Capítulo 12
Me desperté desconcertado, sin saber muy bien dónde estaba. Aunque llevaba ya dos meses instalado en la habitación de la residencia de estudiantes, todavía no conseguía sentirme como en casa. Todas las mañanas despertaba lleno de ansiedad. En un principio, la idea de vivir por fin solo, independiente, lejos de la familia, me había resultado atractiva, pero la realidad era muy distinta. Durante la primera semana tuve un compañero de cuarto, lo que en su momento me pareció una señal de mala suerte: yo había pedido una habitación individual. Mi compañero era un chico taciturno que apenas decía una palabra ni atendía a las mías y que sentía tanta añoranza de su hogar que la segunda semana hizo las maletas y dejó la universidad. Le eché de menos.
Ojalá yo también pudiera hacer las maletas, pero no tenía adónde volver.
Sonó el teléfono y vacilé antes de descolgar. Aunque había pagado un extra para disfrutar de teléfono en la habitación, todavía no estaba acostumbrado a recibir llamadas. Ésta era de Roma.
—No sabía si te encontraría aquí —dijo Fátima—. Creí que estarías en clase.
Fátima se había trasladado a Italia con su madre en 1975, cuando empezaba la guerra en Líbano. Mientras estábamos en Beirut no pasaba ni un solo día sin que habláramos, pero desde que nos separamos nos resultó imposible mantener esa frecuencia. Intentábamos llamarnos al menos una vez por semana.
—Debería haber ido —dije—, pero… —No podía pensar con suficiente rapidez; ¿existía alguna buena razón para no ir a clase?—. Estoy cansado, así que me he tomado la mañana libre.
Contemplé el ramito de azucenas de seda color ocre esparcidas sin orden ni concierto debajo del sofá, a la espera de que alguien las tirara a la basura. Pertenecían a mi excompañero de cuarto, que se había olvidado de llevárselas cuando regresó a Fresno. De paso debería tirar también la silla: falsa madera con un tapizado feo de color marrón que provocaba picores.
Ella me preguntó si seguía siendo desgraciado. Le relaté mis penas. Le conté que aún no comprendía a ninguno de los residentes de mi planta, y mira que eran numerosos: por mucho que me esforzara por conocer a esos americanos, ellos se mostraban invariablemente afables pero esquivos. No es que los estudiantes libaneses fueran ninguna maravilla. Tampoco pertenecía a su grupo. Le conté lo mucho que odiaba mi cuarto.
—Pero ¿sabes una cosa? —proseguí—. He visto las habitaciones de otros libaneses que viven aquí y son mucho peores.
La imaginé en su piso de Roma, bellamente iluminado: lo más probable era que estuviera tumbada boca abajo, su postura habitual, con las piernas dobladas a la altura de las rodillas y los tobillos cruzados en el aire. Su teléfono no se parecería en nada al modelo Princess barato que tenía yo.
—Te acostumbrarás a estar solo —dijo ella—. Como hacemos todos.
Me contó lo mucho que añoraba el barrio; incluso reconoció echar de menos a su vanidosa, egoísta, irresponsable y desapegada hermana, que se había negado a abandonar Beirut.
—Ahora que Mariella no está, no tengo a nadie a quien odiar en el día a día —añadió—. Mi hermana se está acostando con todos los líderes de la milicia de Beirut, pero ya no puedo llamarla puta. Echo de menos eso. Estoy preocupada por ella. —Noté que hacía una pausa, titubeaba—. Tu hermana también está tonteando con uno de los líderes de los milicianos.
—¿De qué hablas?
—Lina disfruta de la compañía de Elie —dijo Fátima—. Le ha gustado desde siempre. No entiendo por qué. Al fin y al cabo antes de la guerra no tenía donde caerse muerto y ahora es un asesino.
Todos sabíamos que Elie se convertiría en militar; de joven había vivido un rápido ascenso en las filas de la milicia pero, dado que ninguno de nosotros había considerado la posibilidad de que estallara una guerra civil, nadie pensó tampoco que el chico llegaría a cobrar alguna importancia.
—No me ha comentado nada de eso —dije.
El porro se había apagado en el cenicero. Sentí unos intensos deseos de volver a encenderlo y fumar durante mucho rato. Estiré la mano para coger el paquete de Gauloises.
—Por supuesto que no —dijo Fátima—. Tú eres su familia. Yo soy su amiga.
La historia va así.
Era un día de gran belleza; la nieve cubría todo el pueblo bajo una bóveda celeste de inequívoco color azul. Era enero de 1938, y el tío Yihad, que por entonces era un chiquillo, reclamaba la atención de su madre. Le iba dando golpecitos con el dedo en el muslo hasta que ella, harta, le propinó un manotazo.
—Ponte el abrigo y sal a jugar con los otros niños —dijo mi abuela—. No interrumpas las conversaciones de los adultos.
—No interrumpo vuestra conversación —dijo el tío Yihad—. Interrumpo vuestro trabajo.
Mi bisabuela Mona, mi abuela Nayla y mi tía Samia, que a la sazón tenía diecisiete años, estaban haciendo punto sentadas alrededor de la estufa de hierro.
—Creo que mi hermana no debería encargarse de mi suéter —añadió él—. No sabe hacerlo.
—Deja de meterte en lo que no te importa —le dijo mi abuela.
Era la única de las tres que no llevaba mandeel. Mi bisabuela llevaba el suyo alrededor del cabello; el de tía Samia estaba en la mesita, frente a ellas.
—Sí que me importa. —El tío Yihad volvió a clavar el dedo en la pierna de su madre—. Soy yo quien tendrá que ponérselo.
—A callar, mi niño. —Mi bisabuela le tapó la boca—. Tienes demasiada energía. Cálmate. En primer lugar, no tendrás que ponértelo. Éste es para Farid. Y es posible que tu hermana no sea tan buena como tu madre o como yo, pero desde luego lo hace mejor de lo que lo hacíamos nosotras a su edad. Eso es lo que importa. Está aprendiendo. Sólo se ocupa de una manga. Así que estate quieto y déjanos trabajar.
—¿Por qué siempre se le dan tantas explicaciones? —preguntó la tía Samia—. ¿Por qué le tratáis de manera distinta a los demás críos? Decidle que se siente y se calle.
—Siéntate y cállate —dijo mi abuela.
Las mujeres reanudaron su tarea y su conversación. Mi bisabuela expresó su preocupación por su hijo Yalal.
—Se está metiendo en líos. No entiendo por qué lo hace. Escribe esas cosas horribles para el periódico, y los franceses ya le han dicho que lo deje o tendrá que asumir las consecuencias. Todos le están aconsejando mal. El bey le alaba, pero no es él quien está amenazado. Se pasa la vida besando las manos de los europeos, y sin embargo le gusta que Yalal remueva las aguas. Los franceses quieren meter a Yalal ya-sabéis-dónde.
—¿Qué es ya-sabéis-dónde? —preguntó tía Samia.
—La cárcel —respondió el tío Yihad—. Los franceses creen que el tío Yalal es una mala persona porque escribe cosas provocativas.
—¿Provocativas? —inquirió la tía Samia—. ¿Qué significa eso?
Mi bisabuela y mi abuela intercambiaron una mirada. Mi bisabuela sonrió. Mi abuela negó con la cabeza y envolvió al tío Yihad en prendas de lana: abrigo, gorro, bufanda y guantes. Le llevó hasta la puerta.
—A jugar. —Señaló hacia la pendiente de la colina, al final de la extensión de pinos—. Allí está Farid. No puedes pasarte el día encerrado en casa. Ve.
—Hace frío —protestó el tío Yihad.
—No hace tanto frío. —Ella mostró con un gesto su larga falda negra y el suéter a juego—. Mira, yo no llevo ni abrigo.
—Vais a hablar de un marido para Samia.
—Eso no es asunto tuyo —dijo mi abuela—. Vete a jugar y no vuelvas hasta la hora de comer.
Ah, tantas historias empiezan con tres mujeres que charlan mientras hacen calceta. Ésta es mi favorita…
Una tarde un rey salió a explorar su ciudad, recorrió los callejones y escuchó lo que decían sus súbditos desde el otro lado de las ventanas de arco. Por casualidad pasó junto a una casa donde tres hermanas se dedicaban a tejer a la luz del hogar.
—Ojalá pudiera casarme con un panadero —dijo la mayor—. Así podría comer pan blando todos los días. Y pasteles… Podría tomar riquísimos pasteles.
—Pues yo preferiría casarme con un carnicero —dijo la mediana— para poder comer tanta carne como se me antojara.
Y la más joven dijo:
—Ojalá pudiera casarme con nuestro rey. Le amaría y honraría, cuidaría de él, y le despojaría de toda preocupación para que así lograra gobernar con más justicia aún.
El rey apreció lo que oía. Envió a buscar a las tres hermanas y cuando vio a la menor decidió convertir en realidad el deseo de la joven. Casó a la mayor con el panadero de palacio y a la mediana con el carnicero.
—Tratad a vuestras esposas con el máximo respeto y dadles de comer todo cuanto deseen —ordenó a los dos novios.
Y, en una impresionante ceremonia que se prolongó durante un día y una noche, el rey contrajo matrimonio con la hermana menor. El rey colmó a su esposa de regalos y lujos, lo que plantó las semillas de la envidia en el corazón de las otras dos hermanas. Al saberse que la nueva reina estaba encinta, el rey se sintió en el séptimo cielo.
—Si nuestra hermana da a su marido un heredero, el rey la amará para siempre. No podemos consentir que eso suceda —dijo la hermana mayor a la mediana.
Así que ofrecieron una recompensa en oro a la comadrona si ésta se libraba del recién nacido. La joven reina parió un varón sano, pero antes de que nadie pudiera verlo, la comadrona le derramó por encima agua mágica y recitó un encantamiento. El bebé se transformó en un cachorro de perro. El rey pidió ver a su hijo.
—Esto es lo que ha dado a luz vuestra esposa. —La comadrona sostuvo al cachorro en alto.
El rey, al borde del ataque de apoplejía, dijo:
—Me niego a ser el padre de esto. —Y con su propia espada decapitó a su hijo.
La reina volvió a quedar embarazada, y en el momento del parto la comadrona transformó al bebé en un cerdito.
—Esto es lo que vuestra esposa ha dado a luz —dijo la comadrona.
El rey, lívido, dijo:
—Me niego a ser el padre de esto. —Y mató a su hijo.
La comadrona convirtió al tercer bebé en un ternero blanco. Justo cuando la espada de su padre iba a caer sobre él, el ternero levantó la vista y el rey detuvo el golpe.
—Me niego a ser el padre de esto —dijo el rey—. Informa al carnicero de que quiero tomar el corazón de este ternero para cenar.
La reina preguntó, entre sollozos:
—¿Qué ha sido de mis hijos?
—Te lo he ofrecido todo y a cambio sólo he recibido dolor y desdén —le dijo el rey—. Ya no lo soporto más. Me niego a seguir siendo tu esposo.
Prohibió a la reina que saliera de sus aposentos y dejó de frecuentarlos.
El carnicero vio al ternero y se dijo: «¡Qué espécimen tan magnífico! Sería una lástima matarlo para una simple comida. Mataré a otro ternero y reservaré este impresionante animal para crianza». El ternero demostró que el carnicero entendía de reses, porque creció hasta convertirse en un toro blanco de belleza y tamaño incomparables. El gran toro vivió junto al resto del ganado real hasta que un día apareció por allí una nueva lechera de la que se enamoró. Cuando vio a aquel gran toro que se acercaba a ella, la joven doncella palideció y sintió un escalofrío. Huyó, y él no la siguió ya que no quería asustar a su amada. Ella se unió al resto de chicas que ordeñaban a las vacas, pero seguía observando de reojo a aquella bestia magnífica.
A la mañana siguiente el toro blanco guio a las vacas hasta una pradera donde florecían numerosas flores de primavera. Al ver las flores, las caras de las lecheras se llenaron de gozo y se dispusieron a recoger narcisos, rosas, jacintos, violetas y tomillo. El toro exhaló un suspiro de placer y se dejó caer sobre la hierba junto a su amada. La doncella se montó sobre el gran toro, y éste se alzó y la llevó sobre su cuerpo. Las otras lecheras se sonrojaron ante la visión de una virgen montada a horcajadas sobre el gran toro. Éste recorrió leguas y leguas, hasta que se cruzaron con una vieja arpía que descansaba recostada en una inmensa roca. La doncella saludó a la anciana y ésta preguntó:
—¿Él es tu marido?
La chica contestó que no, y la vieja preguntó:
—¿Es tu hermano?
La doncella juró que no lo era.
—Entonces, ¿por qué no llevas el velo puesto? —se preguntó la vieja.
—No es más que un animal —dijo la doncella mientras acariciaba el cuello del toro.
—Es un chico enamorado. Una bruja le convirtió en toro.
—Eso es horrible —sollozó la doncella—. Habría sido un hombre muy apuesto. ¿Hay algo que podamos hacer?
—Siempre lo hay. Mudar a un ser de especie es una ardua tarea: requiere magia, habilidad y la ayuda de elaboradas pociones. Pero devolverle a su forma original es mucho más fácil, ya que para ello sólo hace falta el puro y verdadero amor de uno de los suyos.
—¿Acaso sugieres…? —Fue a preguntar la doncella.
Pero cuando levantó la vista la arpía había desaparecido.
El toro volvió a tenderse en la hierba y la doncella bajó de su lomo.
—Te amaré —le dijo, y le dio un beso.
Hicieron el amor sobre el prado y cuando la doncella abrió los ojos, satisfechos y colmados, vio que sobre ella yacía el príncipe perfecto.
Al enterarse del milagro las lecheras informaron al carnicero, quien quiso verlo con sus propios ojos.
—Tu cara me suena mucho… Es casi como si fueras de la familia —dijo el carnicero al chico.
Cuando su esposa le oyó se puso a temblar y se le arreboló la cara; al percatarse, el carnicero le sacó la verdad a palos.
El rey escuchó la historia y ordenó que las dos hermanas y la comadrona fueran decapitadas en la plaza pública. Por primera vez desde hacía años fue a ver a su esposa y se disculpó, pero ella le dijo:
—Te lo ofrecí todo y a cambio sólo he recibido dolor y desdén. No lo soportaré más. Has matado a mis hijos. Me niego a ser tu esposa.
—Me equivoqué —dijo el rey—. ¿Cómo puedo enmendar tal error?
—Muérete —replicó la reina.
Y así fue. La culpa y la pena acabaron con aquel rey desleal. La reina presenció el ascenso de su hijo al trono, y la lechera, ahora coronada, pasó a ser su prometida.
Yo intentaba contener las lágrimas. Me dolía la rodilla, me dolía el codo, y el moretón que tenía en el antebrazo izquierdo adquiría por momentos una tonalidad más oscura. El tío Yihad estaba arrodillado delante de mí e intentaba calmarme. Había colocado el botiquín sobre la mesa del comedor y a mí sobre una de las sillas.
—En mi caso también eran mayores que yo —dijo él—. Eran amigos de Wayih. Por eso mi madre se enfureció tanto. Wayih no colaboró, pero tampoco hizo nada para detener a sus amigos. Tenía demasiado miedo. Se limitó a quedarse mirando. Es lo que intento explicarte: esos chicos no te odian; te tienen miedo. Tú eres mucho más listo, posees más talento.
—Y soy mucho más pequeño —le aseguré—. Y ellos son un montón.
—Ya lo sé —contestó, mientras aplicaba mercromina en mi rodilla—. Pero esto no durará mucho. Pronto harán corro a tu alrededor. Pronto se dedicarán a dar lustre a tus zapatos y a recoger lo que tires. —Me hizo cosquillas en la barriga—. Eso te gustaría, ¿eh?
—Ya, pero ¿ahora qué hago? No puedo esperar hasta que llegue ese momento, aunque falte poco.
—Déjalo en mis manos. No te preocupes.
—¿No se lo dirás a mi padre?
Fingió coserse la boca con hilo y aguja. Me puso una tirita en la rodilla y empezó a examinarme el codo.
—¿Y qué les digo cuando me vean así? —pregunté.
—Diles que te has caído.
—¿Me estás diciendo que mienta a mis padres? —Le miré fijamente.
—Nunca haría una cosa así —respondió el tío Yihad en un tono de burlona seriedad—. Nunca, nunca mientas a nadie, y menos aún a tus padres. Mentir está mal. Pero nada prohíbe ser discreto. Te has caído, ¿no? Tal vez te empujaron, pero lo cierto es que te has caído. Pues les contaremos eso. A tus padres no se lo explicaremos todo por su propio bien. No queremos que se preocupen innecesariamente. —Di un respingo al notar las gotas de agua oxigenada en el codo—. Espera aquí —dijo él—. Creo que nos hemos ganado un vaso de zumo.
Fue a la cocina y volvió con sendos vasos altos, llenos hasta la mitad de zumo de granada.
—¿Vas a contarme lo que te pasó aquel día? —pregunté.
—Estaba mirando a los chicos del pueblo. Era un día frío pero despejado, así que todos los chicos que no trabajaban se deslizaban por la colina. Había nevado durante tres días consecutivos, y el terreno estaba en perfectas condiciones para ello. No tenían trineos, claro: usaban cajas de madera rotas. Vi a Farid con sus amigos y fui hacia él, pero antes de que pudiera alcanzarlos cuatro o cinco chicos mayores saltaron sobre mí. Eran amigos de Wayih, así que debían de tener unos quince años, más o menos. Me cogieron, me metieron en una caja y me empujaron montaña abajo. Por pura diversión. Yo estaba demasiado aterrado para gritar y no tenía ni idea de qué hacer. Tenía los pies y las manos metidos dentro de la caja. El trineo fue ganando velocidad. Incluso los chicos dejaron de reírse. Por fin oí a Farid, que me decía que usara las manos para frenar la caja. Lo intenté, pero fue en vano. Farid bajaba corriendo la montaña, pero yo iba demasiado rápido, directo a un precipicio. Era más bien un desnivel, la verdad, pero aun así suponía todo un salto si ibas metido en una caja de madera. Todos, incluido yo, creyeron que nada me pararía. Y así fue. Llegué al borde y salí disparado en la caja; me elevé por los aires… hasta que un gran pino dobló su mano y me recogió del cielo.
—¿La mano de un pino?
—Un poco de imaginación, chico. Cum grano salo. Era la rama de un pino. Noté una mano porque me quedé prendido de la rama en pleno vuelo. La mano de Dios descendió y tomó la forma de una rama de pino. Me pilló del abrigo, mientras la caja seguía volando y acababa estrellándose contra el suelo. Me salvé.
—¿Cómo bajaste del árbol?
—Tardé una eternidad.
Los magnolios chinos estaban cubiertos de divinos brotes de color rosa y blanco; podía decirse que constituían la única vista bonita del terreno que rodeaba mis aulas. A diferencia del resto de la universidad, el campus de ciencias era un horror. Construido en su mayor parte durante la fea década de los sesenta estaba hecho a base de grandes cubos de hormigón cuyas ventanas se abrían hacia arriba, como si los edificios sacaran sus lenguas colectivas al mundo y proclamaran: «Somos feos, pero nos importa un comino».
—Eh, tío —gritó una voz.
Me dirigí a la mesa ocupada por mis compatriotas libaneses. Cuatro de los seis estaban jugando a las cartas, y uno devoraba una hamburguesa a pesar de que estábamos a media mañana. No importaba a qué hora del día llegaras al Refugio Antiaéreo, la hamburguesería de la facultad de ciencias: casi siempre tenías garantizado encontrarte al menos con uno de los estudiantes libaneses. En cuanto el número ascendía a dos, lo más probable era que estuvieran enfrascados en una partida de cartas. Creo que yo era el único libanés de la UCLA al que no le gustaban los juegos de naipes.
—¿Dónde te has metido? —gritó Sharbel. Era, con mucho, el mayor y más corpulento del grupo. Nos pasaba más de una cabeza a todos. Estaba en tres de mis clases—. ¿Dónde está? —Intentaba sonar jovial pero la ansiedad de su voz lo traicionaba.
Le pasé mi carpeta y al instante se puso a copiar los ejercicios de matemáticas en su libreta. Era tan grande que ocupaba casi la mitad de la mesa; los otros chicos tuvieron que apiñarse mientras jugaban a las cartas para que cupiera.
—¿Cómo puedes vivir en la residencia? —preguntó Iyad—. ¿No está abarrotada?
—Tienes que convivir con extraños —dijo Joseph.
Estaba en dos de mis clases. Todos los libaneses de la UCLA, sin excepciones, estudiaban en la facultad de ingeniería. La única variación era la especialidad: yo estaba en informática.
—No vivo con extraños —protesté—. Tengo mi propio cuarto.
—Bueno —repuso Sharbel—, no es como vivir con un amigo.
Iyad golpeó la mesa con la mano y emitió un grito triunfal. Todos los americanos se volvieron hacia nuestra mesa y nos obsequiaron con una mirada de desaprobación. Yo me puse de espaldas a ellos y retiré un poco la silla, con la esperanza de que nadie que mirara hacia nosotros me asociara con aquel grupo.
Dos americanos, estudiantes de ingeniería, saludaron a Iyad con un gesto de cabeza al pasar. Él no les hizo el menor caso. Cuando estaba con el grupo, es decir, casi siempre, mostraba un desprecio absoluto hacia todos los no libaneses. En una ocasión, con su novia americana sentada en el regazo mientras él jugaba a las cartas, la había llamado depositaria de esperma. El grupo hablaba en libanés, incluso, o especialmente, cuando había cerca gente que no entendía ese idioma. De haberse hallado en el Líbano habrían hablado inglés o francés, pero en América hablaban árabe. Éramos unos marginados.
La mañana después de que Dios, el árbol milagroso, salvara a su benjamín, mi abuela se puso dos jerséis negros y se cubrió la cabeza y el torso con un mandeel diáfano que casi rozaba el suelo a su espalda. Vestida a lo druso, de blanco y negro, salió de su casa y subió a trompicones la montaña nevada hasta llegar a la mansión del bey. Era la hora establecida para las visitas. Pedigüeños y suplicantes entraban y salían por la puerta principal, así que mi abuela entró por la lateral. Saludó a todas las presentes en el salón de las mujeres y solicitó audiencia con el bey. Sí, con el bey en persona, no con su maravillosa esposa. Sabía que estaba atareado, muy atareado, pero le agradecería mucho que pudiera dedicarle unos minutos. No, no le importaba esperar. Disponía de todo el día. Bebió café con las demás visitas, departió con las mujeres. Tuvo tiempo de tomar una segunda taza de café.
—Estoy segura de que te recibirá —dijo la esposa del bey—. Discúlpale: anda muy ocupado con eso de que el mundo se está preparando para la próxima guerra.
—Su generosidad no tiene límites —contestó mi abuela.
Por fin un ayudante susurró que el bey recibiría a mi abuela. Ella y la esposa del bey se dirigieron a una sala más reducida, donde el bey mantenía una animada discusión con otro hombre. El bey usó a mi abuela como excusa para poner punto final a la conversación.
—Es un tema delicado —dijo al hombre—. Me temo que no puede esperar.
A solas con el bey y su esposa, la abuela tuvo que interesarse por sus hijos, sus nietos, sus primos, la casa, las comidas y las vacaciones, antes de que el bey se dignara preguntar cuál era el motivo de su visita.
—Ha sido de lo más generoso con mi familia —dijo ella—. Que Dios le conserve muchos años para que nos sirva de guía, protección y de reluciente ejemplo a seguir. Su padre educó a mi padre y a mis tíos, y su amabilidad se ha extendido hasta mis hermanos. Siempre estaremos en deuda con ustedes.
—Eres muy amable —dijo la esposa del bey.
—Y muy elocuente —añadió su marido.
—Nuestra familia sale adelante gracias a su prodigalidad y me avergüenza tener que sacar este tema. Como supongo que sabe, mis dos hijos menores asisten a la escuela local. Les va muy bien, demasiado bien. No estoy segura de que la escuela les brinde suficientes oportunidades.
La esposa del bey carraspeó.
—¿Acaso opinas que la escuela no es lo bastante buena para tus chicos?
—No, desde luego que no. Es un buen colegio. Mis otros hijos estudiaron allí, pero los pequeños son especiales. A mi hijo menor le encanta leer, y en el colegio no hay ni un solo libro.
—¿Lo has consultado con tu marido? —El bey se repantigó en la silla, como si ya no hiciera falta escuchar nada más—. ¿Quieres que vayan a un colegio mejor?
—Eso sería ideal, pero costaría mucho más dinero. Estoy dispuesta a trabajar. Mis hijos mayores ya no me necesitan en casa. Devolveré todo el dinero.
—Los mejores colegios resultan muy caros. ¿Has acudido a tus hermanos en busca de ayuda?
—Ya tienen bastantes preocupaciones con sus propios hijos.
—Al igual que yo, amén de muchos más hijos, más obras de caridad y más obligaciones —dijo el bey—. No hay mayor felicidad que conformarse con la vida que nos ha correspondido.
Abundan los relatos sobre beys: sobre su origen, valor, heroísmo, galantería, ingenio o falta de todo ello. Ésta es la historia favorita del tío Yihad sobre sus orígenes:
Cuentan que en el siglo XIII, o quizás en el XIV o el XV, un bandolero, un esclavo negro huido de Egipto, sembraba el terror en el valle de Bekaa y el monte Líbano, sin que las autoridades locales o el gobierno otomano pudieran hacer nada para terminar con sus desmanes. Se puso precio a la cabeza del bandolero. Aquel hombre mataba a los inocentes y violaba a las vírgenes. Los otomanos proclamaron que cualquiera que capturase o matase al esclavo recibiría el título de bey. (En algunas versiones de la historia el título que se ofrecía era el de pachá, y para conseguir el de bey hacía falta un acto de heroísmo cargado de intrigas y aventuras.) El bandolero pasó por un pueblo y violó a dos mujeres: una era la hermana del que sería el primer bey y la otra su prometida, su prima hermana. Después de matar a su hermana, y de asegurarse de que el hermano de su novia hacía lo propio con ésta para salvaguardar el honor, el futuro bey recorrió el pueblo y las montañas en busca del maldito esclavo, pero no dio con él. Aquella noche, desesperado y decidido a ahogar sus penas, bajó al sótano de su casa para disfrutar de una generosa ración de la secreta barrica de vino tinto que allí guardaba, y… ¡Oh, milagro! Encontró al esclavo negro, inconsciente, con la cara metida en un charco de vino. Lívido, le aporreó la cabeza hasta partirle el cráneo. La sangre del esclavo se mezcló con el charco de vino. El hombre recibió múltiples honores y reconocimientos y fue nombrado bey.
Esperad. Una más. Ésta no habla de su origen, sino que ejemplifica su ingenio. A finales del siglo XVIII, o quizás a principios del XIX, el bey ordenó a uno de sus criados que llevara una misiva a un sheij que vivía en Hasbayya, una ciudad que se hallaba a unas horas de viaje a caballo. El criado preguntó si podía esperar a que amaneciera para partir, pero el bey deseaba que saliera de inmediato y le dijo:
—No temas, porque hay luna llena y yo le ordenaré que te siga e ilumine tu camino.
El hombre montó a caballo y partió, y cada pocos minutos levantaba la vista hacia el cielo para comprobar que la luna se mantenía allí. Por mucho que se alejara del pueblo, la luna le seguía. Cuando entró en Hasbayya despertó a todos sus residentes.
—Larga vida a nuestro sabio bey —gritó—. Ordenó a la luna que me siguiera, y ésta obedeció su orden. Mirad al cielo y maravillaos del don que el bey ha concedido a vuestro pueblo. Levantaos, levantaos y contemplad el misterio.
Los habitantes se levantaron de sus camas, le propinaron una paliza y volvieron a acostarse.
—Cualquiera diría —se quejaba la abuela mientras cortaba lonchas de queso para hacer bocadillos—. Ni que hubiera mencionado que ninguno de sus nietos asiste al colegio del pueblo.
El tío Yihad tenía la nariz metida en las páginas de un libro y fingía no escuchar. Mi bisabuela exhaló un suspiro de exasperación. Esperaba a que hirviera el agua de la tetera.
—¿Por qué acudiste a él? —preguntó mi bisabuela—. ¿Qué esperabas que te dijera ese analfabeto? ¿«Aquí tienes mi dinero porque me preocupo de tus problemas»?
—Bien ayuda a otras personas. ¿Por qué no a nuestra familia? —La abuela dejó de cortar queso. Suspiró—. No tenía otra opción.
—Claro que la tenías. Hablaremos con Maan.
—¡Ya tiene bastantes preocupaciones!
—Todos las tenemos. Pero esto es un asunto de familia.
Una historia más sobre la tradición de los beys. Ésta habla de una mujer.
A finales del siglo XVIII un bey se casó con una mujer de gran relevancia. Como de costumbre, era mucho más lista que él. Se llamaba Amira, que significa «princesa», y el nombre le encajaba a la perfección, no en el sentido de la chica hermosa y tonta que espera ser rescatada sino en el de la mujer destinada a gobernar de forma directa y sin intermediarios. Su marido fue un bey justo, todo lo justo que podía ser un señor feudal en aquellos días, pero nadie albergaba duda alguna de quién mandaba allí. Durante los años que él estuvo en el poder, se eliminaron todas las rencillas internas, los impuestos se abonaron a su debido tiempo y la montaña quedó limpia de bandidos, todo porque al bey le había dado por ejecutar a cualquiera que no obedeciera sus órdenes. Su esposa no tenía compasión. Murió el bey, sospechosamente pronto, dejando a su esposa y a sus tres hijos. Sitt Amira informó a ancianos y sheijs de que sería ella la encargada de gobernar hasta que sus hijos fueran mayores de edad. Ancianos y sheijs asintieron, con gran sensatez, a pesar de que los registros demostraban que el primogénito del bey tenía ya diecinueve años. Sitt Amira fue bey durante veinte años. Departía con sheijs y oficiales y les daba órdenes, aunque cuando ante ella comparecían peregrinos seguía más o menos la tradición: se sentaba detrás de una cortina fina y zanjaba las disputas sólo con su voz.
No era una persona querida. Se dice que si la mitad de la población detesta a un gobernante, es que éste es justo. Ella no lo era. Instigó el enfrentamiento entre las distintas facciones del Líbano. Azuzó a los otomanos en una guerra contra el pachá de Egipto. Se aliaba siempre con el vencedor de las batallas, pero sólo después de que la batalla hubiera sido ganada. Eliminaba a cualquiera que la contrariase. En 1820 su poder era tal que el Imperio otomano tuvo que tomar cartas en el asunto y envió a un ejército a que acabara con ella. Sitt Amira era una política excelente y tan implacable como un chacal, pero ni siquiera ella podía luchar contra todo un ejército. Huyó a las montañas y se disfrazó de pastora a la espera de que el ejército se retirara. Por desgracia para ella, las pastoras de las montañas caminaban descalzas. El primer día un pastorcillo vio sus blancos y cuidados pies, volvió a la ciudad y se jactó de haber visto los pies más bellos del mundo, sin un solo callo. Los otomanos la detuvieron inmediatamente y no se volvió a saber de ella.
La abuela y la bisabuela subieron a un autobús y llegaron a casa de Maan, en Beirut, sin aviso previo, como era habitual. Para la abuela, la elección de a qué hermano acudir no había sido difícil. Ninguno de los dos nadaba en la abundancia, así que ésa no era la cuestión. Yalal era el más respetado, el más culto, pero también el más altivo. La abuela creía, además, que la situación de Yalal era más inestable ya que sus escritos estaban provocando bastante revuelo. Desde que los franceses habían perdido el control sobre los acontecimientos que sucedían en Europa, se resarcían ejerciéndolo en las colonias, y Yalal pagaba el pato. Ella se sentía más unida a Maan. Confiaba en él.
La abuela expuso sus argumentos. De forma sucinta, ateniéndose a los puntos esenciales, informó a su hermano de que sus hijos menores necesitaban asistir a un colegio mejor. Si se quedaban en el pueblo no habría futuro para ellos. No era que mereciesen algo mejor por ser sus hijos, sino porque tenían potencial. Mi tío abuelo accedió sin dudar, lo que permitió que la abuela conservara en su seno el resto de razones que llevaba ensayadas.
—No vengas pidiendo ayuda, hermana —dijo él—. Dala por sentada. Debería haberme ofrecido yo. Ese diablillo, el pequeño, debería ir a los mejores colegios. Incluso es demasiado listo.
Y la abuela rompió en un manantial de lágrimas.
En el plazo de dos semanas mi padre y mi tío fueron separados de sus padres y hermanos. Maan alojó a los chicos en su casa y lo arregló todo para que asistieran a un internado en Beirut. Al principio se acordó que los chicos volverían al pueblo los sábados por la tarde, cuando terminaran las clases, y se reincorporarían al colegio el domingo, pero a medida que ellos fueron encontrando excusas para quedarse en la ciudad, el trato se respetó cada vez menos. Ni mi padre ni el tío Yihad volvieron a considerar el pueblo su hogar. De vez en cuando pasaban una semana o un mes allí. Durante la guerra civil, cuando Beirut ardió en llamas, mi padre incluso se instaló en su casita de veraneo del pueblo durante una temporada. Y el tío Yihad… El tío Yihad opinaba que el pueblo era «pintoresco y auténtico, sin ninguna de las típicas trampas para turistas. Y sin turistas, por supuesto».
El dormitorio estaba a oscuras y en silencio, salvo por los fugaces sonidos de algunos coches al pasar y el reflejo momentáneo de sus faros en la cortina de la ventana. Yo estaba tendido en la cama, mirando al techo. Me había fumado un porro y me sentía deliciosamente atontado.
Sonó un leve golpe en la puerta, tan quedo que ni siquiera estaba seguro de haberlo oído.
—¿Estás dormido? —preguntó en un susurro una voz desde el otro lado de la puerta.
—Todos duermen —respondí—, pero Yardown está despierto.
—¿Qué?
Salté de la cama. Reconocí al intruso en cuanto abrí la puerta: era ese chico lleno de acné llamado Jake, Jack, John o Jim, que ocupaba el tercer cuarto por la derecha a partir del mío. Dijo que había percibido aquel olor efímero pero inconfundible que salía por debajo de la puerta de mi cuarto. Él y su compañero se habían quedado sin hierba, y se preguntaban si me importaría compartir la mía. Me invitaron a su cuarto, a pasar el rato, como ellos decían, y ya encontrarían el modo de devolverme el favor.
Su atestado y desordenado cuarto estaba iluminado únicamente por una lamparita de mesa, y la falta de hierba debía de ser reciente porque la habitación apestaba a porro. Los dos, ambos vestidos con idénticos téjanos y camisetas, se sentaron en una de las camas con las espaldas apoyadas en la pared, sobre un póster de los tres Ángeles de Charlie y otro de un alto jugador de baloncesto. Jake, Jack, John o Jim encendió el porro que le di. Los dos esbozaban una sonrisa estúpida, y supongo que yo también. No logramos iniciar una conversación fluida. El compañero de Jake me preguntó si me apetecía escuchar música. Negué con la cabeza y cogí la guitarra que había sobre la otra cama. Toqué «Stairway to Heaven».
—Es bueno —dijo Jake a su amigo, mientras éste daba otra calada. El porro centelleaba en la oscuridad.
—Toca bien, pero suena frío, lejano —dijo el otro, con una voz que parecía emanar del humo—. Es como si la música estuviera aquí pero él no.
Me incorporé.
—¿Qué has dicho? —pregunté.
Sin embargo no logré que ninguno de los dos repitiera lo que acababan de decir. Tenían los ojos vidriosos, perdidos en algún lugar. No parecían percatarse ni lo más mínimo de mi presencia.
—Nací en una época en que las tierras tenían menos fronteras —dijo el tío Yihad—. En Beirut había gente de muchas nacionalidades y al colegio venían chicos de todo el mundo. El cambio fue duro para mí, pero tu padre… Tu padre se adaptó al colegio como un gourmet se adapta al foie-gras. Enseguida hizo amistad con otros tres chicos y se convirtieron en inseparables. Siguen siendo amigos a día de hoy. ¿Y yo? Yo anduve perdido durante mucho tiempo. Tardé años en hacer amigos. Puede decirse que me hice amigo de dos árboles, dos árboles inmensos que había en medio del patio del colegio, un algarrobo y un roble de Kermes que no tenían menos de cien años. Me pasaba el tiempo libre encaramado a esos árboles. Todo el mundo me llamaba el Chico del Árbol y el apodo siguió vigente durante mucho tiempo. Al algarrobo lo llamé Chacha y al roble Carlomagno. Prefería los árboles a las personas. Después me pasé a las palomas, pero primero estuvieron los árboles.
»Mi padre tiene sus historias de palomas y yo las mías, porque la vida, como los buenos cuentos, siempre se repite. Vi la primera bandada de palomas surcando los cielos de Beirut cuando tenía trece años. Supongo que siempre habían estado allí, pero yo, como la mayoría de la gente, vivía ajeno a ellas. Sin embargo, en cuanto te percatas de su existencia, empiezas a verlas por todas partes y a todas horas. En ese momento no tenía ni idea de que mi padre hubiera sido palomero de pequeño, y al parecer un palomero muy malo. Mi padre nos contaba pocas cosas de su infancia. Supongo que se sentía avergonzado por su pasado, o quizá reservaba las mejores historias para contártelas a ti. Vi la primera bandada, y diez minutos después la segunda, y luego la tercera y la cuarta; de repente el cielo estaba lleno de palomas. Una tarde, mientras admiraba a una bandada en pleno vuelo subido a Carlomagno, empecé a advertir algo mágico. Pude distinguir el arte, además de la lógica, de los patrones de vuelo. La conciencia de ello fue a la vez gradual e instantánea. Magia. Y tan pronto como viví esa epifanía, mis ojos comprendieron dónde debían buscar para localizar el origen de ese hechizo. Aunque no podía verlo, el mago tenía que hallarse en uno de los tres edificios viejos de tres plantas que había detrás del colegio.
»La tarde siguiente corrí al edificio en cuestión y pregunté por las palomas. El tendero de la planta baja me dijo que subiera a la azotea. El hombre de las palomas, un anciano, se percató enseguida de que yo era un chico listo. Me permitió que deambulara por allí y que echara un vistazo a su colección de trofeos.
»En el suelo había cinco jaulas, cada una de ellas más grande que mi cuarto. Una contenía palomas jóvenes de distintas variedades, otra contenía sólo palomas emparejadas. La tercera estaba vacía porque las palomas que vivían en ella estaban volando en ese momento. Di una vuelta por allí y me enamoré. Quería hacer algún comentario inteligente para congraciarme con el palomero y así conseguir que me permitiera volver a visitarlo, pero tenía el cerebro embotado. No cabía duda de que el anciano era un caballero, pero me pregunté si me dejaría volver una segunda vez, o una tercera. ¿No se hartaría de tener por allí a un crío que quería pasar tiempo con las palomas? Me asusté y dije, tartamudeando: “¿Puedo trabajar para usted?”.
»El palomero me miró de arriba abajo. Negó con la cabeza, aunque sonriendo. Dijo que yo era demasiado joven y, obviamente, de una familia demasiado buena para trabajar para él. Pasé de ser taciturno a locuaz en cuestión de segundos. Le dije que podía ir todos los días después de clase: el colegio estaba cerca y yo aprendía rápido, y haría lo que me pidiera sin protestar; y que quizá pareciera ser de buena familia por el hecho de ir a un buen colegio, pero en realidad era de las montañas, donde mi familia aún vivía; y que de verdad quería hacer volar las palomas, y merecía una oportunidad. Saltaba a la vista que él hacía esfuerzos por no reírse. Dijo que sólo podía pagarme una lira a la semana: era una fortuna, y él lo sabía. De haberme ido cuando me dijo que no, habría suspendido el primer examen para ser palomero. Él siempre afirmó que supo que yo acabaría siéndolo desde el momento en que me vio en la azotea, que lo notó en el parpadeo obsesivo de mis ojos.
»El hombre se llamaba Ali Itani. Era chuta, y poseía el edificio entero, que, por cierto, era un inmueble viejo y sin ascensor. Aparecí al día siguiente dispuesto a trabajar y lo encontré enzarzado en una discusión a gritos con Kamal Hourani, un hombre que parecía su gemelo idéntico, salvo por el hecho de ser católico. “Tú, hermano de puta, no sabrías lo que es el honor aunque éste te diera en las narices”, decía uno; a lo que el otro respondía: “¿El honor? ¿Un miserable como tú se atreve a hablar de honor?”. Los dos tenían setenta y un años e iban vestidos con idénticas ropas, a excepción de los zapatos: camisas de rayas estilo marinero y pantalones de traje raídos y gastados. Ali calzaba unos mocasines negros mientras que los de Kamal eran de color burdeos, pero ambos pares estaban cómodamente dados por los años de uso. A pesar de que los insultos crecían en intensidad, ellos seguían sentados frente a frente en una postura relajada. Mi mente de Sherlock Holmes dedujo que aquellas discusiones eran el pan de cada día. Al final resultó que Ali Itani y Kamal Hourani eran amigos desde los seis años. Ambos me juraron que habían estado insultándose mutuamente sin parar desde 1898. Habían sobrevivido juntos al colegio, al trabajo, al matrimonio, a la formación de una familia, a la viudedad, a dos regímenes de ocupación, a una Gran Guerra, a numerosas guerras menores, y a conflictos religiosos y de independencia, sin nunca plantearse la posibilidad de poner punto final a sus groseros insultos. Me sentí como si hubiera entrado en el Jardín del Edén.
»Ésa fue mi primera interacción con la gran ciudad de Beirut. Claro que llevaba siete años viviendo allí, pero daba la impresión de que hasta entonces me había limitado a hacer turismo. Como todas las ciudades, Beirut tiene muchas capas y yo me había familiarizado sólo con un par de ellas. La que conocí aquel día con Ali y Kamal fue la de la gente de Beirut. Coges a diferentes grupos, los colocas a unos sobre otros y los dejas marinar durante mil años, sin dejar de ir añadiendo más y más miembros de tribus extrañas; los dejas reposar durante unos miles de años más, lo salpimientas todo con un poco de religión y obtienes un estofado espeso, que siempre es capaz de sorprenderte con su sabor delicioso y exótico por muchas veces que lo pruebes. Esos hombres parecían haber estado juntos durante millones de años, y como hacía tiempo que se habían quedado sin tema de conversación, lo único que les quedaba era meterse el uno con el otro, intercambiar burlas y repetirse los grandes cuentos.
»En la primera pausa de aquel falso combate de gritos, Ali se percató de que yo estaba allí y, señalándome, dijo: “Éste es el jovencito del que te he hablado”. Antes de que terminara la frase, Kamal gritó: “Escapa ahora que aún estás a tiempo, cachorro. Pon pies en polvorosa y vete tan lejos como te lleven las piernas. Aléjate de este sinsustancia, cuya única intención es invadir como un gusano las vidas de quienes son mejores que él y nutrirse de sus amores, ya que él no tiene ninguno propio”. ¿Lo ves? Ya te he dicho que de repente había encontrado mi hogar.
»Como era de esperar, Ali me dijo que no le hiciera caso a Kamal y empezó a hablarme de mis obligaciones. Yo había pensado que me tocaría limpiar las jaulas y dar de comer a las palomas, pero resultó que ya tenía a otro chico para eso. No, él me sorprendió. Quería que sedujera a los pájaros. Una tarea desconcertante, si me permites decirlo. “Haz que se enamoren de ti —dijo Ali—. Quiero que las palomas regresen a casa porque estás tú.” Yo no tenía ni la menor idea de cómo hacerlo. Debí de mirarlo con cara de idiota, porque los dos viejos se echaron a reír como posesos. “Tranquilo, cachorro —comentó Kamal—. Pronto entenderás los discursos de este retrasado mental. Quiere que entres en las jaulas, que estés con los pájaros hasta que ellos se acostumbren a ti. Es otra de esas tareas fáciles que él no consigue realizar.”
»De manera que mi trabajo consistía en estar con las palomas, pasar tiempo en las jaulas, y cogerlas y acariciarlas si se dejaban. Es lo que entendí, y eso es lo que hice durante los primeros días. Me dejaba caer por allí a la salida del colegio y me encontraba con los viejos discutiendo de temas grandes y pequeños, y montando una tormenta en un vaso de agua. Al principio pensé que nunca se ponían de acuerdo en nada, pero, por supuesto, me equivocaba. Ambos estaban de acuerdo en que burlarse de mí era muy divertido.
»“¿Ya quieres lo bastante a esos dos pichones?”, preguntaba Kamal, y Ali añadía: “Mira a esa color limón. Parece abatida porque no le haces caso”. Me aturdía tanto que me encaminaba enseguida hacia las palomas que mencionaban y éstas huían para ponerse fuera de mi alcance. Yo creía que nunca conseguiría que me quisieran. Sí, así de crédulo era.
»Había una pareja de palomas de Estambul a las que yo profesaba gran admiración. Eran hermosas a la vista, con plumas de color gris oscuro salpicadas de blanco y un pecho anaranjado que parecía haber sido hinchado con una bomba de aire. Habían crecido hasta alcanzar un tamaño enorme: parecían pollos. Eran inseparables y el macho parecía totalmente fascinado por su compañera. Le cantaba, y a ella le gustaba mucho. A los cuatro o cinco días de haber empezado, me dediqué a observarlas y mi mundo pareció reducirse al tamaño de esos amantes. Ella caminaba por el suelo, picoteando semillas al azar, y él seguía sus pasos, zureando arrobado. Cuando ella se detenía y se volvía hacia su pretendiente, éste le frotaba el cuello. Luego era él el que emprendía el paso y ella la que le seguía. “Sois preciosas”, les dije un día. Entonces me percaté de que acababa de hablar en voz alta a un par de pájaros. Miré a mi alrededor; los viejos parecían divertidos. “Sabes escoger a los chicos”, dijo Kamal a Ali. Fue la primera vez que oía a uno dirigirse al otro en tono amistoso.
»A partir de ese momento el volcán se liberó y empecé a hablar con las palomas a todas horas. Se lo contaba todo. Les decía lo maravillosas que eran. Les advertía de los peligros del mundo, las felicitaba por su elección de pareja. Hablaba y hablaba, así que Ali y Kamal habían encontrado al chico que los mantendría entretenidos durante mucho tiempo. Las palomas respondieron. Supongo que no comprendían ni una palabra de lo que les decía, pero empezaron a disfrutar del sonido de mi voz. Cuando me quedaba sin tema de conversación, me limitaba a parlotear. Y puedes imaginar lo que sucedió. Hablaba y hablaba sin cesar, y un día empecé a hacer lo que mejor se me da. Para mi público, compuesto por palomas y humanos, empecé a contar historias.
Sharbel se sentaba a mi derecha y Ziad en el asiento contiguo, en tercera fila, lo bastante lejos del profesor pero sin ocupar un lugar en las sospechosas filas traseras. Cuando recibí el examen de manos del estudiante que tenía delante, me temblaba tanto la mano que me costó separar mi hoja de papel para pasar el resto. Dejé el examen en la mesa sin mirarlo. Era mi ritual. Debía calmarme antes de cada examen. Si no me tranquilizaba, escribía con una letra ilegible. Una vez tenía los nervios bajo control, era más bien rápido, así que nunca me había preocupado cuánto invertía en relajarme, aunque ese día en concreto andábamos un poco cortos de tiempo teniendo en cuenta que mis colegas tenían que copiar. Sharbel me había asegurado que no me metería en ningún lío, porque yo podía jurar que no tenía idea de que alguien copiaba de mi examen, pero yo sabía que mentía. Si cometía un error, Sharbel y Ziad lo copiarían tal cual. No creía que ninguno de nosotros pudiera declararse inocente, ni tampoco creía que cualquiera de los otros dos fuera lo bastante galante como para no acusarme si los pillaban. Al fin y al cabo eran libaneses.
Cerré los ojos y respiré hondo. Me concentré en llevar la respiración hasta los brazos y luego a las rodillas. Me imaginé escribiendo con fluidez. Justo mientras me visualizaba con una sonrisa triunfal en la cara, ya en el pasillo y con el cigarrillo de la victoria encendido, una mano me golpeó en el hombro derecho con tanta fuerza que casi me derribó de la silla. Sharbel tenía los ojos de un cordero a punto de ser degollado. Enarcó las cejas, inquieto y aterrado al ver que yo ni siquiera leía el examen.
Empecé a resolver el primer problema. Contemplé a Sharbel de reojo: él fingía trabajar, acercaba el bolígrafo al papel, pero no hizo nada hasta que yo terminé la primera página y la puse a un lado. Entonces se puso a escribir con furia. Terminé otra página y me dio un codazo. Levanté la vista; había tapado la hoja anterior antes de que él hubiera acabado. Cuando intentaba moverla, sentí un empujón. El estudiante americano que había sentado a mi espalda nos había visto copiar y había propinado una fuerte patada a mi silla. Miré a mi alrededor y adopté un aire de inocencia. ¿Por qué pateaba mi silla en lugar de la de Sharbel? La corpulencia, como siempre: Sharbel medía al menos treinta centímetros más que yo y pesaba veinte kilos más. Intenté recoger las hojas de mi mesa, pero Sharbel me propinó otro codazo. Estaba seguro de que el de la patada nos delataría. Me puse a temblar. Trabajé a toda prisa, esforzándome por controlar el bolígrafo, entregué el examen y salí del aula. Me quedaban veinticinco minutos libres. Sentí los ojos de Sharbel clavados en mi nuca.
—Está mal que lo diga yo —dijo el tío Yihad—, pero ya entonces era bueno. Recuerdo la primera historia que conté a las palomas. Me hallaba en una de las dos mejores jaulas, donde estaban todas las rashidis, las sharabis y las bayumis negras. Ali no habría aguantado perder a cualquiera de esos pájaros, así que les conté esta historia, sacada de los Cuentos del corazón mensajero.
»Érase una vez un pobre pastor que vivía en un pueblo de las montañas. Era tan pobre que no podía alimentar a sus hijos y la familia se acostaba en ayunas con harta frecuencia. Una noche, él tenía tanta hambre que soñó con Beirut, la ciudad del pan y de la prosperidad. Decidió que se trasladaría a la ciudad a hacer fortuna. No esperó ni un minuto: preparó un hatillo con sus cosas y se puso en camino hacia Beirut. Anduvo hasta la ciudad, buscó trabajo y para ello habló con todos los mercaderes, constructores, panaderos, cocineros y vigilantes. Suplicó que le contrataran, pero nadie quiso hacerlo. ¿Cómo iba a hacer fortuna? Una semana después aún no había encontrado nada. Tenía el estómago más vacío que nunca y se sentía más solo de lo que podía haber imaginado. Estaba cansado y, al caer la noche, entró en una mezquita y se tumbó en la alfombra con la intención de dormir. Pero en mitad de la noche unos policías lo despertaron, lo golpearon y le metieron en la cárcel. Compareció ante un juez, quien le preguntó por qué había entrado en la mezquita. El pastor le habló del sueño, pero el juez no se impresionó y le condenó a tres días de cárcel. “Los sueños son cosa de tontos —dijo el juez—. Justo anoche soñé con un tesoro enterrado en las montañas, en un campo en el que dos sicómoros, dos robles y un álamo dibujaban sombras que parecían las de hombres danzantes. ¿Acaso ves que abandone mi trabajo y me lance a la búsqueda de ese tesoro soñado?” El pastor cumplió con las tres noches de cárcel. Cuando lo soltaron, emprendió corriendo el camino de regreso a su casa y buscó aquel lugar familiar donde dos sicómoros, dos robles y un álamo dibujaban sombras que parecían las de hombres danzantes: el campo donde había llevado a pastar a sus ovejas durante años. Desenterró el tesoro y se convirtió en un hombre rico. Alimentó por fin a su familia y pudo acostarse todas las noches saciado y satisfecho.
Jake, Jack, John o Jim y su compañero quedaron conmigo alrededor de una semana después. Ellos ponían la hierba, yo llevé mi guitarra. Fumamos tanto, y tan deprisa, que en cuestión de minutos estábamos flotando como benditos.
—Déjame ver la guitarra —dijo Jake.
Yo estaba tan colocado que apenas me tenía en pie, pero no me caí. Me senté a su lado con la guitarra y él contempló el instrumento con admiración, acariciándole el cuello con la mano.
—Es preciosa —susurró.
—Es una J200.
—¿Qué quiere decir eso?
Sus ojos inexpresivos estaban fijos en mí.
Quería decirle que era una marca, un nombre, pero las palabras no me salían de los labios. Toqué una nota; sonó mal, porque su mano aún estaba en el cuello del instrumento. Me alejé de él y toqué varios acordes. El compañero me pidió la guitarra. La sostuvo un momento, y luego empezó a producir sonidos extraños: un rasgueo rápido a base de acordes inexplicables que carecían de ritmo o de lógica. Sacudía la cabeza como un punki, como si fuera un péndulo sumergido en metanfetaminas. Cantó con voz áspera y desafinada.
—Me gusta tocar con pasión —dijo él—. Y me encanta tu guitarra. Me he sentido genial tocando. Me he sentido real.
—Real —repetí.
Intenté pensar en algo que decir, algo que causara buena impresión.
—¿De dónde eres? —preguntó Jake.
Me pregunté si se estaba burlando de mí, pero la verdad es que estaba demasiado colocado para hacerlo.
—De Beirut.
—Beirut. —Jake cerró los ojos—. Eso es Hispanoamérica, ¿no?
—Sí —dije.
—¿Puedes tocar algo de tu país?
—¿Tango o salsa? —Me reí de mi propio chiste. Di una profunda calada y dejé que el humo se filtrara en mis pulmones. Mi cerebro lo agradeció—. ¿No será mejor algo de Bagdad?
Empecé a tocar un maqâm por primera vez en años, al principio con torpeza. La guitarra sonaba rara y tuve que usar la púa con más fuerza. Mis dedos aún recordaban cómo tocar, pero los trastes obstaculizaban la tarea. Tuve que improvisar. Adopté un ritmo más lento que me permitía más tiempo de ajuste. A lo Count Basie en lugar de a lo Oscar Peterson. Cambié al Maqâm Bayati, que tenía menos cantidad de notas medias o cuartas. Imágenes del gran desierto aparecieron en la parte trasera de mis párpados. Las notas parecían fluir con una lógica natural. Mis dedos tocaban con la languidez de la tarántula.
Abrí los ojos y vi a Jake boquiabierto: su expresión revelaba sorpresa y encanto. Su compañero parecía fascinado.
—Eso ha sido distinto —dijo Jake.
—Solamente deberías tocar eso —añadió el compañero—. Poseía alma.
Por un instante se me erizó el vello de los brazos. Inicié otro maqâm, intentando perderme en la esencia de la música, en su pasión. Toqué durante diez minutos antes de hacer una pausa y percatarme de que mi experto público se había dormido como un tronco. Reanudé el maqâm, pero no logré que la guitarra produjera los sonidos que oía en mi cabeza. Al final lo comprendí. Supe qué estaba mal. Salí de la sala y me dirigí a la cocina comunitaria. Desencordé la guitarra y la dejé sobre el mostrador de fórmica. Registré los cajones en busca de la herramienta adecuada, pero no encontré nada mejor para eliminar los trastes de la J200 que un cuchillo para la carne. El cuchillo para la carne se reveló demasiado endeble, así que probé con el del pan. Sin los trastes la guitarra sonaría mejor, más personal. El cuchillo del pan tampoco funcionó. Enchufé el cuchillo eléctrico y la corriente le dio vida. Puse manos a la obra. El sonido del motorcito del cuchillo alcanzó cotas ensordecedoras, pero hice oídos sordos. Corté con demasiada profundidad el primer traste, y con menor el segundo. Cuando llegué al tercero y al cuarto ya había decidido cómo actuar, pero me detuve en el quinto. Contemplé el instrumento moribundo que tenía ante mis ojos y lo dejé. Volví a mi cuarto y me tendí en la cama. Me zumbaba la cabeza.
—Estuve con Ali durante años: todo el colegio, toda la universidad —prosiguió el tío Yihad—. Y deberías saber que esos maravillosos palomeros tienen mucho que ver con la posición de la que disfruta ahora nuestra familia. Había otro… Deja que te explique. Ali detestaba a ese palomero, llamado Mohamed Beaini. Eran enemigos acérrimos, y no sólo porque los Beaini fueran suníes y los Itani chutas. Al parecer el padre de Ali insultó en una ocasión al de Mohamed, y la mala sangre persistió. Ali y Mohamed nunca se habían dirigido la palabra. Se criaron con la ofensa en la sangre, y el uno estaba convencido de la maldad del otro. Un día, dos o tres años después de que yo comenzara a ayudar a Ali, debía de ser en 1948, una de las palomas de Mohamed aterrizó en nuestra azotea. Ali la reconoció al instante y se calló. El pájaro parecía perdido, así que me acerqué a él por detrás, lo cubrí con una red y lo llevé a una pequeña jaula, pero Ali dijo: «No. Retuércele el pescuezo. Mohamed no vendrá a pedirla y yo no se la devolveré». Me quedé atónito. Me negué a hacerlo. «Es por el propio bien del pájaro —dijo Ali—. Para que no sufra lejos de casa. No podemos conservarlo. Es lo más humano que podemos hacer con él.» Se lo entregué: si quería verlo muerto tendría que encargarse él. Kamal acudió a mi rescate. «No puedes obligar al chico a que haga el trabajo sucio por ti. Mátala tú o devuélvela.»
»“No la devolveré”, insistió Ali. Le dije que ya lo haría yo y él replicó: “Sabe que trabajas para mí. No lo consentiré”. Bueno, si había algo que yo sabía era cómo nadar y guardar la ropa. “Se la devolveré y le diré que tú no estabas cuando cayó aquí.” Las facciones de Ali expresaron alivio. Incluso Kamal sonrió. Llevé el pájaro a casa de Mohamed Beaini. En cuanto me reconoció me lanzó una mirada muy peculiar. Le dije que Ali no sabía nada de esto; no me creyó. Cogió el pájaro y me dio las gracias.
»Ahora, si esto fuera un cuento, Ali y Mohamed se harían grandes amigos, y sus nietos se casarían y tendrían descendencia común, pero las cosas no fueron así. Mohamed se limitó a dejar de hablar mal de Ali y a negarse a estar cerca de nadie que lo hiciera. Y siempre que alguien felicitaba a Ali por sus palomas, éste decía: “Ojalá mis palomas fueran tan bellas como las de Beaini”. Ambos fallecieron sin haber cruzado una sola palabra. Así pues, te preguntarás por qué te cuento una historia que no tiene un gran final. Pues porque, como en todas las grandes historias, el final nunca está donde uno se lo espera.
»Mohamed Beaini tampoco fue un gran amigo mío. Pero cuando terminé la universidad y el tío Maan nos instaló a tu padre y a mí en nuestro primer apartamento, empecé a criar palomas en el balcón. Ali me ofreció tres parejas: una rashidi, una turca y una zahr al-fool. Dos días después un niño llamaba a la puerta; traía un valioso regalo de parte de Mohamed, un par de preciosas yehudis. No nos habíamos vuelto a ver desde aquel día, así que fui a su casa a darle las gracias.
»Lo cierto es que pude devolvérselas enseguida. Las palomas me amaban, ¿sabes? Criaron para mí. En un momento dado es probable que fuera el mejor criador de todo Beirut. Mis yehudis eran todas palomas de premio. Regalé un magnífico par a Mohamed. También le entregué un asombroso par de zahr al-fools manchadas. Por supuesto, me cuidé mucho de dar a Ali parejas similares. Así que, en cierto modo, Mohamed y Ali acabaron teniendo descendencia común. Yo me había convertido en un palomero célebre. Por aquel entonces mi padre se enteró y me ordenó que lo dejara: él odiaba a las palomas. Consideraba que ocuparse de ellas era una profesión indigna. ¿Sabías que el testimonio de un palomero no se acepta en un tribunal de justicia? Te preguntarás por qué. Por ley, la palabra de un palomero no es de fiar porque los palomeros se pasan la vida en los tejados y se les considera, por tanto, unos mirones. La gente es ingenua. Por eso la mayoría de los muecines son ciegos. Tal vez estén en lo alto, pero no ven.
»Tu padre también quería que yo dejara el tema de las palomas. Fuera justo o no, la sociedad creía que los palomeros eran gente corrupta, y él quería disfrutar del respeto de los hombres de bien. Y algo más importante, ¿qué mujer decente se casaría con él si su hermano era palomero? Desde luego tu madre no lo habría hecho. Tuve que dejarlo y montar una empresa con él. Cuando me llegó el momento, vendí las palomas por una pequeña suma de dinero que nos sirvió para montar la empresa, pero necesitábamos más. Tanto Ali Itani como Kamal Hourani me entregaron todos sus ahorros. No es que fueran ricos, pero no se guardaron nada. Por aquel entonces ya rondaban los ochenta años. Ambos fallecieron antes de que pudiera devolverles el dinero. Kamal fue el primero en morir, y como puedes suponer Ali no lo soportó y le siguió a la tumba diez días más tarde. Te juro que pasé esos días con Ali: su dolor era insoportable y la muerte fue una liberación. Saldé mi deuda con sus familiares.
»Pero, como estaba desesperado, también pedí dinero a Mohamed Beaini, y éste tampoco se lo pensó dos veces. Resultó ser el más rico de todos. Acabó realizando la mayor contribución al ejército de ángeles.
Tuve suerte de estar sobrio cuando llamó mi madre. Preguntó por el colegio. ¿Cómo me iban los exámenes finales? ¿Todo bien? Pero noté una nota de ansiedad en su voz.
—Escucha —dijo ella—, quería decírtelo antes de que te enteraras por otro lado. Tu hermana se casa la próxima semana. No será una gran boda, sólo asistirá la familia y algunos amigos íntimos. No vamos a montar un gran banquete.
Vi cómo mi mano apretaba el teléfono. Tenía la boca seca, algodonosa. Me dolía la cabeza.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—¿Cómo que qué quiero decir? Boda, matrimonio, tu hermana.
—¿Con quién se casa?
—Con Elie, por supuesto. La boda será la próxima semana. Están enamorados. Son felices. Se casan.
—No lo entiendo. ¿Por qué quiere casarse con él? ¿A qué viene tanta prisa?
La oí suspirar al otro extremo de la línea.
—Escucha, cielo. Pórtate como un adulto. No hace falta que te lo explique todo al detalle, ¿no? Piénsalo. —Hizo una pausa—. ¿Por qué iba a haber una boda estando la muerte de Yihad tan reciente? No es una boda de penalti, no, es un gol en toda regla. —Hizo otra pausa—. ¿Por qué si no iba a permitir que se casara con ese maldito cabrón descerebrado? —Otra pausa. Mamá respiró hondo y habló en voz más baja—. Y ahora, cariño, no me hagas más preguntas. Sólo llamaba para decirte que Lina va a casarse, y en cuanto cuelgue me dedicaré a matarla.
Colgó sin despedirse. Supuse que tenía que haber muchas razones para que ella estuviera enojada en una situación como ésta, pero, conociéndola, el hecho de que fuera a convertirse en abuela a su edad encabezaba la lista.
Decidí que partiría hacia Líbano el sábado después del último examen final. Podía volar a Nueva York, y de allí a Beirut vía Roma: llegaría justo a tiempo. Con guerra civil o sin ella llevaban seis días de calma. Podía asistir a la boda, pasar algún tiempo con la familia y regresar antes de que se reanudaran las clases. La boda se celebraría en las montañas. Allí la situación era tranquila. No caían bombas, ni había intercambio de balas al menos desde hacía un tiempo.