7
Alcancé el aparcamiento de «The Dancers» cuando comenzaba a oscurecer la tarde del viernes fiando plenamente en la historia de Witicky, que resultó cierta puesto que el «Rolls Royce Silver Wraith» aparecía inconfundible entre los demás automóviles estacionados. Después de comprobar que Jessica no se hallaba a la vista dejé el Sedán al lado de aquel, como un enano contrahecho junto a un bello gigante.
En aquella ocasión hacía un frío de chuparse los dedos, si chuparse esa cosa no estuviera tan feo, y caían blancos copos de nieve. El propietario del «Rolls» debía estar en el restaurante madurando a Miranda Dos Santos, la telefonista brasileña, para escarnio de la chófer. Me fui hacia el portero haciendo crujir la nieve bajo las suelas de los zapatos que me había comprado por la mañana.
—Cinco pavos —le enseñé el billete— si me cuenta lo que hace Míster Connally en este momento.
Miró de forma impertinente desde el sombrero beige a los zapatos del mismo color, pero uno ya está acostumbrado a esa clase de miradas. Tomó el papiro y lo hizo desaparecer con habilidad de prestidigitador.
—Está meando —declaró.
Por fin la Fortuna, vieja aliada de los Flower, volvía a acordarse de mí.
Penetré en el retrete de caballeros del local. Está montado estilo pompeyano, con lujo sobrio y elegante. No había otros ocupantes que T. W., III y yo. Por un instante me recreé contemplando la esbelta figura, de cara a la pared, frente a la taza. Nadie llevaba el esmoquin con más garbo que Teo. A nadie había visto mear con más elegancia. Terminó su quehacer, se abotonó con mimo exquisito y se dio la vuelta. Entonces me vio. Su oscura mirada denotó temor.
—¡Flower! ¿Qué es lo que pretende?
No me sorprendió demasiado que conociera mi nombre.
—Hemos de hablar: cuestión de vida o muerte.
—¿Aquí? ¿Qué pretende, loco? ¿Mi perdición? —Añadió apresuradamente—: Dentro de dos horas en el invernadero del 312 de Barbacoa Avenue, en Montecito. Allí tengo una casa que nadie conoce.
—Me gustaría que fuera antes…
—Necesito ese tiempo para terminar de cenar, acabar con Miss Dos Santos, mandar a casa a Jessica y llegar allá. Por lo que más quiera, Flower: sea discreto.
Dicho esto salió como alma que llevara el diablo.
Ocupé la taza que Teo había dejado libre. Traté de hacer pis, sin conseguirlo. Me embargaba la emoción. ¡Teníamos una cita!
Conduje hacia Sunset Boulevard y torcí a la derecha. Maté el rato tomando un sandwich por el camino y con tiempo sobrado alcancé Montecito, enfilando por los álamos de Barbacoa Avenue. Dejé el Sedán a una distancia respetable y caminé despacio, arrebujado en el abrigo, hasta una hermosa construcción de una sola planta.
La vivienda estaba a oscuras. La cancela no se encontraba cerrada con llave. La franqueé y rodeé la casa por un sendero de losas francesas hasta dar con el invernadero. La puerta tampoco tenía echado el seguro. La abrí, pasé al vestíbulo, empujé otra puerta interior y la traspuse. Hacía un calor tropical, en contraste con el frío exterior. El aire era espeso, húmedo, cargado de vapor e impregnado del perfume empalagoso de las orquídeas africanas y el perejil en flor. Las paredes y el techo se veían saturados de vapor y grandes gotas de agua salpicaban el perejil. Las plantas lo llenaban todo con grandes hojas carnosas y tallos como penes de cadáveres recién lavados.
Prendí la luz. Encontré una mesita de mimbre portugués rodeada por media docena de sillones del mismo material. Me dejé caer en uno de ellos y prendí uno de mis cigarrillos. Cuando lo llevaba poco más que mediado compareció Teóphilus Warren III, con abrigo oscuro de cuello de terciopelo sobre el esmoquin. Corrió a mi encuentro y me abrazó de modo frenético.
—No haga eso, Míster Connally —avisé—, o no respondo de mí.
Me miró con sus ojazos negros.
—¿Es que no lo has adivinado? —dijo con un suspiro—. Soy «gay».
—No. Yo soy Gay. Usted es Teo.
—Soy Teo. Pero también soy «gay».
—Teo. ¡Teo!
—¡Gay! ¡Gay!
Una tempestad me rugía en la cabeza. Otra tempestad, en el pecho. Las piernas se me aflojaron y caí en el sillón. Dos almas gemelas. Los mismos gustos. Las mismas aficiones. Mas ¿y sus orgías lujuriosas con las empleadas? No podía dar crédito a sus palabras. Me tomaba el pelo. Jugaba conmigo.
Habló entrecortadamente.
—Me estabas poniendo frenético, oye. Tú, paseando por la acera del building el martes, oye, con una ropita divina, y yo mirándote desde el despacho con unos prismáticos. Y luego, montando en un Sedán turquesa demencial, monísimo. Después, tu Sedán pegadito al culo de mi Rolls, oye. Después, tus pasos sonando en el pasillo del «Luxor» cuando me tocaba estar encerrado en una sucia habitación con Jessie, oye. Y luego, viniendo al building. Y después, acudiendo al rancho. Y al final se te ocurre abordarme en el retrete.
—Debía hablarte. Soy investigador privado, contratado por Tatiana.
—¡Zorra!
—¿Es por mí?
—Es por ella.
—Vaya, menos mal… —me alegré—. Debía avisarte que busca el divorcio, pero no temas: no haré nada que te perjudique.
—Lo sé, lo sé…
El calor era insoportable. Me quité el abrigo. Teo me imitó.
—Pues no comprendo nada —dije—. Si eres «gay», ¿cómo te tiras una tía distinta cada día?
—¡Huy, qué detective tan tonto! —rió poniéndome la mano en la rodilla—. ¿No te has dado cuenta? Teatrito puro coraçao.
—Anda, sé bueno y explícame el lío.
—Mira, oye. Mi viejo siempre fue un calentón de mil pares de bigotes. El día en que Tatiana entró a trabajar como ayudante de las auxiliares de limpieza, le correspondió fregar los suelos del despacho del presidente, como prueba de aptitud, estando él dentro. Cuando papá la vio a cuatro patas, con las tetas escapándose del escote, el culo yendo adelante y atrás mientras pasaba el trapo por el mármol, y las faldas descubriendo el muslamen, el viejo se le subió a la grupa sollozando que le daría lo que quisiera con tal de que no le obligara a apearse.
—¡Qué basto!
—Los hay groseros, sí. El caso es que antes de diez minutos le entregó los mejores cargos de la compañía y telefoneó comprándole tres visones, dos automóviles, un yate, una casa de veinte habitaciones en La Jolla y diez kilos de brillantes, esmeraldas y otras piedras variadas. Y todo sin bajarse de la montura, oye.
—Vaya carrera —comenté, jugueteando con los dedos de Teo.
—Figúrate. Como secretaria del viejo Tatiana lo hacía todo. Y cuando digo todo ya puedes adivinar a qué me refiero, conocidos sus comienzos, oye. Papá, encantado con sus habilidades, maquinó dejarle el imperio, y para que la cosa resultara más discreta nos obligó a casarnos. El pedazo de cabrón estableció sus condiciones en el testamento: si Tatiana y yo nos separábamos por cuestión de faldas habría de pasarle una suculenta pensión; pero si era por cosa de pantalones, entraría en juego una serie de cláusulas que dejaría toda la C. O. C., en su poder y a mí en la miseria.
—Así que el muy cerdo sabía del pie que cojeabas…
—Natural, oye, que para eso era mi papá. Supo arreglárselas para montarla, primero en un sentido y luego en el otro. Todo ello sin dar un escándalo.
Como seguía sudando me quité la chaqueta, plegándola cuidadosamente. Teo me imitó.
—¿Cómo fue entonces vuestra vida?
—Ni nos veíamos Tatiana y yo. El viejo, en vez de disfrutar de la secretaria, se lo pasaba fenómeno con su nuera. A mí me venía de perlas, oye, para hacer mi vida y no tener que meterme en la cama con una bestia. Lo malo fue cuando papá cascó.
—¿Por el atracón de pipas?
—Eso dijimos a los periódicos. En realidad se desnucó al intentar el salto del tigre desde los archivos del despacho. Tatiana explicó a la policía que calculó mal, pero para mí que se apartó cuando papá iba por el aire; porque tenía ambiciones de dinero sin tanto viejo encima.
Notaba húmedas las axilas. Los rodetes bajo los brazos me enferman. Aflojé el nudo de la corbata. Al notar mi incomodidad, Teo propuso, gentil:
—Mejor será que nos quitemos las camisas, Gay, que esto parece la selva, oye.
Nos quedamos con los torsos desnudos. Le pedí que me explicara lo de las empleadas buenísimas y la ficción de que se las pulía por turno riguroso.
—Fue una astucia que me inventé. Para no sufrir tentaciones que fueran un arma para Tatiana, despedí a los hombres y llené el building de niñas, que además de darme fama de ligón me eximirían de tener que cohabitar con la ninfómana de mi mujer. Se me ocurrió montar el show pornográfico de la aventurita diaria y así no me acerco a ella, con la excusa de que estoy fatigado. Les pago unos extras por acompañarme a hoteles, al rancho o dejarme ir a su apartamento, y ponemos un disco que suene a orgía para engañar a cualquiera que pueda fisgar, mientras nos dedicamos tranquilamente a leer el periódico.
—Pues Jessica se desnudó en el «Luxor»…
—Era parte de la mise en escene, desde el momento en que nos percatamos de que nos seguías.
—Y las Diabetes y tú hicisteis otro tanto en San Fernando…
—Porque nos dimos cuenta de que el tipo que te acompañaba estaba al otro lado de la ventana. Había que mantener el tipo, ¿sabes? En realidad quiero que Tatiana plantee el divorcio, pero finjo oponerme y así la encelo. Pagaría cualquier cantidad por quitarme de encima a esa asesina de viejos verdes.
—¡Y ella sin enterarse! —me eché a reír—. Las mujeres, además de horribles, son tontas —hice una pausa—. Teo tengo los pantalones tan mojados como si me acabara de hacer pipí encima. ¿Te importa si me los quito?
—Por favor, te lo ruego. Ardo en deseos de hacer lo mismo.
Nos quedamos en calzoncillos.
—Aclárame los últimos detalles, por favor. ¿Por qué hiciste que me expulsaran ayer de tu despacho?
—Eras una tentación demasiado grande para mí. ¡Los primeros pantalones curiosos que se me acercaban después de tantos meses rodeado por bragas!
—¿Y la paliza que me dieron Spearing y Mayfield ayer en el rancho?
—Por lo mismo. Si llegas a entrar, hago una locura contigo delante de todas.
—Es que me hicieron mucho daño, Teo… —fruncí la boca.
—¿Dónde, precioso?
—Aquí… —señalé el punto golpeado.
—Pobrecito mío —me lo acarició de forma tan dulce que hube de apartar su mano para terminar de hablar.
—El caso pinta mucho mejor de lo que pensé al principio, porque mi idea era la de que el divorcio no te interesaba. Puesto que todo es una trampa y yo tengo pruebas del rancho con las Diabetes y del ascensor con la Sansad, si te parece, en vez de destruirlas se las paso a Tatiana y arreglado.
—De acuerdo. ¿Y qué hacemos?
—Lo que acabo de decir.
—No me refiero a eso, oye —puso la mano donde antes.
—Pues no te entiendo.
—¿De verdad no lo adivinas, nenito mío? Después de un ayuno tan largo, viéndote tan mono y en paños menores, no aguanto más.
Y me arrancó los calzoncillos.
—¡Teo! —gemí—. ¡Qué estoy de servicio!
—¡Ni servicio, ni leches! —rugió el adonis.
Me echó la zancadilla cuando me levantaba, haciendo que cayera sobre manos y rodillas.
—¡Cómo papá con Tatiana la primera vez, pero en bonito! —volvió a rugir, saltándome a caballo.
El peso de Teo me venció, aplastándome contra el suelo cubierto de hojas mustias. La boca se me llenó de perejil. Teo me presionó por detrás y vi mil lucecitas.
Las lucecitas no eran imaginación. Alguien estaba disparando un «flash» a velocidad endiablada.
—Es suficiente, señores —sonó una voz varonil—: La fiesta ha terminado.
De la floresta de orquídeas surgieron el teniente Schwimmer, de la Brigada contra el Vicio, Sean Foggarty, mi grasiento colega experto en pesquisas matrimoniales, con una cámara colgada del cuello, y Mistress Connally, con su visón y un gracioso sombrero hongo color melocotón con cinta blanca.
—Un trabajo perfecto, caballeros —dijo Tatiana a sus acompañantes con expresión de hiena ante un cadáver putrefacto.
—¡Quedan ustedes detenidos! —bramó Schwimmer—. Supongo que no hará falta que les lea sus derechos…
La Putain intervino:
—Llévese a Foggarty y a mi marido, teniente. El señor Flower ha trabajado para mí. Si nos deja solos le liquidaré sus haberes.
Cubrieron a Teo con su abrigo y se lo llevaron esposado, a empellones, llorando a lágrima viva.
Nos quedamos los dos solos. Los dos solos en el centro de la floresta tropical. Yo, desnudo, abatido. Ella con su visón, triunfal, sudando a mares.
—Te debo una gratificación, cariño —dijo. Y puso un talón de tres mil dólares en el bolsillo superior de mi chaqueta.
La miré, tembloroso. Demasiado tarde comprendía su diabólica astucia. Jamás quiso el divorcio normal como me había hecho creer, que Teo le ponía al alcance de la mano con sus montajes erótico-escénicos. Deseando el control íntegro de la Connally Oil Company buscó al detective más guapo de Hollywood, que lo digo sin presumir, lo colocó como cebo, y situó al rastrero de Foggarty tras mis pasos, con la cámara dispuesta. A lo mejor no era idea suya, sino de Marlowe, que en esta profesión te la juegan hasta los colegas, pero tanto daba. El caso es que Foggarty debió estar encerrado en el retrete de «The Dancers» y escuchar que nos citábamos en Montecito. Avisó a la Connally-Putain y ésta, con él y Schwimmer como testigos, montó la trampa del invernadero.
Agaché la cabeza con el correspondiente abatimiento y empecé a recoger mis ropas.
—Un momento —dijo Tatiana Tereskova—. Con vuestro espectáculo y mi abstinencia forzosa me habéis puesto en el disparadero. Y te encuentro muy en forma, mono.
—No se deje confundir por las apariencias, señora… —respondí al tiempo que me tapaba púdicamente con los calzoncillos.
Abrió repentinamente el visón. Esta vez no llevaba nada debajo, excepto las medias. Se quedó en pelota viva, cubierta únicamente con el sombrero hongo, brillante el cuerpo en sudor como si la hubieran rociado de glicerina, los senos que ya viera cuando la conocí, agresivos como mascarones de proa de un velero lascivo.
Huí saltando entre los macetones de hortensias mientras me iba a la zaga con agilidad felina. Derribé tres mesas de filodendros y un armario con plantones de petunias, tropezando y cayendo una vez más de bruces. Saltó sobre mí obligándome a dar la vuelta al tiempo que se ponía a horcajadas. Luché con la silenciosa desesperación de la doncella que defiende su honra, mientras me agarraba por las muñecas dominándome con una fortaleza que para mí hubiera querido. Para mi desgracia, a músculos, tanto ella como las negras, me podían. En lo sucesivo tendría que ir con más frecuencia al gimnasio.
—Esta vez no escapas —jadeó—. ¿Te estás quieto como un chico educado y te mantengo al margen del follón, o le digo a Foggarty que lleve vuestras fotografías a la prensa?
En mi trabajo se está dotado de regulares dosis de fatalismo. Se sabe que no se puede ganar siempre. Se sabe también que cuando las cosas van mal, van mal hasta el final. Me quedé quieto porque era lo único que podía hacer.
Tatiana separó las rodillas sobre mis costados, colocándose en una postura cómoda y dominante. Me agarró por los riñones empujándome el tronco hacia arriba, a la vez que echaba la cabeza hacia atrás. Los pezones duros como el diamante me cosquillearon primero para desgarrarme la epidermis después abriendo las viejas heridas. Me hizo rodar sobre las hojas húmedas oprimiéndome el pecho con las tetas y la cintura con los muslos apretando como una llave inglesa. Aprovechándose de que por culpa de Teo yo también estaba entonado, se salió con la suya.
Entre las flores de perejil y las orquídeas, me desfloró.
Y lo hizo sin que se le cayera el sombrero hongo.