las almohadas que tenía debajo.
—¿Así está mejor? ¿Quieres agua? —Salwa sumergió una gasa en el vaso y se la pasó por la boca, por encima y por debajo del tubo del ventilador. Él apretó los labios, reteniendo la gasa durante un breve instante—. Te veo los labios muy resecos. ¿Quieres que te ponga un poco de crema? —Él no apretó la mano—. ¿Todavía me oyes? —Le acarició la frente—. Duérmete. Ya sé que la diálisis duele, pero no durará mucho. Así se te renovará la sangre. Los riñones no te funcionan; por eso te encontrabas tan mal. No tengas miedo. Estamos todos aquí.
Ella me tendió la mano. Fui a su lado y se la cogí. Guio la mía hasta sus hombros y le di un masaje.
—El anestesista ha dicho que las drogas hacen que se olvide de todo —me dijo—. No creo que esté despierto de verdad, ¿y tú? Supongo que es mejor así.
La historia de cómo mi bisabuelo se enamoró es relativamente conocida, así que me la saltaré. Pensad en Tristán e Isolda viajando en un tren de Trípoli a Beirut, sin las muertes ni los pesares excesivos. Sin embargo sí hubo canciones, aunque de otra clase.
¿A quién quiero engañar? Debo contaros la historia, al menos los puntos más importantes. No puedo evitarlo. Además, tal vez seáis de los pocos que no la habéis oído.
El sultán otomano intentó impresionar al bey, ya que el regalo era remarcable, a pesar de que la persona que lo recibía no lo había apreciado. Mi bisabuela Mona era mucho más que una doncella, y no era tampoco una simple ama de llaves. Era una artista; tocaba el oúd, poseía una voz dulce y encantadora, y sabía más de un centenar de canciones, incluyendo varias melodías tradicionales de su nativa Albania. Dado su talento a la hora de entonar las canciones de halago, se había convertido en una de las favoritas del sultán, y por ello había conservado la virginidad dentro del harén.
Creo que perdió la virginidad en el viaje en tren.
Mi bisabuelo debió de pasarse todo el largo y penoso trayecto hacia el norte maldiciendo su suerte y a toda la familia del bey. Pero cuando llegó al barco del sultán a reclamarla y la vio bajar por la tabla, con el pequeño oúd en las manos y sus posesiones guardadas en un hatillo, dejó de maldecir. Y dio gracias a Dios cuando, cuatro horas más tarde, ya de noche y en el tren, ella entonó una historia de amor: acordes armoniosos, voz suave. Por lo que se refiere a mi bisabuela, ella nunca había conocido a un alma cuya mirada reflejara tanta adoración. La esperanza floreció en su corazón: esperanza de ser vista como alguien distinto, alguien mejor; esperanza de ser vista.
—No puedo permitir que limpies la casa del bey —le dijo él—. Simplemente no puedo.
—Haré lo que deba hacer.
—No toleraré que cantes para otro hombre.
Al llegar al pueblo, mi bisabuelo no se fue derecho a la mansión del bey. Pasó por casa de sus padres, dejó el oúd, y se encaminó hasta la mansión con mi bisabuela un paso por detrás. Hizo las presentaciones y dijo:
—Os suplico vuestra indulgencia, oh bey. Esta doncella me resultará de gran valor. Vivo solo sin nadie que me cuide. Mi cuarto necesita un toque femenino. No puedo recibir invitados, ya que no sé ni cómo hacer café. Si podéis prescindir de ella, me gustaría quedármela.
El bey se rio.
—¿Me tomas por tonto? Como si sólo te fuera a hacer café. No es que sea nada del otro mundo, pero servirá. No la necesito. Llévatela. No podemos consentir que el futuro médico del pueblo carezca de experiencia en los asuntos del mundo.
Mis bisabuelos salieron juntos de la mansión, con la bendición del bey.
—Deseo pasar mi vida contigo —dijo mi bisabuelo.
—Yo seré tu familia y tú serás mi hombre —dijo mi bisabuela.
Y mi bisabuela nunca volvió a tocar el oúd para ningún otro hombre.
Años atrás, cuando se casó el bey, veintiuna mujeres del pueblo estuvieron cocinando durante dos semanas enteras, y la boda duró seis días. Cuando se casó el hermano de Mahdallah, la boda duró tres días. La de mis bisabuelos no llegó a una hora.
Mahdallah tuvo que jurar la Shahada y convertirse al islam. Fue su primera conversión.
Mona hizo café para los invitados en el cuarto pequeño. Eran felices, se cuidaban mutuamente y empezaron a plantearse la idea de tener familia. Su primer hijo, mi tío abuelo Aref, nació en Beirut antes de que mi bisabuelo volviera a su pueblo natal a asumir sus obligaciones como médico.
Pero antes de que se me olvide quiero contaros por qué todos los hijos de Mahdallah, mis tíos abuelos, llevan nombres cortos (Aref, Yalal, Maan).
En su primer día de colegio, cuando mi bisabuelo —entonces un niño de ocho años no demasiado alto— conoció a su maestra, ella, haciendo gala de sus maneras refinadas típicamente británicas, le preguntó si sabía hablar inglés.
—Sí, señora.
Al parecer ella no se quedó convencida. Le preguntó si sabía leer y escribir en ese idioma.
—Sí, señora.
Con voz firme y relamida le pidió que escribiera su nombre en la pizarra. El así lo hizo:
MAHDALLAH ARISSEDDINE
—Querido hombrecito —dijo la maestra—, tu nombre es más largo que tú.
Y mi bisabuelo se quedó tan avergonzado que juró que ninguno de sus descendientes tendría que soportar una ignominia tal.
Mi sobrina lloraba. Mi padre había dejado de responderle. El técnico, situado al lado de la máquina de diálisis, movió la cabeza. La sangre de los tubos se veía más negra que roja, y la que entraba de nuevo en mi padre no era más roja. El ventilador inhalaba y mi padre exhalaba; tomaba aire cuando espiraba la máquina. ¿Era una relación inversa o directamente proporcional? Me fallaban las mates.
Aunque quería rezar, no sabía a quién elevar las plegarias. No había un mapa para ello. Mi mano izquierda acarició el pie de mi padre y palpó sus duricias resecas. La planta y el empeine estaban llenos de líneas que conformaban países irreales. Me encaminé hacia la mesita y me eché un poco de loción con fragancia a verbena en las manos. Pasé la crema por la árida piel de su pie. Me encantaba ese aroma, el preferido de mi madre. Tenía sentido que él siguiera usándolo. El marco en miniatura aún se hallaba junto a su cama. La foto de mamá. Conservaba el mismo aspecto atemporal en todas las fotos, una amalgama noble de severidad y benevolencia. Me pregunté si veía de verdad aquella foto pequeña o si era mi memoria la que rellenaba los huecos.
Ayúdame, madre. Era tu marido.
El técnico abrió los ojos. Por un instante pareció desorientado, estupefacto.
—Sólo faltan unos minutos —anunció en tono oficial.
Mi sobrina y yo veíamos con claridad cómo parpadeaba el indicador del tiempo: dos minutos, treinta y siete segundos, en grandes dígitos rojos. Treinta y seis. Treinta y cinco.
Salwa se aferró a la mano de mi padre.
—Todo irá bien, abuelo.
La máquina pitó: un pitido constante y agudo que resultaba sorprendentemente reconfortante. Satisfecho consigo mismo, el técnico reafirmó lo obvio:
—Ya está.
Apartó la sábana de algodón que tapaba a mi padre. Desenganchó unos tubos de otros, fue hacia la máquina, abrió una pequeña portezuela de la parte delantera y los guardó allí. Cerró los tubos solitarios que manaban de la piel manchada de sangre y de tintura de yodo del costado de mi padre. Olor a medicina.
—¿Vamos a quitarle los tubos? —pregunté.
Me miró con ojos confundidos y apagados. Yo quería liberar a mi padre de algún elemento intrusivo. Si pudiera quitarle sólo un tubo, uno sólo, todos nos sentiríamos mejor.
El técnico recogió la máquina más deprisa. Mi sobrina observaba toda la maniobra, ensimismada. Éramos extraños en una tierra donde los habitantes hablaban un idioma incomprensible.
Mahdallah llevaba un año trabajando de médico cuando se le acercó uno de sus antiguos maestros. El inglés hizo a mi bisabuelo una tentadora oferta. Los anglicanos le enviarían a Inglaterra para que estudiara más, para que practicara y aprendiera en hospitales de rango superior. La misión cubriría todos los gastos, se haría cargo de la estancia de toda su familia en Inglaterra. Sin embargo dicha oferta sólo podía hacerse a alguien de la congregación. Para aceptarla, Mahdallah debía ser bautizado.
No es que mi bisabuelo fuera un hombre religioso, pero uno no cambiaba de religión sin más ni más. Tal vez se hubiera convertido al islam, pero no era practicante, ni se lo tomaba en serio. Lo hizo para casarse. Siendo druso, no podía casarse con una musulmana, ni con ninguna mujer que no fuera drusa. Se limitó a jurar la Shahada, proclamando que no existía más dios que Dios ni más profeta que Mahoma. Eso fue todo. Nada del otro mundo. Un mero formalismo.
El bautismo, sin embargo, suponía un compromiso.
Los anglicanos llevaban años intentando bautizar a los drusos. Los dos grupos estaban atascados, como los cocodrilos y los tréboles del Nilo. La mayor parte de la infraestructura de Imperio otomano se hallaba en las ciudades y los pueblos musulmanes. Los católicos franceses y sus organizaciones caritativas dirigían su obra a los pueblos cristianos. Los ingleses y sus misioneros sólo podían montar el chiringuito en las áreas drusas. La tasa de conversiones no era muy elevada.
En 1843 una inglesa se estableció en el pueblo. Se llamaba Helen Kitchen. Provista de unos recursos económicos aparentemente inagotables, logró construir todo un complejo formado por tres impresionantes edificios, los primeros que tenían tejados de teja en todo el pueblo. Como ya existía un colegio para niños, ella fundó uno femenino. La conversión era una condición imprescindible para estudiar allí. Las niñas querían aprender. Se santiguaban, hacían los deberes, terminaban el colegio, se casaban, tenían hijos, y nadie recordaba que, en teoría, habían dejado de ser drusas.
Unos años después la señora Kitchen se percató de que las niñas estudiaban la Biblia y entonaban himnos con todo su entusiasmo, pero sin considerar que todo eso fuera una religión. Cuando intentó formalizar el ritual y darle mayor seriedad (¿pasando por el bautismo?), las niñas reaccionaron con sorpresa y embarazo. La señora Kitchen dejó de exigir la conversión como elemento indispensable para estudiar en su escuela. Las niñas seguían leyendo la Biblia y cantaban villancicos, pero ya nadie fingía nada. En una ocasión, cuando un misionero se enfrentó a ella y la acusó de que las niñas no eran cristianas, ella replicó:
—Tampoco lo era Jesús.
Educó a miles de niñas, muchas de pueblos vecinos. En realidad acabó siendo una habitante más. A su muerte fue enterrada en un cementerio druso. A día de hoy muchas libanesas, drusas y cristianas, visitan su tumba y la mantienen limpia.
Mahdallah se convirtió. Fue bautizado. En secreto, claro. Se negó a bautizar a su hijo, Aref. A nadie se le ocurrió que su esposa también debía convertirse. Él se pasaría el resto de su vida negando haberlo hecho. La familia pasó cuatro o cinco años en Londres. El clima gris no les sentaba bien. El frío les daba igual —en su pueblo hacía aún más frío—, pero la falta de sol los reafirmó en la idea de que nunca se quedarían en un sitio como ése.
Por el pueblo corrieron rumores: Ese clima gris ha vuelto estéril a la chica del harén.
Corrieron aún más rumores: Y Dios nunca volverá a bendecir a ese traidor.
Los rumores del pueblo se equivocaban en ambos puntos. Mis bisabuelos tuvieron más hijos, pero les llevó tiempo; no tanto como a Abraham y Sara, pero sí el suficiente como para dar pábulo a las malas lenguas.
Pero existen dos hechos probados a ciencia cierta:
Mis bisabuelos, el doctor Mahdallah Arisseddine y su esposa Mona, acompañados de su hijo Aref, que a la sazón tendría unos cinco años, embarcaron en un navío belga, el Leopold II, y viajaron de Inglaterra a la ciudad porteña de Beirut en junio de 1889.
Mis otros bisabuelos, el apreciado misionero doctor Simon Twining y su flamante esposa, el corazón de las tinieblas, zarparon de Inglaterra en dirección a Beirut en el mismo barco, el Leopold II, en junio de 1890.
De haber formado parte de la misma travesía, sin duda ambos médicos se habrían conocido. ¿De qué habrían hablado, en cubierta, apoyados en la barandilla, mientras contemplaban cómo el sol se hundía en las doradas aguas del Mediterráneo? Ambos vestían parecidos trajes de algodón, de corte occidental, camisas blancas y corbatas. Hasta los sombreros eran similares, ya que Mahdallah no volvió a ponerse el fez hasta que llegó al pueblo. Tenían multitud de cosas en común, o las tendrían en tiempos venideros, y la conversación no languidecería hasta que, por fin, llegaran a: ¿Ah, señor, qué le parecería si mezcláramos la semilla de mis calzones con la suya y produjéramos algunas personalidades raras hasta la desesperación: el brujo malvado de las montañas, el pueblerino altivo e ingenuo, el tontorrón frugal, el talentudo y frustrado homosexual, y el Sísifo sexual, que traicionaría a su familia una vez, y otra, y otra?
Entonces entró en escena la malévola Sitt Hawwar.
Tras decidir que volvía al pueblo que le vio nacer, Mahdallah, aún en Londres, encargó al constructor local, un hombre que respondía al nombre de Hawwar, que le hiciera una casa. Hawwar cobró al joven médico una cantidad exorbitante de dinero. Uno de los hermanos de Mahdallah debía supervisar la construcción y la financiación, pero supongo que se distrajo, ya que al regreso del joven doctor, éste se encontró con el armazón sin ventanas de una casa, con suelos de cemento y una sola capa de pintura.
Mahdallah se quejó. Hawwar prometió finalizar la obra enseguida, antes de que llegaran las nieves de invierno. Mahdallah y su familia podían esperar en casa de los padres de éste. Pero la esposa, la chica del harén, la albanesa, insistió en que aquel armazón desnudo era su hogar. Se instaló allí con su familia, obligando al constructor a trabajar con mayor ahínco.
Eso fue un error. Y ella terminó de adobarlo. No sabía hacerlo mejor: era una forastera. Mona Arisseddine relató la verdad a todos sus vecinos. Dijo que con lo que habían pagado podrían haber construido tres casas. Detalló cuánto había abonado su marido por cada material. Y la estufa no era ni siquiera nueva: se veía a la legua que era de segunda mano.
—Mirad —decía sin parar—, mirad.
Sitt Hawwar, la esposa, mucho más joven por cierto, del constructor, se convirtió en la enemiga acérrima de Mona Arisseddine.
Mona Arisseddine fue comentando entre los vecinos que el constructor era un estafador.
Sitt Hawwar contó a los cuatro vientos que el doctor era cristiano.
Una mañana tres drusos se plantaron en la consulta de Mahdallah dispuestos a matar al buen doctor. Lo único que le salvó aquel día fue el abundante alud de pacientes. Los hombres entraron en la consulta y pidieron verle. Les dijeron que serían los siguientes. Llegó un padre con un niño enfermo, y los hombres decidieron permitir que el médico visitara al crío antes de matarlo. Luego llegó una anciana, un hombre con un pie roto, otro niño enfermo, y así sucesivamente. Al final del día, la cuñada de uno de los supuestos asesinos llegó con su hija enferma. Preguntó a su pariente qué hacía allí, y él contestó que esperaba para aniquilar al doctor.
—¿Estás loco? —gritó ella—. Este hombre está tratando a mi hija…, ¿y quieres matarlo? ¿Por qué no matáis a un agente del gobierno o a alguien así?
Los tres asesinos se fueron con las cabezas gachas, y de ahí nació una de las leyendas del pueblo. El bey advirtió que se encargaría de torturar y matar en persona a cualquiera que amenazara con hacer daño al doctor druso.
—Si esa mujer no hubiera acudido a la consulta —decía el abuelo—, vosotros no estaríais aquí, niños. Pensad en ello. Fue el destino. Mahdallah se había convertido, y por tanto había ofendido a su fe. Los vecinos se habían matado entre sí desde antes. ¿Por qué no lo asesinaron a él? Pues porque yo estaba predestinado a casarme con vuestra abuela, por supuesto. ¿Lo veis?
—No —dije.
Los demás chavales ni le oían. Anwar estaba muy ocupado zurrando a Hafez. Lina, que antes estaba sentada a mi lado, había desaparecido con mis otros primos. La pequeña Mona se movía inquieta en brazos de la tía Samia.
—Basta ya, Baba —dijo la tía Samia—. Es Eid al-Adha, no es momento para tus absurdas historias. No tienes ni idea del mal ejemplo que das. —Se levantó y puso a su hija en el suelo—. Y tú —me advirtió—, ¿qué haces aquí sentado, escuchando? ¿Por qué no vas a pelearte con tus primos? ¿Quieres que la gente crea que eres un cobarde? Sal ahí fuera y pégale a alguno.
Salté del sofá y salí corriendo de la sala, en busca de mi madre. No estaba en el comedor, donde el resto de la familia hablaba a gritos. Salí a la terraza. Todos los pisos del inmueble poseían un gran balcón, pero la azotea de la tía Samia constaba de una terraza circundante. Envidié a Anwar y a Hafez porque podían dar la vuelta corriendo siempre que les venía en gana.
Mi padre decía que la tía Samia se había quedado con el piso más grande porque era la mayor. Mi madre decía que la tía Samia lo consiguió después de quejarse durante diez días completos de que lo merecía porque estaba casada con el hombre más inútil del mundo.
Tuve que rodear casi toda la terraza antes de dar con mi madre, que estaba apoyada en una pared fumando un cigarrillo. Mi padre le hablaba, mientras la miraba con ojos débiles. Ella tenía la vista puesta en los tejados veteados de Beirut, como si estuviera contando los cuernos de cada antena de televisión de cada tejado de la ciudad.
—Has pasado demasiado tiempo sola —decía mi padre—, y por eso te cuesta más tolerar a otras personas. Es una reunión familiar, Layla. No puedes irte antes de comer.
Después de cada calada al cigarrillo mi madre movía la mano hasta rozar el moño que llevaba en la nuca, como si dudara de su existencia. El humo rodeaba al moño durante un instante, antes de desvanecerse.
—Si esos niños fueran míos —dijo ella— los cortocircuitaría. Puf. Clac. Todo tiembla. El motor renquea, zumba, zumba y muere. Se acabó el ruido.
La cara de mi padre se tensó por el disgusto.
—Ése es un comentario muy desagradable, incluso viniendo de ti. ¿Cómo puedes decir algo así?
Mi madre se percató de mi presencia. Sus labios esbozaron una sonrisa.
—Osama, no te quiero ver rondar demasiado con tus primos. Un exceso de malos hábitos.
Sabía que ella quería que hiciera esta pregunta, en ese momento.
—¿Es verdad que en el pueblo matan a los cristianos?
Mi padre me miró, horrorizado.
—Claro que no es verdad. ¿Quién te ha dicho algo así?
—El abuelo ha dicho que los hombres del pueblo casi mataron a tu abuelo porque era cristiano.
—¿Cuántas veces te he dicho que no te creas las historias que cuenta mi padre? Es un hakawati. Se inventa las cosas. Mi abuelo no era cristiano. Era druso. Ya lo sabes. Si alguien trató de matarlo, debió de ser por otra causa.
—Sí —dijo mi madre. El sol le daba en la cara y realzaba su brillo—. Es probable que fuera por lo del ascensor. Ya sabes cómo son los drusos. Son hospitalarios y se ocupan de los suyos. Preocúpate del vecino del séptimo y esas zarandajas.
—No hagas esto —replicó mi padre—. Con los cuentos de mi padre ya tiene de sobras. No confundamos al chico con más bobadas, te lo ruego.
Mi madre se enderezó.
—Tienes razón. —Su voz crispada se fundió con el sonido de pasos que se acercaban—. Nadie intentó matar a ningún cristiano en el pueblo. Tu abuelo se inventa cosas.
Lina dobló la esquina, seguida de cerca por Anwar, que siempre intentaba enredarla en algún juego complicado.
—¿En el pueblo matan a los cristianos? —preguntó ella.
—No —dijo mi padre—. No. —Se volvió y se colocó de cara a la barandilla.
—Si es verdad —dijo Anwar a Lina—, tendré que rajarte la garganta con un cuchillo.
—Pues antes de que lo hagas —repuso Lina sin el menor titubeo— te quitaré el cuchillo y te lo clavaré en un sitio que te va a sorprender.
Anwar dio un respingo. Mis padres gritaron el nombre de Lina al unísono.
—Voy a tener unas palabras con ese viejo chocho —dijo mi padre—. Las cosas no pueden seguir así. Es una amenaza.
—No. —Mi madre extendió la mano hacia él—. Sólo conseguirás disgustarte y luego te arrepentirás. Déjalo. No se puede hacer nada. Ahora no. Aquí no.
Él le cogió la mano.
—Familia —dijo ella, y lo atrajo hacia sí. Tiró la colilla al suelo.
—Oh, no —exclamó Anwar—. Madre se enfada si alguien deja las colillas en la terraza.
—No me cabe la menor duda.
Mi madre aplastó el cigarrillo con el tacón de aguja, la pantorrilla se le tensó al hacerlo. Giró el pie hacia la derecha, hacia la izquierda, y luego a la derecha. Se cogió del brazo de mi padre y ambos se marcharon, dejando en el suelo una minúscula mancha de ceniza y de hebras de tabaco.
Hablemos del ascensor. Cuando Mahdallah regresó de Londres los habitantes del pueblo le preguntaron por lo que había visto en aquellas grandes y lejanas tierras.
Muchas maravillas. Habitantes raros. En Londres había edificios en los que la gente no usaba escaleras. Una habitación se movía para transportar a los pasajeros de un piso a otro. Subía y bajaba. Los edificios tenían muchos pisos. Los visitantes no tenían por qué cansarse subiendo escaleras. Y, en la gran ciudad de Nueva York, los edificios eran aún más altos. Veinte pisos o más.
La gente del pueblo se marchó con la incredulidad dibujada en los rostros. ¿Debía permitirse a un chiflado como ése andar libremente por las calles del pueblo? ¿Era peligroso? ¿Debía dejarse que un loco se mezclara con los inocentes? Se envió un comité a que mantuviera una entrevista delicada con el doctor. Por suerte para nuestra familia, Mona estaba presente. El comité dijo que algunas personas del pueblo habían entendido que en el extranjero los edificios poseían cuartos móviles en su interior. ¿Cómo hacían exactamente los londinenses para ir de un piso a otro?
Antes de que el doctor pudiera contestar, intervino su esposa. ¿Qué? Pues subían y bajaban por la escalera, por supuesto. Subían cuando querían ir a un piso superior. La mayoría de escaleras estaban hechas de cemento y piedra; había algunas de madera, que por cierto a menudo resultaban inestables. El doctor miró a su esposa sin entender nada. El comité aguardó a que él añadiera algo. Había grandes barandillas, dijo él. Bellamente labradas. Algunas escaleras poseían adornos preciosos. Algunos edificios tenían imponentes escaleras a ambos lados, que se completaban con balaustradas y tallas de animales mitológicos.
El comité se disculpó delante del doctor. Dijeron que los del pueblo eran unos ignorantes. Que siempre malinterpretaban o tergiversaban lo que se les decía. El comité pidió perdón y dejó al sensato doctor en paz.
Por fin mis bisabuelos tuvieron a su segundo hijo. Yalal Arisseddine nació en 1891. Su hermano, Aref, tenía entonces ocho años. Mona esperaba que con la llegada de Yalal la gente dejara de referirse a ella como la chica del harén, puesto que ya era la madre de dos sheijs.
Yalal llegaría a ser un personaje muy importante en la historia del Líbano. Fue abogado y un gran erudito, el poseedor de una mente penetrante: un hombre, en fin, digno de admiración. Era respetado incluso por sus detractores, que eran muchos, ya que en sus escritos Yalal rechazaba el panarabismo. El gobierno colonial lo encarceló en tres ocasiones. Su último ingreso en prisión coincidió con el final del gobierno de Vichy en el Líbano. Fue puesto en libertad en noviembre de 1943, el día de la Independencia.
Durante todos los días que pasó en la cárcel su anciana madre le llevó comida, aunque ella ayunaba en señal de protesta. La mujer apenas podía andar, pero se negó a que nadie le llevara los alimentos en su lugar. El día de su liberación le esperaba a las puertas de la cárcel.
Él se convirtió en un héroe. Ella siguió siendo la chica del harén.
Mi tío abuelo Maan Arisseddine nació en 1894. Mi padre le profesaba un cariño enorme, ya que fue él quien le guio en sus primeros pasos. En el gran esquema de la historia, Maan no fue nada, alguien casi indigno de mención, ya que no poseía una personalidad singular o interesante. Era una hebra, una de tantas, sin las que el tapiz se desgajaría, el hilo se partiría, el cuento se atascaría.
Pero conozco otra de esas hebras.
Aunque la malvada Sitt Hawwar detestaba a mi bisabuela o a lo mejor precisamente por esa razón, pasó por su casa para felicitarla cuando nació Maan. Arrastraba consigo a su marido, el constructor, que llevaba una túnica de seda china. Hizo que su marido desfilara por el saloncito para despertar la admiración de los vecinos, que por vez primera veían seda extranjera, y de paso para que se olvidaran del recién nacido. Ahora bien, el proverbio afirma que uno debería ocuparse hasta del séptimo vecino, y Sitt Hawwar era la segunda vecina de Mona Arisseddine por la derecha, así que Mona debería haberla tratado mejor, o al menos haberse mostrado más prudente, como lo exige la leyenda. Así que Mona Arisseddine se esforzó en preguntarle a su vecina cuánto costaba esa túnica.
Esta historia de los vecinos llega desde muy lejos, así que escuchad. Es una parábola iraquí, que procede de la antigua ciudad de Bagdad; voló hasta aquí traída por el aire, acuciada por la necesidad de posarse en oídos cavernosos. Hace tiempo, en una época ya pasada, vivía un honorable beduino cuya hospitalidad y caridad eran tan célebres, que se había ganado el sobrenombre de Abou al-Karam, el Padre de la Generosidad. Un día un hombre pobre montó la tienda al lado de la del beduino, y como era habitual en él Abou al-Karam se aseguró de que no le faltara de nada; le ofreció comida, agua y ropa. Durante siete años, y a pesar de los constantes viajes de la tribu, sus tiendas siempre fueron contiguas. El vecino llegó a ser conocido como Bin al-Kareem, el Hijo del Generoso. Después de las incursiones de la tribu, Abou al-Karam compartía el botín con su vecino: caballos, yeguas, camellos, comida, esclavos, las pertenencias de la tribu enemiga.
Al final de esos siete años Bin al-Kareem y sus hijos eran ricos. Al final de esos siete años la hija menor de Abou al-Karam se había convertido en una belleza del desierto, alta y ligera como un junco, elegante como una gacela. Y el benjamín de Bin al-Kareem la deseaba. La cortejó. Le dedicó versos, la siguió cuando iba al pozo, se arrodilló en el exterior de su tienda mientras ella intentaba dormir, susurrándole requiebros. La hermosa chica le rechazó. La acechaba en todo momento, le impedía moverse con libertad. Y ella se lo contó a su padre, quien le dijo:
—Aguarda una noche más y ya no tendrás que volver a preocuparte de ese horrendo chico.
Aquella noche, cuando ella se acostó, el chico apareció al otro lado de la tienda y empezó con sus susurros.
—Espera una noche más —dijo ella—, y recibirás la recompensa que mereces.
Al amanecer Abou al-Karam dio la orden de levantar el campamento. A media mañana los camellos y animales de carga quedaron dispuestos y la tribu emprendió la marcha. Durante los siete años anteriores dondequiera que Abou al-Karam montara la tienda, Bin al-Kareem alzaba la suya justo al lado. Aquel día, al llegar a una llanura adecuada, Abou al-Karam buscó hasta encontrar un lugar junto a un atestado hormiguero. Allí montó su tienda. Cuando Bin al-Kareem se disponía a plantar la suya, exclamó:
—Oh, querido vecino, mi espacio está ocupado por un hormiguero.
—En efecto —replicó Abou al-Karam—, y ancha es la tierra de Dios.
Bin al-Kareem no añadió nada más. Cogió a su familia y sus posesiones y se alejó de la tribu, en dirección norte, lejos de su antaño apreciado vecino. Pero sentía una opresión en el corazón y su mente no le daba descanso. No podía dejar de revivir el insulto. ¿Por qué?, se preguntaba. ¿Por qué le había traicionado su más querido amigo? Una noche tuvo un sueño. Vio a la hija de Abou al-Karam caminando por el desierto, seguida por retazos de nubes, y adivinó lo que había sucedido. A la mañana siguiente mientras cazaba con su hijo mayor, le dijo:
—Qué pena que tuviéramos que alejarnos de nuestro buen vecino. Y de su hija. ¡Qué chica tan hermosa! Nuestra familia es inferior a la suya, y eso hacía imposible cualquier enlace entre ambas, pero aun así, ¡qué joven tan bella! Es una lástima que nos fuéramos antes de que tuvieras una oportunidad con ella.
—¿Una lástima? —gritó el hijo—. ¿A eso lo llamas una lástima? ¡Debería darte vergüenza pronunciar esas palabras! ¿Acaso no era mi hermana? ¿No compartimos la misma comida? ¿No compartimos el mismo honor durante siete años? Sólo los indignos y desvergonzados se plantearían lo que creo que estás pensando.
—Perdóname, hijo mío —dijo el padre—. El dolor de la partida debe de haberme nublado el juicio. Regresemos a la tienda y olvidemos esta conversación.
Al día siguiente, mientras cazaba, Bin al-Kareem dijo a su hijo menor:
—¡Qué pena que nos hallemos lejos de esa chica tan adorable!
—¿Pena? —dijo el chico con un suspiro—. Una noche más y habría sido mía, padre. Sólo habría necesitado una noche más.
Y el padre desenvainó la espada y decapitó a su hijo. Luego envolvió la cabeza amputada con hilo de lana; la envolvió y la envolvió hasta obtener una gran madeja. Esperó hasta hallar a un viajero que fuera hacia el sur y le pidió:
—¿Puedes llevar este regalo a mi amigo Abou al-Karam?
Cuando el viajero llegó al campamento de Abou al-Karam, encontró a éste en su tienda, departiendo con unos invitados. El viajero depositó el regalo a los pies de Abou al-Karam, quien preguntó:
—¿De quién procede este presente?
—De alguien que se llamó tu amigo y hermano —contestó el viajero.
Abou al-Karam ordenó a sus esclavos que devanaran la madeja. Al hacerlo, apareció la cabeza del joven. Y Abou al-Karam se golpeó el pecho llevado por el dolor, y derramó lágrimas de arrepentimiento. Comprendió que quien había sido su vecino durante siete años era un hermano tan fiel y tan celoso de su buen nombre como él mismo. Los invitados preguntaron a qué venía aquello, y Abou al-Karam se lo contó. Los invitados dijeron todos a la vez que lo adecuado sería casar a su hija con el hijo mayor del vecino: eso convertiría a Abou al-Karam y a Bin al-Kareem en auténticos hermanos.
Y así fue. Dos vecinos, uno de más rango y otro de menos, pero iguales en honor y orgullo, se convirtieron en una única familia, y vivieron muchos años de felicidad junto a sus hijos.
Y Mahdallah Arisseddine trabajó mucho. Llegó a ser un reputado médico en la región. Le visitaban pacientes procedentes de todas partes, y sin embargo el número de su prole no aumentaba tanto como habría querido.
Por fin, diez años después de que naciera su tercer hijo, Mona volvió a quedarse embarazada. En esta ocasión todo el mundo supo que sería una niña. Ya habían esperado suficiente tiempo. El mayor, Aref, tenía veintiún años. Cuando Mona se hallaba en su octavo mes de embarazo el doctor recibió la petición de trasladarse a Alepo para curar a un miembro de la familia al-Atrash, un príncipe de Yabal al-Druso de Siria que había caído enfermo de gravedad durante el viaje. Mona protestó, pero Mahdallah dijo que volvería antes de que ella se pusiera de parto. Ella contestó que no le creía. Él le recordó que nunca le había mentido, así que ella le dejó ir.
Las últimas palabras que dijo a su marido fueron:
—La llamaré Nayla, en honor a mi madre.
Porque, aunque el doctor consiguió curar al enfermo, él murió. Pasó sus últimos días alejado de la familia, agonizando en una cama extraña, intentando automedicarse, solo, en una ciudad al norte de Trípoli, donde había conocido a su esposa, y tras un viaje mucho más largo.
Al igual que mi bisabuela Lucine Guiragossian, mi bisabuelo Mahdallah Arisseddine murió de disentería amebiana. Su muerte, que se produjo en 1904, sucedió cuatro años después de la de ella; él murió en Alepo, una ciudad situada al sur de Urfa, el lugar donde ella murió.
Él murió como druso, pero fue enterrado en un cementerio cristiano, ya que en Alepo no había cementerios drusos. Descanse en paz.
Ésta no sería la única tragedia que Mona tendría que superar. Mi tío abuelo Aref fue un joven indomable. Mientras su padre siguió con vida consiguió mantener cierto autocontrol, o cuando menos aparentarlo. La influencia de su padre era tan grande que el chico fue el primero de su clase y se matriculó en la facultad de medicina en el mismo centro donde había estudiado su progenitor. Mahdallah alquiló para él un cuartito en Beirut. Aref estudiaba mucho, pero también se divertía mucho. Los rumores de sus salvajes conquistas llegaron hasta el pueblo.
—Cada mujer es distinta —decía a su impresionable hermano adolescente, Yalal—. Las drusas saben a cordero medio crudo estofado con romero y guindillas, las maronitas saben a ternera marinada en aceite de oliva, las suníes a hígado de ternera al vino blanco, las chutas a pollo con vinagre y piñones, las ortodoxas a pescado con salsa tahini, las judías a kibbeh horneado. Las melchites a estofado de sémola, las protestantes a caldo de pollo y las alawitas a ocra con carne de buey.
Y Aref las probó a todas, y a más. Anhelaba saborear a una representante de todas las sectas de su tierra, y el deseo se convirtió en una obsesión gastronómica. La suní (una universitaria), la maronita (un ama de casa de Sinn el-Fil), la ortodoxa (un ama de casa de Ain el-Rumaneh) y la drusa (una doncella de Beitedine) no fueron presas difíciles. La esposa judía del señor Salim Kuhin tampoco presentó dificultades: la conoció a la puerta de la sinagoga del centro de la ciudad. Para conseguir a una melchite tuvo que viajar hasta el valle de Bekaa, concretamente hasta Zahlé, donde se acostó con la señora Ballat, la patrona de la pensión donde se alojaba. La chuta fue más difícil. Se trasladó al sur y conoció a numerosas chicas, pero Sidón no le abrió las puertas. Tyria se le resistió al igual que a Alejandro Magno. Aref poseía el ingenio y el valor de Alejandro, pero le fallaban la paciencia y los recursos del gran conquistador. Tyria derrotó a Aref. Tuvo la suerte de encontrar a una prostituta chuta en uno de los clubes nocturnos del puerto de Beirut.
Tres días antes de que Aref cumpliera los veintiún años, su padre murió. Aref quedó liberado de cualquier limitación que le hubiera sido impuesta. La protestante fue su profesora de biología, una inglesa, pero luego él decidió que, al no ser una mujer de su misma nación, no era un ejemplo representativo del delicioso espectro sectario. Tuvo que buscar durante tres meses, suspender un examen y aprobar otro por los pelos, antes de encontrar una libanesa protestante que cumpliera con los requisitos. Viajó en tren hasta Trípoli para degustar a una alawita y tuvo que quedarse dos meses allí para completar la seducción. Hizo el amor a una armenia en Boury Hammoud, cuando regresaba a Beirut.
Cuando finalizó el menú completo, lo celebró con una noche de borrachera y juerga con sus amigos, y luego volvió al pueblo a pasar unos días: sus estudios de medicina habían quedado olvidados. En esos días se acostó con unas cuantas más, y con otras tantas en las semanas sucesivas, hasta que se encariñó con una mujer casada, Sitt Yasmine, cuyo marido era campesino de las tierras del bey.
Todas las mañanas Aref se escondía detrás del gran roble del pueblo, a la espera de que saliera el campesino. Luego mi tío abuelo montaba en su caballo y se dirigía a la casa, ataba las riendas a la persiana y se divertía con Sitt Yasmine. Al menos podía haberse molestado en atar el caballo a la ventana trasera. Los vecinos informaron al marido de que le estaban poniendo los cuernos, pero al principio éste no los creyó. Una mañana, un amigo cogió al campesino del brazo y le llevó a su casa.
—Mira —dijo el amigo—, ahí está el caballo.
El campesino gritó y chilló.
—Oh, sheij, sal de mi casa ahora mismo o cometeré un asesinato.
Aref escapó por detrás. El campesino y su amigo le persiguieron, intentaron atacarlo con una azada, una hoz y un cubo vacío. Aref se rio; intentando abrocharse el cinturón mientras corría. Llegó hasta una cascada de olivares, filas de árboles plateados que se extendían hasta el pie de la ladera de la montana. Saltó hacia el huerto más bajo, cayó sobre tierra blanda, corrió un poco más y volvió a saltar, pero esta vez el pie se le enganchó en una rama. Giró en pleno aire como una pelota atada en una cuerda y cayó de cabeza contra el suelo. La muerte fue instantánea.
El campesino devolvió el caballo a mi bisabuela. Ella debió de abrirle la puerta con mi abuela Nayla en brazos.
Milagrosamente, Sitt Yasmine salió indemne del asunto. Se dice que el campesino se quedó tan asombrado al presenciar el fallecimiento de un sheij que olvidó la traición de su esposa y no se acordó de pegarle.
Cuando el abuelo decidió que quería a la abuela por esposa, se lo comunicó al hermano de ésta, Yalal, ya entonces un hombre respetado de veintisiete años con familia propia. Yalal había cambiado los confines del pueblo por una vida más cosmopolita en Beirut. Como Ismail al-Jarrat no tenía familia que pudiera representarle, envió a uno de sus admiradores, un individuo encantador pero no demasiado dotado, también sheij y primo hermano del bey por parte de madre. Mi tío abuelo le recibió como corresponde a un buen anfitrión, pero cuando el invitado le pidió la mano de su hermana para un hakawati, Yalal se limitó a decir que no. Mi tío abuelo se habría reído, pero, como todo buen intelectual árabe, no tenía sentido del humor.
—Y el muy cabrón dijo simplemente no —contaba el abuelo—. No lo argumentó, ni sintió la menor necesidad de dar más explicaciones. Yo había adiestrado a mi hombre con toda clase de cosas maravillosas que decir sobre mí y sobre las razones que me convertían en un buen marido para tu abuela, pero el cabrón no tuvo ni la cortesía de dejarlo hablar. Sólo dijo no.
—No le llames cabrón, Baba —dijo la tía Samia—. Es mi tío. El tío abuelo de los niños. No deberías insultarlo así.
—Ese hombre era un cabrón —insistió el tío Halim. Ya borracho, daba pequeños sorbos al arak. Bebió otro sorbito y apuró el resto de un trago—. No es que Baba añada nada nuevo a la ecuación.
—¿Te pones de su lado? —dijo la tía Samia. Se levantó y dejó a la pequeña Mona en brazos de su atónito marido—. De todos los que estamos aquí, ¿cómo puedes tener el valor de decir algo así? —El tío Akram sostenía a la niña con los brazos estirados y rígidos, como si sujetara un montón de prendas malolientes del cubo de la ropa sucia—. ¿En mi casa? —Mona movía las piernecitas en el aire. Su padre volvió la cabeza a derecha e izquierda con la esperanza de que alguien lo socorriera—. ¿Y escoges hacerlo delante de todos estos niños? ¿Te importa algo que cuando crezcan sean unos seres sin moral? ¿Tal vez quieras que acaben siendo kurdos? —Se encaminó hacia la cocina, dio media vuelta y volvió para coger a su hija—. Y tú —reprendió a su marido—, tú te limitas a quedarte aquí sentado y a escuchar cómo insultan a la familia sin hacer nada.
—Pero es que no es mi familia.
El tío Akram miró a mi padre en busca de apoyo.
—Siempre la misma excusa, ¿no? Siempre que te necesito, te escondes. —Tomó aire y alzó la voz—. Ha llamado cabrón al tío Yalal. ¿Qué piensas hacer al respecto?
—Pero si no es tío mío —masculló su marido.
—Y además es un cabrón —añadió el tío Halim, con una sonrisa maliciosa.
—No —dijo la tía Samia—. No, no, no.
Su hijita rompió a llorar, nerviosa.
Lina sonrió. Mi madre la miró y le guiñó un ojo. El tío Yihad, que estaba sentado en la esquina del sofá, se sumó al festival de guiños. Luego asintió, mientras miraba a mi madre, como si expresara su acuerdo sobre algo, y lanzó su contribución al cuadrilátero.
—Osama —dijo en voz alta—, ¿qué has hecho con el dinero que te presté?
No lo entendí.
—¿Te lo has gastado todo? —Su voz no encajaba con la expresión de su cara. Mi madre intentaba captar su atención e hizo un gesto en dirección a la pequeña Mona, con las cejas enarcadas—. Samia, querida —dijo él—, ¿por qué no me dejas coger a tu preciosa niña?
La tía Samia, con la vista aún puesta en el tío Halim, le pasó a la niña con aire distraído. Con la pequeña en brazos, el tío Yihad volvió a la carga.
—¿Creías que me olvidaría del dinero, Osama? —Aguardó unos instantes antes de añadir—. ¿Has malgastado el dinero? —Pausa—. ¿O lo has —pausa— escondido?
Mi madre sonrió y negó despacio con la cabeza como si no pudiera creer lo que acababa de oír, como si quisiera decir al tío Yihad que estaba atónita. Él se encogió de hombros, dando a entender que no tenía importancia.
Se pudo contar. Uno. Dos. Y el yinn del infierno rompió sus cadenas.
—Robaste mi dinero —gritó la tía Samia al tío Halim, que se encogió ante los ojos de todos.
La cara de la tía Samia parecía haber sido sumergida en salsa de tomate, y sus ojos eran tan grandes y blancos como cuencos.
—Samia, no —gritó mi padre, pero ella estaba sumida en su propio y airado mundo.
—Era mi dinero. Era mío. Mi madre quería dármelo. A mí. Mi dinero.
—Samia —le suplicó el abuelo—, déjalo ya.
—Los vecinos, Samia —añadió mi padre—. Te van a oír los vecinos.
Anwar y Hafez se abrieron paso a empujones hacia sus sillas. Lina se inclinó hacia delante. El tío Yihad parecía haber perdido el interés. Intentaba distraer a la pequeña Mona, que contemplaba atónita a su lívida madre.
—Odias a Yalal porque él quería que le devolvieras el dinero a mamá. Pero lo escondiste. El cabrón no es él, sino tú. Tú. Miserable.
—De no ser por los niños —le respondió a gritos el tío Halim—, te llevaría a bofetadas hasta el pueblo, imbécil descarada. —La tía Nazek se acercó a él e intentó tranquilizarlo, pero él se puso de pie—. Devolví el dinero. No lo escondí. Eres una gorda mentirosa. —La reprendió con el dedo índice alzado—. Tienes suerte de que estén los niños delante.
—Esto no puede estar pasando —dijo el abuelo.
—No miento. Lo escondiste. Escondiste el dinero.
Mi padre se puso de pie. Con sólo mirarle a la cara se veía que el asunto quedaba zanjado.
—A la mierda. Callaos todos —gritó. Silencio. Mi padre suspiró—: Samia, él tenía ocho años. ¿Tú tenías…? ¿Cuántos? ¿Doce? ¿Qué os pasa? Erais unos críos. ¿Qué diablos importa lo que hiciera entonces? ¿Cuánto dinero escondió? ¿Un cuarto o dos?
—Eso no importa —protestó ella, pero todos oímos la derrota en su voz—. Robó mi dinero. —Su respiración rápida se frenó un poco—. Volvió a robarme el dinero. Puedo probarlo.
—¿Ocho años? —preguntó mi madre al tío Yihad.
—Sí. —Éste asintió y acarició el cabello de la pequeña Mona—. Yo debía de tener la edad de esta niña. Te juro que me quedé traumatizado. —Parpadeó una, dos veces. Levantó la vista al techo en un gesto de fingido pesar—. Ese incidente marcó mi vida.
—Y en cuanto a ti —prosiguió mi padre dirigiéndose al suyo—, ¿por qué sigues contando estas historias a los niños?
—No son sólo hijos tuyos —replicó el abuelo—. No me eches la culpa de esto. Yo estaba contando cómo me casé con tu madre. Los viejos tenemos derecho a evocar el pasado, y los niños deben saber de dónde proceden. —Eludió mirar a mi padre.
—Cada vez que te metes en una de esas historias sucede algo horrible.
—La historia de cómo conocí a tu madre no tiene nada de condenable.
Mi madre se incorporó en la silla, se estiró como un gato y brindó una sonrisa bondadosa al abuelo.
—¿Sabes una cosa, tío Ismail? Tal vez esa historia no sea realmente adecuada para los niños. Si se la cuentas, van a crecer convencidos de que toda la familia, al menos todos los que están aquí presentes, no existirían si no fuera por el bey.
—Eso no es verdad —dijeron al unísono mi padre y mi abuelo.
—Y eso no nos gustaría, ¿verdad? —preguntó ella.
El hospital mantenía un horario mediterráneo: las horas de visita posteriores a la siesta eran de cuatro a ocho. El anochecer había teñido la habitación de un azul melancólico. Yo estaba cansado, y sin embargo un enfermero justo empezaba entonces la ronda de la cena. No entraría en la habitación de mi padre. Me acurruqué al lado de Fátima en la butaca reclinable; su brazo me engulló.
—Tengo miedo —susurré.
—Ya sabes que el dolor se parece mucho al miedo, son casi intercambiables —dijo ella—. Se diría que acabamos habituándonos a la pena, pero nunca lo conseguimos.
Me acarició el pelo con suavidad, lo rascó lentamente, sus uñas chocaron.
Solíamos llamar a eso «quitar piojos». La madre italiana de Fátima solía hacerlo. A mí me encantaba cuando era niño, y me seguía encantando ahora.
Lina entró en la habitación, con cara de estar a punto de desintegrarse: ojos hinchados, ojeras oscuras. Nos saludó con un gesto a Fátima y a mí, pero fue derecha a la cama de mi padre.
—¿Se han ido todos? —preguntó Fátima. Mi hermana asintió entre sollozos y lágrimas. Fátima esperó—: ¿Y Salwa?
—Hovik se la ha llevado a casa —contestó Lina.
—Bien. Parecía agotada. No tan agotada como tú, la verdad. Vete a casa. Duerme en tu cama esta noche.
—No. Estoy bien. Me quedo.
—No, ya me quedo yo. Vete a casa. No puedes seguir durmiendo en la butaca. Ya me ocupo yo.
—No pienso irme a casa —insistió mi hermana—. Él me quiere aquí. Me he acostumbrado a la butaca. Si se despierta y no me ve, se asusta. Debo quedarme.
El ruido de la máquina —inhalación, exhalación— resonaba en mi cráneo. Aspiración, bip, bip, espiración. Tenía la impresión de que la cabeza se me fundía. Me oí decir:
—No. Idos a casa las dos. Me quedo yo. —Me miraron como si fuera un extraterrestre—. Necesito pasar un rato con él y vosotras necesitáis descansar.
Fátima me lanzó un par de besos y se apresuró a recoger las cosas de mi hermana.
Lina no apartaba los ojos de los míos. Parpadeé.
—¿Estás seguro? —preguntó ella.
Fátima cogió la bolsa de fin de semana de mi hermana, me dio un beso y arrastró a Lina hacia la puerta. Lina se desasió de ella y volvió hacia mí.
—Ve a la zona de enfermeras y pídeles una almohada y una manta. —Me abrazó—. Llámame si pasa algo. —Me apretó con fuerza contra sí—. Siempre hemos sido sólo tú y yo, idiota. Siempre ha sido así, siempre lo será.
Me dio un beso en la coronilla. El sonido del beso me resonó en el cráneo.
Cuando el abuelo se enteró de que había sido rechazado, elevó su petición al bey. Era la chica de su vida, le dijo. La amaba. Ninguna otra serviría. Si Nayla no se casaba con él, ¿quién lo haría? ¿Podía interceder el bey en su favor? Y el bey lo hizo. Llamó a Yalal Arisseddine y le pidió que reconsiderara su respuesta. El hakawati era su protegido, un hombre decente. El propio bey se aseguraría de que a la chica no le faltara de nada. Al fin y al cabo, la chica no iba a encontrar un partido mejor. Era huérfana, fruto de un matrimonio impuro y tenía a un malogrado hermano de mala reputación: eran tres puntos en su contra.
El hermano de la chica accedió a casarla con el hakawati del bey. La madre de la chica, no.
Y el bey convocó a Mona Arisseddine. Ella se puso el velo y subió la montaña hasta su mansión. El bey le endosó el mismo discurso, y ella volvió a decir que no. Él repitió las mismas palabras, y ella le dio la misma respuesta. Él las repitió una vez más y ella rechazó la oferta por tercera vez. Dejó al bey contrariado y se fue a su casa.
El bey llamó a su propia madre.
—Me avergüenza haber criado a un hijo tan tonto como tú —le dijo ésta.
Y la madre del bey se puso el velo y bajó la montaña hasta llegar a casa de Mona Arisseddine. Ambas madres hablaron del hakawati. Mona dijo que el joven no tenía familia. La madre del bey le recordó que la propia Mona carecía de ella, y sin embargo había resultado ser una madre magnífica. Mona arguyó que el joven era un simple contador de historias. La madre del bey hizo una reflexión sobre el corto alcance de la memoria.
¿Podía hacerla feliz? La madre del bey dijo a Mona que se lo preguntara a su hija.
Las madres preguntaron a Nayla si creía que el hakawati podía hacerla feliz.
Nayla miró a las dos mujeres y les dijo que la hacía reír.
Se encendieron las antorchas del himeneo.
Las bodas de las montañas eran célebres por muchas razones: la fiesta y el opíparo banquete que la acompañaba; los bailes, el dabké libanés y las danzas de las espadas y los escudos; los rituales de ir a buscar a la novia a caballo; y, sobre todo, el zayal, el duelo de poesía.
En las bodas los poetas componían versos para elogiar a la novia, al novio, a los invitados importantes que asistían a la ceremonia y a la institución matrimonial en general. También se batían en duelo y entretenían a la multitud atacándose a base de insultos y alardeos en versos improvisados. Los poetas tenían asegurada la invitación a todas las bodas. Los buenos incluso cobraban por asistir. Los poetas aficionados se presentaban en algunas bodas sólo para probar su suerte. La boda de mis abuelos pasó a la historia por un poema.
Fue un cuarteto que rezumaba mal gusto y mala idea que recitó nada menos que la malvada Sitt Hawwar.
Un novio de boca grande llena de palabras fútiles,
pero a la vez carente de incisivo y de molar,
casóse con una joven de boca aún más grande,
cuyos dientes entraban en una sala antes que ella.
Seguí el rastro de los aromas que emanaban de la cocina, pero no me atreví a entrar. Me paré en la despensa. La tía Samia expresaba sus quejas a alguien, probablemente a la tía Nazek.
—No la aguanto más —decía ella. Cogí un pedazo de pan de la mesa y le di un mordisco—. No entiendo por qué se cree tan superior —la oí decir—. Ni que hubiera parido un puñado de hijos, en lugar de ese sapo de niña y ese moscardón de niño.
Seguí mordiendo el pan.
El abuelo se me acercó por detrás y me tapó los ojos. Supe que era él por el olor, pero no podía decirle que lo sabía porque tenía la boca demasiado llena.
—Tranquilo, soy yo —dijo riéndose—. Y no comas pan solo con tanta comida alrededor.
Sin hacer ruido acercó una silla a la mesa y me hizo gestos para que me encaramara a ella. Destapó una fuente honda que había en el centro de la mesa y me la aproximó. Vi el estofado que había dentro.
—El secreto —susurró él. Inclinó la cabeza y le imité. Vi cómo el vapor se entrelazaba con sus propios efluvios, como si imaginara la tapa de porcelana que ya no estaba allí—. Esta fuente tiene labios, y puede contarte historias, si dejas que tus orejas oigan o que tu nariz huela.
—O que mis labios besen —dije en voz baja.
Me agaché; el vapor me acarició las pestañas y me lamió los labios. Saqué la lengua y me los relamí.
La tía Samia apareció en la puerta.
—Mete esa lengua sucia por donde ha salido.
Salté de la silla y puse pies en polvorosa. La oí preguntar:
—¿Cómo has podido dejar que haga eso, Baba?
Pero no oí la respuesta.
El abuelo me encontró en la terraza, apoyado en la baranda y con la vista fija en los rosales del jardín vallado de abajo.
—Ha sido divertido —dijo él—. Apuesto a que no sabes lo que había en la olla. Sé que crees que era estofado de pollo, pero te aseguro que no lo es. Es estofado de diablillo. Hay que cazar a esos pequeños demonios, no son más grandes que los pollos pero cuesta mucho atraparlos. Matar a los diablillos nunca es tarea fácil. Tienes que dar con ellos en la época adecuada del año y congelarlos. Así es como se hace. No es fácil.
—¡Anda ya!
—Es cierto. Y hay que blanquearlos para despojarlos del color rojo, a fin de que nadie pueda decir que es estofado de diablillo. No querrás que los invitados vomiten, ¿no?
—Pero notarán el sabor.
—Oh, no, los diablillos saben a pollo. Samia intenta engañarnos.
No dije nada. Le oí respirar.
—¿A tu padre aún le gusta su carne? —preguntó el abuelo.
—Pregúntaselo a él.
—No está aquí, ¿verdad? Así que… te lo pregunto a ti. ¿Aún entra en la cocina a escondidas y se come el aliyeh sin que nadie le vea?
—¿Qué es el aliyeh?
—Un sofrito de cordero a base de cebollas, ajo, sal y pimienta. Lo que hay que preparar para dar sabor al estofado. Tu abuela hacía el mejor aliyeh… Bueno, ella todo lo hacía como nadie. Era la mejor cocinera que ha pisado esta maldita tierra.
—Supongo que nuestra cocinera es mejor. Eso dice todo el mundo.
—No seas ridículo. Nadie podrá compararse nunca a tu abuela. Su cocina despertaba a muertos y dioses. ¿Por dónde iba? Tu padre. Bien, tu travieso padre se metía a gatas en la cocina, con un pedazo de pan entre los dientes para que no tocara el suelo. Se acercaba al caldero, se levantaba a toda prisa y hundía el pan en el aliyeh mientras aún se estaba friendo; rebañaba todo lo que podía con el pan y salía corriendo antes de que lo pillara su madre. Corría, soplando sobre la comida para enfriarla. Soplaba mientras se escondía para esquivar a tu abuela, que le perseguía. Era un juego para los dos, y él tenía que meterse el pan en la boca si no quería que ella se lo quitara. Debía de tener tu edad o quizá fuera algo mayor. Cuando era pequeño no podíamos permitirnos comer mucha carne. Ni siquiera de diablillo.