Capítulo 7

En El Cairo, Baybars y su séquito fueron acogidos amablemente por su tía.

—Eres el hijo de mi hermana —le dijo ésta—. Eres tan querido para mí como para ella. Este es ahora tu hogar.

Dispuso que su equipaje fuera trasladado a los aposentos privados. Le presentó a su marido, Nayem, uno de los visires del rey. Aquella noche sirvió un magnífico banquete.

—Háblame de mi hermana —dijo—. Me encantaría oír sus historias.

Y Baybars le contó que Sitt Latifah le había salvado la vida y le había adoptado, que le había enseñado a tirar con arco. La cara de su tía brillaba de afecto.

A la mañana siguiente Baybars quiso respirar el aire fresco de El Cairo. Él y sus guerreros cabalgaron por la ciudad. Al-Awwar no estaba de buen humor y se aseguró de que su jinete se enterase. Lo que debía ser un paseo placentero se convirtió en una batalla de voluntades entre caballo y jinete.

—Ninguno de los caballos está contento —dijeron los guerreros—. Los que trabajan en los establos del visir atienden a sus caballos y no a los nuestros. Contratamos a algunos ayudantes, pero al-Awwar tal vez necesite un establo para él solo.

Baybars se dio cuenta de que su semental no estaba bien cuidado, de que no le habían cepillado las crines. Baybars pidió disculpas al caballo; al-Awwar arqueó el cuello y resopló.

Aquella noche Baybars preguntó al tío Nayem si sabía dónde podía encontrar a un mozo de cuadra capaz y responsable.

—El taller de mozos de cuadra está en el barrio de Rumaillah. Allí seguro que encuentras a un buen hombre. Sin embargo no contrates a un joven llamado Othman, bajo ninguna circunstancia. Ese rufián debe de ser de tu edad, pero acumula a sus espaldas la experiencia criminal de un viejo. Es un ladrón y un delincuente que sólo responde al control de un hierro candente. El rey ha dictado órdenes de arresto contra él, pero sigue eludiendo el peso de la ley y encontrando a tipos ingenuos a quienes timar.

En el taller de mozos de cuadra Baybars se encontró con un anciano de barba tan blanca como las plumas de un cisne. Baybars dijo al encargado de los ayudantes de establo que buscaba un mozo, alguien que fuera fuerte y listo, honesto e inocente. El encargado le presentó a un mozo, pero a Baybars no le gustó. Ni ése, ni el segundo, ni el tercero, ni el cuarto.

Un joven ostentosamente vestido y con cara de roedor entró en la tienda. En cuanto le vieron todos se apartaron de su camino salvo Baybars y el encargado, que fue hacia el joven, se postró a sus pies y le besó la mano que éste le ofrecía.

—¿Has ganado dinero hoy? —preguntó Othman, a lo que el encargado respondió negativamente—. ¿Y ése, qué anda buscando?

—Busca a un mozo, pero los que le he mostrado no han sido de su agrado —dijo el encargado—. Debe de querer uno especial.

—¿Soy yo de tu agrado? —preguntó Othman.

Y Baybars respondió que sí.

Othman se dijo que aquel joven era una presa fácil; trabajaría para él durante ese día y le robaría aquella misma noche. Baybars pensó: «O bien el joven me sirve bien, o le mataré y libraré al mundo de un parásito». Baybars pagó cinco dinares al encargado, quien iba a guardarse las monedas en el bolsillo, pero, tras una mirada de Othman, entregó el dinero a éste.

Baybars y su mozo llegaron al establo de Nayem. Tan pronto como los otros trabajadores del establo posaron los ojos en Othman, salieron disparados en todas direcciones.

—Este es al-Awwar —dijo Baybars—. Veo que le gustas, lo que resulta una indicación excelente de tu bondad natural. Cuida de él, lávalo y dale de comer.

A solas en el establo, Othman dio gracias a Dios por el fantástico regalo que le había concedido. De los ganchos de la pared colgaban equipos ecuestres, más valiosos que cualquier otra cosa que hubiera robado antes; sobre un banco de madera se hallaban dispuestas en orden hermosas sillas de cuero con intrincados remaches. ¿Qué se llevaría primero? Se llenó los bolsillos con bridas doradas y pedazos de plata. Encontró un saco grande, donde guardó dos sillas y cinco riendas de plata. Montó en su caballo y salió del establo.

—¿Adónde vas? —preguntó Baybars, que estaba apoyado en la pared del establo.

—Voy a lavar el equipo —contestó Othman—. Es un trabajo que corresponde al mozo. No me fío de estos criados. Contrataré para ello los servicios de gente que ya conozco.

—No voy a consentir que gastes tu propio dinero en mi equipo —dijo Baybars—. Aquí tienes diez dinares; con esto podrás pagar a tu gente.

La avaricia llevó a Othman a desmontar del caballo y Baybars golpeó a su nuevo mozo con la empuñadura de la espada. Cogió al chico por el pelo y lo arrastró al interior del establo.

—Voy a darte una buena lección, ingrato mentiroso. —Baybars ató los brazos del chico y lo colgó de una viga. Se percató de que el ladrón usaba un látigo como cinturón—. Lo llevas para infligir dolor. Bien, ahora serás tú quien sufra las consecuencias de mi justa ira.

Y Baybars flageló a Othman hasta que el mozo se desmayó. Othman despertó y se encontró con una multitud de ojos puestos en él.

—Descolgadme, hermanos —suplicó—, porque estoy sufriendo.

Los mozos no se movían.

—Tú —gritó Othman dirigiéndose al más joven—. Ayúdame a bajar. Deja que descanse durante la noche. Por la mañana podrás volver al colgarme.

El mozo desató a Othman y le ayudó a bajar. Othman golpeó al chico, lo ató y lo colgó en su lugar. Los otros mozos se escondieron.

—Idiotas —exclamó Othman antes de montar en su caballo y escapar.

Por la mañana Baybars halló al mozo joven colgado en el lugar de Othman. Lo desató y ensilló a al-Awwar. Llamó a los mozos y les preguntó si sabían dónde vivía Othman.

—Vive en la zona de Rumaillah, en el barrio de Sharbeel, al lado del pozo largo. No sé qué casa es. Ha amenazado con matar a cualquiera que diga cuál es.

Baybars salió al galope seguido por los guerreros negros. Cuando llegó al barrio en cuestión, Baybars preguntó a un transeúnte si sabía dónde se hallaba la casa de Othman y el hombre salió corriendo en dirección contraria. Un segundo hombre gritó: «Protegeros del mal de ojo», y también puso pies en polvorosa. Un tercero se negó a contestar, y el cuarto se orinó en los pantalones y se desmayó. Baybars se dirigió entonces a la panadería del barrio. Entró y habló a gritos al panadero.

—Mi señor Othman afirma que le timaste una docena de hogazas de pan, y a menos que enmiendes tu error, prenderá fuego a tu negocio.

—Eso es imposible —repuso el panadero—. Ayer mismo envié al chico a su casa con una docena de hogazas.

—Pues será mejor que se lo expliques a mi señor, porque está furioso.

El panadero ordenó al chico que fuera a casa de Othman y averiguara qué había sucedido.

—Adelántate a caballo —dijo el chico a Baybars—. Yo caminaré hasta allí. Es una pena que el caballo tenga que ir a mi paso.

Pero Baybars dijo:

—Tengo una idea mejor. Como veo que te gusta mucho mi caballo, móntalo y te seguiremos.

El chico de la panadería no podía creerse su buena suerte. Al-Awwar permitió que lo montara y el chico guio a los hombres hasta la casa de Othman. Se disponía a llamar a la puerta cuando Baybars le detuvo. El chico se percató de que le habían engañado para que revelara la ubicación de la casa y el pánico se apoderó de él.

—No se lo diré a nadie —murmuró Baybars—. Ahora vete.

El chico volvió corriendo a la panadería. La madre de Othman abrió la puerta y preguntó a Baybars qué se le ofrecía. Este dijo que quería ver a Othman.

—¿Y quién le busca? —preguntó ella.

—Su señor —contestó Baybars—. Trabaja para mí. Pretendo convertirlo en un hombre honrado, llevarlo por el sendero de la virtud.

La madre de Othman miró a Baybars y dijo:

—Ya es hora. Hace mucho tiempo que espero algo así. Mi hijo está en una de las cuevas del imam. Está reunido con sus hombres, planeando vengarse de vuestra familia, supongo. Encontradle y devolvedle al buen camino.

—¿Dónde puedo encontrar esas cuevas?

—Están junto a la tumba del imam, por supuesto. Pregúntele a alguien. No puedo hacerlo todo por usted.

Nadie quiso informar a Baybars y a sus acompañantes de dónde se hallaban las cuevas del imam. Compró diez sandías a un vendedor ambulante y pidió que fueran entregadas en la tumba del imam. El vendedor llamó a un viejo porteador que disponía de un mulo. El porteador cargó las diez sandías a lomos del mulo y se dirigió hacia la tumba.

—¿Dónde está su casa exactamente? —preguntó el porteador.

—Debo ir a las cuevas. Te pagaré el doble si me llevas hasta allí.

El porteador temblaba de pies a cabeza. El mulo, su compañero desde hacía años, se paró y se acercó a su dueño para consolarlo.

—No puedo guiarle hasta allí —dijo el porteador—. Mi alma quedaría condenada. Por esas cuevas sólo rondan ladrones y asesinos.

—Si no me llevas a las cuevas —amenazó Baybars—, yo mismo me cobraré tu vida.

El anciano dio un par de pasos y luego susurró al oído de su mulo:

—Mi pene es más grande que el tuyo, amigo. —Y el burro se rio tanto que se le doblaron las rodillas del esfuerzo. Su panza alcanzó el suelo y sus rebuznos llenaron el aire—. Mirad, señor —exclamó el porteador—. Mi pobre mulo está enfermo. No puede avanzar más. Por favor, deje que lo descargue y le permita descansar un poco.

Señaló hacia el este y añadió:

—Las cuevas están allí. No tienen pérdida. Deje descansar a mi pobre mulo.

Baybars y sus acompañantes siguieron su camino dejando atrás al porteador y a su mulo.

—Se ha marchado ya, ¿verdad? —preguntó Baybars.

Uno de sus guerreros contestó, tras mirar atrás:

—Sí. Va montado en su mulo y corre hacia la ciudad como alma que lleva el diablo.

La montaña estaba llena de cuevas, y Baybars no quería registrarlas una por una. Uno de sus guerreros profirió un grito amenazador.

—Othman, mozo de Baybars el valiente —vociferó el guerrero—, tu señor reclama tu presencia.

Othman apareció en la boca de una cueva con una guardia formada por ochenta hombres.

—¿Por qué me habéis seguido hasta aquí? —preguntó.

—Eres mi mozo —expresó Baybars—, y yo tu señor. Sírveme o muere.

—Lárgate —gritó Othman—. Márchate, o haré que mis hombres te hagan pedazos y los cuezan en agua sucia a fuego lento.

Los guerreros cabalgaron despacio hacia los bribones, y, justo a esa misma velocidad, éstos empezaron a dispersarse.

—Quedaos y luchad —ordenó Othman—. Los superamos en una proporción de veinte a uno. No os dejéis intimidar por su aspecto aterrador. —Y Othman desenvainó la espada y fue hacia su enemigo al grito de—: ¡A por ellos!

—¿Me permitís? —preguntó uno de los guerreros.

Saltó del caballo y sin desenvainar la espada aguardó el embate de Othman y le propinó tal bofetón que resonó como un trueno y derribó al joven. Luego el guerrero le ató las manos y lo arrojó a lomos del semental.

Cuando llegaban a las puertas de El Cairo, Othman empezó a debatirse.

—Por favor —suplicó—, no me hagáis entrar en la ciudad maniatado y con la cabeza descubierta. No es decoroso.

—Tienes miedo a las burlas —dijo Baybars—, y yo temo que te escapes y faltes a tu promesa de obediencia.

Othman juró servir a su amo. El guerrero africano le desató y le ofreció un turbante. Entraron en El Cairo, y Othman dijo:

—Esperad, por favor. Rezo ante el Sepulcro de la Virgen de Zainab para pedirle buena suerte cada vez que entro en la ciudad.

Y Baybars se lo permitió.

Othman entró en el sepulcro, se arrodilló en el suelo y oró:

—Querida Señora, madre de todos nosotros. Me pongo en Vuestras manos. Salvadme de este hombre. —Othman notó la mano de Baybars en su hombro—. Castigadle, madre de la fe. Dadle una paliza.

Othman oyó que Baybars se arrodillaba a su lado.

—Me habéis seguido —se lamentó Othman.

—Te seguiré adondequiera que vayas —dijo Baybars—. Antes me abandonará mi alma que yo a ti.

—Machacadlo —gritó Othman—. Aplastadlo, Señora. Este loco nunca me dejará en paz. Ayudad a vuestro siervo.

Y ante ellos apareció la Virgen en todo su glorioso esplendor. De su figura emanaba un brillo azul y plateado. Y, con su hechizadora voz, dijo:

—Estoy contenta contigo, príncipe Baybars. Este mozo es de los míos, y le protegeré eternamente. —La Señora hizo una pausa y se rio—. El mozo lleva años sirviendo a Dios. Que ahora te sirva y obedezca a ti. —Apoyó la mano sobre la cabeza de Othman—. Me aseguraré de que siga el camino de la virtud y cumpla con su destino.

Y un gimoteante Othman dijo:

—Por mi honor, ahora me arrepiento. —Tomó la mano de su maestro—. Seré vuestro criado.

Baybars, entre lágrimas, contestó:

—Y yo el tuyo.

El visir Nayem se puso lívido al ver a Othman en sus propiedades. Desenvainó la espada.

—Mantén la mano quieta mientras me explico, tío —dijo Baybars—. Este hombre se ha arrepentido. Ha jurado obediencia a Dios. Le he enseñado las abluciones y oraciones adecuadas.

El visir escrutó el rostro de Othman y vio la fe en sus ojos. Felicitó a Othman por haber alcanzado la sabiduría y a Baybars por haber dado con un mozo de cuadra honesto. Luego dijo:

—El rey caza en Giza en primavera y todos los hombres honorables siguen sus pasos. La temporada se acerca. Nuestra casa empezará a hacer los preparativos. Eres bienvenido a alojarte en nuestra tienda o a llevar la tuya propia.

Baybars quería ir, y quería disponer de su propia tienda.

—Quiero una que sea grande —explicó a Othman—. Deseo un pabellón que sea digno de un rey. Ve a comprarme una.

Othman replicó que una tienda de ese tamaño tenía que ser encargada de antemano y que no había tiempo. Un decepcionado Baybars replicó:

—Bueno, entonces encuéntrame la mejor que haya disponible. No quiero ser objeto de burlas.

Othman decidió que el mejor lugar para encontrar un pabellón digno de un rey era en la corte del monarca, y hacia allí encaminó sus pasos. Dio con el criado que se ocupaba de las tiendas reales, se presentó y preguntó cuántas poseía el rey.

—El chambelán es el único que sabría algo así —dijo el criado—. Deben de ser cientos. Sólo hemos utilizado diez en todo el tiempo que llevo aquí.

—Bien —dijo Othman—, si llevan tanto tiempo guardadas, ¿cómo sabes que todavía están en buenas condiciones? ¿Cómo mantenéis la polilla a raya? ¿Están frescas o huelen a humedad? Nuestro glorioso rey no debería tener tiendas en mal estado. Las examinaré todas y me aseguraré de que sean dignas de él. Será un honor y un deber servir a mi rey.

—Pero son muchas —repuso el criado.

—Cierto —convino Othman—. Podría dedicar a esta tarea el resto de mi inofensiva vida, pero siento que he nacido para ello. Deja que empiece por la mayor de todas.

—La mayor es de proporciones inmensas. Ni siquiera podemos abrirla dentro de los límites del palacio.

—Pues entonces seguramente será mejor que empiece por ésta —dijo Othman.

Y Othman ordenó a veinte criados del rey que cargaran con el gran pabellón doblado, que sólo podía desplegarse por partes, y lo sacaran fuera de las inmediaciones del palacio.

—¡Te has superado a ti mismo, Othman! —exclamó Baybars—. Es digna de un rey.

—De un rey anticuado —dijo Othman—. Ese color tostado es insulso. Deberíamos cambiarlo.

No añadió que, a menos que se alterara el color, el chambelán del rey podría reconocer la tienda.

—Bueno —dijo Baybars—, haz con ella lo que te plazca. Llévala a Giza y móntala para cuando yo llegue. Me alegra disponer de tienda propia.

Y dejó a sus criados para que se ocuparan de ello. Othman se dirigió a los guerreros africanos.

—Vosotros tres deberíais pintar el lienzo. Vuestras tierras son célebres por sus ricos y brillantes colores. Haríais el trabajo mucho mejor que yo.

—Una mula lograría un resultado mejor que el tuyo —dijo el primer guerrero.

—Y un perro —añadió el segundo.

Y el tercero prosiguió:

—Pero eso no significa que debamos hacerlo. Es una tarea ordinaria.

—Me insultáis, hermanos —dijo Othman—, y no pienso defenderme. Pero jurasteis servir a Baybars, al igual que yo, y si su posición social mejora pintando la tienda, la tarea deja de ser ordinaria. Ya ordenaré a los criados de la casa que lo hagan. Podemos teñirla.

—¿Teñirla? —dijo el primer guerrero—. Será como poner un cartel que diga que el dueño de este pabellón es un chiflado tacaño.

—Necesitamos pigmento —prosiguió el primero.

—Necesitamos piedra caliza —dijo el segundo.

—Necesitamos goma arábiga —concluyó el tercero.

—Tenemos de todo —dijo Othman.

—Sí —convinieron ellos—, pero no tenemos excrementos de elefante.

—¿Los de caballo servirán? —preguntó Othman.

Othman y los guerreros tuvieron que reclutar a criados y a hombres de la calle para que les ayudaran a transportar la tienda plegada hasta el barco. El joven preguntó a su madre si quería acompañarlos.

—Pediré a Baybars que contrate tus servicios. Eres la mejor cocinera de El Cairo.

Llegados a Giza, Othman alistó a todos los hombres disponibles para alzar la tienda. Necesitó a un centenar. Una vez montada, se percató de que no tenían muebles ni lámparas para llenar una tienda de ese tamaño.

—En eso no habíamos caído —dijo uno de los guerreros.

—No importa —dijo Othman.

Fue hasta el río, donde vio a los criados del rey descargando las alfombras, cojines y candiles destinados a la tienda real.

—Queridos compañeros —les dijo—, el rey ha ordenado que transportéis todos los muebles a la tienda de Baybars, ya que desea cenar allí.

Y luego vio a los criados del juez del rey y les dijo lo mismo. Habló con los criados de todos los visires. Cuando todo estuvo entregado, la tienda de Baybars se alzaba tan llena y hermosa como la cola dorada de un pavo real.

Baybars se presentó al día siguiente y montó en cólera al enterarse de que Othman había requisado los muebles de todo el consejo.

—Me has hecho quedar como un tonto —le gritó—. Por Dios que te arrancaré la piel a tiras por esto.

Cogió un palo y Othman huyó, con Baybars pisándole los talones.

Othman llegó hasta el séquito del rey. Se postró ante el monarca y dijo:

—Me pongo bajo vuestra protección, majestad. Mi señor desea mi muerte, y dijo que no podría volver a servirle a menos que extendiera una invitación al rey Saleh.

—Pues tu entrega está garantizada —dijo el rey—. Llévanos hasta la tienda de tu señor.

Los miembros del séquito tuvieron que frotarse los ojos para asegurarse de que lo que veían no era un espejismo propio del desierto. Ante ellos, el pabellón de Baybars se alzaba grande como una ciudad. Sus colores y su diseño les resultaban totalmente nuevos. Líneas blancas dividían la tienda como si fuera una colcha. Algunas zonas aparecían estampadas con formas abstractas: triángulos de color verde oliva, cuadrados en pardo oscuro, conos en lila pálido, círculos en azul celeste, elipses en marrón, retazos en ocre amarillo. Otras partes mostraban imágenes de la gran cacería: leones rojizos abatidos por lanzas doradas, guerreros negros sobre corceles blancos rodeando a una manada de bestias. Los invitados lo observaron en un silencio pasmado. Se sentaron en el pabellón, que a pesar de su llegada se veía vacío. Baybars les dio la bienvenida y salió a llamar a Othman.

—¿Quién te dijo que invitaras a toda esta gente, y cómo podremos ofrecerles la comida que se merecen?

Othman prometió que se ocuparía de todo. Corrió hacia las cocinas reales.

—El rey está cenando en la tienda de Baybars, pero no está seguro de la calidad de sus cocineros. El rey no desea ofender a Baybars, así que os ordena que preparéis la comida en secreto. —Fue a ver a los cocineros de todos los visires y les repitió la misma historia. Y a su madre le dijo—: La corte entera viene a cenar. Haz mis platos preferidos, por favor. Estos nobles creerán que la comida que sus pobres sujetos comen es exquisita.

En una hora un festín de proporciones ingentes se servía al rey y a sus nobles.

—En el nombre de Dios, el misericordioso —dijo el rey, y dio el primer bocado.

—Uno de mis cocineros prepara un plato muy parecido a éste —dijo un visir—, salvo que éste es mucho mejor. Sus sabores son más sutiles.

—Y yo tengo una alfombra como ésta —comentó otro visir—, pero salta a la vista que la seda de ésta es más fina.

—Este plato a base de lentejas y arroz es sencillo, pero delicioso —alabó el rey—. ¿Podríais preguntar a vuestro cocinero cuál es el secreto de la receta?

Baybars fue a preguntárselo a Othman, quien a su vez transmitió la pregunta a su madre.

—Sal y pimienta —dijo ella.

Todos comieron hasta saciarse, y el rey dijo al final:

—Que Dios bendiga al anfitrión de este festín.

De regreso en El Cairo, Baybars se arrodilló frente a su rey, que no reconoció al chico a quien una vez se había aparecido en sueños, ya que Baybars ya no era Mahmoud. Y el rey anunció:

—Un anfitrión tan elegante y poseedor de un buen gusto tan exquisito debe ser recompensado. A partir de este momento ofrezco el cargo de príncipe y responsable de protocolo a Baybars. Será el responsable de todos los eventos e invitaciones que se produzcan en la corte.

Y así fue como Baybars se convirtió en príncipe.

El tamborileo de los dados sobre el tablero de backgammon resonaba en el comedor. Cuando mi padre y el tío Yihad jugaban, el ruido alcanzaba las proporciones de una batalla de demonios. Con cada tirada, las piezas de marfil del tablero saltaban de un golpe. Se tomaban el pelo mutuamente sin compasión, vociferaban y gritaban en broma. A ambos les gustaba jugar y se les daba bien. Si jugaban con otras personas se mostraban más serios porque había dinero de por medio, pero entre ellos se apostaban monedas de poco valor para así poder recurrir a las bromas y los gritos. Era la virilidad, y no el dinero, lo que estaba en juego. Siempre temí que acabaran rompiendo la mesita de vidrio que sostenía el tablero.

Yo leía tumbado en la cama, con la puerta cerrada, cuando sonó el teléfono. Descolgué el auricular y oí la voz de mi madre. Me preguntó si el tío Yihad estaba por allí. Sin un hola, sin un cómo estás. Dijo que llevaba un rato intentando dar con él y que se figuraba que debía de estar con mi padre.

—Dile que se ponga al teléfono, pero no le comentes ni a él ni a tu padre quién le llama.

—¿Por qué? —pregunté.

—Limítate a hacer lo que te pido por una vez.

El tío Yihad interrumpió la partida y atendió la llamada en el teléfono del vestíbulo. Lo único que dijo fue «Hola», y luego su cara pareció retorcerse y tensarse. Colgó el aparato sin decir nada. Antes de que yo tuviera ocasión de preguntar qué sucedía, se llevó un dedo a los labios y sonrió, pidiéndome en silencio que me uniera a su conspiración.

—Tengo que irme —anunció a mi padre—. Clientes.

—¿En domingo? —dijo mi padre desde el salón—. Ven a terminar la partida. Te estoy vapuleando. No puedes negarme ese placer. Mi suerte cambiará si paramos. No te vayas ahora. Malditos seáis tú y tus antepasados. Quédate.

Mi madre se presentó en casa con un cachorro de pastor alemán en los brazos. El cachorro era tan encantador que incluso mi padre sonrió al verlo.

—¿Qué es esto? —preguntó él, a lo que mi madre respondió que ya era el momento.

Me dio el cachorro. Miré de reojo a Lina para ver si sentía celos, pero ella ni siquiera le prestaba atención: no apartaba la vista de mi madre. Esta se despojó de los zapatos de tacón alto en la antesala, algo que nunca le había visto hacer antes.

—Tienes razón —dijo mi padre—. Ya es hora de que el chico asuma alguna responsabilidad.

—Voy a darme un baño —dijo mi madre—. Lo necesito.

Pasó por delante de mí, y en ese momento distinguí un moretón en su empeine.

Minutos después llegaba el tío Yihad. Entró en el salón para terminar la partida que había dejado a medias. Le seguí con el cachorro en brazos para que pudiera verlo. El tío Yihad preguntó qué nombre pensaba ponerle. Yo no había pensado en eso. El perrito me lamió toda la cara mientras lo llevaba hasta el cuarto de mi madre. Ella seguía en la bañera. Me quedé a la puerta del cuarto de baño, noté la humedad que impregnaba el aire. Le pregunté cómo se llamaba el perro.

—Ahora no, cariño. —Su voz siempre sonaba sepulcral cuando estaba en el cuarto de baño—. Estoy descansando.

—Pero el perro necesita un nombre —insistí.

—Llámalo Tulipán. Así se llama un alsaciano muy famoso.

No nos enteramos de lo del accidente hasta el día siguiente. Mi padre lo leyó en el periódico matutino, ya en el trabajo. En mi caso la noticia me llegó en el colegio. Fátima me contó lo poco que sabía: tenía una versión fragmentada. Mi madre se había visto envuelta en un accidente de automóvil, un siniestro con cuatro vehículos implicados. Había muertos, pero mi madre había salido indemne. Eso lo sabía porque la había visto. Otros chicos de clase empezaron a añadir detalles. Un grave accidente. Un camión procedente de Damasco había derrapado en las pronunciadas curvas de Araya mientras bajaba hacia Beirut. Se salió de la carretera y embistió a varios coches. El Jaguar de mi madre estaba entre ellos. Se salvó saltando por un precipicio.

—Como una alfombra voladora —dijo un chico—. El Jaguar despegó hacia los cielos.

—Quería contártelo —dijo mi madre en cuanto mi padre llegó a casa—, pero estaba demasiado cansada.

Cuando se tumbaba en el sofá borgoña daba la impresión de que todos los muebles de la estancia —el diván, el pequeño Léger que estaba colgado encima, los cuadritos de Moghul más pequeños aún de la pared lateral, la mesita de centro y las laterales— habían sido fabricados a su medida.

—No comprendo por qué no lo hiciste —se quejó mi padre—. Podrías haber muerto, ¿y no se te ocurrió que podía ser importante contármelo? ¿Por qué? ¿Por qué hiciste algo así?

Mi madre sostenía un cigarrillo y contemplaba las volutas de humo que ascendían hacia el techo.

—Iba a decírtelo. Estaba agotada, en estado de shock. Necesitaba un baño. Y se me pasó el tiempo.

—Pero tuviste tiempo de parar a comprar un perrito.

—Sí —dijo ella—. ¿A que es mono?

Todos los miembros de la familia sostenían que la casa Jaguar debería regalarle los coches a mi madre. Era su mejor publicidad. Elie afirmaba que conducía como una guerrera. La tía Samia decía que conducía como un hombre. El tío Halim, que conducía como un taxista. El tío Wayih afirmaba que conducía como un italiano. Y el tío Yihad decía que conducía con gracia. Era la forma en que manejaba el coche lo que llamaba la atención. Su mano izquierda apenas rozaba el volante. Se inclinaba a la izquierda, con el costado apoyado en la puerta y el codo asomando por la ventanilla. Conducía como si el mundo y sus carreteras le pertenecieran.

Mi padre suspiró. Dejó de dar vueltas.

—¿Por qué no os vais a vuestras habitaciones, niños? Tengo que hablar con mamá.

Tanto mi madre como mi hermana respondieron al unísono:

—No.

—No soy ninguna niña —añadió Lina.

—No me apetece hacer esto ahora —dijo mi madre—. Estoy bien. El coche ha quedado destrozado, pero yo estoy bien. Sucedió muy deprisa. Reaccioné. Al final hice lo más adecuado.

—¿A qué velocidad ibas? —preguntó mi padre.

—¿Qué tiene que ver eso? El camión perdió el control. Se coló en nuestro carril. De haber frenado, ese trasto me habría aplastado como a los demás coches.

—Corres demasiados riesgos cuando conduces —sentenció mi padre—. Te lo he dicho cien veces. Nunca me escuchas.

Mi madre tomó aire y siguió mirando al techo.

—Es el tercer accidente —prosiguió él en tono más suave—. Y da la impresión de que no te lo tomas en serio.

La miró, negó con la cabeza y salió del salón farfullando la palabra «marido».

La tía Samia se sirvió otra copa de arak. Estábamos reunidos en torno a la mesa de su comedor. La mayoría de la familia había salido a la terraza.

—¿Por qué no contratas a un chófer? —preguntó ella a mi padre—. Eso resolvería todos tus problemas.

Yo había comido demasiado. Mis tripas rugían dispuestas a la rebelión. Sin embargo no tenía intención de levantarme de la mesa, porque quería que mi tía dejara de hablar de mi madre, que se había quedado en casa.

—Déjalo, Samia —intervino el tío Yihad—. Ella nunca utilizará los servicios de un chófer.

—Podría haberse matado —insistió ella.

—Si hubiera conducido cualquier otra persona, todos los ocupantes del coche habrían muerto —rebatió el tío Yihad—. Es un milagro que sobreviviera, pero tener al volante a un chófer no habría servido de nada en este caso.

Su toallita estaba trabajando horas extra. Sudaba copiosamente y no paraba de secarse la calva.

—Siempre te pones de su lado —dijo mi tía—. Por alguna razón te niegas a ver la realidad.

—No se está poniendo del lado de nadie —atajó mi padre. Parecía débil y derrotado. Dirigiéndose a mí, dijo—: ¿Por qué no sales a jugar con los chicos?

Me encogí de hombros.

—Ve —ordenó la tía Samia—. No puedes quedarte aquí. Tu padre quiere que salgas.

Volví a encogerme de hombros.

—¿Lo ves? —preguntó ella a mi padre—. No eres nada severo con tu familia. Hacen su santa voluntad. ¿Cómo vas a controlarlos si pasas por alto cosas así?

—Samia. —El tío Yihad suspiró—. No empieces. Ha sido una comida fantástica. No la estropees.

—Sólo pienso en su familia.

—Pues deberías pensar un poco menos en su familia —dijo Lina, que había aparecido como por ensalmo. Estaba apoyada en el quicio de la puerta. Llevaba un vestido de verano, zapatos de tacón bajo y el pelo recogido en un moño, lo que le confería un aire de mujer adulta y sofisticada—. Al fin y al cabo —añadió—, pensar nunca ha sido tu fuerte.

Creí que los ojos se me salían de las órbitas. La tía Samia se aferró al vaso de arak con las dos manos.

Mi padre se puso de pie, lívido. Me dio la impresión de que iba a abofetear a Lina, pero se contuvo.

—¿Cómo te atreves? —gritó él—. No vuelvas a hablar a tus mayores en ese tono. —Sus dedos se abrían y cerraban. Los músculos de la mano le temblaban—. Es tu tía. ¿Cómo has podido hacerlo? Sé que te he enseñado mejores maneras.

Lina vaciló. En sus ojos leí cómo evaluaba todos los resultados posibles. En una voz átona, carente de inflexión alguna, dijo:

—Tienes razón, padre. No sé qué me ha dado. —Sonrió—. Lo siento mucho —dijo dirigiéndose a mi tía—. No sé por qué he dicho algo así. Por favor, perdóname.

Dio media vuelta y se dispuso a salir.

—Te castigaré por esto —vociferó mi padre, mientras ella se alejaba.

Ambos mentían.

Pero mi madre castigó a Lina. No tuvo otro remedio.

—Me has obligado a hacerlo —repetía—. No consentiré faltas de respeto en mi casa.

Mi padre intentó intervenir en favor de Lina, pero mi madre se mantuvo inflexible. Mi hermana estaba castigada durante una semana. Sólo podría salir de su cuarto para ir al colegio y tomaría todas las comidas encerrada allí. Yo le di a escondidas aquellos dulces de chocolate con coco rallado que tanto le gustaban. Luego vi que mi padre también le introducía golosinas. El tío Yihad le llevaba platos completos: toda clase de estofados y arroces. Creí que lo hacían a espaldas de mi madre, pero el tercer día vi cómo ella misma preparaba para Lina un plato completo de quesos de postre.

Al final el castigo de Lina se redujo a cuatro días, porque mi madre consideró que había ganado demasiado peso encerrada en su cuarto. Pasaba el tiempo escuchando un tipo de música de la que yo sabía poco: ruidos duros, acordes ásperos. No eran los Beatles. No eran los Monkees o la Partridge Family. Atisbé por la cerradura para ver cómo se escuchaba ese ruido tan disonante: saltos erráticos, movimientos espasmódicos de la mano y sacudidas de cabeza lo bastante fuertes como para asegurar que el pelo se alborotara por completo. Yo no comprendía el bum-bum del bajo.

El rey Saleh de Egipto tenía a su servicio a un juez que era tan malo como feo. Si se observaban sus rasgos de cerca, se apreciaba en él la marca de Satanás: le sobresalían las orejas y la izquierda tenía un corte en la parte superior, como si fuera la de un gato montes magullado en una pelea. Este hombre, uno de los miembros del consejo del rey, había acumulado poder a través del engaño y la traición. Hacer el mal era la golosina que deleitaba a su corazón y la perfidia era el aire que respiraba. Se le conocía por el nombre de Mustafá al-Kallay, pero ése no era el que le impusieron al nacer. Se llamaba Arbusto. Había nacido en Faro, Portugal, y era sobrino de un rey. Fue criado en la opulencia, educado por maestros, amado por sus padres, pero ni el suelo más fértil ni el pozo más profundo pueden hacer que una mala semilla llegue a convertirse en un árbol frutal.

Nació una hermana, dos años más joven que él. Desde su más tierna infancia fue sabia como una adivina, hermosa como una esmeralda perfecta. Sentada a los pies de sus maestros, saciaba su sed de conocimiento. Se la conocía como la Rosa de Portugal y se movía con la gracia de un ciprés.

Su pérfido hermano le robó el honor el día en que ella cumplió los catorce años. Irrumpió por la fuerza en sus aposentos. Al oír los gritos de la chica, sus doncellas acudieron al rescate, sólo para caer víctimas de su espada. Cuando el malvado Arbusto se marchó, su hermana se arrastró hacia los cuerpos masacrados de sus amigas y hundió las manos en su sangre, aún caliente.

—Los sacrificios que habéis ofrecido no serán en vano —exclamó ella—. Pasearemos juntas por el Jardín.

Y se atravesó el corazón con una daga.

Por la mañana, la madre de la joven sollozaba.

—He perdido a dos hijos en una noche.

El rey dictó una orden de arresto contra Arbusto, pero nadie pudo encontrarle. Zarpó hacia El Cairo, donde aprovechó su educación y su ingenio para asumir el papel de un culto musulmán.

Arbusto se convirtió en juez del rey Saleh y éste confiaba en sus consejos.

El corazón de Arbusto rezumaba odio cuando vio a Baybars, vestido con su mejor traje, junto a la puerta del salón del trono, haciendo gala de su nuevo cargo de responsable de protocolo. Escribió entonces una carta a un hombre llamado Azkoul, un alma maliciosa que se regocijaba con el asesinato, la masacre y la violencia.

«Tan pronto como termines de leer estas líneas —rezaba la nota—, quiero que montes en tu caballo y cabalgues hacia El Cairo. Dirígete al salón del rey; el hombre que salga a preguntarte qué deseas es aquel a quien no quiero ver respirar. Dile que traes una propuesta para el rey y entrégale un pedazo de papel doblado. Cuando te dé la espalda, mátalo. Me aseguraré de que eludas el castigo.» Azkoul se sintió embargado de gozo ante la perspectiva de cometer un asesinato.

En la corte, el príncipe Baybars recibió el papel de manos de Azkoul y le dio la espalda para abrir la puerta del salón del trono. Azkoul desenvainó la espada y la blandió, decidido a asestar el golpe. Cuando se abrieron las puertas, la cabeza ensangrentada de Azkoul rodó hacia el interior de la amplia sala mientras su cuerpo se desplomaba detrás del príncipe.

—¿Qué clase de asesinato es éste? —gritó el juez del rey—. ¿Cómo se atreve el príncipe de protocolo a matar a quien viene en busca de su majestad?

Dos hombres entraron en la regia estancia y se postraron a los pies del rey.

—Fuimos nosotros quienes matamos a ese viajero —confesaron los fieros uzbecos. Y ante el atónito consejo relataron la historia—. Ese hombre se llama Azkoul y es un infame criminal. Le vimos entrar en la ciudad y lo reconocimos. Seguimos sus pasos, a sabiendas de que adondequiera que vaya, le acompaña la traición. Le vimos levantar la espada para matar al príncipe por la espalda e intervinimos, amputando un brote podrido de este mundo devoto.

—La justicia ha prevalecido una vez más —dijo el rey.

Baybars agradeció a los uzbecos el haberle salvado la vida y los invitó a ser sus huéspedes. Los uzbecos salieron de palacio acompañados de Baybars. Al llegar a casa de Nayem, preguntaron si ésa era su casa, a lo que Baybars respondió que pertenecía a su tío. Baybars no podía poseer una casa, ya que él mismo pertenecía a otro.

—Pero eso no es cierto —dijo uno de los uzbecos—. Expondremos nuestros argumentos ante el rey mañana mismo.

Por la mañana el príncipe y los luchadores se postraron ante el rey.

—Majestad —dijeron los uzbecos—, el príncipe Baybars no es un esclavo. Es hijo de reyes. Tenemos pruebas de su pasado y de su árbol genealógico.

—Me gustaría saber más cosas del príncipe Baybars —dijo el rey—. ¿De dónde ha salido? ¿Quién es? ¿Qué pasó? Contadme su historia.

El abuelo murió en abril de 1973. Yo acababa de llegar del colegio cuando la aterrada doncella filipina de la tía Samia llamó a mi madre para decirle que el abuelo, que había ido de visita a casa de su hija, no se encontraba bien. Mi madre corrió al piso de arriba en bata y zuecos.

El abuelo yacía en el sofá, temblando; la tía Samia estaba de rodillas frente a él. Ella también temblaba, aunque el suyo era un temblor distinto.

—No lo entiendo —decía ella—. ¿Qué puedo hacer?

El abuelo tenía la mano derecha apoyada a la altura del corazón. Al ver a mi madre, la tía Samia rogó:

—¡Ayúdame, por favor!

Mi madre se arrodilló al lado de mi tía. Hombro con hombro, daban la impresión de rezarle al abuelo, el altar. Yo era el único testigo.

—Es su corazón —murmuró mi tía. Había llamado a una ambulancia—. Quiere saber su nombre. —Su voz sonaba a plástico barato—. ¿Acaso no sabe quién es?

Al abuelo le costaba respirar. Movió la mano.

—No —farfulló.

—Aguante, padre —expresó la tía Samia—. La ayuda está en camino.

—Su nombre es Ismail al-Jarrat —dijo mi madre.

—Le conocemos —le aseguró la tía Samia—. Se pondrá bien, padre. Sabemos quién es usted.

Él movía los párpados; los ojos parecían gritar de dolor.

—Él no sabe mi nombre.

—¿De quién habla? —preguntó mi madre—. ¿De Osama? Claro que sabe su nombre. Todos lo sabemos.

—No —dijo él—. Él no. —Los temblores aumentaban.

—Cálmese, padre —dijo la tía Samia—. Concéntrese en respirar. Inspire, espire… No se preocupe.

Pero él negó de nuevo, con un escalofrío sobrenatural.

—No. —Se le agarrotó la mano.

La tía Samia se estremeció. Los ojos de mi madre se llenaron de lágrimas.

—Sabe su nombre —susurró—. Siempre ha sabido su nombre.

—No —dijo él—. No sabe mi nombre.

—Dígame su nombre —le instó mi madre—. Susúrrelo al oído y Él lo oirá.

La tía Samia posó la mirada en mi madre. Se cogió de su brazo.

—Al oído —insistió mi madre—. Del mío al Suyo.

Acercó la cabeza a los labios del abuelo. Y el abuelo habló.

—El Salvador sabe su nombre —dijo mi madre—. Lo sabe.

Los enfermeros llegaron cinco minutos después. Le trasladaron en camilla hacia el ascensor.

—Conduce tú. —La tía Samia dio a mi madre las llaves del coche—. Así llegaremos antes que ellos.

Bajaron la escalera. El estruendo de los zuecos de mi madre contra la piedra resonó por las paredes. El abuelo murió de camino al hospital.

Yo sabía sus nombres. Yo sabía su historia.

Mi madre no quería que yo asistiera al entierro. Insistía en que yo era demasiado pequeño. En que me traumatizaría. Al principio mi padre se mostró de acuerdo con ella. Yo asistiría a los funerales, pero no al entierro.

Pero entonces tía Samia se puso como una furia. Y el tío Yihad. Y el tío Halim. Yo tenía doce años, era un hombre, y esto era un asunto de familia. Me convertí en el punto de corte: todos los primos mayores que yo (Anwar, Hafez) asistirían al entierro; los más pequeños (Muñir, etc.), no.

Mi madre lloraba sin cesar y no salía de su cuarto. A media tarde, cuando los demás parientes y amigos empezaron a aparecer, se reclamó su presencia. Iba de luto riguroso, lo que acentuaba la irritación de sus ojos hinchados. Al verla, la tía Nazek gritó:

—Mire. Mire y contemple el dolor que ha causado su partida. La tía Samia se daba golpes en el pecho y gritaba:

—¿Por qué, padre, por qué? ¿Por qué se nos ha ido?

Los primos de mi padre, los Arisseddine, se encargaron de la logística. Enviaron a sus hijos a todos los pueblos drusos, a que comunicaran la noticia del óbito. Parecían eficientes y meticulosos. Los hijos de Yalal Arisseddin se repartieron las familias importantes, los oficiales del gobierno y los parlamentarios. Los hijos del tío de mi padre, Maan, se dividieron los pueblos y las comunidades religiosas. Cada vez que mi padre se acercaba a sus primos, se le olvidaba lo que iba a decirles, y Lina, que no se apartaba de su lado, lo guiaba de nuevo hacia su silla. Parecía envuelto en una neblina. Las mujeres Arisseddine recibían a los que venían al velatorio y los acompañaban hasta la familia. Trasladaron sillas del piso del tío Yihad al nuestro. Las tazas de café estaban en rotación constante.

Mi madre parecía perdida, desorientada. Se dejó caer en la silla, con la espalda doblada y la cabeza gacha, la vista fija en los zapatos. Más damas lloraban, y la tía Samia no paraba de sollozar. Sus llantos hicieron que mi madre volviera en sí. Se incorporó y me miró, luego posó la mirada en Lina, que estaba al otro lado de la sala, al lado de mi padre. Enarcó las cejas al ver los ojos de Lina. Mi madre se secó la boca; Lina cogió un pañuelo de papel y se quitó el pintalabios de la suya. Mi madre se acercó a mi padre y empezó a susurrarle al oído. Él asintió una vez, dos veces. Negó luego con la cabeza. Asintió por tercera vez. Y su cara recuperó vida.

No fue un accidente que Aladino naciera en China.

—Una vez, hace mucho tiempo, en las tierras de China —solía decir el abuelo al empezar este cuento— vivía un chico travieso llamado Alaeddine.

—¿Por qué China? —preguntaba yo.

—Drusos y chinos son parientes —respondía él.

Yo no tenía pinta de chino. Una vez pregunté a mi padre si era verdad, y él desechó la idea como una de las manías del abuelo. Lo mismo hizo mi madre.

—Bueno, verás —había explicado el abuelo—, los drusos creen que cuando alguien muere, su alma salta al instante al cuerpo de un recién nacido. Es de suponer que así podemos averiguar quién se reencarna en quién. Pero no hay tantos drusos. Los sabios drusos, y sabes que no son tan sabios como pretenden ser, se percataron de la existencia de un problema. Moría un druso, pero no había nadie que naciera ahí en ese preciso momento. Eso quiere decir que tenían que nacer en alguna otra parte, ¿no? Los muertos a veces nacían en China, en la tierra de los mil crepúsculos. Los chinos creen en la reencarnación, lo que podría significar que guardan alguna relación con los drusos. Y, lo más importante, China está lo bastante lejos para que nadie pueda comprobarlo. Los chinos nacen aquí y nosotros renacemos en China.

Cuando repetí a mi madre lo que había dicho el abuelo a ella le pareció ridículo.

Sin embargo, mientras permanecíamos sentados en el salón el día de la muerte del abuelo, Ghassan Arisseddine, uno de los primos mayores de mi padre, anunció en voz baja a toda la estancia:

—Afortunadas sean las gentes de China por recibirte en su niebla a esta hora.

Ni mi madre ni mi padre manifestaron reacción alguna.

La familia se congregó a las ocho de la mañana para acompañar al ataúd del depósito hasta el pueblo, hasta la casa del bey donde se celebraba el funeral. El cortejo fúnebre se componía de treinta coches que avanzaban a una velocidad agónicamente lenta en dirección a la montaña.

Yo acompañé a mi madre, sentado en el asiento trasero, en ese lento, silencioso y escarpado trayecto. A paso de tortuga, los puntos estratégicos del viaje pasaban ante nuestros ojos como si los viéramos por vez primera: el huerto de naranjas, los tres plátanos en fila, la curva sin señalizar, la roca protuberante que parecía un elefante sin trompa. La orilla de azul lujurioso que debía de haber danzado se limitaba a temblar. El paso del verde de los pinos al de los robles se prolongó más de lo debido; las sombras de color ocre se mantenían, imprimiendo extraños matices en mis retinas.

Mi madre rompió el silencio con un único comentario.

—No me parece buena idea mantener el ataúd abierto.

Mi padre me condujo hasta el pabellón donde se congregaban los hombres. Cientos de sillas de plástico estaban dispuestas en filas de cara a otra hilera de sillas provistas de cojines de un rojizo desvaído. El bey, su hermano y sus dos hijos se acercaron hasta nuestra familia y se intercambiaron los besos y condolencias de rigor. Mi padre me había dicho que debía contestar a todo lo que se me dijera con la frase: «Que eso se te compense en tu salud». Se produjo una discusión llena de insinceras protestas alrededor de la disposición de los asientos. Como le correspondía por ser el mayor de los cinco hermanos, el tío Wayih ocupó la silla principal, y el bey se sentó a su lado. El tío Yihad se reservó la siguiente y yo la contigua. Mi padre se las arregló para situarse junto a mí. El hermano del bey se acercó hasta mi padre y se ofreció a cambiarle el asiento. Mi padre lo desestimó amablemente.

—Estoy seguro de que acabaremos reordenándonos cuando los demás empiecen a llegar.

Y permanecimos sentados y en silencio. Mi padre ni parpadeaba. Observaba las hileras de sillas vacías que tenía enfrente. El tío Yihad miraba hacia la derecha: sus ojos descendían por la montaña hasta llegar a los ondulantes viñedos de atrás. Una ráfaga de aire frío y húmedo me lamió la cara. El tío Yihad se echó la chaqueta por encima del pecho. Sollozaba en voz baja. Mi padre no.

—¿Tienes frío? —me preguntó el tío Yihad.

Como si obedecieran a un plan organizado, los residentes de los tres pueblos llegaron al mismo tiempo. Los hombres y las mujeres se separaron en la puerta de la mansión del bey y ascendieron por la leve pendiente. Las mujeres nos saludaron con una inclinación de cabeza al pasar. Frente a nosotros los hombres se colocaron en fila, cuyo orden, quién se situaba dónde y al lado de quién, parecía preestablecido. Se cubrieron los respectivos corazones con las palmas de las manos y murmuraron al unísono algo que no pude entender. Mi padre, mi tío y todos los hombres de nuestra fila repitieron su mismo gesto y respondieron con una frase igual de incomprensible. Su fila se dirigió hacia la nuestra, sus manos estrecharon las nuestras. La mayoría de los hombres besó la mano del bey.

Las familias cristianas no realizaban el mismo ritual. Tampoco las musulmanas. Todos presentaron sus respetos. Los amigos se saludaron con besos. Cada vez que aparecía algún individuo de cierta importancia, se le cedía un asiento en la fila de la familia. Los hombres especiales aceptaban los pésames durante un par de rondas antes de perderse en el anonimato de los invitados. El Ayaweed, el religioso druso, se sentaba en primera fila de cara a nosotros ataviado con el traje tradicional.

El bey se trasladó al lado de mi padre. Era mucho más viejo que mi padre y lo parecía. Llevaba un corte de pelo a la inglesa y un fez de aspecto extraño.

—Mi padre amaba al vuestro —dijo mientras se retorcía el bigote blanco entre el índice y el pulgar.

Era un hombre de otra época.

—Y por ello —replicó mi padre— puede contar con nuestra eterna gratitud.

—Si necesitáis algo en estos momentos difíciles, nuestra familia contribuirá en lo que haga falta.

—Vuestra generosidad es ilimitada —dijo mi padre al bey.

Ambos permanecieron en pie para saludar a los que llegaban y el ritual se inició de nuevo. Como por arte de magia el tío Yihad ocupaba ahora el asiento contiguo al del bey y mi padre se hallaba a mi otro lado.

—Nos alegramos tanto al enterarnos de la noticia —dijo el tío Yihad mientras se cubría los ojos con unas gafas oscuras—. Un digno nieto por fin. Nuestra familia se sintió encantada por la suya.

—Los nacimientos siempre son motivo de gozo —dijo el bey.

Se sonrojó, y sus pestañas aletearon espasmódicamente en dirección a mi tío.

—El nacimiento nos hizo felices —prosiguió mi tío—, pero no fue lo que llenó de alegría nuestros corazones. La noticia milagrosa es que el chico es idéntico a vos. Dios nos ha sonreído.

El bey no pudo reprimir una risita de satisfacción y se remojó, en un intento por sofocar su regocijo.

—Sí, el pequeño bey ha salido a mí.

—Y Dios ha aumentado el nivel de dificultad para las damas de su generación. ¿Cómo van a poder resistirse a los encantos de ese pequeño sinvergüenza?

El bey se dio una palmada en el muslo y su redonda barriga tembló de alegría.

—Cierto, ¿cómo lo harán?

Nos levantamos para la siguiente ronda. Cuando volvimos a sentarnos, la silla de mi padre estaba vacía. Le vi entre sus dos hermanos mayores. Ya aburridos, Anwar y Hafez se propinaban codazos mutuamente. Yo me entretuve contando trajes, cazadoras y atavíos religiosos. Conté tres sombreros fez, veintitrés Anyaweed y un borsalino, amén de diecisiete cabezas calvas. El cielo se encapotó y se formó una niebla primaveral. Desde el valle la fina neblina se elevó con languidez hacia nosotros, ocultando a nuestros ojos la ciudad de Beirut. En condiciones normales podía verse la ciudad entera: los bloques de pisos diseminados por la costa, las viejas casas mediterráneas, el aeropuerto con sus zigzagueantes pistas cercanas al mar. Todo se volvió blanco. Me concentré en la niebla, ahora convertida en una capa traslúcida que cubría las viñas. Su ascensión iría ocultando, en orden, los nísperos japoneses, los limoneros, las zarzas y las higueras. La niebla confería al pueblo un aire inestable, como si estuviera suspendido sobre un precipicio.

Al ver a un hombre delgaducho vestido con un traje mal cortado que caminaba hacia una tarima chapucera, los rumores de charla se acallaron. Este empezó a recitar poemas con voz nasal: cantaba con una bella voz, como un jilguero levemente resfriado. El humor general sufrió un cambio. El poeta recordó a mi abuelo, habló de su familia y de aquellos que dejaba atrás. Cuando el poeta mencionó los años de servicio al bey, lo hizo llamando al abuelo amigo del bey, no su criado. La cara del bey se llenó de tristeza ante la mención del nombre de su padre, ya fallecido. A unas sillas de distancia el tío Wayih tosió y carraspeó en un obvio intento por disfrazar el llanto. Mi padre se mantuvo estoico.

El poeta hizo una pausa, tomó aire y bajó la vista. El aire crepitaba en un tenso silencio. El poeta entonó un verso nuevo, elevó la voz hacia los orgullosos cielos. Bajó de la tarima y todos los hombres se pusieron en pie. Noté la mano del tío Yihad en la espalda, que me guiaba. Los hombres de la familia desfilamos al ritmo de la canción y el resto de asistentes varones nos siguió. Nos dirigimos al interior de la casa, sin que la incandescente melodía efectuara pausa alguna.

Las mujeres, todas vestidas de negro con velos blancos, se hallaban sentadas en torno al ataúd abierto: eran filas y filas de mujeres. Mi abuelo parecía una estatua de cera esculpida por un artista incompetente. Su cabello iba bien peinado: por primera vez había cedido al control. Su rostro recordaba a un dibujo en el que el modelo no había posado para el artista.

Las mujeres sollozaban. La tía Samia instó a sus hermanos a que resucitaran a su padre, a que introdujeran el aliento de la vida en sus pulmones. Las pueblerinas lamentaban la desgracia del bey. Mi hermana no conseguía ocultar su asombro y su extrañeza. Mi madre miraba al suelo. Detrás de ella se hallaba una silenciosa señora Farouk. El poeta ensalzó el sentido de humor del abuelo. Los hombres acariciaron el ataúd. El tío Yihad cerró los ojos y balbuceó una piadosa oración. Apoyé la palma en la madera, y el ataúd tembló, como si estuviera enojado, rechazando el contacto. Crucé las manos a mi espalda. Mis primos parecían petrificados. Mi madre intentó advertirme con la mirada. Tranquilo, indicaron sus manos.

Las mujeres pronunciaron los lamentos finales. «¿Quién ocupará su lugar?» «¿Cómo viviremos con tanto dolor?» «¡Oh, Dios, sé amable con él en su viaje!» La tía Nazek se echó encima del ataúd, gritando: «¡No os lo llevéis!». La tía Samia se abrió paso apartando a dos de los hombres. Acarició la cara de su padre, pero apartó las manos al primer roce. «No puedes irte sin mí.» Levantó la pierna izquierda del suelo y elevó la rodilla, pero no llegaba al ataúd. Intentó izarse con brazos temblorosos.

—¡Iré contigo! —exclamó.

Los hombres levantaron el ataúd y se lo colocaron sobre los hombros. La caja flotó por el vestíbulo. Y, finalizadas las oraciones, fue trasladada hasta el cementerio. Vi cómo el ataúd se sumergía, se hundía en la neblina.

—¿Te encuentras mal? —preguntó el tío Yihad—. ¿Ha sido el entierro?

—¿Por qué tenían que gritar tanto todos? —repliqué. Tenía a Tulipán a mis pies, y lo usaba como reposapiés, tal y como le gustaba—. ¿No se supone que los drusos celebramos los entierros en silencio?

Bebió despacio de su vaso; parecía mantener una conversación con el techo en lugar de conmigo.

—En principio sí, pero no en la práctica. ¿Cómo sabrán los muertos que los amamos, si no? ¿Sabes, cariño? Cuando tenía tu edad los funerales solían ser mucho más dramáticos. Lo creas o no, ahora son más discretos, más reposados. —Tarareó y dio otro sorbo—. La verdad es que no me imagino cómo serán cuando llegues a mis años. Lo más probable es que no aparezca nadie. Pim, pam, y se acabó. Sólo vendrá gente al velatorio si se sirve alcohol, como sucede en los entierros irlandeses. —Se pasó una toallita por la cabeza—. No es más que el funeral, cariño. Sabes que hay gente que se flagela el primer día, el tercero, a la semana y cuando se cumplen cuarenta días. Es un proceso interminable. Tenemos funerales de locos, eso es todo. No te tragas nada de esto, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Bien, escucha. Esta historia empieza hace mucho, mucho tiempo, cuando las hordas de mongoles campaban por nuestro mundo, cuando Gengis Khan arrasaba los desiertos de China y saqueaba al resto del mundo, después de que el rey bárbaro hubiera quemado Bagdad hasta reducirlo a cenizas, después de que masacrara a cien mil personas en Damasco y contemplara el río de sangre que cubrió las calles de la ciudad, después de que el general mongol cayera sobre nuestras fértiles tierras. El hermano del general, Tu Jan, se aburría.

—¿Tu Khan? —pregunté—. ¡Qué juego de palabras más malo! No es bueno ni para un sirio.

—No me interrumpas, chico —replicó él. Sus ojos, aún alzados, estaban muy abiertos, oscuros, llenos de vida—. Me cortas el hilo. Tu Khan estaba aburrido.

—Podía haber salido volando.

—Uf, eso sí que es malo. Escucha. Tu Khan decidió dar un banquete. Trajo a los siete mejores cocineros de la región y les pidió que crearan el mejor ágape que se hubiera servido nunca. Los cocineros trabajaron como esclavos y presentaron siete platos distintos. El primero era exquisito: una ostra sobre un lecho de puré de limón. Tu Khan lo engulló de una sola vez y lloró, ya que el sabor era glorioso. Para asegurarse de que nadie más disfrutaría de ese sabor, de que su experiencia seguiría siendo única, Tu Khan hizo decapitar al cocinero. El segundo plato era una sopa, un consomé de cerdo y manzana. Tan fino, tan claro, tan sabroso… El segundo cocinero fue decapitado. El tercero eran lenguados de playa salteados, el cuarto era faisán a la parrilla, el quinto filet mignon. Todos perdieron sus cabezas. El sexto eran costillas de cordero, por supuesto. Tu Khan no podía creer lo que probaba su lengua. Sus mandíbulas crecían, iban hacia el plato. En cuestión de minutos la lengua le colgaba un palmo delante de la cara.

—Ah, Tu Khan —dije.

—Exactamente. —El tío Yihad prosiguió—. Matamos al penúltimo cocinero. Pero el séptimo era de Beirut. No era ningún tonto y no estaba de humor para perder la cabeza. Hizo una crème brûlée, usando para ello la leche de las vacas que habían bebido de las aguas del río Litani. Tu Khan probó una cucharada y volvió a llorar. Era cremosa, suave, impecable. Pero antes de que pudiera seguir comiendo, sintió un retortijón. Lamió la cuchara y el estómago le dio un vuelco. Antes del tercer bocado se le removieron los intestinos: los retortijones no cesaban. Plof, plof, disentería, diarrea. Tu Khan no tuvo ni tiempo de moverse; se ensució los calzones y el glorioso tejido de cachemira sobre el que se sentaba. «Estoy bien», dijo Tu Khan, pero no lo estaba. Perdió cinco kilos en la primera hora, tres más a lo largo de la segunda y otros tres en la tercera. Run, run, el estómago no paraba de evacuar. Se negó a dormir sentado e hizo que sus esclavos lo colocaran en el borde de la cama, con los tobillos prendidos de estribos, para así poder cagar sin trabas. Bum, bum: la diarrea duró toda la noche; fue tan explosiva que impactó contra la pared de enfrente, donde pintó un mural abstracto expresionista. Nada genial, la verdad, un cuadro mediocre según cuenta Lee Krasner. Por la mañana Tu Khan estaba muerto; su cuerpo estaba en los huesos.

»El despiadado Gengis se negó a enterrar a su hermano en el exilio, ya que eso condenaría a su alma a vagar por la tierra en una búsqueda eterna del hogar. Gengis deseaba enterrarlo con sus antepasados. Dolor, tristeza, pena. La comitiva fúnebre mongol partió. Pero el dolor, la tristeza y la pena no eran suficientes para conmemorar a un hombre tan grande como Tu Khan. —La voz de mi tío se hizo más profunda; su tono, más serio—. No, no bastaban. A lo largo del camino la procesión fue acabando con todo ser vivo que se cruzaba en su camino: pueblos completos, ciudades; hombres, mujeres, niños, generaciones de bebés aún no nacidos; animales, pájaros, árboles, arbustos, flores, bosques. Todo fue arrasado, desde Beirut a Ulan Bator: la comitiva dejó un rastro viscoso de muerte y devastación para señalar el paso del cortejo fúnebre.

Apuró el resto del whisky. Esperé a que dijera algo.

—Supongo que ahora lo tenemos mejor —dije por fin. Él sonrió y asintió con la cabeza. Solté una risita nerviosa—. ¿Y cuándo se casó con Rita Hayworth?

—Para —se rio mi tío—. Ésa es otra historia.

—¿Ahora me dices que Gengis Khan destruyó también Beirut? Creía que fue Hulagu quien conquistó el Oriente Medio. ¿Debo fiarme de ti?

—Nunca te fíes del narrador —dijo él—. Sólo del cuento.

Los uzbecos se dispusieron a contar al rey la historia de Baybars:

El abuelo de Baybars tenía tres hijos: Talak, Lamak y Yamak. Era viejo y quiso poner a prueba a sus hijos para evaluar quién era el más adecuado para sucederle como rey. Instaló a Talak en el trono y le dijo que gobernara durante un día. Aquella noche, el rey preguntó a su primogénito cómo resumiría su día de gobierno y el príncipe contestó:

—He sido un fiero leopardo, y mis súbditos han sido corderos.

El segundo día fue el turno de Lamak, y al ser preguntado por su padre, su respuesta fue:

—He sido un halcón feroz, y las personas han sido palomas.

Al final del tercer día el benjamín dijo:

—He arbitrado con justicia entre las partes. He ayudado a los perseguidos en contra de sus perseguidores. He puesto todo mi esfuerzo en gobernar de forma que, cuando me llegue la hora de reunirme con Dios, no me asalte ni un atisbo de culpa o remordimiento.

Y, para consternación de sus dos hijos mayores, el rey nombró a Yamak su heredero.

A la muerte del rey, el sha Yamak ocupó el trono, nombró visires a sus hermanos y anunció que gobernarían el país los tres juntos. Pero sus hermanos conspiraron para matarlo, ya que en sus corazones habían enraizado dos emociones gemelas, la maldad y la envidia. En mitad de la noche los hermanos ataron a Yamak mientras dormía y le metieron en un gran saco. Entregaron el saco a un esclavo guerrero con órdenes de que lo llevara al desierto y le asestara veintiuna puñaladas, hasta que quedara empapado en rojo.

El guerrero obedeció las órdenes. Una vez en el desierto, desenvainó la espada. Una voz procedente del saco preguntó:

—¿Quién eres?

A lo que el guerrero respondió:

—Soy tu muerte.

—Eso no puede ser —dijo Yamak—, ya que merezco una muerte honorable y eso requiere que ésta pueda ver la cara de su víctima.

El honesto guerrero se avergonzó de sí mismo. Sacó al rey del saco.

—Nunca he matado a un hombre desarmado —admitió.

—Y no deberías empezar ahora.

Yamak se dio media vuelta y se internó en el desierto.

Yamak caminó y caminó, cruzó llanuras y montañas, hasta que un día, no muy lejos de la ciudad de Samarcanda, vio a un león que atacaba a un anciano jinete. El anciano pedía ayuda a gritos, ya que no le quedaban fuerzas para enfrentarse a la bestia.

—Ven a reunirte con tu conquistador —dijo Yamak al león.

Desarmado, el hombre se mantuvo firme mientras el león iba hacia él. Justo cuando la bestia se disponía a saltar, el anciano, haciendo acopio de fuerzas, arrojó su espada al joven salvador. Con un solo movimiento Yamak cogió la espada, la sacó de su funda, golpeó la cabeza del león y lo mató. Yamak limpió la sangre de la espada en la melena rojiza del león, devolvió el arma a su dueño y dijo:

—Vivirá un día más, padre.

El anciano dio las gracias a Yamak y le rogó que le acompañara a su casa para que pudiera agasajarlo como se merecía. Los dos hombres cabalgaron hacia Samarcanda, donde fueron recibidos por una gran procesión. Yamak se percató de que compartía caballo con el rey de la ciudad.

—Mi señor —dijo Yamak—, ¿por qué ibais solo cuando podríais haber llevado a un ejército de escolta?

—Salí de caza con mis amigos —respondió el rey—, vi a una gacela y la seguí, pero no logré acercarme lo suficiente. La seguí hasta perderme, y allí apareciste tú, en el momento preciso.

El rey pidió a Yamak que le narrara su historia. El anciano admiró el valor, la nobleza y los recursos que había demostrado poseer el sha. Le nombró visir y le casó con su hija, Heather.

Murió el rey de Samarcanda, y Yamak ascendió al trono. Gobernó con justicia y honró a los héroes, que a su vez le amaban y obedecían. Dios le bendijo con cinco hijos varones, de los que el más joven, Mahmoud, era el favorito del rey. Un viernes el sha acudió a las oraciones y vio a sus hermanos, Talak y Lamak, que mendigaban junto a la puerta de la mezquita. Llamó a sus criados y dijo:

—Llevad a esos dos hombres a los baños, lavadlos, vestidlos con las mejores ropas y traedlos a mi presencia.

Al regresar a palacio Yamak abrazó a sus hermanos, que habían recuperado un aspecto reconocible. Los sentó a su mesa y se interesó por su salud.

—Estamos aquí porque te echábamos mucho de menos —explicaron los hermanos—. Abandonamos nuestras tierras, lo dejamos todo con tal de encontrarte. Damos gracias a Dios de que estés a salvo y viviendo en la opulencia.

Yamak les dio la bienvenida y los nombró visires. Y sin embargo no pasó mucho tiempo antes de que la envidia y la maldad aparecieran con más fuerza en sus corazones.

Los hermanos habían atravesado momentos difíciles. Tras quitarse a Yamak de en medio, habían gobernado sus tierras con despotismo y codicia. Después de soportar muchos abusos, el pueblo se había rebelado y apresó a los dos falsos reyes con la intención de ejecutarlos. Los hermanos suplicaron por sus vidas con desesperación y sin un ápice de honor. Al final su pueblo los condenó al exilio y encontró a un hombre honesto que gobernara.

En la corte de Yamak, los hermanos advirtieron lo mucho que éste amaba a Mahmoud, y eso les dio una idea. Secuestrarían a Mahmoud y exigirían el tesoro del rey como rescate. Durante la noche los hermanos ataron al pequeño príncipe y se lo llevaron mientras todos dormían. Cuando el sha descubrió que sus hermanos habían desaparecido junto con su hijo, los maldijo y se lamentó de su propia credulidad. La reina Heather lloró y se vistió de riguroso luto.

Los hermanos llevaron a su sobrino hasta una cueva donde le tuvieron atado; pretendían matarlo una vez hubieran cobrado la recompensa. Dejaron a Mahmoud solo mientras salían a cazar y robar comida. Cuando se fueron, el príncipe gritó pidiendo ayuda, y un derviche persa que pasaba por allí le rescató. El persa decidió llevar a Mahmoud a Bursa, donde podría conseguir un buen precio por él. El príncipe se puso muy enfermo, y el persa se lo llevó a los baños y lo vendió a un mercader de esclavos que pasaba por allí por una de esas casualidades del destino.

El rey dio las gracias a los uzbecos por la historia. Se volvió hacia el príncipe y dijo:

—Baybars, hijo mío, no eres un esclavo.

—Que el Todopoderoso sea loado.

Y así fue como el príncipe Baybars se convirtió en un hombre libre.

Era la primera vez que veía a Istez Camil desde el entierro del abuelo. Él había pasado el primer día para dar el pésame a la familia, pero yo me encontraba en el colegio, y durante el período de luto no se puso música en casa. Istez Camil parecía más inquieto que nunca, se le veía cansado y desaliñado. Llevaba una camisa blanca con manchas de sudor en forma de luna en las axilas, y unos pantalones de algodón fino de color gris, que le quedaban cortos y aparecían gastados en las rodillas.

Todo lo que tocaba me resultaba fácil. Las notas fluían de mis dedos con una habilidad nueva. Istez Camil negó con la cabeza. Tenía los labios lívidos, el blanco de sus ojos inusualmente apagados.

—No lo captas —masculló al final.

—¿Qué es lo que no capto? —Dejé de tocar y le miré a la cara—. Creo que estoy tocando bien, más que bien. Sin errores.

—Una cascada de gracia, ¿te acuerdas? Esto ya no es una cascada de gracia. —No me miraba—. Tocas las notas correctas, pero hay que ponerle algo más.

—Más, más y más… —salté—. Estoy tocando bien. —Entonces tampoco yo le miraba a los ojos. Asombrado por mi nueva audacia bajé la voz—. Dices que no toco bien pero sin decirme qué quieres exactamente, qué se supone que debo hacer. Más sentimiento, más sentimiento. Ahora estoy sintiendo. ¿Cómo puedes saber cuándo toco con sentimiento y cuándo no?

—Lo sé —dijo él, despacio—. Y tú también. —Se levantó, me dio de nuevo la espalda y se puso a mirar por la ventana—. Tienes que ser más sincero contigo mismo. Tienes que hacerlo.

—Estoy tocando bien —insistí. Murmuré a mis zapatos—: Así es como soy.

La reanudación de mis clases de oúd no fue suficiente para mi hermana. Lina esperó a que mi padre empezara a silbar otra vez mientras se afeitaba por la mañana. Aquella misma tarde, se encerró en su cuarto y reanudó el estruendo de «esa música insufrible que suena a todo trapo», como la llamaba mi padre. Este le pedía que bajara el volumen y ella obedecía, pero a los pocos minutos el ruido volvía a invadir el aire.

Excepto que para mí ya no era un ruido insufrible. Empecé a distinguir sus encantos simples. También empecé a distinguir los solos de Jimmy Page, a adivinar el peculiar estilo de Eric Clapton.

Una tarde abrí la puerta de su cuarto sin llamar y la encontré en plena prueba de lápices de ojos. Ella me miró desde el espejo del tocador. El espacio estaba lleno de tensión y de la fragancia acida de multitud de perfumes. Me tumbé en su cama con la vista clavada en el techo. Ella no dijo nada. El rumor de mi sangre fluyendo por las venas seguía el ritmo del bajo. Me zumbaban los oídos.

—Pon algo raro —le pedí en cuanto terminó la canción.

—Vete a la mierda, capullo —me dijo ella sin mirarme—. Sé como un mueble y cierra el pico.

Cuando se levantó vi que llevaba unos estrechos pantalones cortos de color malva que se le ajustaban a las curvas como si fueran un traje de baño.

—No creo que sea una buena idea. —Yo tenía la cabeza apoyada en su almohada y la seguía con los ojos—. Sabes que a tu padre no le van a gustar.

—No pienso llevarlos al colegio. No pasa nada.

No discutí. Ella fue hacia el armario. Me parecía que en los últimos años ella había crecido muy deprisa. Me incomodaba el tamaño y la forma de sus pantalones cortos, que le daban un aire poco natural y poco familiar. En el suelo, al lado de sus pies (que estaban enfundados en unas botas negras abrochadas hasta la rodilla), había un disco cuya portada mostraba a un hombre con una cara más maquillada aún que la de mi hermana.

—Pon ése —le dije.

—Cállate —replicó ella—. Si quieres quedarte, no hables.

A la tarde siguiente volví a su cama. Ella puso a David Bowie. Yo fui como un mueble.

La guerra de Octubre empezó unos meses más tarde. Íbamos ganando, aunque pocos parecían creerlo. Los sirios y los egipcios habían pillado a los israelíes por sorpresa. Una vez más las radios proclamaban la inequívoca victoria de los árabes.

—Espera —dijo mi padre—. Los americanos no dejarán que suceda.

En el colegio los chicos palestinos se mostraban radiantes, andaban con más aplomo. Se lo creían. El consejo estudiantil convocó una huelga en apoyo a la guerra. Se suponía que debía haber discursos, pero yo me fui a casa. Vi a Lina fumando un cigarrillo a las puertas del garaje. Elie estaba sentado en su vieja moto y hablaba con ella. Me pregunté si los pantalones cortos de color malva estaban pensados para impresionarlo.

Me tumbé en la cama de Lina y escuché a Deep Purple. Ella llegó enfadada y con una guitarra en las manos.

—Necesito que aprendas a tocar.

—Hay una guerra en marcha —respondí, porque algo tenía que decir.

—¿Y a quién le importa? —Me pasó la guitarra mientras se dirigía a toda prisa al mueble donde guardaba los discos—. Tienes que tocar, y tienes que hacerlo bien, y lograr que parezca fácil, y todo para el sábado por la noche. Disponemos de dos días. Dos días para decidir lo que vas a tocar y cómo lo harás de forma impecable.

Rebuscó en su colección y escogió Abbey Road. Rayó el disco de Deep Purple por la brusquedad con que lo sacó del tocadiscos y no se molestó en guardarlo en la funda.

—Esto es lo que debes aprender. Es impresionante.

Sonaron las primeros notas de Here Comes the Sun.

Tuve que llevarme la guitarra al colegio. Mientras diversos líderes estudiantiles pronunciaban discursos, yo tocaba en un rincón de la terraza de la cafetería. Ajeno a todo lo demás, no oí al avión israelí hasta que lo tuve justo sobre mi cabeza: volaba raso, con un ruido ensordecedor.

Dos alumnos mayores se sentaron en el suelo a mi lado y su llegada me sobresaltó.

—No nos hagas caso —dijo uno de ellos.

Era el hijo de una mujer libanesa y un príncipe kuwaití, aunque nadie lo hubiera dicho. Siempre se le veía vestido con camisetas sucias, sudaderas y tejanos. Sólo tenía unas zapatillas deportivas. Supongo que se esforzaba desesperadamente por tener más aspecto de americano que de príncipe árabe. Pero no olía tan mal como su amigo.

—Sigue —dijo el amigo—. Te escuchamos.

—Seguro que es mejor que esos discursos tontos —añadió el primero.

Repetí la obertura. El kuwaití se puso a cantar y su amigo se unió a él. Me sorprendió, ya que no me había planteado que me acompañara voz alguna. Había memorizado la canción, pero no se me había ocurrido que pudiera cantarla. No estaba seguro de querer oír la letra. Dejé de tocar. El kuwaití enarcó la ceja.

—Todavía no lo hago muy bien —dije—. Estoy aprendiendo.

—Ya se ve —dijo él. Hizo una pausa—. Eso no es una púa de guitarra.

—Es para el oúd. Es lo que suelo tocar.

—El oúd es para árabes pasados de moda, —dijo él. Yo no quería ser un árabe anticuado. Extendió la mano hacia mi guitarra moderna—. Trae, déjame tocar.

No usó púa y cantó una canción en un acento americano o australiano. Tocaba fatal, y su amigo movía la cabeza al compás de un ritmo incoherente. El príncipe kuwaití me preguntó si me gustaba la canción mientras me devolvía la guitarra. Le dije que sí, y su cara adoptó una relajada expresión de gratitud.

—Me pregunto si habrán acabado ya con los discursos —dijo su amigo mientras los dos se levantaban.

—¿Te imaginas qué sucedería si ganamos la guerra?

—Casi ganamos esta vez. A lo mejor la próxima.

Diría que no se lo creían. Seguí ensayando.

El sábado toqué Here Comes the Sun para Lina. Se quedó impresionada, aunque no tan asombrada como yo esperaba.

—¿No vas a cantar? —preguntó ella.

Le dije que para eso necesitaría ensayar más, ya que nunca había cantado. A ella no pareció importarle.

Aquella tarde salimos de casa sin la guitarra. Lina iba pintada como un cuadro y se había puesto los pantalones cortos de color malva. Habría encajado más en Carnaby Street que en Beirut. Bajamos en la cuarta parada del autobús y nos encontramos en un grupo de edificios parecidos al nuestro, pero mucho más lujosos: siete plantas decoradas a base de mármol y cristal. Me guio hacia uno de los bloques, cuyo vestíbulo era un espacio cerrado, provisto de aire acondicionado, poco acogedor. En el ascensor sugirió que sería mejor que yo no hablara demasiado.

Una chica de la edad de mi hermana abrió la puerta. Llevaba dos coletas que le nacían de la parte superior de la cabeza y descendían sin gracia alguna hasta los hombros.

—¿Has venido con tu hermanito? —La comisura izquierda de la boca se arrugó en dirección al ojo.

—Sí —contestó mi hermana, y entró en el piso.

La seguí a toda prisa. No hacía falta que nadie me dijera que la niña de las coletas era la razón por la que yo tenía que tocar la guitarra: habría hecho algo para ofender a Lina.

Una docena de chicos y chicas se hallaban diseminados por el gran balcón acristalado, hablando a gritos y sin prestar atención a la música rock que sonaba.

—Siéntate ahí —dijo Lina.

Señalaba un cojín de color naranja. Se unió a otras dos chicas.

Los adolescentes no me hacían el menor caso. Parecían preocupados por aparentar que eran modernos, enrollados, occidentales. Me concentré en la música después de agenciarme una botella de Pepsi. Mi hermana lanzaba miradas de soslayo a un chico rubio que estaba al otro lado de la sala. Él parecía demasiado seguro de sí mismo, acostumbrado a ser el centro de atracción, y encajó sus miradas con un leve gesto de desdén. Con Lina no había mínimos: su desprecio era absoluto, salvaje. Sus miradas pasaron de ser sutiles a preñarse de odio. Me pregunté qué papel desempeñaba él en el drama que se desarrollaba allí. No tuve que preguntármelo durante mucho rato.

La niña de las coletas entró en la habitación con una guitarra en la mano.

En cuanto el chico rubio la vio, levantó los brazos como si quisiera protegerse del mal.

—Tienes que tocar para nosotros —dijo ella.

Y apagó la música.

—No, no —protestó él—. No quiero arruinar la fiesta.

—Por favor —insistió la chica—. Hazlo por mí.

Mi hermana saltó, veloz como una cobra hambrienta. Le quitó la guitarra de la mano.

—No hace falta que lo haga si no quiere —dijo, mientras se encaminaba hacia mí—. El monito este puede tocar. No lo hace mal. —Me tendió el instrumento y se dejó caer a mi lado sobre el cojín—. Toca —ordenó, acompañando la orden de un codazo.

Toqué. Mi hermana se puso a cantar. Sus dos amigas se unieron a ella en la segunda estrofa. Yo estaba demasiado nervioso para levantar la vista de la guitarra. No es que afinaran demasiado, pero cuando llegamos a la última estrofa, la mitad del grupo las acompañaba.

—Ha sido genial —dijo una de las chicas—. Repitámoslo.

Mi hermana no habría podido contener su alegría aunque hubiera querido. Parecía que acabara de poner las manos en un tarro de miel recién cogida. No era la única; sus dos amigas se partían de la risa.

—Mejor no —dijo Coletas—. Volvamos a la música de verdad.

—¿Por qué no toca ahora tu novio? —dijo Lina.

—No —saltó él.

—Toca otra canción —me gritó una de las amigas de Lina—. Eres bueno.

—Estoy aprendiendo —dije en voz baja—. No me sé muchas canciones.

—Otra, por favor…

—Ya está bien —dijo mi hermana—. Por hoy con una basta.

—Puedo tocar otra si tú la cantas —le dije.

Ella me miró, desconcertada. Toqué las primeras notas de Something. Abrió mucho los ojos, estaba radiante. Se puso a cantar, pero su voz demasiado alta expresaba demasiada alegría.

Abandoné las clases de oúd.