20

Tampoco acudió al día siguiente. Ni al otro. Ni al tercero.

Acudió la Borrachera, requerida con urgencia por servidor, para que ayudara a olvidar a la Mujer, para que ayudara a mandar a la mierda a la Sociedad.

La Sociedad quiere que busques la Mujer, que te enceles con el reclamo de su sexo, que la lleves a la vicaría, que fundes una familia y la llenes de niños pringosos y berreadores. Formas la familia y pierdes la libertad convirtiéndote en un zombi que únicamente sirve para trabajar de sol a sol, que no protesta, que sólo dice «sí, señor», «lo que usted mande, señor», porque ya no sirves sino para proteger tu familia y engordar niños asquerosos que cuando crezcan fundarán nuevas familias. Y así hasta la consumación de los siglos.

La Sociedad quiere que te jodas con la familia porque de ella surge el equilibrio que le conviene, donde está la sucia savia que constituye su alimento y la perpetua fuerte y pujante hasta la eternidad.

Flower fue un tío listo. Descubrió pronto el truco. Descubrió así mismo que la Mujer lo único que recibía eran putadas. Sucedía con las niñas de su infancia. Ocurrió con las jóvenes de su adolescencia. Es que no fallaba. Por eso Flower, en plan de interpretación economicista de la existencia, escogió al Hombre para luchar contra el miedo a la Soledad. De esta forma garantizaba su independencia y su libertad.

La Sociedad acusó el golpe. Le tildó de «gay», le llamó afeminado, le llamó invertido. Y cosas peores. Fue un combate largo, duro, sin cuartel.

Y llegó el día en que Flower bajó sus defensas. Dejó que le turbara un culo con aromas de espliego sentado en el regazo. Permitió que le encandilasen unos inmensos ojos ámbar muy separados en un rostro triangular, unas cejas ligeramente oblicuas, unos pómulos altos y una boca de labios gruesos que descubría afilados dientes lobunos. Toleró que le atrajese una cabellera caoba cortada a lo Tedda Bara, una voz musical y unas pantorrillas con hoyuelos, pensando que su instinto le había guiado hacia una lesbiana, y que en su compañía bisexual sería diferente. Pero, no. Era la Mujer, y con la Mujer no sacas más que disgustos.

Después de la borrachera de la noche en que resolví el caso Stradivarius a su gusto, me enteré que había marchado en un trasatlántico a Europa en compañía de su amada Berenice. No recuerdo si lo leí en algún periódico o lo escuché por la radio. La noticia dijo que la señorita Stradivarius, de la conocida y adinerada familia de los Stradivarius, Pasadena, partía en un crucero hacia el continente milenario acompañada por su doncella y dama de compañía Miss Virgopotens, para olvidar la muerte del célebre «gángster» Edward Morningstar en la que se viera envuelta. Y yo me quedé en pijama rosa, bata persa bordada con motivos de las guerras médicas, pantuflas con borla empolvada y perfumado con lavanda. Como un imbécil. Como un cretino.

Los demás podían creer la historia de la nota de sociedad. Yo, no. Yo sabía que no era un viaje para olvidar, sino un periplo de luna de miel. Aquello era el remate de un plan cuidadosamente trazado para que Azalea Virgopotens se librara de sus rivales: de Eddie, de Clyde, de Haste y sobre todo, de Kristine Kleinman, la más peligrosa de todas.

A la Kleinman se la llevó el sargento Coxe. A Fatty se lo llevó el cortauñas. A Haste se lo llevarían los demonios. Y Azalea se había llevado a Berenice al barco, para vivir en su compañía interminables jornadas de amor.

Para salirse con la suya me empleó como marioneta, tirando sabiamente de los hilos, metiéndome el culo en las rodillas y los dedos en la nariz. Lo mismo que en la ocasión anterior me utilizara Tatiana Tereskova Putain para desembarazarse del bellísimo Teo y quedarse con su fortuna. Pero en esta ocasión entraron en juego sentimientos de Flower más profundos que cuando lo de Teo, por culpa de la Sociedad a la que estúpidamente trató de agradar emparejándome al fin con la Mujer. Por eso estaba jodido. Por eso en cuanto conocí la noticia requerí a la Borrachera para que me trajera el olvido.

Bebí tres días sin pausa. No el «peppermint» que ya saben es lo mío, sino «scotch» puro, que pega más fuerte y tiene algo simbólico: es el whisky de la tierra de los hombres con faldas.

Entre los vapores del whisky me llegó otra noticia: la de que el sargento Keenan Coxe no había llevado a la Kleinman a la comisaría. Telefoneó a sus jefes desde una cabina en la misma Dresden Avenue solicitando excedencia por un tiempo ilimitado, pasó por el banco para recoger todos los ahorros y se largó con la rubia a México a vivir la vida.

Había entrado dentro de mis previsiones. Por eso cargué las tintas contra la enfermera al desenmascarar al criminal, porque sabía lo que le gustaba la tía al sargento, y que actuando de aquella manera les hacía un favor a los dos. Que así es la genuina justicia de Flower. Lo que no pude adivinar es que también esto entrara dentro del plan de la doncella y sólo iba a servir para que me quedara compuesto y sin tortillera. Uno no puede preverlo todo, coño.

Ignoro lo que habría durado aquel tablón sensacional, de no ser por el «Times». El cuarto día, como los anteriores, Sammie deslizó el ejemplar correspondiente bajo la puerta. Ni me incliné a recogerlo. Pero me resultó imposible no reparar en los titulares a siete columnas y con caracteres visibles hasta para un ciego.

UN VAMPIRO ESPERMÁTICO EN PASADENA.

APARECE EL CADÁVER DE STEPHEN STRADIVARIUS SIN UNA GOTA DE SEMEN EN EL CUERPO.

Ignoraba que era la parte final de algo que había tenido comienzo en mi despacho cuando una voz lasciva me llamó por teléfono en la fría mañana de enero y una millonaria mórbida y maciza acudió a sobarme y a agujerearme la chaqueta del traje con sus acerados pezones. Pero fue como un aldabonazo llamando al viejo espíritu de lucha de los Flower. Me arrastré como pude hasta eso que yo llamo cocina y preparé una cafetera hasta los bordes. Tomé la infusión ardiente hasta que me salió por las orejas. Entonces leí el reportaje.

Lo había escrito Antek Witicky y era un buen trabajo sensacionalista. Relataba el hallazgo del cuerpo sin vida del hijo del coronel en una cuneta en los alrededores de Pasadena. Estaba desnudo, sin señales de violencia, más exprimido que un limón, con la sorprendente particularidad de hallarse privado de todo contenido espermático. «Como si un vampiro seminal —escribía La Cotilla— lo hubiera succionado al igual que el conde Drácula hacía con la sangre de sus víctimas en los relatos de Stoker». Hasta citaba al veterano Brahm. Witicky es un tipo leído.

La muerte estaba rodeada de misterio. No se conocía aún el resultado de la autopsia. Lo mejor de La Cotilla era la idea del Vampiro. El «Times» iba a aumentar sus ventas. Es lo que interesa. Ventas, que no información.

El espejo me devolvía un semblante macilento, con la barba crecida y los ojos inyectados en sangre. No estaba para recibir a nadie, y como cuando uno se encuentra de lo peor y menos presentable, alguien vino a la oficina.

—Hola, Flower —ladró, desabrido, el teniente O’Mara.

Entró como una apisonadora, para dejarse caer sin miramientos en el sofá en que Triple M me violara por segunda vez, sin hacer caso de si se cargaba los muelles. Era el superior inmediato de Keenan Coxe, mucho más grosero que él, que para eso tenía mayor graduación.

O’Mara me despreciaba por detective privado. Me despreciaba sobre todo por «gay». Me hubiera gustado contarle que se sentaba donde Triple M me había poseído. Para ver la cara que ponía. Le volvían loco las faldas y en su vida se había tirado algo ni parecido a Flossie Vagina. Le hubiera contado lo de Tatiana para verlo ponerse verde. Pero no estaba de humor.

Observó curiosamente las botellas vacías que alfombraban el suelo. Silbó por lo bajo.

—Toda una juerga solitaria, ¿eh muchacho? —Consideró su pregunta siguiente—. ¿Está en disposición de entenderme?

—Lo estoy, pero no me interesan sus asuntos. Diga lo que desee y dese el piro.

Me lanzó una mirada criminal con sus ojos glaucos.

—Hagamos como si no nos odiáramos, muchacho —siguió ladrando—. A lo mejor resulta.

Cruzó las piernas y me puso frente a unos calcetines ingleses a cuadros verdes y blancos de a cinco dólares, embutidos en zapatos de la misma procedencia. Era un irlandés del peso pesado, baja estatura, pelo grisáceo y lacio, y cara de prepucio.

—Usted lo enreda todo —declaró sin pasión—. Me ha privado de uno de mis mejores hombres, truncando una carrera brillante. Coxe era la flor y nata del Departamento, que se hubiera jubilado dentro de veinticinco años con la paga completa. Ahora, ¿qué es? Un tipo de excedencia que tal vez nunca se reintegre al cuerpo. Todo gracias a usted, muchacho.

—Si ha venido a eso, ya le he escuchado. Si ha venido a llorar sobre mi hombro, adelante.

Me dolía la cabeza. Me molestaban sus ladridos. Si hubiera tenido un hueso se lo habría arrojado para que se callara.

—Vengo por eso otro —señaló el periódico—. Veo que lo ha leído. Me debe una compensación por haber sacado del país a Keenan. Écheme una mano, usted que es el detective de cabecera de la familia, muchacho.

—¿Cree que la muerte está relacionada con la de Morny?

—Para mí ese es asunto cerrado. Coxe ha enviado desde Tequila una confesión firmada por la Kleinman. Pero la muerte de Stephen me intriga.

Le dije que para mí no había enigma. Todos los Stradivarius estaban pirados del sexo. Desde el viejo a la hija, pasando por los hermanitos. En la finca no se libraba ni el servicio. Mi teoría era que Stephen se había revolcado en la misma jornada con las dos cocineras y la enfermera nueva, y se quedó seco. Veredicto: muerte por accidente sexual.

O’Mara procedió a encender un puro apestoso con toda clase de precauciones, temiendo que los vapores alcohólicos que exhalaba mi persona pudiera ser motivo de un incendio de proporciones incalculables.

—Hay detalles que no conoce —masculló—. Sabemos que el testamento de Morny nombra heredera universal a Miss Stradivarius. Le deja locales, negocios y cuentas corrientes.

—¿Y qué? Estaba colado hasta las cejas.

El teniente sacó una fotografía de la chica del bolsillo exterior de la chaqueta, contemplándola con atención. No me gustó su actitud. Así había empezado yo con Teo y ya sabe cómo acabé.

—Sí —dijo, pensativo—. Sus tetas son algo fuera de serie… Lo que pasa es que la nena hereda unos millones, y cuando el coronel la diñe, que no puede faltar mucho, recibirá otro montón, ahora que uno de sus hermanos ha muerto.

Manoseaba el retrato como si se tratara de una figura en relieve. Adivinaba lo que le bullía en la cacerola como si lo expresase en voz alta.

—Creo que está dando rienda suelta a la imaginación, teniente, sólo porque Stephen está fiambre con el síndrome de la fornicación. Eso que tiene bajo el sombrero es un desatino. ¿Cree que la chica no tiene bastante con la lotería de Fatty y busca el oro de la familia? En caso de la clásica cadena de crímenes para heredar, debería pensar en Clyde. El por lo menos se encuentra en Los Ángeles. Nada indica que Stephen haya sido asesinado. Y Berenice anda rumbo a Europa.

—No crea que no lo he considerado, muchacho. Pero está el atentado con bomba al difunto la semana pasada. Por lo que pueda pasar tengo a Huston Orrin y al tal Clyde bajo discreta vigilancia y he cablegrafiado al barco para que no pierdan de vista a la chica. Estará protegida, si hay una confabulación contra ella. Y controlada, si manda mensajes a supuestos cómplices aquí. El asunto me huele a chamusquina y creo que hay gato encerrado.

Palpó una vez más el retrato, añadiendo:

—¡Cómo me gustaría vérmelas a solas con ella!

Quería dar a entender que era para interrogarla, pero yo adivinaba que era para lo otro. Conozco el paño.

Habíamos llegado a un callejón sin salida. Del callejón nos sacó la campanilla del teléfono. Lo descolgué, escuché y se lo pasé.

—Para usted, O’Mara.

Lo tomó, escuchó y se cabreó.

—¡El Vampiro se ha cobrado otra víctima! ¿Quiere acompañarme?

Me puse lo primero que tenía a mano, porque O’Mara no estaba para entretenerse esperando mientras me acicalaba. El ascensor no funcionaba, lo que en los Sausalito Apartments no es infrecuente. Bajamos a saltos por las escaleras y nos detuvimos un momento a ceder el paso a Flossie que volvía del supermercado cargada con una bolsa repleta de provisiones. El polizonte se quitó el sombrero con cortesía, me aplastó contra la pared cediéndole toda la escalera, y se asomó bajo las faldas mientras subía.

—Buen vecindario, muchacho —susurró con voz grave.

—Diez dólares en la temporada alta —informé.

—Creo que voy a pedir un anticipo en caja.

Cuando Flossie se perdió en un recodo, seguimos la carrera. La nuestra, no la de la rubia oxigenada. Nos aguardaba con «Chevrolet» de motor potente, con un agente de paisano al volante haciéndose un aperitivo a base de morderse las uñas. O’Mara ladró una dirección, para no perder la costumbre del ladrido, y partimos con las urgencias habituales en los coches de policía.

Tomamos por Sunset hacia Pasadena. Como no había posibilidad de diálogo aproveché para dormitar y recuperarme. Desperté al llegar a Pasadena. La dejamos a un lado y subimos hasta Monrovia, otro de los centros próximos, internándonos hacia los barrios populares. Paramos ante una casa de tres pisos, pintada de rojo y gualda, con un letrero en la parte alta que rezaba «Spain House». Había algunos coches y curiosos en las cercanías. Un motorista los mantenía a distancia prudencial. O’Mara le mostró su estrella de bronce y nos dejó pasar. Subimos hasta el segundo piso para que un agente uniformado nos señalara hacia un saloncito deslucido donde una mujer de edad indefinible y piel cetrina se retorcía las manos bajo el delantal.

—¿De qué se trata? —gruñó el teniente—. ¿Otro Stradivarius?

El agente dijo que no. El teniente habló en español con la mujer llamándola señora Martínez. La señora Martínez contó que había alquilado hacía dos días la habitación a un tipo y que esta mañana, al ver que tardaba en despertarse, forzó la puerta. Aparecía en la cama desnudo y exaespermatizado. No encontró ropas por parte alguna. No había equipaje. No había habido visitas. No había escuchado nada anormal.

Pasamos al cuarto. Sobre una cama de porcelana desportillada, un cuerpo se dibujaba bajo la manta que lo cubría. O’Mara la levantó.

—Más que un policía parece usted un periodista agresivo. Está tirando de la manta… —dije.

No rió mi chiste. Es inútil malgastar el ingenio con esos pies planos.

O’Mara miraba al pelirrojo en cueros, que se nos mostraba con los ojos aún abiertos y la mandíbula colgando como en una macabra carcajada feliz. Era poco más que piel, huesos y pelo rojo. Parecía un helado de naranja sorbido hasta las heces por un niño sediento y goloso. Estaba peinado con raya al medio. Las cejas eran de hilo de panoja, tenía orejas que querían huir de la cabeza y una prominente nuez de Adán.

Llamaba la atención en el cadáver, además de la mueca feliz que la muerte había helado como un rictus cachondo, una serie de dibujos cabalísticos trazados sobre su pecho con algo como tintura de yodo, su pene tumefacto y casi arrancado a cuajo y el fláccido escroto, sin testículos, evaporados por la succión fenomenal del Vampiro. En algún rincón de la «Spain House» alguien había puesto en la gramola «Agua, azucarillos y aguardiente».

—A la mierda mi teoría —barbotó O’Mara—. No es Stradivarius. Ignoro quién pueda ser.

Aunque desfigurado por la pérdida de jugos a mí sí que me resultaba familiar.

—Voy a ayudarle, teniente, puesto que es lo que espera de mi —dije—. Se llamaba Richard Murdock, era cliente de Diez Dólares en Temporada Alta, e hijo de Wolfgang H. Murdock, exsecretario particular de Teophilus W. Connally II, en la Connally Oil Company.

Lo dejé hecho cisco.