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En la planta cuarta de los Sausalito Apartments de Yucca Avenue, Laurel Canyon, Los Ángeles, California, hay un largo pasillo con una alfombra tan desgastada como si sobre ella se hubieran entretenido desfilando en su retirada los diez mil de Jenofonte. A ambos lados pueden verse puertas que permiten la entrada a los negocios más variados. Es un edificio usado, que fue moderno en los años en que los cuartos de baño con bidé se convirtieron en el epítome del progreso. Al final del pasillo se halla una de esas puertas de cristal esmerilado con un letrero rococó anunciando:

Detrás se encuentra un antedespacho minúsculo, vacío, en espera de que un día marchen las cosas lo suficientemente bien como para pagar el sueldo de un secretario joven, esbelto y atractivo que lo ocupe (tipo Rudy Valentino sería mi ideal) y luego viene mi oficina, lo único montado con personalidad en toda la planta. Una puerta lateral lleva a una habitación tan minúscula como el antedespacho, con un catre, un frigorífico y algo que, con mucha imaginación, podría denominarse cocina.

Era una fría mañana de enero, cuando por el valle que cruza Hollywood se puede ver nieve en las altas montañas, cuando los comercios de pieles hacen su negocio y en Beverly Hills los jacarandaes aguardan la primavera. Aquella mañana, aunque entonces lo ignorara, los engranajes del Destino se pusieron en marcha para atraparme en una historia espeluznante de sexo y muerte, que se desarrollaría en tres etapas bien definidas jamás relacionadas entre sí por la Policía y que ha quedado en sus archivos recogida como el Misterio del Vampiro Seminal de Pasadena, tan sin resolver como la peripecia de Jack el Destripador en los de Scotland Yard.

Oficinas como la mía pueden aparecer vacías porque el director, el propietario, los agentes, la administración y los botones andan atareados por la calle, investigando; o rebosantes de personal, porque se aguarda a que el Teléfono o la Visita pongan en actividad la vasta maquinaria de su organización. Aquella mañana se encontraba en la segunda de las alternativas, como casi siempre: es decir, con el propietario, el director, los agentes y el chico de los recados (o sea, Gay Flower, servidor de ustedes) a la espera de que el Teléfono o la Visita dieran la voz de: «¡Acción!»; el Teléfono o la Visita que significarán Trabajo y Dólares para ir tirando.

Organizaciones ambiciosas de un solo individuo, como la mía, dependen sustancialmente de esos dos factores. También está el Correo, pero el correo suele traer facturas y reclamaciones de impagados más que el encargo de una investigación.

Estaba con los pies sobre la mesa y un libro en las manos, cuando sonó el teléfono. Dirigí la mirada hacia él en muda plegaria de que fuese una sonora voz masculina brindando el Trabajo y la Aventura para sacar de un grave aprieto a un muchacho en apuros. Dejé que sonara tres veces antes de descolgarlo.

—¿Míster Flowerrr…?

—Aguarde un minuto.

Una vez más la plegaria había quedado sin respuesta. Nada de muchachos. Se trataba de una voz de tía, tan ardiente como el siroco, solo que sin arena.

Una tía ardiente en la fría mañana invernal. En el Departamento de Plegarias la deberían tener tomada conmigo. Rara vez me escuchaban.

Cerré el tomo de Wilde (me pirra el viejo Óscar, tan delicado y sensible él), poniendo como señal la tarjeta de Lou Sommers, que me lo acababa de regalar como recuerdo del primer aniversario de nuestro encuentro; desplegué la boquilla telescópica de marfil finamente trabajado (regalo de Slim Hench, el día de la inauguración del «Dorian Gray», su club en Palos Verdes) y prendí un cigarrillo turco, dejando la cerilla en el cenicero de cristal tallado, una pocholada con que me obsequió Jimmy Hill, después de nuestra inolvidable semana en Acapulco; puse los pies en el suelo, recompuse la raya impecable de mis pantalones color frambuesa enloquecida, y sólo entonces volví al auricular.

—Hable.

—¿Míster Flowerrr…?

—Flower. Con una sola erre al final, por favor. El mismo, al aparato.

—Al aparato, al aparato… —repitió, ronca y equívoca, como si la imaginación se le desbocara por los senderos del Kama Sutra—. Ustedes, los detectives, tienen un modo de ir al grano que eriza.

—No sé qué quiere dar a entender, señora o señorita.

—Señora. Digo que pronuncia aparato de forma totalmente fálica y prometedora.

—Oiga: sin confundirse, que uno no es de esos.

Lo veremos

Había tal fuego en aquellas dos simples palabras que por un instante consideré seriamente la posibilidad de acercarme al refrigerador a comprobar si se había derretido la mantequilla.

—¿Está usted libre? —preguntó la señora.

—Depende para qué… —repliqué, porque no me gusta comprometerme, y menos con tías que se ponen lascivas antes del aperitivo.

—Para un caso.

—Se lo advierto: nada de espionajes a maridos descarriados. Nada de divorcios. Es el lema de la casa.

Mentí. Flower coge lo que le echen, pero tiene sus principios y no le gustan las aspirantes a cliente que telefonean con aires de maníaca sexual.

Lo veremos… —repitió arrastrando las palabras, repulsivamente segura de sí misma—. Estoy en una cabina, a cinco manzanas de su despacho. Dentro de poco le visitaré. Y, Míster Flower, se lo advierto: soy una mujer que resulta terriblemente persuasiva.

Colgó.

Reí hasta que se me saltaron las lágrimas. ¡A mí, con esas! Arreglé el pantalón para que no se me formaran rodilleras, que me ponen enfermo, y me dispuse a esperar, ya que no tenía mejor cosa que hacer.

Ahora vendría la Visita. No un joven tembloroso y asustado, sino una pájara con complejo de superioridad. Pues a lo mejor, mira, se llevaba una sorpresa.

Llegó diez minutos después.

Entró sin llamar.

Tenía las tres emes. Era mórbida, maciza y millonaria. Llevaba un visón que vendido a bajo precio habría servido para comprar Sausalito Apartments, sobrando dinero para obras de caridad. Avanzó hacia mi mesa, toda sexo flameante. Ni por un instante me miró al rostro, que lo tengo divino y no es por presumir, y si no pregunten a quien me conozca. Clavaba los ojos verdosos con chispitas amarillas, bajo mi cinturón. En la bragueta, para ser exactos.

Suspiré.

Siempre la misma canción. La historia se repite, en cada Visita. La vida de los detectives privados es así. Uno puede tomarla o dejarla, pero así es.

A través de las paredes del cuarto se filtraban los compases de How i’d like to be with you in Bermuda por Glenn Miller and his orchestra. Flossie Vagina, que usufructúa el apartamento vecino pone a Glenn Miller para acallar los chirridos del somier mientras trabaja. Podría poner aceite en el somier, pero prefiere poner a Mr. Miller en el pic-up porque le queda más melódico. Como si no supiera yo lo que está haciendo Flossie cuando Miller empieza a sonar. Como si no lo supiéramos todos los inquilinos, y Frank, el portero, y Sammie, el ascensorista. Flossie me repele. Es puro clítoris. Suele trabajar desde mediada la tarde, pero estábamos en enero, y en enero Flossie realiza su campaña de «oportunidades». Ofrece orgasmos a mitad de precio y el pic-up tiene a Miller a 45 r.p.m. desde las 9 a.m. hasta las 2 p.m. que es cuando Flossie hace un alto en el trabajo, se da una ducha y marcha al drugstore de la esquina a fortalecerse con un par de hamburguesas embadurnadas en salsa de tabasco.

Mientras Flossie sudaba el dólar, Triple M venía a mi encuentro. Fuera estaba la fría mañana invernal; dentro, Triple M, envuelta en visón, deslizándose como un incendio sensual sobre la moqueta salmón. Era alta, de cabellos trigueños cuidadosamente cortados en media melena, con las puntas partidas, que los peluqueros, como te descuides, lo destrozan todo. La boca carnosa se abría en una sonrisa obscena, haciendo brillar los incisivos grandes y voraces. Llevaba sobre la cabeza un gorrito de pelo de macho cabrío. No tenía más allá de veintidós años.

A mitad del camino se detuvo apoyando todo el peso del cuerpo en la pierna izquierda, al tiempo que adelantaba la otra rodilla. La mano, con estudiado ademán, agarrando los bordes del abrigo.

«Ya está —dije para mis adentros, resignado—. Ahora lo abre y aparece desnuda».

Pues me equivoqué. O era menos indecente, o todavía no juzgaba llegado el momento. Abrió el abrigo con brusquedad, exhibiendo lo que había dentro. Vestía un traje sastre gris, blusa de seda blanca, collar de ocho vueltas de perlas gordas como garbanzos de San Bernardino, medias color humo y zapatos de cocodrilo egipcio. La falda le llegaba justo a la rodilla y se ceñía de tal modo a los muslos llenos y poderosos, que me pregunté cómo se las arreglaba para moverse sin reventarla.

—Soy Mistress Connally —se presentó, sin dejar de sonreír a mi bragueta.

Tiró el visón, sobre una silla, de cualquier manera.

—La esposa de Teo Connally.

Dio un paso y se despojó de la chaqueta.

—El propietario de la Connally Oil Company.

Dio otro paso y arrojó las perlas al suelo como quien echa migas a las palomas.

—Está podrido de millones, pero con millones solamente no se complace a una mujer como yo.

Dio un tercer paso y se desabotonó la blusa hasta el ombligo, presumiendo de no usar sujetador.

—El muy bastardo no quiere darme el divorcio.

Dio el paso número cuatro, se arrancó el sombrerito de un manotazo y apoyó la parte delantera de los muslos contra mi escritorio Luis XV, comprado a Nick Mondale, que es un cielo y tiene virguerías en su tienda de antigüedades de Huntington Beach.

—Usted va a ayudarme, Míster Flower…

Su mirada era tan penetrante que producía la impresión de estar atravesándome el pantalón con Rayos X. Se inclinó sobre la mesa de tal guisa que un pecho tieso como un melón de tamaño mediano escapó de la blusa desabotonada como si, de pronto, acabase de escoger la libertad. Pegó con la teta en el florero del escritorio, y el florero y las rosas salmón entonando con la moqueta fueron a hacer puñetas.

—Vaya si me ayudará, muchacho —insistió sin dejar de sonreír, viciosa, a la bragueta.

Así inclinada, con una teta semioculta y la otra apuntando como una pistola, como mi bragueta no le contestaba, lanzó los dedos ávidos con la intención de aflojar la correa y bajarme los pantalones.

—¡Anda, qué asco! —chillé—. ¡Ni acepto casos de divorcio, ni trabajo para pendones!

Me incorporé alejándome, para apoyar la espalda contra la pared mientras ella se sentaba ágilmente sobre la mesa. Pegó un caderazo al teléfono «modern style» y el teléfono cayó en la papelera. Giró sobre el rotundo trasero y pasó las piernas al lado en que me situaba. Se las arregló para que se le subiera la falda, luciéndolas impúdicamente, largas, fuertes, perfectamente dibujadas, así como la carne rosada, oprimida por ligas adornadas con curiosos dibujos representando torres extractoras de petróleo sobre campos de gules.

—Siempre consigo lo que quiero…

—Pues conmigo tropieza en piedra, Mistress Connally.

—Llámame Tatiana, mi vida.

Se irguió a media yarda escasa oscilando la grupa al compás de Gotta get some (Shut-eye) que era lo que entonces constituía la música de fondo de los amores de Flossie, y se soltó la cremallera de la falda. A continuación comenzó a bajársela, contoneándose sin parar, al estilo de las estrellas de strep-tease del más tirado, y la operación le costó lo suyo porque le estaba tan pegada como un esparadrapo búlgaro. No sin esfuerzo la llevó hasta los tobillos. La alejó de un puntapié, quedándose en bragas. El empelotamiento, al menos parcial, había tardado pero llegó, al fin. Con más prosopopeya, con más argumento, pero había llegado. Si es que no falla, Señor. Si es que el oficio de investigador es una cruz, Dios.

Las bragas eran someras y bonitas, ajustadas cuatro dedos por debajo del ombligo, descubriendo el vientre plano y espasmódico, pero nada del otro mundo. Las he visto mejores en Sunset Boulevard. Amplió la sonrisa, separó los grandes dientes, y una lengua roja como un filete recién cortado emergió de la cavidad bucal, igual que una serpiente aparece cabeceando cuando la despiertan en su cubil. Tatiana Connally vino decidida a mi encuentro.

—¿A qué grito? —avisé.

—No lo harás. Una reputación caería por los suelos.

—¿La suya?

—La tuya, gilipollas.

Logró acorralarme en un rincón porque la oficina de Sausalito Apartments, en Yucca Avenue, Laurel Canyon, no está pensada para persecuciones. Dudé un instante si escabullirme por un lado, a costa de cargarme una pocholada de porcelana de Sévres que había importado todos los ingresos de un caso. Me paso las horas muertas contemplándola. Wilde y Sévres son mis pasatiempos favoritos cuando estoy aguardando la Visita o el Teléfono.

El instante de duda resultó fatal. Era cuanto precisaba para atraparme.

Cayó sobre mí rodeándome los brazos con los suyos, tan fuertes como los de un cargador del muelle, y me los inmovilizó a los costados. Frotó el vientre desnudo, en círculos, contra la parte delantera del pantalón. La presión que ejercía con los muslos me tenía las piernas incapacitadas para el mayor movimiento. Me miraba atentamente, sin perder la menor de mis reacciones.

Aguanté estólido. Me noté lívido. Permanecí gélido. Entonces, lenta, inexorable y cruelmente empezó a clavarme las tetas. Tenía pezones de acero. Perforaron la chaqueta, agujerearon la camisa e hirieron mi piel, haciendo que finas gotas de sangre se deslizaran por ella. El dolor me arrancó un sollozo. Al apretárseme tanto me envolvió una vaharada de Chanel hasta darme un mareo. Las hay que se echan el perfume a cubos.

Despacio, con la boca enorme cubrió la mía hasta las orejas. Apreté las mandíbulas, pero la lengua-filete las forzó como una palanqueta lo hace con una caja de caudales. Se me introdujo en la boca y exploró mi lengua como un tentáculo de caucho. Se demoró un largo instante, tanteó el paladar y llegó hasta la glotis.

Después de este trabajo concienzudo y experto la cabeza de Tatiana Connally se apartó una fracción de milímetro dejando que aspirara una bocanada de aire, y menos mal, porque estaba al borde de la asfixia. Con chispazos lúbricos en las verdosas escleróticas susurró aflojando la presión:

—Ahora sí trabajarás para mí…

Aproveché para desasirme de un tirón.

—Ahora… menos que nunca, señora —respondí entre jadeos.

Y me limpié su saliva con un pañuelo de fina batista.

Me largó tal golpe al esternón que trastabillé hasta quedar sentado en el escritorio. Tomó asiento pegada a mi costado, al tiempo que agarraba el bolso y colocaba el muslo derecho sobre mis piernas juntas. El pecho del mismo lado me descansó en el antebrazo, antojándoseme de plomo. Jamás había llegado a soñar que esas cosas pesasen de aquel modo. Sacó una fotografía del bolso y me la echó sobre el regazo.

—Éste es Teo. Le pido el divorcio y él, que nones. Consígueme las pruebas, corazoncito, y ganarás una suculenta gratificación.

—No sé por qué la ha tomado conmigo, caray —dije—. Con la de números de detectives que vienen en la guía, y ha tenido que elegir precisamente el mío.

—No he acudido a ti al buen tuntún. Te han recomendado, ¿sabes?

—¿Quién ha sido el gracioso?

—He hablado con el general Sternwood, que es un vecino que también tiene problemas, y me envió a un tal Philip Marlowe. Él ha escuchado atentamente todos los pormenores de mi caso y ha asegurado que sólo tú, vistas las circunstancias, puedes llevarlo adelante con éxito.

Curioso tipo, el tal Marlowe: duro, cínico y esquinado, honesto hasta la ruina, nunca me ha mirado con excesiva simpatía. Debe ser que envidia mi guardarropa; y sin embargo me enviaba un cliente.

—Marlowe se ha equivocado.

Frunció el ceño, repiqueteando automáticamente con la uña escarlata en la fotografía. Entonces reparé en el retrato. Noté que me atragantaba.

—¿Éste es…?

—Teo.

—¿Él es…?

—Mi esposo.

—¿Y él…?

—No quiere el divorcio.

—Mistress Connally…

—Tatiana, amor.

—Tatiana: me ha convencido.

—Lo esperaba.

—Soy su hombre.

—Lo sabía.

—Es usted muy persuasiva.

—Te lo advertí.

—Acepto el encargo.

—Lo celebro.

—Son veinticinco diarios, y la voluntad.

Sacó un talonario y una estilográfica de oro. Apoyó el talonario sobre la sedosa rodilla y me extendió un cheque por seiscientos dólares; quinientos a cuenta y para gastos, y cien de regalo por la ropa que me había agujereado con los pezones. Luego se bajó de la mesa, lo que agradecí en silencio porque el peso de su seno me tenía el brazo dormido.

Agachándose, centró la costura de las medias, las estiró al máximo y las aseguró con las ligas de dibujos de torres petrolíferas. Abotonó la blusa, se embutió la falda con el calzador que traía al efecto, se puso la chaqueta, ciñó las perlas a la garganta, colocó el sombrerito de pelo de macho cabrío sobre la coronilla y por último pasó el lápiz labial por la boca retocándose la pintura mientras se contemplaba en un espejito de mano.

Aproveché todas estas manipulaciones para mirar de reojo la foto de su marido. Aquello sí era algo digno de contemplar, y no la fulana de su consorte: cabellos negros como ala de cuervo, algo ondulados en las sienes; frente noble, alta, despejada, mejillas aterciopeladas, bigote a lo Gable y mirada desvalida. Era un hermoso animal en peligro.

—Mis señas son 3764, Alta Brea Crescent, West Hollywood. Tenme al corriente de tus progresos, querido.

Temí que volviera a morrearme como despedida, pero tuvo la delicadeza de reprimir sus impulsos. No me tocó. Ni siquiera me tendió la mano.

Se echó el visón al brazo, giró sobre los puntiagudos tacones, franqueó la salida y marchó pasillo adelante sin otra mirada, ni a mí ni a la bragueta, oscilando la grupa como un péndulo para hipnotizar cretinos.

En aquel momento Flossie asomaba la cabeza cubierta de rizos oxigenados para atisbar, impaciente, la llegada de un nuevo primo. Flossie otra cosa no, pero es un rato organizada, y en la temporada de «oportunidades» tiene el tiempo distribuido al segundo, de manera que cualquier retraso en su agenda de coitos le altera el ritmo de productividad. Vio a Tatiana Connally y se quedó de una pieza. Luego miró hacia un lado para comprobar que, en efecto, salía de mi oficina, y abrió la boca estupefacta por todo el carmín que debía embadurnarme el semblante.

Sammie estaba esperando con el ascensor preparado. Por los golpes que se escuchaban contra las puertas de otros pisos deduje que había estado aguardándola en plan caballeroso desde que la trajera antes. Presentaba claros síntomas de hallarse al borde de la eyaculación precoz. Pobre Sammie. Aquello podía costarle el empleo.

Volví al despacho y atisbé por los visillos. Junto a la entrada estaba aparcado un «Cadillac Fleetwood» con un chófer canoso que abrió la portezuela posterior al aparecer mi cliente. Hecho esto se pusieron en marcha, perdiéndose avenida adelante.

Me dediqué a quitarme toda la porquería que me había dejado encima la visita. Desinfecté con agua oxigenada las dos incisiones que me había producido en el tórax y me puse otro traje. Cuando terminé la lluvia comenzaba a repiquetear en los cristales. El nuevo pichón de Flossie finalmente había llegado puesto que Glenn Miller interpretaba The lady’s in love with you. En mi reloj de pulsera eran las doce y dos.