11
El bufete de Clyde Stradivarius era impersonal; como la secretaria que me recibió pese al sostén de cartón-piedra, puro camelo ortopédico; como el mismo abogado en persona.
Aún resultaba joven aunque lo disimulaba una calva incipiente de cabellos rojizos, apretados donde aún permanecían adheridos al cráneo, como si fueran estopa. Los ojos aparecían muy juntos, casi pegados al puente de la nariz; y la nariz se torcía a un lado confiriéndole un aire asimétrico, como si al dibujársela se hubiera sufrido un repente cubista. Además era bajito. El parecido con Berenice no pasaba más allá del apellido. Si se prescindía de aquellos detalles resultaba aceptable.
Mi atuendo le causó asombro, pero era demasiado cortés como para expresarlo en voz alta. Como tanta falta de personalidad me cargaba fui directamente al grano exponiéndole quién era y el trabajo que me había encargado su padre.
—Le agradezco su confianza, señor Flower. ¿Qué desea saber de la niña?
—Cuanto más, mejor.
—Pues es una chica joven, de carácter desabrido, prepotente, bonita, y con unas tetas sensacionales.
—Es curioso que usted repare en las tetas de la señorita…
—No veo por qué no habría de hacerlo: son las mejores en este lado de la Costa. Me enorgullece que pertenezcan a la familia.
Aquello zanjaba momentáneamente la cuestión.
—Tengo entendido que ha trabajado en la compañía Connally…
—Así es. Al hacerse cargo de la presidencia Teóphilus W. III se dedicó a contratar bellezas. La señora Connally la convenció para que solicitara un empleo y se colocó al frente del departamento de Exportaciones. Debió cumplir a conciencia porque cuando lo dejó recibió una gratificación sustanciosa.
Tomé nota mental del detalle de que hubiese sido la Putain quien la había empujado a trabajar en el building de Downtown, porque la cosa no dejaba de tener su miga.
—¿Qué vida hace Berenice en la actualidad?
—A veces la llevo a cenar y a bailar para que se distraiga. Otras supongo que lo hará con amigas y amigos personales… No la controlo y por ello la idea de papá de hacerlo durante algún tiempo la encuentro excelente, puesto que una joven, con la mejor voluntad de su parte, puede meterse en embrollos en una ciudad como la nuestra.
—El coronel dice que le ha restringido la asignación para que no salga demasiado y sobre todo no permanezca varios días fuera. Sin embargo, no parece desenvolverse mal económicamente. ¿Acaso la ayudan a escondidas usted o su hermano?
—Yo, no. Tampoco creo que lo haga Stephen, puesto que me lo habría dicho. Entra dentro de lo probable que le resten fondos de su gratificación.
—¿Qué vida llevaba antes de entrar en la plantilla de la C. O. C., señor Stradivarius?
—Estuvo tres años estudiando en Boston. Marchó siendo una cría y regresó el último verano convertida en una espléndida mujer. —Su mirada se hizo ensoñadora—. Había desarrollado encantos que jamás imaginé que consiguiera.
Me daba pie a entrar en la fase delicada del asunto, así que dije:
—Me han llamado la atención sus flores en la habitación de la señorita, señor Stradivarius.
—¿Por qué? —levantó las cejas con estudiado gesto—. Es mi hermana, la encuentro encantadora y se lo digo a diario con unas docenas de rosas.
—Es que las rosas rojas significan amor, y la tarjeta que las acompaña tenía escrito: «Con amor y deseo».
—Bueno; es un modo de expresarse. Le profeso el lógico cariño y deseo que sea la más feliz de las chicas.
Era una explicación. Poco convincente, pero una explicación. Las explicaciones tienen de bueno lo que dicen y más todavía lo que dejan en la penumbra.
—Bien, señor. No quiero hacerle dilapidar más tiempo. Me ha sido útil la charla puesto que me ha ayudado a formar el mapa estratégico sobre el que voy a operar. Le ruego que no informe a su hermana de que la estoy protegiendo.
—Descuide, Míster Flower. Me interesa que usted ande cerca para evitarle jaleos. ¿Se marcha ya? Si me aguarda le acompañaré. Quiero ir a comprarle un sujetador. Será una grata sorpresa para la pequeña.
Pasamos a la antesala donde Clyde, con la mirada perdida en Dios sabe que ensueños diurnos a propósito de Berenice, buscó su sombrero. La secretaria aprovechó la ocasión para deslizarme un papel en el bolsillo de la chaqueta sin que el abogado se percatara de la maniobra.
En la calle nos estrechamos las manos. Cuando nos separábamos una Limousine en la que no había reparado se puso en marcha entre bramidos de tubos de escape. Por la ventanilla del conductor asomaba una mano enguantada empuñando una automática como en las películas de George Raft y, actuando ágil y raudo como está mandado me tiré sobre Clyde, que no se enteraba de nada. Un temor abyecto se pintó en sus facciones irregulares, sospechando a lo mejor que no iba con buenas intenciones. Hasta creo que gritó.
Tres moscardones de plomo zumbaron sobre nuestras cabezas y mordieron la fachada justo en el lugar que Stradivarius ocupara un segundo antes. La Limousine siguió a toda pastilla y se perdió tras la primera esquina antes de que tuviera tiempo de mirarle la matrícula.
Le ayudé a levantarse, preguntándole de paso si aquello era algo que le sucedía con frecuencia.
—Es la primera vez —tartamudeó más blanco que la nata montada—. Le debo la vida… Está usted muy bien de reflejos.
—De reflejos y de todo lo demás, rediez —puntualicé—. ¿Cree que se tratará de algún enemigo personal?
—Difícilmente. Soy tan inofensivo como una paloma.
—¿Profesional, entonces?
—Menos todavía. En el bufete no llevamos más que asesorías de empresas. —Reflexionó un momento—. Tampoco creo que sea cosa de Berenice. Si no le gustaran mis capullos me habría tirado el centro a la cabeza, que va más de acuerdo con su personalidad. Hacer fuego con un arma, aún en ella, se me antoja excesivo.
Lo dejé pasar sin comentarios, pidiéndole que me acompañara hasta la comisaría para dar parte del atentado. Nos atendió el sargento Coxe, un amigo hasta donde puede serlo un policía de un detective privado. No le comuniqué mis sospechas; quedó en ponerle protección durante unos días y pidió que los dejara solos para interrogarle; así que tomé el camino de la Dresden Avenue porque alguien había escuchado mi llamada al bufete y entraba dentro de lo probable que el dedo que apretara el gatillo perteneciese a la mano en que terminaba el brazo adherido al tronco de la persona que me escuchó en la mansión del millonario.
Antes de subir al coche desdoblé la esquela de la secretaria del hermano cariñoso. Un par de líneas garabateadas con prisa y firmadas por Louisa Wise rezaban: «Le espero esta tarde a cualquier hora en mi apartamento. Venga y no se arrepentirá». Luego estaba escrito un número de Drury Street.
Podía tratarse de una información. Podía tratarse de un plan. De lo que no cabía duda era de que mi nuevo trabajo iba adquiriendo ritmo. Dejé la cita para después porque mi visita al barrio del Oak Knoll gozaba de prioridad.