Capítulo 4

Según mi abuelo, yo debía mi existencia, el lugar especial que ocupaba en el mundo, a dos hechos distintos: el sacrificio de una paloma semental o al engullimiento de cerillas. En función de qué historia le apetecía contar, uno de esos dos acontecimientos le obligó a escapar de Urfa, o, como decía a veces, le proporcionó la oportunidad de tener vida propia.

En casa de los Twining siempre había huérfanos armenios, pero ninguno se quedaba allí durante mucho más de un año. Los Twining, que eran buenos misioneros, encontraban hogares para estos niños. Mi abuelo, sin embargo, era harina de otro costal. Desde que la Pobre Anahid se convirtió en la doncella de los Twining y lo tomó a su cargo, duró once años en la casa. Mi abuelo declaraba, y es probable que tuviera parte de razón, que el doctor misionero albergaba algún sentimiento hacia él, su hijo bastardo. Mi abuelo fue una anomalía tanto en la duración de su estancia en la casa como en el momento en que escapó al Líbano. Podría asumirse con seguridad que todos los huérfanos con los que creció, aquellos que no fueron masacrados durante la Gran Guerra, huyeron al Líbano durante la gran emigración de huérfanos armenios. Mi abuelo se adelantó a su tiempo. Sobrevivió a la esposa del doctor y no tuvo que lidiar con el genocidio y con sus consecuencias. Dios le bendijo, y, por tanto, a mí también.

Durante sus primeros años el padre de Ismail le llevaba a todas partes en brazos, incluso cuando el niño ya había aprendido a andar. Pero un día, después del segundo cumpleaños de mi padre, la esposa del doctor dijo a su marido:

—Debería darte vergüenza. Tratas a este huérfano mejor que a los de tu sangre. ¿Acaso no quieres a tus hijas? ¿No merecen ellas tu atención? —El doctor se quedó avergonzado—. Esta es Barbara —añadió su esposa—, y ésta es Joan. Por si te has olvidado de sus nombres.

Simon Twining dejó a mi abuelo en el suelo y se llevó a sus hijas a dar un paseo.

Cuando mi padre cumplió los cuatro años, el doctor intentó enseñarle a leer y escribir, pero su esposa dijo:

—No seas tonto, marido mío. El inglés le servirá de poco. Le enviaremos al colegio con los demás armenios. Aprenderá su idioma y podrá hablar con su gente.

Sin embargo, cuando mi abuelo se unía a los demás niños para estudiar la Biblia con el doctor, los domingos después de misa, ella no ponía objeción alguna.

—Vengo de una época en la que la tinta aún era líquida y lujosa. —Mi abuelo quebró el silencio mientras atizaba el fuego—. Nada de bolígrafos baratos. La esposa de mi padre creía que enseñarme a escribir era tirar el dinero y desperdiciar el tiempo.

Realizó el ritual del mate: vertió agua caliente de la tetera en el colador metálico, y después lo frotó con una piel de limón. Reemplazó el colador, ahora desinfectado, en la calabaza de mate y me lo pasó.

—Tal vez pienses que la esposa del doctor era mala, y lo era, pero estarías pasando por alto el quid de la historia. No se me permitía aprender a leer, pero estudiar la Biblia es más valioso para un hakawati. Fíjate en la más grande de todos ellos, Umm Jaltoum. Nació en el seno de una de las familias más pobres en una remota aldea del delta del Nilo, en el bajo Egipto. Umm Jaltoum debería haberse casado a los doce o trece años. No habría sido escolarizada y habría parido una docena de críos: en esa parte del mundo las niñas musulmanas no podían estudiar. Pero aquí viene el regalo, lo entenderás enseguida. Desde muy pequeñas a las niñas se les enseña a leer el Corán y nada más. Se las machaca con él todos los días. Para una cantante, ése es el mayor de los regalos. Aprendió conceptos como el tono y el ritmo, a pronunciar perfectamente y a respirar, a proyectar la voz, las inflexiones: todo. Nunca murmura. Se entienden todas las palabras que salen de su boca. Dominó el hechizo de la voz. Cuando llegó el momento, abrió la boca, desató el alma, y nos ayudó a todos a acercarnos a Dios. Te repito que era un regalo. La esposa del doctor quizá fuera rencorosa, pero el destino era mi aliado.

Zovik y la Pobre Anahid se ocupaban del chico, lo trataban como si fuera hijo suyo, pero eran criadas en una casa que requería trabajo constante.

Mi abuelo las seguía por todas partes, y las doncellas se aseguraban de que no interfiriera en sus labores.

Desde edad muy temprana aprendió a entretenerse solo. Los palos se convirtieron en sus compañeros de juegos y las piedras en sus juguetes. Su mundo interior redecoraba el exterior. Sus amigos imaginarios demostraron ser más leales que los reales, aunque sólo fuera porque, a diferencia de estos últimos, existían. Comía, dormía, jugaba, aprendía un poco y esquivaba a los chicos musulmanes y sus insultos en turco. A los cinco años se esperaba de él que realizara tareas domésticas menores. A los seis, las tareas ya no eran menores. Dos años después la esposa del doctor decidió que el chico debía aprender un oficio.

—¿Quién sabe cuánto tiempo estaremos aquí para cuidarlo? —dijo ella—. Será mejor que empiece a buscarse la forma de ganar lo bastante como para llenar ese estómago insaciable que tiene.

Mi abuelo fue entregado a un criador de palomas para que aprendiera el oficio. Fue así como se vio envuelto en las grandes guerras de palomas de Urfa.

Mucho antes de que existiera un único Dios, mucho antes de Abraham, antes de que la ciudad fuera musulmana, antes de que fuera otomana o turca, las palomas eran las encargadas de llevar las almas de los muertos de Urfa a los cielos. Desde entonces las palomas habían ocupado un hueco en el corazón de Urfa.

—No es verdad lo que dicen los chilenos, que las palomas son ratas con alas —decía mi abuelo—. ¿Qué sabrán en Chile? Sabes que fue una paloma la que anunció a Noé la presencia de una nueva tierra cuando iba en el arca, una paloma europea, la que se ve en todas las ciudades del mundo. ¿Chile? Bah, que se dediquen a emborracharse con ese pisco intragable.

La mayoría de casas de Urfa poseían agujeros cubiertos y decorados para las palomas, pero algunas tenían palomares en los muros exteriores que constituían una réplica en miniatura de la casa original, un clon nacido de su frente. En algunos barrios los pájaros disponían de palacios diminutos, con minilunas crecientes coronando los pequeños minaretes; los diseños arquitectónicos de los palacios de las palomas superaban con creces los de las casas para humanos circundantes.

—Odio a las palomas —añadía mi abuelo—, pero no porque sean ratas.

El mentor de mi abuelo era un armenio, Hagop Sarkisyan, que a su vez trabajaba para un turco llamado Mehmet Effendioglu. Aunque este último no era un hombre rico, sí era un gran amante de las palomas, y poseía alrededor de trescientas aves. Hagop adiestraba a las palomas y tenía a cuatro chicos a sus órdenes. Como era el más pequeño, mi abuelo desempeñaba el peor trabajo: limpiar la mierda.

—Había mierda por doquier —explicaba—. Mierda en los palomares, en la terraza, en el tejado. ¿Tienes idea de lo que es tener que quitar tanta mierda? Claro que no. Tienes una doncella que va recogiendo lo que dejas tirado. Yo me pasaba el día entero limpiando mierda de paloma, y cuando llegaba a casa tenía que lavarme. Hoy tengo el pelo tan enmarañado por lo mucho que debía lavármelo cuando era niño.

Hagop, el palomero, era el adiestrador principal. El primer ayudante se ocupaba de alimentar a las palomas, de darles las mejores semillas y las vitaminas más fuertes. Las palomas debían tener buen aspecto y estar robustas. Cuando acababa la temporada, este ayudante dirigía una o dos de las bandadas, aunque nunca la principal, y no lo hacía nunca, nunca, mientas duraba la guerra. Mehmet, el dueño, se sentaba en el tejado a mirar.

—Sólo me libraba de limpiar durante las guerras —decía mi abuelo—. Se me permitía ver volar a los pájaros. Y tengo que admitir que formaban una bella estampa en el cielo, dando vueltas y más vueltas alrededor de un sumidero imaginario, para luego salir disparadas, cayendo como un jet israelí. En esos momentos les perdonaba toda su mierda.

Ah, las guerras, las guerras. Las guerras de palomas de Urfa se remontaban a mil años atrás. La guerra comenzaba en noviembre y terminaba en abril, coincidiendo, no de forma accidental, con el peor tiempo para que las palomas volaran: una prueba de resistencia aérea. Por la tarde, a las cuatro y media en punto, los contendientes de Urfa subían a los tejados, donde se hallaban las jaulas, y soltaban sus respectivas bandadas hacia el cielo. La ruidosa cacofonía de miles y miles de alas y los tintineantes sonidos de las joyas de las palomas alcanzaban todos los rincones de la ciudad. Sobre cada uno de los tejados el palomero dirigía a sus aves; su mirada fija nunca se separaba de la bandada en vuelo. Su instrumento era una vara larga con un lazo negro en el extremo. Con cada movimiento dirigía el vuelo de sus pájaros. Y cuando trazaba un gran arco en el aire, su bandada se hundía en medio de otra, rompiendo la simetría, confundiendo a las palomas del adversario.

—Hagop era bueno, pero no excepcional. Había otro criador, un armenio que respondía al nombre de Eshjan, que era el príncipe de todos. Era capaz de dirigir a sus palomas con sólo silbar. Silbaba, y la bandada dibujaba un círculo; silbaba, y volvían a casa. Eshjan solía ganar la guerra y no precisamente porque tuviera las mejores palomas. Podría haber vendido sus aves a cambio de una fortuna y haber comprado otras mejores para adiestrarlas, pero nunca lo hizo. Todos creen que es cuestión de dinero, ¿sabes?, pero no lo es. Tiene que ver más con la arrogancia. Es una cuestión de virilidad.

Ganaba la guerra quien hubiera perdido menos palomas, ya fuera por captura o muerte. El que se aseguraba de que sus palomas no se perdían o se agotaban era un adiestrador que valía su peso en oro, y no había muchos. Todos los días, mientras duraba la guerra, las palomas volaban hasta que el cansancio se posaba en sus alas; hasta que el oxígeno se rebelaba y escapaba de su sangre. Los pájaros caían del cielo como bombas soltadas por escuadrones de combate, dejando un reguero de cuerpos deformados en la tierra. Aturdidas, sorprendidas y perplejas, algunas aves seguían a bandadas que no eran la propia y acababan en tejados extraños, donde terminaban capturadas para ser servidas aquella misma tarde en la cafetería local, como botín de guerra, para deshonor de sus dueños y el descrédito de su virilidad.

—Hay guerras en muchas ciudades libanesas —decía mi abuelo—, pero ninguna como las que se dan en el norte. Aquí se celebran por diversión. En Beirut las cosas pueden ponerse feas, pero no se trata de una guerra real. Si uno de tus machos acaba mezclado con la bandada de otro, siempre puedes recuperarlo. La regla del caballero en Beirut es que la primera vez es gratis. Verás, en una zona sin guerra, la mayoría de machos están apareados, y una paloma siempre quiere volver a reunirse con su pareja, así que resulta muy difícil conservar a un macho capturado. Tendrías que matarlo. En una zona de guerra cada equipo tiene unos doscientos machos y cinco hembras. Los equipos voladores están formados sólo por machos, sobre todo de los de papada. Es una cuestión de guerra, no de afición a las palomas. Los palomeros de Beirut tienen equipos formados por toda clase de palomas: reales, volteadoras, monjiles, moñudas… todas.

Los adiestradores de allá que estaban muy apegados a sus palomas nunca se atrevían a hacerlas volar durante la guerra. Los colombófilos se reunían en el café Çardak, tal y como llevaban haciendo cientos de años. Establecían los marcadores de las batallas de la tarde mediante el recuento de las palomas capturadas. Todas las paredes de la cafetería estaban adornadas con jaulas, y los aficionados podían admirar o comprar las palomas cautivas. El dueño original de una paloma tenía derecho a ofertar primero, pero sólo si el nuevo propietario deseaba vender.

—Pero no se podía comprar el peşenk —explicaba mi abuelo—. El peşenk era el líder de un equipo de palomas. No se puede ganar la guerra sin tener uno bueno. Los demás machos le siguen. Si un peşenk cae en un tejado equivocado y es capturado, el propietario original se retira de la guerra. Jaque mate. Tiene que librarse del equipo y empezar otro nuevo. El peşenk no puede comprarse. Es el jefe del clan, el más poderoso de todos.

Mi abuelo bebió un sorbo de mate, dobló el cuello y habló hacia el techo.

—Se dice que el talento se salta una generación, lo que significa que mi padre o mi madre debieron de ser grandes palomeros, porque, a diferencia de mi hijo menor, tu tío Yihad, yo desde luego no lo era. No tengo ni idea de dónde habrá sacado el talento, y, gracias a Dios, también tuvo la inteligencia suficiente para parar a tiempo. No me escuchó, claro. Nadie lo hace. Pero un día comprendió por fin que ser palomero es una vocación humilde. Ahora escucha lo que voy a decirte. Sólo porque he admitido que no era un buen palomero no significa que no poseyera otras habilidades. La agenda del destino no es siempre algo desnudo y diáfano.

»Una noche me lamentaba de mi suerte. Estaba hambriento y cansado. Llevaba seis semanas limpiando mierda y no veía cómo salir de aquello. La maldita mujer del doctor decía que yo me quejaba a todas horas. Decía que un chico tan rebelde como yo no tenía muchas opciones. Pero se equivocaba, ¿sabes?, aunque en ese momento yo no lo sabía. No olvides que sólo tenía ocho años. Así que ahí me tienes, barriendo la jaula principal después de una batalla cuando me llama el imbécil de Mehmet. Me da una jaula que contiene una paloma plumosa, de reluciente color negro, para que la lleve al café Çardak y se la entregue a su dueño.

»Fui al café Çardak. Un sitio impresionante, si me permites que te lo diga, grande, amplio y bullicioso. Pero lleno de palomas. Palomas, palomas por todas partes. Jaulas en las paredes, en el mostrador, en las mesas, debajo de las mesas. Empecé a ponerme nervioso. Pensé que, tal vez, si me demoraba allí, el dueño me pediría que limpiara la mierda. Dejé la paloma y salí corriendo con tanta prisa como pude. Doblé la esquina y allí estaba. No sé qué me hizo parar. Corría a toda velocidad, y supongo que necesitaba recobrar el aliento. Quizá Dios me enviara una señal. Quizás estuviera escrito.

»Lo que tenía ante mis asombrados y jóvenes ojos era otro café, el Masal, viejo pero no histórico, bien iluminado pero decrépito, apestoso y lleno de humo. No tenía puertas, y las persianas metálicas estaban subidas. Había mesas fuera, pero los parroquianos silenciosos estaban sentados de espaldas a la calle. ¿Por qué ir a reunirse con gente si vas a estar callado? Y entonces vi qué era lo que captaba la atención de todos. Dentro, sentado en una silla subida a una pequeña tarima, estaba el hakawati.

»Se sentaba en su trono como un soberano frente a sus súbditos. Llevaba fez y ropa occidental. Un encerado bigote negro de dos manos de largo dominaba su cara. No podía ver cómo movía la boca. Tenía un libro en su regazo, pero apenas lo miraba. Me acerqué más y oí su voz sedosa. Magia.

»Era turco y, deja que te diga, no es que yo dominara mucho el turco en aquella época, pero le oí. Le escuché con las orejas, con el cuerpo y con el alma. Nos regaló con la historia de Antar, el gran poeta guerrero negro. Estaba en mitad de la narración, pero las suelas de mis zapatos echaron raíces que se clavaron en los adoquines del suelo. Estaba hechizado.

»¿Cómo puedo describir la primera vez que me topé con mi destino? Un fuego divino me ardió en el pecho, mi corazón brilló. En comparación mi vida hasta entonces había transcurrido a un ritmo triste e indolente. Ah, Osama, ojalá pudiera hacerte partícipe de lo que se siente cuando uno se alinea por fin con los deseos que Dios le tiene reservados. Había recibido la llamada.

A la luz de la lamparilla de la mesita de noche distinguí la silueta curva de la cabeza de tío Yihad y su réplica, una sombra más grande proyectada en la pared. Me arropó con cierta fuerza. Dado que era el hermano más pequeño de mi padre, mi canguro principal y mi cuentista favorito, le habían asignado la tarea de acostarme, ya que mis padres tenían una cena de gala. Mi madre le había dicho que me metiera en la cama y volviera enseguida, pero él parecía distraído, absorto en sus pensamientos. Aunque afirmó que quería asegurarse de que me durmiera contándome un gran cuento, su corazón no parecía estar muy por la labor.

—Érase una vez un principito feliz —empezó. Se quedó mirando el cabezal.

—Dijiste que me contarías cómo llegué a existir. —Rodé a un lado y luego al otro para soltar un poco las sábanas—. Me lo prometiste.

—Es lo que voy a hacer.

Tomó la bebida que había dejado en la mesita de noche, borrando con los dedos el trazado perfecto que el vapor había dibujado en el largo vaso.

—Yo no soy ningún príncipe.

—No empiezo la historia por ti. —Dio un sorbo de whisky, y sus ojos centellearon por primera vez—. ¿Por qué crees que eres el príncipe?

—Me lo dijiste. Dijiste que me contarías el cuento de cómo llegué a ser yo.

—Mi querido Osama. —Bebió otro sorbo y sonrió—. A estas alturas ya deberías saberlo. La historia de quién eres nunca trata de ti. Estoy empezando por el principio.

—Si haces eso, no llegarás ni al postre.

Se rio.

—Deja que yo me preocupe por eso. ¿Por dónde iba antes de ser tan burdamente interrumpido? Había una vez dos principitos.

—Era un principito feliz —dije.

—Bueno, pues ahora son hermanos, y no estoy seguro de lo felices que eran. Digamos que estaban satisfechos y que se querían.

»Un día los príncipes salieron a cazar al bosque, pero el hermano menor no era capaz de matar animales. Terminaron disparando flechas contra troncos de árboles. El príncipe más joven preguntó a su hermano: “¿Puedes darle a esa bandera de ahí?”, y el príncipe mayor tensó el arco, disparó y dibujó un agujero en la bandera. Pero en realidad no era una bandera. Una mujer muy vieja y fea les reprendió. “¿Por qué le habéis disparado a mi ropa interior? Ya os enseñaré yo a respetar la colada ajena.” Dio dos palmadas y de repente los príncipes se encontraron en un bosque que no conocían. Caminaron en todas direcciones, pero no lograron encontrar el camino de regreso a casa. Cayó la noche. A la mañana siguiente se despertaron y se percataron de que seguían perdidos. “Tenemos que encontrar comida o nos moriremos de hambre”, dijo el mayor. Encontraron una paloma en un árbol. El príncipe mayor fue a disparar el arco, pero la paloma dijo: “Te lo imploro, noble príncipe. No me mates. Tengo dos hijos en casa, y morirán si no les llevo comida”.

»El príncipe mayor repuso: “También nosotros moriremos si no te comemos”. Pero el más joven replicó: “Podemos alimentarnos de bayas y raíces. Mira, aquí hay chirivías, y ruibarbo y rábanos”. El príncipe mayor se apiadó de la paloma y bajó el arco. “Te recompensaré este acto de compasión”, dijo la paloma, y salió volando. “¿Cómo va a saldar una deuda una paloma? —preguntó el príncipe mayor—. Podríamos haberla asado y habérnosla comido con una salsa de chirivías y bayas.”

—¡Qué asco de salsa! —dije.

—Cualquier salsa es buena si tienes hambre.

»Los chicos anduvieron y anduvieron, y llegaron a unas corrientes que crecían junto a un lago, y allí vieron a un pato salvaje. Al príncipe mayor le encantaba la carne de pato, el confit con patatas, como a su hermano menor. El príncipe mayor tensó el arco, pero el pato exclamó: “Te lo imploro, noble príncipe. No me mates. Tengo dos hijos en casa, y morirán si no les llevo comida”. El príncipe mayor bajó el arco, y el pato añadió: “Te recompensaré este acto de compasión, príncipe”. Más adelante los príncipes vieron a una cigüeña que se sostenía sobre una pata y se limpiaba con su largo pico. El príncipe mayor apuntó con cautela, pero la cigüeña dijo: “Te lo imploro, noble príncipe. No me mates. Tengo dos hijos en casa”, y el príncipe bajó el arco. “Esta noche dormiremos en ayunas”, dijo, pero el más pequeño dijo que haría una magnífica ratatouille de verduras, y así lo hizo, y le salió suculenta.

»A la mañana siguiente los chicos caminaron y caminaron hasta llegar a un castillo donde un anciano rey los vigilaba desde la escalera. “Se diría que estáis buscando algo”, dijo el rey.

»El príncipe mayor contestó: “Buscamos nuestra casa, pero no parecemos capaces de encontrarla”.

»“¡Qué suerte! —dijo el rey—. He perdido a mis acompañantes. Si trabajáis para mí, os proporcionaré ropa y comida hasta que encontréis vuestra casa.” Los chicos se convirtieron en los compañeros del anciano rey, le contaron cuentos y le entretuvieron. Pero no todo era maravilloso: el rey tenía en su corte a un malvado visir.

—Siempre hay un visir malvado —le interrumpí.

—Alguien tiene que ser malo.

»Este visir, que sentía envidia de los príncipes, dijo al rey: “Considero mi deber informaros, majestad, de que estos chicos no hacen nada bueno. Se burlan de la corte. Fijaos, el otro día se jactaron de que si fueran los administradores de la despensa no se perdería ni un solo grano de arroz. Hay que ponerlos en su sitio. Mezclad un saco de arroz con uno de lentejas y pedidles que separen ambas cosas en una hora. Demostradles adónde conduce la arrogancia. Los alardes nunca deben quedar sin respuesta”.

»Aunque el rey era un buen hombre, pecaba de crédulo. Dio la orden de que se mezclaran ambos sacos y dijo a los chicos: “Cuando salga de palacio, dentro de una hora, espero que las lentejas estén separadas del arroz. Si el trabajo está hecho, seréis mis administradores; y si no lo está, os cortaré la cabeza”. Los príncipes se esforzaron en vano por convencerle de que no habían alardeado de nada. Los criados del rey llevaron a los chicos a una estancia donde el arroz y las lentejas estaban diseminados por el suelo.

»Los chicos se estremecieron: ésa era una tarea para mil hombres e incluso así necesitarían al menos una semana. “Estamos condenados”, dijo el mayor. Se sentaron entre el arroz y las lentejas, y se fundieron en un abrazo. Pero entonces una paloma apareció en la ventana y dijo: “¿Por qué estáis tan tristes, príncipes míos?”, y el mayor le habló de la tarea que les había encargado el rey. “No os preocupéis —dijo la buena paloma—. Soy el rey de las palomas, cuya vida salvasteis cuando teníais hambre. Tal y como prometí, hoy os devolveré el favor.” El rey de las palomas salió volando y volvió acompañado de un millón de palomas, que se dispusieron a separar el arroz de las lentejas. Un montón de alas revolotearon, y el aire resultante movió las pilas por la estancia, mientras miles de picos iban cogiendo arroz y lentejas. Trabajaron, trabajaron y trabajaron: en cuestión de minutos las palomas habían hecho dos grandes montañas. El rey no daba crédito a sus ojos. Pidió a sus criados que revisaran los montones, pero no se halló ni un solo grano de arroz entre las lentejas. Alabó, pues, la diligencia y el talento de los chicos, y los nombró administradores de la despensa.

»El visir se moría de celos. A la mañana siguiente fue a ver al rey. “Esos chicos jactanciosos han vuelto a las andadas. Afirman que si fueran vuestros tesoreros no se produciría ni el robo ni la pérdida de un simple anillo. Poned a prueba a esos presuntuosos, majestad. Lanzad el anillo de vuestra hija al río y ordenadles que lo encuentren.” El tonto del rey volvió a creerse al visir e hizo arrojar el anillo de su hija al río.

—¿Por qué la gente siempre se cree a los mentirosos? —pregunté.

—Todos necesitamos creer. Es la naturaleza humana.

»Así que el rey dijo a los príncipes: “Tengo entendido que os gusta alardear. He tirado el anillo de la princesa al río. Estaré en el palacio durante una hora, y cuando salga, espero que lo hayáis encontrado. Si cumplís el encargo, seréis mis tesoreros; y si no, os cortaré la cabeza”. Los príncipes recorrieron el río. El más joven anduvo de un lado a otro de la orilla, y el mayor se sumergió en él, pero ninguno logró encontrarlo. Un pato que descendía por el río les preguntó: “¿Por qué estáis tan tristes, príncipes míos?”, y el mayor le habló de la orden que habían recibido de boca del rey. “No os preocupéis —dijo el buen pato—. Soy el rey de los patos, cuya vida salvasteis. Ahora saldaré mi deuda.” El pato se fue volando y regresó acompañado de un millón de patos. Nadaron por todo el río, sumergiéndose en grupos, metiendo y sacando las cabezas hasta que dieron con el anillo. Cuando el rey volvió del palacio y vio el anillo, nombró a los chicos tesoreros reales.

»Al ver que sus esfuerzos habían sido frustrados de nuevo, el visir urdió un plan maestro. Sabía que el rey había intentado aprender brujería y nigromancia, pero que sus estudios habían resultado infructuosos. Así pues, el visir fue a ver al rey y dijo: “Esos chicos no han aprendido a tener la boca cerrada. Han dicho que esta noche nacerá en el palacio un bebé excepcional, el niño más brillante del universo, el más hermoso, el más encantador, pero no sólo eso. Esos chicos presumidos no se han conformado con un niño de cualidades tan excepcionales. Según ellos, pidieron al yinn que hiciera al chico aún más especial y éste aceptó. Han dicho que el niño será el mejor intérprete de oúd del mundo, y se jactaron de que si su majestad le oye tocar ese instrumento, sus ojos se llenarán de lágrimas. Esa fanfarronada nunca se hará realidad”. Como el rey nunca había conseguido comunicarse con el yinn, al enterarse de la noticia hirvió de rabia. “Si el milagro no sucede esta noche”, amenazó a los príncipes, “os cortaré la cabeza y enterraré vuestros cuerpos sin oraciones en suelo sucio. Así os encontraréis con esos demonios con los que comulgáis.”

»En sus aposentos, los príncipes se acurrucaron y se abrazaron. Al menos, con los dos primeros encargos sabían cómo empezar, aunque nunca hubieran podido completar la tarea sin ayuda. Pero ¿cómo iban a encontrar a un bebé?

—La cigüeña.

—Por supuesto.

»La cigüeña llamó al cristal de la ventana y los príncipes le abrieron. El mayor le habló del milagro. “No os preocupéis”, dijo la buena cigüeña. Salió volando y regresó con un hatillo envuelto en algodón blanco. Con delicadeza la cigüeña depositó el hatillo en el suelo, y de él salió el bebé más hermoso del mundo; los príncipes se prendaron de él al instante y supieron que le querrían para siempre. El bebé gateó hasta el oúd que había junto a la cama y se puso a tocar una exquisita melodía.

—¿Un maqâm?

—¿Qué si no?

»La melodía era tan cautivadora que todos los residentes de palacio se despertaron y desearon saber de dónde procedía esa música. Todos se precipitaron en el interior de la estancia a contemplar con sus propios ojos el milagro de aquel bebé especial capaz de tocar el oúd. El rey oyó la canción: su corazón se ensanchó y las lágrimas acudieron a sus ojos. La hermosa princesa quedó prendada del bebé y dijo: “Este niño será mi hijo y este príncipe será mi marido”. El príncipe mayor se casó con la princesa, y su hijo fue el niño más especial del mundo.

—¿Y qué fue del malvado visir?

—Se fue a Francia, donde viven todos los celosos.

—No es una buena historia. No nací sabiendo tocar el oúd. Aprendí luego.

—Lo único que haces es recordar cómo se toca, querido. —El tío Yihad apuró la bebida del todo—. Recuperar lo que siempre has sabido.

—¿Y qué hay de Lina?

—La suya es otra historia —replicó él.

—¿Cómo puede ser? Es mi hermana. No podemos tener historias distintas.

—¿Quién lo dice?

—No tiene sentido —dije—. Una familia tiene una sola historia.

Y mi abuelo dijo:

—A la tarde siguiente, cuando terminó la batalla de palomas, lo limpié todo tan deprisa como pude y volví corriendo al Masal. Pero llegué tarde. El hakawati ya había avanzado en la historia y había resuelto el punto de suspense que había dejado en el aire el día anterior.

»—Por favor —le interrumpí gritando desde fuera—. ¿Cómo escapó Antar de la trampa mortal? Parecía imposible. Debo saber cómo lo hizo —dije en un turco pobre. Creo que le confundí. Me miró sin parpadear. El dueño del café vino hacia mí: “Lárgate, sucio pillastre —gritó—. Vuelve por donde has venido, infiel”.

»Debo aclararte que los insultos rara vez hacían mella en mí. Rebotaban como rebota el acero de un imán. No, quiero decir como rebotan dos imanes o algo así. Al fin y al cabo, Barbara y Joan me insultaban todos los días, y los demás ayudantes del trabajo me decían cosas horribles. Me sentó mal que dijera que iba sucio, así que le respondí: “Voy sucio porque he estado limpiando mierda, y por eso he llegado tarde. Si hubiera ido a casa a lavarme todavía me habría perdido más parte de la historia”. Mis palabras no causaron la más mínima impresión en el dueño, quien blandió una vara amenazadora en dirección hacia mí. “Si no te largas, te voy a calentar el trasero”, a lo que protesté: “No es justo. No es culpa mía tener que trabajar. Quiero oír el cuento”. El dueño alzó la vara y yo me dispuse a escapar cuando oí un bufido equino. Un hombre gordo, de lo más respetable, vestido con un fez caro, traje y corbata, se reía desde una de las mesas de fuera. De su amplia boca salía el humo de la hookah. “¿Por qué insultas a un futuro cliente, hombre? Deja que el chico se quede a escuchar el cuento.” El dueño replicó: “Ése nunca será un cliente, effendi. Es un chico de la calle”. Antes de que pudiera llevarle la contraria, el effendi dijo: “Es un chico trabajador, no un golfillo. ¿Cómo puedes echar a un chico que quiere oír una historia? Ven, muchacho. Siéntate a mi mesa y abre los oídos. A mí no me molesta el olor a mierda. Trae a este chico una taza de té y algo de comer. Tenemos que escuchar una historia”.

»Y así fue como Serhat Effendi me tomó bajo sus alas.

»Entré en el paraíso. Casi dejé de pasar tiempo en casa. Todos los días, tan pronto como finalizaba la batalla, me apresuraba a ir al Masal a oír al hakawati. Me sentaba a la mesa de Serhat Effendi todas las tardes. Me servían una taza de té con mucho azúcar y un bocadillo barato, pero aun así era mejor comida que la que me daban en casa. El effendi era amable conmigo. Mi olor no le ofendía y me trataba con el mayor respeto. Un día, cuando le pregunté cómo podía pagarle ese refrigerio diario, me dijo que mi trabajo consistía en hacerle compañía, ya que no le gustaba estar solo en el café. Pero casi nunca hablábamos, a excepción de los días en que yo me retrasaba un poco y él me susurraba al oído lo que me había perdido. En mi noveno cumpleaños me trajo un delicioso lokum.

»Lo que sé es que el hakawati me tenía hechizado. Y sin embargo empecé a percatarme de que el effendi no estaba tan impresionado como yo. Una noche, después de que el contador de historias nos hubiera dejado en otro punto álgido, Serhat Effendi se disponía a marcharse y le pregunté si le gustaba la historia. No olvides que aparecía por allí seis noches por semana para escucharla. “La historia me gusta mucho —replicó. Por su tono deduje que aún no había terminado y esperé a que prosiguiera—. La he oído contada con más exquisitez. —Se percató de que yo no le comprendía, porque continuó—: La historia de Antar es un clásico. Este hombre la cuenta bien, y sin embargo da la sensación de que el romance no es su fuerte. Hace un trabajo magnífico con las pruebas y los triunfos del poeta, pero parece creer que Abla, su hechicera amada, no tiene importancia. Estamos oyendo la mitad de la historia. Pero no te preocupes. Está a punto de terminar y la semana que viene tendremos a alguien nuevo.”

»¿Sabes por qué te cuento esto, Osama? Es para que entiendas que, por buena que sea una historia, lo importante es cómo se cuenta.

»Y el effendi tenía razón. La semana siguiente llegó otro hakawati, un hombre más anciano. A la hora prevista subió a la tarima y saludó a su público. Anunció que le gustaría contarnos la historia de Antar, el gran poeta negro. Yo solté un “no” espontáneo, y no fui el único ni de lejos. El hakawati se disculpó y preguntó: “¿Acaso no les gusta esa historia, caballeros? Les aseguro que es el mejor cuento jamás contado. Antar fue el mayor héroe musulmán, el amante más apasionado y el devoto más fiel. Esta historia es una de las más bellas. Confíen en mí. Aunque sólo permaneceré aquí durante dos semanas, lo que me obliga a contarles una versión abreviada, ésta les encantará”. Los oyentes respondieron casi al unísono: “Pero justo acabamos de oírla. El hakawati que te precedió contó el cuento de Antar”.

»El hombre hizo una pausa y dedicó un momento a considerar la cuestión. “Lástima. Es una vergüenza que se hayan visto obligados a escuchar una versión patética de la gran historia contada por un memo incompetente.” Un hombre tomó la palabra. “Fue una versión exquisita.” “No importa —dijo el nuevo hakawati—. Les embrujaré con mi versión y olvidarán todo lo que han oído antes de mí.”

»El público seguía protestando. Algunos se mostraban enojados. Fue entonces cuando advertí que Serhat Effendi, en cuyo rostro se apreciaba una irónica sonrisa, no participaba de la discusión general. “No queremos volver a oír la misma historia”, gritaba la multitud, y por fin Serhat Effendi intervino. “Maestro hakawati. —Se hizo el silencio en la sala cuando el hakawati reconoció al effendi—. Vuestra reputación os precede —dijo el effendi—. La exquisitez de vuestro estilo es de sobras conocida por cualquier aficionado de nuestras tierras. Nos sentimos honrados de recibirle en nuestra humilde ciudad y le rogamos que nos deleite con su especialidad: el cuento de Majnoun y Layla. Se dice que vuestra narración tuvo a la graciosa princesa deshecha en llanto durante dos semanas.” “Diecisiete días”, corrigió el hakawati. “Y que los hombres cristianos de Estambul que oyeron su versión se convirtieron a la fe verdadera.” “Cierto es”, dijo el hakawati. Y Serhat Effendi culminó su intervención diciendo: “¿Se debe entonces a modestia por vuestra parte que tengamos que oír la historia de Antar en lugar de su pieza maestra?”. “Le ruego que me perdone, effendi —dijo el hakawati—. Me habría sentido muy honrado de contarles el cuento que me ha dado fama. Por desgracia se me informó de que bajo ninguna circunstancia podía dedicarle más de dos semanas a la historia. Dos semanas, effendi. La única historia que puedo contar en dos semanas es la de Antar. No puedo insultar al público con una versión abreviada de mi obra maestra. Pero, por favor, querido público, quítense esas máscaras de tristeza de la cara. Me duele mucho verlas. La buena noticia es que en dos semanas me reemplazará un joven hakawati, un niño, la verdad, que intenta labrarse una reputación. El dueño del café dice que es muy bueno… para ser circasiano, claro. —Y en este punto el hakawati hizo una pausa antes de añadir—: Y al parecer ese joven está dispuesto a trabajar a cambio de un plato de lentejas sin cocer.”

»El dueño estuvo a punto de sufrir un infarto; el café explotó. Los hombres protestaban a gritos y el dueño intentaba aplacar a su clientela. “Sí, claro que os merecéis lo mejor”, repetía, hasta que finalmente tuvo que disculparse y prometer al hakawati que podría quedarse todo el tiempo que le hiciera falta. El hakawati sonrió.

»Tras la primera sesión la ciudad entera estaba exultante. La fama del hakawati y de sus palabras se propagó por doquier. A la tarde siguiente el lugar estaba abarrotado. Muchos no encontraron asiento. Veinte mujeres con velo se hallaban fuera, se negaron a sentarse y no dirigieron ni una palabra a los parroquianos. Se limitaron a escuchar, inmóviles y conmovidas. La noche siguiente eran cuarenta las mujeres que había a un lado y más de cien hombres al otro. Y cuando el maestro hakawati habló del exilio de Majnoun en el desierto para evitar ver el dulce rostro de su amada, todos los velos se humedecieron, así como todos los bigotes. Zeki, el maestro contador de historias de Estambul, tuvo hechizada a nuestra pequeña ciudad durante ocho meses ininterrumpidos.

»Cuando yo muera y la gente empiece a decirte que no fui un gran hakawati, diles que estudié con el mejor: Istez Zeki, de Estambul. Sólo Nazir de Damasco podía comparársele, y también estudié con él. Para dar con un hakawati mejor que esos dos habrías tenido que viajar a la tierra de las especias y Sheherezade, a Bagdad y a Persia. Zeki era el maestro. La única razón por la que se dignó venir a nuestra atrasada ciudad fue la necesidad de escapar de Estambul durante unos años. Verás, aunque superaba con creces los ochenta había logrado seducir a la esposa de un visir. Habían puesto precio a su cabeza. Pero era tan querido que otros oficiales otomanos le ayudaron a salir de la capital. Le dijeron que no volviera en un par de años, hasta que se calmaran las aguas. Nunca regresó. Un hombre influyente le pidió que trabajara en Bagdad, y allí le mataron.

»Bueno, tal vez no sea exacto decir que estudié con Zeki, pero desde luego le estudié a él. No se lo digas a nadie, porque a la gente le cuesta distinguir los matices. Le oí todas las tardes y no me perdí ni una sesión. Estudié su técnica, el uso de la voz, el tono y la inflexión. Cuando hacía una pausa, el público contenía el aliento. Era el rey de los silencios. Camino de casa yo practicaba repitiendo las mismas palabras, de su mismo modo. Movía las manos como lo hacía él. Cuando llegaba a un momento conmovedor de la historia solía extender su mano, con la palma abierta hacia Dios, como si Le ofreciera aquel bello momento, o mejor aún, ofreciéndole las almas de todos los que le escuchaban. Cuando Zeki nos habló de las aves del desierto que intentaron apartar a Majnoun del suicidio, usó un silbido distinto para cada pájaro. Camino de casa descubrí que sabía silbar tan bien como él, y me convertí en un experto en ello. Los silbidos de sus pájaros me atravesaban el corazón. “Oh, Majnoun —silbaba el troglodito del desierto—, no te mates. Piensa en todos los placeres que te ofrece la vida”; y la codorniz silbaba: “Reencuentra la satisfacción de comer. No mueras”. Fascinante.

»Estudiarle no era tan fácil como parece a simple vista, ya que me obligaba a desdoblarme en dos personas. La primera escuchaba la historia y se sumergía en su mundo, y la segunda estudiaba al contador de historias y se sumergía en él.

»Pero lo cierto es que no sólo aprendí de Zeki. Dios me sonrió y castigó a uno de los ayudantes del palomar. Aunque no vi lo que pasó, porque estaba en el corral principal limpiando, sí lo oí todo. Era época de paz. El ayudante, cuyo nombre era Emre, dirigía una bandada. Mehmet y Hagop estaban en el tejado con él, bebiendo té. Al parecer Emre era incapaz de conseguir que las palomas volaran más alto. No paraba de balancear el palo, trazando arcos más grandes, pero las palomas volaban en un círculo bajo. Hagop se burló del chico. Mis sentimientos eran contradictorios. Me alegraba, porque Emre siempre se burlaba de mí, pero al mismo tiempo era consciente de que luego yo acabaría pagando el pato.

»El perplejo Emre no entendía qué estaba pasando. Maldijo el cielo. Una de las palomas excretó y, con todos los lugares donde podía caer, la mierda fue a parar directamente al ojo de Emre. Mehmet soltó una carcajada y dijo que eso era señal de buena suerte. Temporalmente ciego y aturdido, Emre se tapó los ojos, maldijo una vez más, e intentó alejarse. Tropezó y cayó del tejado a la acera, de cabeza. Era un edificio de un solo piso y el suelo era de arena. Mehmet y Hagop lo encontraron divertido. Se partieron de risa antes de caer en la cuenta de que Emre podía estar herido. Cuando se asomaron y contemplaron el charco de sangre, dejaron de reír. Emre se quedó ciego y tonto, y a mí me ascendieron.

»Ya no tuve que limpiar más mierda. Me convertí en responsable de alimentar a las palomas. Cambié un agujero por otro. También me hacían encargos y cosas así. Tenía a mis órdenes a otro chico que se encargaba del tema de la mierda. No me subieron el sueldo, ya que no olvidemos que Mehmet era turco, pero terminaba mucho antes, lo que me permitía salir a echar un vistazo a los demás cafés de la ciudad. Al principio no pude oír a los demás hakawatis porque todos contaban sus historias por la tarde, y esa hora la tenía comprometida con Zeki. Pero entraba en un café y pedía a los clientes que me contaran historias. A la mayoría les encantaba hacerlo aunque estuvieran jugando a las cartas o al backgammon. Alguien empezaba una historia. “Érase o no una vez”, empezaba uno, y partía de allí. Sus amigos le ayudaban a contarla, le corregían si se saltaba algo y usurpaban su puesto si vacilaba sólo un segundo.

»Zeki terminó su historia cuando el público se quedó sin lágrimas. Cuando se marchó me sentí solo y abandonado, pero no fue algo que me sucediera a mí sólo, porque todo su público compartía ese sentimiento. Probé a todos los hakawatis de Urfa. Incluso fui a ver a un kurdo; aunque no comprendía ni una sola de sus palabras me gustaba su modo de decirlas. Pero no podía dedicarle mucho tiempo porque Serhat Effendi me esperaba en su mesa. Me dijo: “Puedes recorrer el mundo en busca de grandes historias, pero al final, las mejores vendrán a ti”.

»Ensayé. Practiqué con Zovik y la Pobre Anahid. Conté historias a palomas indiferentes mientras se apareaban. Hablé con árboles, flores, palos y piedras. Una mañana empecé a contarle un cuento a Hagop, y él me dio un cachete. “Me importa un comino lo que tengas que contarme”, me gritó.

»Probé a cantar como Zeki. Siempre que en la historia había una canción, Zeki la cantaba. Yo era feliz. Tenía un trabajo. Tenía una pasión. Pero no tenía familia, y ésa sería mi maldición. Verás, la familia de la que formaba parte empezaba a hacerse añicos, como si fuera un mohoso queso búlgaro.

La primera vez que vi en acción a un hakawati fue en la primavera de 1971, justo después de haber cumplido los diez años. Mi abuelo había bajado de la montaña sin avisar para visitar al tío Yihad. Lina y yo estábamos con los dos en el salón de la casa de mi tío. Lina había ido a hojear los catálogos de pinturas del tío Yihad, y yo estaba allí porque no tenía nada mejor que hacer. Diseminados por toda la estancia —por la mesita, por el suelo— había docenas de monografías y libros, pero yo estaba mucho más interesado en la conversación que mantenían mi tío y su padre.

—No quiero ir solo —decía mi abuelo, en un tono que expresaba a la vez súplica y sorpresa por tener que reafirmar su deseo. Sus dedos contaban las cuentas del rosario.

—No puedo acompañarle —repuso el tío Yihad—. Debo cuidar del chico.

Eso era mentira: yo no necesitaba que me cuidara nadie.

—Pues nos lo llevamos. —Los ademanes de mi abuelo se iban volviendo más expansivos—. Será mejor así. —Su cabello parecía dispararse hacia al menos once direcciones distintas—. Podemos llevar también a Lina.

El abuelo tenía un aspecto raro. Llevaba los pantalones tradicionales drusos: negros, con una bolsa colgando debajo de la bragueta que podía haber contenido una cabrita. Los religiosos drusos los usaban, pero él no practicaba ninguna religión. Era la primera vez que lo veía vestido así.

—No —declaró Lina, sin apartar los ojos de la mesita donde estaban las fotos que observaba. Tenía los brazos cruzados—. No pienso ir a un café barato de un barrio feo. Y tú —dijo dirigiéndose a mí—, deja de mirarme los pechos.

—No lo hago —repliqué con demasiada rapidez.

El tío Yihad sonrió.

—Esta niña es de las mías. Querida, no puedes controlar el mundo entero.

—No intento controlar el mundo —dijo ella, aún sin mover la cabeza—. Sólo a él. Ya aguanto bastantes miradas del resto de la gente. Sólo me falta tener que soportar las suyas. Y si sabe lo que le conviene dejará de hacerlo.

Contempló un cuadro de Brueghel en el que una mujer descendía al infierno y se llenaba la cesta de golosinas. Al tío Yihad le encantaba Brueghel.

—Eso es porque son recientes, cariño —dijo el tío Yihad—. En un par de meses todo el mundo se acostumbrará a verlos.

—¿Por qué estamos hablando de las tetas de la niña? —grito mi abuelo—. Hablábamos de mí. Bajo a la ciudad a ver a mis hijos, pero ellos no me prestan la menor atención.

Lina hacía tantos esfuerzos por sofocar una carcajada que parecía una estatuilla coloreada, inmóvil.

—Maldita sea, padre —dijo el tío Yihad—. Vigile esa boca. Dejemos de hablar del café. Sabe que Farid se pondrá furioso si se entera de que usted ha ido allí, y aún más si sabe que se ha llevado a sus hijos. ¿Por qué no hacemos otra cosa? Podemos visitar a sus consuegros. No va a verlos desde hace siglos.

—A la mierda mis consuegros —replicó mi abuelo. Los labios de Lina esbozaron una sonrisa completa—. Y a la mierda Farid también. ¿Quién es el padre de quién aquí? Es él quien debería preocuparse de que yo me enfadara y no al revés. Quiero ir. Tengo setenta y un años y moriré pronto. Ésta podría ser mi última oportunidad. ¿Acaso no tenéis ni una pizca de compasión?

—Pero ¿para qué ir, padre? Sabe que lo echarán con cajas destempladas en cuanto le vean. Siempre lo hacen.

—No, no. Esta vez no. Por eso tienes que venir conmigo. Creerán que somos una familia y no me reconocerán porque iré de incógnito. —Del chaleco sacó un solideo blanco típico de los drusos y unas enormes gafas que conferían a sus ojos un aspecto hinchado, como los de un pez en una pecera pequeña—. ¿Lo ves? Parezco un campesino de las montañas.

Lina y yo nos partíamos de risa. Cuando me dejé caer en el sofá, mi cabeza chocó con la suya. Mi abuelo miró a su histérico público y empezó a bailar y a girar a nuestro alrededor para que pudiéramos admirarlo en todo su esplendor. Con una mano me palpé el chichón de la cabeza mientras con la otra me enjugaba las lágrimas de risa de los ojos.

—Venga. Vamos —dijo mi abuelo—. Por favor, llévame.

—Yo quiero ir —dije. Me senté en el sofá. Lina me observó desde su sitio—. Quiero ver al contador de historias.

—Ése es mi chico. —Mi abuelo resplandecía de satisfacción.

—Mierda —dijo el tío Yihad—. Joder, joder, joder.

Y una clara mañana de abril en Beirut los cuatro —mi abuelo, el tío Yihad, Lina y yo— nos montamos en el coche y fuimos a oír al hakawati.

—El tiempo se hacía mucho más largo entonces —dijo mi abuelo—, en los viejos días.

Íbamos en el Oldsmobile descapotable de mi tío. Mi padre lo llamaba el coche problema, pero no conseguía convencer al tío Yihad de que se deshiciera de él. Desde que teníamos la exclusiva en Oriente Medio de Datsun y Toyota, mi padre esperaba que todos los miembros de la familia condujeran un vehículo de una de esas marcas. El negocio había empezado siendo un concesionario de Renault, pero la familia había vendido los derechos para ser los vendedores en exclusiva de los coches japoneses.

—En aquella época podías contar una historia que durara un mes, pero ahora, ¿quién la escucharía? La gente lo quiere todo rápido, como si la vida misma fuera rápida.

Mi madre conducía un Jaguar. Mi padre lo pasaba por alto, porque ella siempre había llevado Jaguars. Se quejaba de que los coches japoneses eran horribles, de que la parte trasera se deslizaba a ambos lados con una especie de protuberancias montañosas que recordaban al culo gordo de una bailarina de la danza del vientre. Conducía a una velocidad increíble y declaraba necesitar un coche que respondiera bien. Mi padre insistía en que los japoneses mejoraban constantemente sus vehículos, y que éstos pronto se convertirían en los más sólidos y no sólo los más baratos.

—Os advierto, no es que este hakawati no sea un idiota —dijo mi abuelo—. Es un memo incompetente que no podría persuadir a nadie ni aunque su vida estuviera en juego, pero tampoco podemos culparlo, ¿no? Ya os digo que estamos perdidos.

Mi padre convenció al tío Yihad de que no usara el Oldsmobile para ir al trabajo, y dado que el concesionario estaba a cuatro manzanas del bloque de pisos donde vivíamos eso no constituyó ningún problema. Lo que no pudo lograr fue que dejara de llamar al coche Hedy, en honor de una actriz americana que, en opinión de mi tío, era «la criatura más bella y divina de esta tierra».

—Y luego apareció la radio —soltó mi abuelo—. Una maldición.

—Y la televisión —añadió mi tío.

—Una maldición doble. Pero ¿quién ve esas horribles historias francesas e inglesas?

—Yo —dijo Lina.

La condición que había puesto para unirse a esta expedición fue viajar en el asiento delantero y que lleváramos la capota bajada. Mi abuelo le dijo que las princesas iban siempre en el asiento trasero, a lo que ella replicó que a las princesas que hacían eso las acababan asesinando.

Al abuelo no le hizo ninguna gracia verse relegado al asiento de atrás. Había probado la táctica de la edad, en oposición a la de la belleza, pero mi hermana era conocida por su obstinación. El abuelo acabó viendo la nuca de mi hermana durante todo el viaje, mientras yo hacía lo propio con la del tío Yihad. Lina puso la radio, y cambió de la emisora que retransmitía música árabe tradicional a otra que emitía un extraño ritmo. «Get up», gritaba el cantante. La segunda estrofa sonaba a francés. El bajo era atronador. El cantante quería ser una máquina sexual.

—Apaga eso —dijo mi abuelo.

Lina no lo hizo. El tío Yihad sí.

—¿Qué gracia tiene ir en un descapotable si no podemos poner la música a todo trapo? —dijo Lina. Llevaba un lazo rojo atado como si fuera una diadema, y se apartó del parabrisas para que el viento le hiciera volar la melena, pero a la velocidad que íbamos no había mucho viento—. Deberíamos ir por las autopistas de América.

—La autovía es mejor —declaró el tío Yihad.

—¿Por qué no vais por la pista de despegue del aeropuerto? —dijo mi abuelo, imitando su tono de voz—. Aceleráis y salís volando.

Estábamos en un barrio donde yo no había estado nunca. Las calles se estrechaban, al igual que los edificios, y los coches estaban aparcados sin orden ni concierto. Coladas de tonos chillones goteaban agua desde los balcones. Macetas de barro con geranios rojos y hierbas verdes cubrían los alféizares de las ventanas. Montones de carteles superpuestos profanaban todos los muros. Algunos presentaban rasgaduras parciales por donde asomaba el póster de abajo; aparecía el ojo izquierdo de un político bajo el brazo derecho de una pelirroja casi en cueros que fumaba un cigarrillo con un eslogan que proclamaba: «Experimenta la exuberancia».

Más adelante los carteles cambiaban y se volvían más limpios y menos coloristas. Fotos de Gamal Abd al-Nasser y de Yasser Arafat, así como de otros que no reconocí. Fotos de mártires palestinos. La frase «Esta generación verá el mar» cubría un mapa de los territorios ocupados. Delante, tres adolescentes de uniforme y con pañuelos palestinos colocados con estilo sobre los hombros, alzaron los rifles para que nos detuviéramos. Uno de los adolescentes contemplaba el coche boquiabierto. Otro repasaba con la mirada los pechos de mi hermana. Quise advertirle que ella estaba muy sensibilizada sobre ese tema. Mi abuelo se inclinó hacia delante y dijo con firmeza:

—Mira hacia otro lado, jovencito.

El chico murmuró una disculpa y fijó la vista en la rueda del Oldsmobile.

—Y bien, ¿por qué nos paran unos jóvenes tan eficaces como vosotros? —preguntó el tío Yihad—. No estamos en absoluto cerca de vuestro campamento.

El mayor de los tres, que no parecía tener más de quince años, se puso firme.

—Tenemos órdenes de registrar todos los coches sospechosos que circulen por el barrio. Los israelíes van a intentar alguna maniobra.

—Cierto —dijo mi tío—. Nunca se es lo bastante precavido. Y estoy seguro de que estáis realizando un trabajo ejemplar, chicos. Tenéis cara de listos. No os rindáis. ¿Sois acaso los jóvenes leones? Formáis parte del grupo de mi amigo, Hawatmeh Ashbal, ¿verdad?

Los tres chicos retrocedieron medio paso. El mayor preguntó en voz baja:

—¿Conoce a nuestro gran líder?

—Por supuesto. ¿No habéis reconocido el coche? ¿Quién sino nuestro gran líder puede presumir de poseer un gusto tan impecable y unas maneras tan exquisitas como para ofrecer un regalo tan maravilloso a un amigo indigno como yo? Cuando pienso en él me siento abrumado. Que Dios le muestre el camino hacia la victoria.

—Oh, señor, no se menosprecie de ese modo —dijo el cabecilla. Los otros dos chicos asintieron al unísono. Todos acariciaron el coche con las manos—. Nuestro esforzado líder nunca ofrecería un coche tan magnífico a alguien que no lo mereciera. Es usted un gran hombre, señor. Su humildad supone una lección para todos nosotros.

—Eres muy amable, hijo mío —dijo el tío Yihad. Su calva cabeza osciló, como si él estuviera bajo el hechizo de una subyugante melodía—. No merezco vuestra adulación. Pero, por favor, dad mis recuerdos al gran líder y decidle… Oh, no sé, decidle que el coche es un tesoro por el que nunca le estaré lo bastante agradecido.

Los chicos nos abrieron paso y, mientras avanzábamos ante ellos, el tío Yihad se despidió con el mismo gesto que haría la realeza británica.

—Hijo mío —dijo mi abuelo.

El tío Yihad inclinó ligeramente la cabeza en señal de reconocimiento.

—Compraste el coche en Teherán, ¿no? —dijo Lina—. Lo recuerdo. Hiciste que alguien te lo trajera hasta aquí. —Echó la cabeza hacia atrás y se rio, en un intento de imitar a nuestra madre—. ¿Conoces al menos al imbécil de su líder?

—Sí —dijo mi tío—, eso sí. Es un capullo. Cada año me compra unos cuantos coches para sus colegas. Le cobro el triple del precio real y él se cree que me está timando como a un ciego. Patético, la verdad. Me parte el corazón.

—Estás malgastando tu talento, hijo mío —dijo mi abuelo—. En una era distinta, podrías haber sido el más grande, probablemente incluso mejor que el tonto de tu padre.

—Es usted muy amable —dijo el tío Yihad.

—No te pongas condescendiente conmigo —replicó el abuelo.

—No, hablaba en serio. Pero no malgasto el talento. Soy vendedor de coches, el contador de historias de los nuevos tiempos. Nos va muy bien, padre. En el último año ganamos más dinero que en todos los anteriores juntos. Al parecer he nacido para este trabajo.

—Deja de engañarte —le espetó el abuelo—. La estupidez no te sienta bien.

A mi padre no le gustaban los viejos cafés árabes. Según él, sus únicos parroquianos eran jugadores, borrachos y timadores. Supuse que todos los que nos rodeaban encajaban con la descripción porque el café se parecía mucho a todos los que había visitado con el tío Yihad. Paredes desconchadas pintadas de blanco; el aire lleno de humo de cigarrillos y narguiles. Los clientes ocupaban sillas baratas de madera con asientos de bramante. Las mesas cuadradas eran o bien de formica o de plástico blanco. Manteles a prueba de grasa y bolas de papel de aluminio salpicaban algunas mesas. Dos críos rondaban por la sala: el chico del té llevaba vasos llenos de ese humeante líquido ambarino, y el chico del carbón llevaba un brasero para rellenar las ascuas del narguile. Sobre una pequeña tarima de madera había una silla solitaria apoyada en la pared sucia. Era allí donde se sentaría el hakawati. Era allí donde mi abuelo tenía puestos los ojos.

—Estoy seguro de que usará alzas —masculló el abuelo.

—Quiero ver lo rápido que te echan de aquí.

Lina le ofreció una sonrisa, y él se rio.

Yo no podía sostener el vaso, porque quemaba demasiado, así que acerqué los labios y sorbí un trago de té. Estaba demasiado dulce. Lina también se inclinó hacia delante: recostó la cabeza sobre los brazos cruzados, en la mesa, y miró al abuelo.

—¿Crees que se le darán bien los acentos? —preguntó.

—Eres una pesada —replicó él—. Es fatal con los acentos. Ya sabías que diría eso, porque es la verdad. Es egipcio. No reconocerían otro acento distinto al suyo ni que les pateara el culo. Pero lo terrible de éste es que no sabe lo penoso que es. Incluso su acento natal es atroz; la verdad es que ni siquiera creo que sea egipcio. Suena forastero en cualquier acento.

—Como Dalida. —Di otro sorbo.

—Pero debe de ser bueno —dijo Lina—. Al fin y al cabo le han traído desde lejos.

—Nadie le ha traído hasta aquí. Lo más probable es que le paguen con un par de tazas de té. Mira si es malo. Espera y verás. Ah, aquí viene ese lerdo.

El hakawati, un hombre de unos cincuenta o sesenta años, tocado con un fez y vestido con una chilaba que le quedaba corta y estaba deshilachada a la altura de los tobillos, salió de la bulliciosa cocina. En la mano derecha portaba una espada de plástico y en la izquierda un libro destrozado. Su bigote canoso estaba encerado formando anillos brillantes. Mi abuelo lo contemplaba con desprecio, agitando los agujeros de la nariz como alguien que huele a vómito. Chasqueó la lengua. Masculló algo para sus adentros, de lo que sólo entendí la palabra «libro».

El hakawati se levantó un poco la chilaba para subir a la tarima. Caminó hasta la parte frontal e hizo una reverencia, aunque nadie había aplaudido.

—Mira cómo se pavonea ese estúpido —susurró el abuelo.

—Padre, no —dijo el tío Yihad—. Se está poniendo nervioso.

—Buenas noches, damas y caballeros —anunció el hombre.

Lina y yo nos tapamos la boca para ahogar las risas. Cultivaba las vocales, las prolongaba y les confería una inflexión pretenciosa.

—Todo el bla-bla-bla —murmuró el abuelo—. Pura exhibición.

Se volvió, y a punto estuvo de derribar el vaso del té con el codo.

—En el nombre de Dios, el misericordioso, el compasivo —empezó el hakawati.

—Ahora se nos pone religioso —se rio el abuelo con sorna.

—Alabemos a Dios, el Señor de la justicia, el Benefactor, el Devoto. Afirmo que no existe más Dios que el Único y que Este no tiene compañeros, una afirmación que salva a cualquiera que la pronuncia en el día del Juicio Final, el Día de la Religión, y afirmo que nuestro señor, Mahoma, es Su esclavo y Su profeta y Su sincero amante, que Dios rece por su alma y por las almas de sus honorables, decentes y virtuosos parientes, y por las almas de sus distinguidos amigos.

—Buf —resopló el abuelo en dirección a la mesa.

—Y así —prosiguió el hakawati—, Dios en toda Su gloria creó las historias de los primeros héroes como modelo para los fieles, como guía para los ignorantes, aviso a los infieles, y yo sólo acato los deseos de Dios al escoger el relato que voy a contaros, ya que vi que contenía el triunfo del Islam y la humillación de los miserables infieles, y busqué otras historias pero no pude hallar una que fuera más auténtica u ofreciera mejor prueba o fuera más sabia que la historia de al-Zaher Baybars, el héroe de héroes, a quien Dios prometió victorias eternas como recompensa por su inquebrantable fe. Y los gloriosos y hechizadores detalles que os relataré me fueron contados por mis maestros: Sofian, el gran hakawati de Argelia; y Nazir, el hakawati damasquino de los Hamidieh, tal y como ellos los oyeron de sus ilustres maestros, que Dios se apiade de todos ellos.

Entonces mi abuelo se levantó y la silla se precipitó con estrépito contra el suelo. El tío Yihad se cubrió rápidamente la cara con las dos manos. El abuelo señaló con el dedo a su némesis.

—Tú —vociferó. Detrás de las gafas, las líneas rojas de sus ojos parecían los poderosos ríos de un mapa—. Eres un falsario. Nunca conociste a Nazir. No eres digno ni de comer su mierda.

El hakawati se quedó sin habla, y el fez se le ladeó.

Y el abuelo reanudó el relato de su familia:

—Al igual que el lucero del alba eclipsa a cualquier otra estrella, la belleza de Murat sobrepasaba a la de todos los habitantes de Urfa. Su esplendor era tal que hacía que los poetas se lamentaran de no ser capaces de describirlo con la exactitud o los honores que merecía. Y sin embargo sus rasgos más evidentes quedaban disimulados por su humildad. Era un chico aplicado, sincero, amable y devoto, cualidades que resultaban sorprendentes en cualquier hombre, pero más aún para alguien que… ¿Cuántos años tendría? No más de diecisiete. Era el hijo que todos deseaban, pero las chicas… las chicas lo querían por esposo. Rezaban todas las noches. Hacían promesas que nunca podrían cumplir, pero al final tampoco importaba porque eran pocas las chicas de Urfa que pudieran casarse con un derviche, y eso es lo que era él.

»Como todos los jóvenes derviches de su edad, Murat debía practicar sus ritos y rituales religiosos sin descanso. Pero, a diferencia de los otros, él se tomó en serio la tarea de observar el estanque de Abraham. No era ningún Narciso. Vestido con sus atavíos de derviche —el fez en la cabeza, la falda corta y blanca por encima de los calzones—, él hacía guardia con toda ceremonia: no se movía, ni jugaba, ni charlaba con los demás chicos o transeúntes. Cuando no los vigilaba un adulto, los otros chicos se distendían, se relajaban, y actuaban como todos los muchachos. Los derviches se volvían diabólicos. Pero Murat creía que Dios estaba siempre con él y actuaba en consecuencia. Cual estatua esculpida por un maestro, el chico permanecía firme frente al estanque, observado desde las alturas por Dios, y desde el otro lado de la calle por un puñado de chicas.

»Algunas llevaban velo, pero la mayoría no. Musulmanas, cristianas, turcas, árabes, armenias y kurdas… todas se morían por ver un pedacito de cielo. Pero había una que seguía acudiendo un día tras otro. Se sabía su horario. Como no le estaba permitido acercarse a él, empezó a hablarle desde el otro lado del estanque, al otro lado de la calle, poniéndose en ridículo. Ella no seguía las gastadas normas que marca la discreción. Llegaba temprano y aguardaba con ansia a que él apareciera, las rodillas le temblaban como si dudaran de poder sostener su peso. Y cuando veía a Murat, vestido con su glorioso atuendo de derviche, ella gritaba: “¡Mírame!”. El chico era tan devoto que ni la oía ni la veía. Esa es la mayor y más profunda de las heridas que puede sufrir una chica de quince años, y ésa era la edad que tenía mi hermanastra.

»Mi padre era el sha de su reino, y, como la mayoría de shas, no tenía ni la menor idea de los cambios que se cernían sobre sus dominios. ¿Se percató acaso de la densa atmósfera de guerra? ¿Notó la tensión en el mundo? ¿Oyó acaso los estertores agonizantes del imperio? ¿Se dio cuenta de que los turcos de la ciudad empezaban a mirarlos con recelo, a él y a su familia inglesa? Sin duda, él tenía una misión que cumplir. Dios le había enviado a atender a los cristianos pobres de Urfa, y eso es lo que hacía. ¿Advirtió tal vez que las personas a las que atendía se empobrecían cada día más? Ya nadie contrataba a los armenios de la zona. ¿Cayó en la cuenta de que los accidentes entre ellos eran cada día más frecuentes? Él propagaba la palabra de Dios. Atendía a las necesidades espirituales de un grupo de gente, pero sin reparar en cómo aumentaba el terror entre ellos. ¿Notó la tensión entre turcos y armenios?

»¿Notó las tensiones en su propio hogar? ¿Vio que sus hijas crecían? No cayó en la cuenta de que Joan, su hija mayor, había entrado en edad de casarse hasta que ésta cumplió los dieciséis años y su mujer tuvo que señalar que Urfa carecía de posibles pretendientes a la mano de su hija. Él propuso esperar otro año, y si no, enviarla con la hermana de su esposa, que vivía en Sussex. Su mujer no sabía qué camino tomar. Intentó destacar que el mundo donde vivían estaba al borde de la desaparición, que la ciudad de Urfa que conocían desaparecía, que las hijas que conocían desaparecían también. Pero el doctor tenía una tarea que llevar a cabo, una tarea que significaba mucho: una tarea que le definía como persona.

»Y no prestó la menor atención a la turbada Barbara. Barbara me odiaba, igual que su hermana y su madre. Éramos casi de la misma edad, sólo nos llevábamos cinco años, así que sus insultos resultaban aún más humillantes. Lo que me sigue molestando a día de hoy es que de vez en cuando algunos chicos musulmanes se metían con ella, llamándola infiel y hereje, y ella se entristecía, lloraba sin cesar durante días, pero luego se revolvía contra mí y me llamaba huérfano bastardo. No siempre estaba melancólica. A menudo se emocionaba por una u otra cosa: un juego, un vestido nuevo que deseaba tener. Saltaba como un conejito mientras hablaba. Hablaba más rápido que nadie que yo haya conocido.

»Un día me quedé atascado en la morera. Era pequeño, debía de tener cinco o seis años. Me había subido al árbol para coger las bayas y terminé atascado en una rama, con los cuartos traseros por encima de la cabeza. Mis pies colgaban a ambos lados de la rama. Me asusté y me quedé paralizado. Me alivió ver a Barbara porque pensé que iría a pedir ayuda, pero en lugar de eso cogió una vara. No sé por qué lo hizo. Me golpeó en los pies desnudos mientras se reía. Como yo tenía miedo de caerme, y eso me impedía levantar las piernas, ella siguió pegándome con saña en las plantas de los pies. Mis gritos eran tan fuertes que Zovik acudió corriendo. Intentó quitarle la vara, y Barbara la tomó con ella. Azotó a Zovik. La golpeó una y otra vez hasta cansarse. Tiró la vara a los pies de Zovik y se metió en casa.

»Como es natural a partir de ese momento evité a Barbara. Intentaba estar lejos de ella. Y cuando empecé a trabajar, dicho empeño me costó menos aún. Antes de que viniera a pedirme ayuda, debíamos de llevar dos años sin dirigirnos la palabra, y eso que vivíamos en el mismo piadoso hogar.

»Me dijo que estaba enamorada y que debía ayudarla. Dijo que su corazón ardía y que necesitaba un mensajero, un chico que informara de sus sentimientos al objeto de su amor. No estábamos en un bonito cuento de hadas. ¿Crees que estoy loco? En mitad de su confesión di media vuelta y me largué. Pero ¿adónde podía ir? Era mi hermanastra. El segundo día se me acercó otra vez. “Debes ayudarme. No tengo a nadie más. Moriré, y será por tu culpa.” Volví a marcharme. Pasé una noche en el Masal, y a la siguiente dormí en el tejado de Mehmet. La pobre Anahid estaba enferma de angustia. En cuanto me vio me recibió a gritos. Luego fue Barbara quien me gritó. Me escapé de nuevo y estuve ausente durante dos semanas. Pero Barbara se olvidó de mí con la misma facilidad con que había recordado mi existencia. De repente dejé de formar parte de su gran plan. No intenté averiguar en qué consistía, pero cuando volví a dormir en casa, Zovik y la Pobre Anahid estaban al tanto de la historia de Barbara y Murat. Ahora bien, no olvides que en ese momento lo único que hacía Barbara era acechar a Murat, y que el pobre chico aún ni se había percatado de su presencia. Creo que se acabó enterando porque se lo dijeron los otros chicos. Fuera como fuese, ni se dignó mirarla. Y los rumores empezaron a circular. Un día un chico turco se acercó a Barbara. Si estaba ansiosa por amar a Murat, ¿por qué no podía amarlo a él? Tal vez no fuera tan bello como Murat, pero le correspondería y se esforzaría por complacerla. Horrorizada, ella abofeteó al chico y huyó a casa. Al día siguiente la abordó otro chico, y otro. Al final ella optó por no escapar y por hacer caso omiso a sus nuevos pretendientes.

»El nombre de Barbara circulaba de boca en boca por todo Urfa. Mehmet me preguntó si me había acostado con la muchacha inglesa loca. Hagop se preguntaba si era cierto que deambulaba desnuda por casa. Los chicos querían saber si su padre se acostaba con ella todos los miércoles. Como suele suceder, los ingleses, su padre y su madre, fueron los últimos en enterarse.

»Y por fin Barbara hizo lo impensable. Esperó a que Murat terminara sus obligaciones y, delante de todos los otros chicos, se encaminó hacia él y le declaró su amor eterno. Y él la escuchó. Mira, Barbara no era la chica más guapa del mundo, pero tampoco era fea. Para el chico no era una cuestión de belleza.

Supongo que se sintió halagado: no muchos chicos son escogidos así. Pero, haciendo honor a su sinceridad, le informó de que no había la menor esperanza para aquel amor. Él era musulmán, ella una extranjera. Barbara le dijo que lo único que le pedía era que la dejara observarlo. Aunque no pudiera poseerlo, aunque su destino fuera caminar a su sombra, ella moriría satisfecha.

»Al día siguiente Barbara retomó su posición y su pasión. Pero entonces él sí le prestó atención. Pronto los vieron paseando juntos. Pronto pasearon sin ver a nadie. Sólo tenían ojos el uno para el otro. Las lenguas de Urfa pronto los siguieron, y en la ciudad estalló el escándalo. Y también lo hizo en casa. Su perplejo padre intentó hablar con ella. Cuando su madre lo descubrió, azotó a Barbara y la encerró en su cuarto. La madre dejó la vara de caña junto a la puerta para que toda la casa supiera que a Barbara le esperaba otra tanda de azotes. Pero Barbara, Barbara la loca, no se doblegó. Lloró y gritó en su habitación. Al parecer, eso no fue nada en comparación con lo que le pasó a Murat. Empezó a presentarse a las guardias con ojeras y era incapaz de mantenerse erguido durante el tiempo de guardia sagrada. Descuidó los estudios del Corán. Ya no tenía tiempo para amigos. Dejó de danzar.

»¿Qué tiene el amor no consumado que convierte sus llamas en infiernos? Ni las puertas, ni los muros, ni la lluvia, ni las tormentas de arena, ni los padres, ni desde luego la religión impidieron que el chico fuera visto en determinadas noches subido en la valla de piedra, a escasos metros de la ventana del cuarto de Barbara, declarándole su obsesivo amor en verso. A ella la vieron por la calle no muy lejos de casa, mientras su madre la arrastraba por cualquier medio que tuviera a mano. “¿Por qué?”, se dice que suplicaba Barbara. “¿Por qué se me prohíbe incluso disfrutar de la simple visión de mi amado?”

»Esto prosiguió durante meses y meses. La gente comentaba que habían visto a Barbara y a Murat cogidos de la mano en las ruinas del castillo de los cruzados. Mirándose con arrobo a los ojos detrás de la gran mezquita. Admito que en una ocasión llevé a Barbara una carta de Murat. Cuando salía de casa para lavarme después de haberme pasado el día dando de comer a las palomas, él me abordó y me lo suplicó. No pude negarme. Barbara me perdonó todos los pecados pasados.

»—No puedo tenerla encadenada —dijo su madre.

»—Haz las maletas —replicó su padre—. Nos marcharemos a finales de año.

»Las hojas de mi vida familiar habían empezado a amarillear.

—En aquel entonces yo tenía once años y resultó evidente para todos desde principios de temporada que iba a ser de nuevo el año del gran palomero Eshjan. Él dominaba la guerra. Su peşenk parecía invencible. Unas cortas plumas anaranjadas se alzaban en extraños ángulos desde el extremo de su cabeza, y de ahí su nombre, Bsag, que significa «corona». Los ataques que lideraba contra otras bandadas se saldaban con un caos digno del día del Juicio Final. Participantes veteranos en esas guerras perdieron aquel año más aves que en las diez últimas temporadas juntas. La bandada de Eshjan ascendía a los cielos y descendía con el doble de pájaros. En una batalla memorable, tres palomeros perdieron sus respectivos peşenk, lo que suponía una gesta inaudita en los anales de esas guerras. La envidia se apoderó de todos. ¿Cómo lo hacía? ¿En qué radicaba su secreto? En el café Çardak, los criadores de palomas se quejaban amargamente. No era justo. La mitad ya estaba fuera de la competición, y la otra mitad no albergaba la menor esperanza de ganar. Y el gran Eshjan se reía de todos ellos.

»Cuando llegó marzo, Mehmet había perdido a casi todo su equipo. Fingía no estar disgustado, pero arremetía contra sus ayudantes con la menor excusa. Si una de sus palomas caía del cielo me pegaba por no haberla alimentado bien. Si el palomar no estaba impoluto en todo momento, se la cargaba el limpiador. Una tarde el peşenk de Eshjan atacó al equipo de Mehmet, y éste montó en cólera. La emprendió a gritos desde el tejado. “¿Cómo has podido hacerme esto? Ya no tengo con qué luchar. Se acabó. ¿Qué sentido tiene si no es humillarme?” Y, por supuesto, ése era el sentido: ése es el sentido de toda guerra.

»Y Mehmet recordó entonces que nadie espera que las guerras se libren de forma justa. Al día siguiente, tras buscar por todas partes, compró la hembra más linda de aquellas tierras. Era un truco viejo, un truco muy viejo, y el peşenk de Eshjan cayó en él. Cuando el equipo de Eshjan sobrevoló el tejado de Mehmet, Hagop, con la hembra agarrada por sus diminutas patas, levantó las manos en el aire. La paloma agitó las alas. Bsag vio el señuelo. Se alejó de su grupo, voló en círculo por encima del tejado y bajó a la repisa a investigar. ¿Es una belleza lo que ven mis ojos? Claro que una cosa es conseguir que un palomo aterrice en tu tejado y otra capturarlo, sobre todo si se trata de un palomo tan astuto como un peşenk. No puedes dejar que vea la red que se cierne sobre él, y dado que Bsag se hallaba en la repisa, no podíamos sorprenderle por detrás. Sin embargo, el ayudante primero lo intentó. Saltó con torpeza y cayó de bruces, mientras el peşenk emprendía el vuelo. El chico recibió una paliza, por supuesto.

»Pero… antes de que Bsag escapara, yo vi su secreto. Descubrí la fuente de su poder. Del pecho blanco del ave colgaba el adorno más bello que yo había visto en mi vida: una diminuta mano de Fátima de turquesa que lo protegía de todo mal.

»En el café estalló una gran pelea. Eshjan llamó rastrero a Mehmet, entre otras cosas. Mehmet le devolvió el insulto. Eshjan propinó un puñetazo a Mehmet y le partió la nariz. Mehmet fue incapaz de devolverle el golpe, porque lo sujetaron. Eshjan gritó: “Vamos a ver si lo intentas de nuevo. ¿Crees que mi macho caerá en ese viejo truco una segunda vez?”.

»Pues lo hizo. Bsag se apoyó en la repisa, pero las cosas siguieron el mismo curso que en la ocasión anterior. Cuando el ayudante primero intentó apresarlo, el pájaro salió volando. En el café hubo otra reyerta. La tercera noche, tres veteranos provistos de sus propias redes se unieron a nosotros. Todos querían que perdiera Eshjan. Esperaron a que el peşenk bajara. Lo hizo, de nuevo sobre la repisa. Nadie se movió por miedo a asustarlo. Los veteranos lo acecharon. Silbé. Silbé del mismo modo en que silbaba Eshjan, exactamente igual como guiaba a su peşenk. Ignoraba cuáles eran las señales, pero mi silbido fue suficiente para confundir al pobre pájaro. Bsag me miró, aturdido, y una red cayó sobre él. El veterano que lo capturó emitió un grito de victoria que resonó en los cielos.

»Mehmet sacó a Bsag de la red, le cortó la cabeza con un cuchillo de sierra y arrojó el cuerpo, aún tembloroso, en medio de la calle.

—Barbara se había tranquilizado. Ya tenía dieciséis años, e imaginé que estaba madurando. Me pidió que le llevara cerillas del café Masal, con la excusa de que necesitaba más de las que había disponibles en casa. No pude negarme a una petición tan nimia. Al fin y al cabo, en la casa había suficientes cerillas como para prenderle fuego, de manera que deduje que las querría para algo sin importancia.

»La tarde en que Eshjan perdió la guerra de palomas y su peşenk fue degollado, robé cien cerillas del Masal y se las di a Barbara. Ella me besó. Era la primera vez que me besaba alguien aparte de Zovik y de la Pobre Anahid. Vi cómo partía el extremo que contenía el fósforo de cada cerilla y empezaba a tragárselos. Cuando llevaba cuatro o cinco le pregunté qué hacía. Me despidió con un gesto de desprecio. Se tragó los extremos uno por uno.

»La casa despertó alarmada por el ruido de sus arcadas y gritos. La Pobre Anahid, Zovik y yo nos acurrucamos junto a la puerta y contemplamos cómo su padre intentaba examinarla, cómo su hermana intentaba consolarla y su madre intentaba hablarle. La piel de Barbara era la más macilenta que yo había visto nunca.

»—No se puede burlar al destino —susurró Zovik—. El mal cerrará el círculo.

»Barbara vomitaba sin tregua. Su hermana la sostenía. Su madre rompió a llorar. Le gritó: “Barbara, Barbara. Dime algo. ¿Qué te pasa?”. Pero no tocaba a su hija. Cuando el doctor vio las cerillas rotas debajo de la cama y diseminadas por el suelo, gritó: “Oh, no”. Su madre las vio, y la primera palabra que salió de su boca fue un estridente: “Puta”.

»Barbara vomitó un poco más.

»—No tenías por qué tomar tantas —gimió su padre.

»Estaba derrotado. Sus ojos parecían fundirse. Los de su esposa echaban chispas.

»—¿Cómo has podido hacernos esto? ¿Cómo has podido ser tan desleal? ¿Cómo has podido traicionar a tu fe? —gritó ésta.

»—Si solamente me lo hubieras dicho —murmuró el doctor—. Eres mi hija. Por ti lo habría hecho. Por ti me habría librado del bebé.

»A Barbara le costaba respirar. Su vida se evaporó delante de nuestros ojos. Se aferró a la muñeca de su padre. “No supe complacerle”, musitó antes de exhalar su último suspiro.

—Como es de suponer ese día no fui a trabajar. La esposa del doctor se volvió loca. Se metió en su habitación y empezó a hacer las maletas. «Me voy del infierno», dijo. Gracias a Dios nadie preguntó de dónde había sacado Barbara las cerillas. Pero luego la esposa del doctor se dirigió a mí y me gritó: «Tú vives, aunque estarías mejor muerto. Te quiero fuera de esta casa». Se abalanzó hacia mí, pero la Pobre Anahid se interpuso entre ambos. La esposa del doctor abofeteó a la Pobre Anahid y se retiró a su cuarto.

»La Pobre Anahid me envió a nuestra habitación con instrucciones de no salir pasara lo que pasase. Estuve allí encerrado durante tres horas y oí toda clase de cosas que sucedían en la casa. Luego llegó uno de los ayudantes del palomero. Creí que venía a pedirme que fuera a trabajar, pero dijo a Zovik que Mehmet ya no necesitaría mis servicios. Mehmet también había sugerido que me marchara de la ciudad porque Eshjan había jurado matarme ante cuatro testigos. Le habían dicho que fui yo quien silbé, quien capturé a su peşenk y lo maté con mis propias manos.

»No era verdad, desde luego, pero ¿quién iba a creerme? No conseguiría convencer a Eshjan. Y si lo hacía, tal vez entonces quien me matara fuera Mehmet. Estaba en un lío. Zovik y la Pobre Anahid sollozaban en nuestra habitación. La esposa del doctor lloraba en la suya.

»Zovik y la Pobre Anahid decidieron que yo debía partir lo más pronto posible. Estaban desesperadas y no sabían adonde enviarme. Les dije que tal vez yo conociera a alguien que podía ayudarme. Salimos del cuarto en silencio, recorrimos de puntillas el pasillo con la esperanza de no ser vistos, y fuimos a ver a Serhat Effendi. El effendi dijo que yo debía marcharme lejos. Tenía un primo destinado en El Cairo. Hacía tiempo que no se escribían y no estaba seguro de su localización exacta, pero en cuestión de un mes podría averiguar su dirección. La Pobre Anahid le dijo que no disponíamos de un mes. Él replicó que debía irme a El Cairo de todos modos. No tendría muchos problemas para encontrar a su primo, ya que no podía haber muchos turcos viviendo allí. Me dio una carta y dinero para comprar los billetes de tren y de barco.

»Lo único que yo sabía de Egipto era que Abraham, Moisés y Agar se habían marchado de allí para no volver nunca. Ya en casa, la Pobre Anahid recogió mis escasas ropas. “No puedes ir a El Cairo —dijo ella—. ¿Cómo vas a encontrar a su primo? Es una locura.” “¿Y tú crees que un turco acogerá a un huérfano armenio sólo porque se lo ha pedido su primo?”, dijo Zovik. “Debes viajar a algún sitio seguro —dijo la Pobre Anahid—. Beirut. Ve a Beirut. Busca a los cristianos. Vete a un monasterio. Allí te darán cobijo y comida.” Yo sabía aún menos cosas sobre Beirut.

»Me despedí de Zovik y de la Pobre Anahid.

—No me despedí de mi padre —me dijo el abuelo—. Vine a Beirut y creé nuestra historia.

El frío me estremeció y me acurruqué más cerca de la estufa. El abuelo apuró el té amargo, un remedio para sus problemas de estómago.

—Cuando ya no esté en este mundo —dijo el abuelo—, y te pregunten si me creíste, ¿qué les dirás?

Creo que no esperaba respuesta. Se sentó junto a la estufa, con aspecto derrotado. Las perneras del pantalón estaban vueltas de forma que podía ver sus espinillas pálidas, sin vello.

—Ahora tienes once años —dijo él—, como yo entonces… —Su voz se difuminó en la nada antes de susurrar—. Ahora sabes quién soy.

Quitó la tapa de metal de la estufa con ayuda de la espátula y arrojó la colilla. Se incorporó despacio, con un crujir de huesos, y se dirigió a su cuarto. Al salir me entregó un viejo pañuelo blanco.

—Eres sangre de mi sangre —dijo—. Esto es para ti.

Envuelta en el pañuelo había una joya, una diminuta mano de Fátima de turquesa con restos de sangre negra y parda incrustados en sus garras.