5
Cené en cualquier parte, de cualquier manera.
No estaba de humor para encerrarme entre las cuatro paredes de mi dormitorio. No estaba de humor para irme a la cama en compañía de la Soledad, porque entonces me atacaría la Neura.
Profesiones como la mía tienen ese inconveniente. Gran actividad, mucha acción, y luego los momentos muertos, mientras completamente solo aguardas a que el sueño llegue. Entonces piensas que vives en un mundo abarrotado, en una ciudad superpoblada, en una casa-colmena y, sin embargo, no tienes a nadie. Y con alguna excepción así puede ser siempre, hasta que llegue tu hora. Y te da la histeria. Y lo romperías todo, los muebles, los espejos, los artículos de tocador, siendo así que has consumido lo mejor de tu existencia para poseerlos.
Eso no es siempre así. Sucede cuando se mezclan Trabajo y Sentimientos. En aquel caso había ocurrido por culpa de Tatiana Connally-Putain, al ponerme delante de la fotografía de su consorte dándome a conocer que en Los Ángeles vivía una bestia tan bella como T. Warren. Y al hacerme saber que quería disgustarlo. Y al averiguar yo que la realización de tales deseos eran pan comido.
Como no me hallaba de humor para acostarme, fui a dar una vuelta por el club de Hench, en Palos Verdes. Es un lugar muy restringido, sólo para gente encantadora. Slim es muy generoso con los chicos de la Policía y ellos, en compensación, hacen la vista gorda con el club.
La sala se hallaba en una grata semipenumbra. Las lámparas, con pantallas verdosas, filtraban una luz tenue y sedante. En las mesitas, alumbradas por velas, las parejas de tíos hacían manitas con suma discreción. Flick Helming, al piano, interpretaba sus habituales melodías para enamorados, y en la pista de baile algunos andobas pintarrajeados se amartelaban al compás de un fox lento.
Me subí a una banqueta frente a la barra de bajos acolchados en cuero y Slim en persona acudió a servirme un «peppermint». Antes de que cambiáramos una palabra se acercó Antek Witicky, del «Times».
—Hola, Gay, invítame a algo, anda…
Le hubiera mandado a tomar por el culo, porque de todos los clientes de Slim es el que peor me cae. Le da por maquillarse, y no tiene ni idea, pero Antek es un pozo de chismes y hay que estar a buenas con él. Le apodan La Cotilla. Hice un gesto lánguido a Hench que le sirvió una bebida y se alejó cortésmente.
—Esta mañana te han visto por el «Connally Building», nene —sonrió Witicky.
—Es posible.
—Vamos, vamos, Gay, no trates de ocultarle nada a tu tío Antek.
El tal Witicky era judío, con gotas de sangre negra, invertido, comunista y reportero. La vida le había dado lo peor y él, encima, ideológica y profesionalmente eligió las opciones más degradadas. Por ello tenía una mala uva impresionante y era preciso contemporizar en cada encuentro.
—Estoy trabajando en un caso, muñeco —concedí—. No me pidas que te cuente más. No va contra ti. El sigilo profesional y toda esa mandanga, compréndelo.
No se dio por vencido.
—¿Divorcio, tal vez? ¿Quiere separarse la señora Connally de su marido?
—No sé por qué habría de quererlo. El tipo es una mina de oro.
—Pero engaña a su mujer.
—Es posible… Todos los magnates lo hacen. Las esposas están acostumbradas y disimulan.
—Lo que ocurre en este caso es que el pájaro se pasa de la raya.
Puse cara inocente y dije que no entendía. La Cotilla dibujó una mueca taimada preguntando que si había escándalo en mi trabajo tendría la exclusiva.
—A lo mejor…
—Con eso me basta, Gay. Eres un nene con palabra. Mira: Connally es un semental furioso. Ha puesto en las oficinas la mejor colección de ninfas de Hollywood y se las tira sistemáticamente según un programa perfectamente organizado.
—¡No me digas! —sonreí, dándole carrete.
—Sí te digo. Los lunes los pasa con Berenice Stradivarius, diecinueve años, blanca, del Departamento de Exportaciones. Los martes se beneficia a su chófer, una negra de veinte. Los miércoles le toca el turno a la ascensorista privada, Rutie Sansad, germano-americana, de dieciocho. Los jueves monta a las hermanas Diabetes, de diecisiete y diecinueve; una es su secretaria y la otra directora de Publicidad. Los viernes se acuesta con Miranda Dos Santos, de diecinueve, brasileña, telefonista. Y los sábados le toca el turno a Gina Pechoalto, hija de emigrantes italianos, dieciocho años, recepcionista. A la señorita Pechoalto suele picársela en el «Rolls», mirando a la playa de Santa Mónica.
—¿Y los domingos, qué?
—Los domingos debe tener algún otro lío del que no me he enterado, porque lo que es seguro es que no los dedica a su mujer.
Opiné que la gente con millones no se priva de nada, y La Cotilla para deslumbrarme con sus conocimientos amplió detalles:
—El tipo es un rato imaginativo. Con la Stradivarius se hace azotar, en plan masoquista. Los martes los dedica al amor tradicional con la chófer. Al día siguiente no falla que muela a golpes a la ascensorista. Los jueves le da a fantasías múltiples con las Diabetes. El viernes lleva a cenar a la telefonista a «The Dancers», trasladándose luego a un motel cercano donde juegan al sadomasoquismo. Y los sábados ataca a la recepcionista por detrás, sin bajar del «Rolls».
—¿Cómo sabes tanto?
—Es mi oficio, pichoncito. El Connally aguanta ese tren sexual gracias a una alimentación muy rica en vitaminas. Por tanto pienso que la señora podría haber puesto un detective tras sus pasos, para acabar con tanto escarnio.
Se quedó mirándome fijamente. En vez de contestar deposité un billete sobre el mostrador, bostezando que tenía sueño. Aseguré que si de mi trabajo salía algo noticiable él tendría la primicia. Witicky pareció quedar satisfecho.
No hablé con Slim. Se me habían quitado las ganas. Me fui al apartamento dándole vueltas a todo aquel follón. Teo no era tan discreto como él creía porque sus aventuras resultaban del dominio público, fáciles de comprobar por otra parte, ya que Archer y yo lo habíamos conseguido. No parecía además que mi cliente correspondiera a su conducta con una vida disipada, sino que su actuación pública resultaba pura como la nieve. Así no había manera de montar una extorsión ni medio regular.
Me metí entre las sábanas y apagué la luz. Creía que iba a soñar con Teo, pero me pasé toda la noche con pesadillas en las que me perseguían Flossie, Tatiana y Jessica para aprovecharse de mí, mientras Adrienne Diabetes, Gina Pechoalto, Rutie la ascensorista, y Miranda, la mulata del teléfono, se reían a carcajadas.
Fue un sueño atroz.
Un campanilleo insufrible terminó por hacer huir los horrores oníricos. Con los párpados cerrados saqué el brazo de las sábanas hasta dar con el despertador y apreté el interruptor. A la campanilla le importó un comino, siguiendo con las estridencias, por lo que no tuve más remedio que estampar el reloj contra el suelo. El repiqueteo no se dio por vencido hasta que descolgué el teléfono. Di un gruñido por la boquilla.
—Flowerrr… —sonó, queda, una voz incendiaria con la que había estado enfrentándome en las pesadillas, uniendo sueño y realidad.
Me despabilé instantáneamente. El despertador aparecía en la alfombrilla, junto al orinal hawaiano, con las saetas desparramadas y la cuerda emergiendo de sus tripas como las entrañas de un cadáver abierto en canal. Decidí cargarlo a la cuenta de gastos.
Por la ventana entraba la luz de un mediodía gris y plomizo.
—¡Flowerrr! —repitió la voz—. ¿Estás ahí?
—En efecto. Soy rápido, pero hoy ando mal de reflejos. No he huido todavía.
—¡No te pongas impertinente conmigo, cielo!
Le expliqué que acababa de despertar después de una noche fatal y que en tales circunstancias no solía estar tan brillante como se esperaba de mí. No quería cabrear a mi cliente. Se aplacó un punto para volver al susurro de temperatura capaz de hacer hervir la columna termométrica.
—¿Por qué no vienes a hacerme una visita? Me aburro y, ¡podríamos pasarlo tan bien!…
—¿A su casa? —Noté que se me erizaba el cabello—. ¿Con todo el servicio en ella?
—Esto es muy grande, y ni se enteraría; pero si no te parece bien, acudiré yo a tu apartamento. No salgas de la cama y así ganamos tiempo.
La muy cabrona. Cuando la espiaba se comportaba como una hija de la pureza, y cuando no lo hacía buscaba terminar con mi virtud comportándose como una meretriz.
—Déjelo para otra ocasión, si no le importa.
En vez de alterarse, prosiguió, toda dulzura:
—Eres muy malo Pretty Flower. Me rechazas. Me tienes olvidada. No me cuentas nada de Teo…
—Estoy ganando mi paga, si es lo que desea saber. Le tengo bajo observación incesante.
—¿Qué hace cuando sale del trabajo?
—Reuniones de negocios. ¿Qué va a hacer? Ahora, si le parece bien, voy a vestirme y a ponerme a la tarea, que se me presenta una jornada muy dura.
Para no continuar un diálogo estúpido y peligroso apreté la horquilla y dejé el teléfono descolgado, no volviera a darme la paliza. Me duché, me puse la ropa adecuada, me preparé en la cocinita un café bien cargado y un par de huevos pasados por agua, que me encantan los huevos, y los acompañé con tostadas de pan sin sal para conservar la silueta.
Seguidamente hice la cama, pasé la aspiradora por el suelo, quité el polvo de la oficina, llamé a la Continental, le encargué a Archer que volviera a ponerse tras los pasos de T. W., avisándole que aquel día probablemente lo dedicara a las hermanas Diabetes, y pidiéndole que cuando supiese donde las encerraba me avisase para acudir allá, di por terminada la actividad doméstica y laboral en el pisito.
Con todo aseado y tiempo por delante, decidí acercarme a Hollywood Boulevard a dar un vistazo por la tienda de Nick para ver si había alguna chorradita para alegrar mi habitáculo ahora que disponía de un dinero curioso.
Cogí el abrigo de manga ranglan y el paraguas y cerré el despacho. Sammie no me dijo nada. Adiviné que ardía en deseos de preguntar cuando volvería mi visitante de la antevíspera porque le tenía conmocionada la libido, pero logró dominarse. Saludé con la cabeza a Frank y salí a la calle.
Apenas había dado media docena de pasos hacia el Sedán cuando un coche se puso a mi altura, dos gorilas surgidos de no sé dónde cayeron sobre mí y me empujaron dentro, sentándose cada uno a un lado para que no pudiera escabullirme.
—¿Qué es esto? ¿Un secuestro? —pregunté sin perder la serenidad, porque estoy hecho a todo.
No contestaron. El vehículo, conducido por un tercer tipo con pinta de eslabón perdido, arrancó a toda mecha.
—Oigan: por si no lo saben esto es un delito federal…
—Cierra el pico o te chafo los lindos morros —dijo el orangután de la derecha.
Obedecí porque me repugna la violencia, aunque cuando me provocan también puedo ser peligroso. La verdad era que sentía una buena dosis de curiosidad.
No respetamos un solo semáforo. Salimos a la carretera y despreciamos las placas de limitación de velocidad. Como no podía por menos de suceder, una sirena policial comenzó a aullar a nuestras espaldas. El orangután, como precaución, me clavó algo al costado. La pistola, no vayan a equivocarse.
Nos detuvimos junto a la cuneta, mientras el motorista se acercaba con la parsimonia típica del gremio en tales situaciones.
Se llevó los dedos de la mano izquierda al borde del casco protector y habló con el eslabón perdido.
—¿Su permiso de conducir, señor? —pidió con amabilidad.
—¡No tengo! —replicó, antipático, el pitecántropo.
—Comprendo. Lo ha olvidado en casa…
—¡No comprende nada! ¡Jamás me tomé la molestia de obtenerlo!
—Me hago cargo. La verdad es que es un fastidio eso de tomar clases y superar la prueba de aptitud. El caso es que se ha saltado tres discos…
—¡Tres que ha visto usted! ¡Y siete, antes!
—Bueno; los discos son una molestia. El caso es que las placas de limitación de velocidad señalan un máximo de setenta millas y ustedes iban por lo menos a noventa…
—¡Íbamos a ciento diez! ¿Pasa algo?
—No se habrá fijado en ellas…
—¡Las he visto todas! ¡Pero me cago en sus placas!
—Hace usted bien. Están ahí para fastidiar a la gente con prisa…
—¡Nosotros no tenemos prisa! ¡Corremos porque nos da la gana!
—Vale —aceptó el agente—. Éste es un país libre y el contribuyente no debe sentirse coartado en sus libertades. ¿Me enseña la documentación?
—¡La mía es falsa, y la del coche no le servirá de nada porque es robado!
—Bueno; lo pasaré por alto, si es que tenían ganas de dar un paseo con su amigo…
—¡Este tipo no es un amigo! ¡Es un tío al que acabamos de raptar!
—¿De veras? Entonces no les entretengo más, que tendrán mucho que hacer.
Volvió a saludar, me hizo un guiño simpático y apartó la moto dejando el camino libre.
Mientras desembragaba, el conductor se quejó del tiempo que hacían perder los policías celosos del cumplimiento de su deber, y que había faltado el canto de un dólar para tomarle el número y denunciarlo por abuso de autoridad. Arrancamos a cien, llenamos de barro al agente y enfilamos hacia Redondo Beach.
Dejamos la general, nos introducimos por los arenales y cerca de la playa se me obligó a echar pie a tierra. Después, haciendo honor al lugar, el vehículo giró en redondo y se marchó a la velocidad habitual.
El sol pugnaba por salir entre las nubes. Finos granos de arena arrastrados por un viento helado, me golpeaban el cutis como alfileres rabiosos, estropeándomelo. La soledad del paraje quedaba rota por la presencia de un «Cadillac Fleetwood» que me conocía de sobra, permitiéndome adivinar de qué iba aquella historia. Caminé hacia él con las manos en los bolsillos del abrigo.
Tatiana Connally abrió la portezuela de atrás ordenándome subir. Lo hice así porque al fin y al cabo cobraba un sueldo y estaba a sus órdenes.
Llevaba un conjunto piel de manzana a base de chaquetilla corta, camisa a rayas y la habitual falda adhesiva pegada a las caderas. Una boa de plumas de petirrojo arrancadas sin anestesia le rodeaba el cuello para bajar hasta más allá de la cintura. Se tocaba con una boina carlista española. Sus pupilas verdosas emanaban furia.
Me cruzó el rostro.
—No me gusta que me cuelguen el teléfono.
Volvió a abofetearme.
—No me gusta que dejes el teléfono descolgado.
Me abofeteó por tercera vez.
—No me gusta que me larguen con viento fresco. ¿Por qué eres tan malo conmigo, Flower?
Me agarró del pelo de la nuca, apretó sus labios contra los míos y me mordió el inferior hasta hacerme saltar las lágrimas.
—¡Me tienes loca, detective del demonio! —sollozó en plan neurótico.
Me desabotonó la camisa, metió la mano, agarró la tetilla izquierda con el índice y el pulgar y la retorció hasta que vi las estrellas. De repente soltó la presa, se recostó en el asiento, cerró los ojos y realizó un poderoso esfuerzo para serenar la atormentada respiración. Cuando lo hubo conseguido, habló con frialdad:
—Dejémonos de tonterías. Te he hecho traer aquí para hablar de negocios.
Quería hablar de negocios, pero se me pegó al costado, desde la cadera al tobillo. Guardé un silencio expectante.
—Marlowe me había dicho que eras un detective muy efectivo y por eso te he contratado. Me entusiasman los resultados inmediatos, pero no los veo por ningún sitio.
En ese terreno me movía mejor. Por eso dije:
—Los resultados se obtienen cuando se producen, no cuando uno los desea. Dos días de investigación no son nada. Marlowe mismo estará de acuerdo…
—Seamos claros, cielo. Este asunto me tiene moralmente rota. Y en el aspecto sexual, no digamos, que una no es mujer para estar tranquilamente en casa, viendo llegar a su esposo cada día sin fuerzas, ni ganas de acompañarla en el lecho conyugal.
De nuevo me exploró los pectorales con impulso incontrolado y dedos sensitivos que descendieron esternón abajo hasta tropezar con la correa. Consiguió dominarse y retirar la mano cuando ya estaba a punto de saltar. Tenues gotas de transpiración le habían aparecido sobre el labio superior.
—El divorcio es la única salida que me queda, por razones obvias. Si no aparecen pruebas, las inventas, que no tengo que enseñarte el oficio.
—Le recomiendo un poco de paciencia.
El escaso barniz de compostura mantenido hasta el momento desapareció como si le hubieran pasado una esponja empapada en acetona.
—No seas vaina, amor. ¡Tienes dos días más de plazo! ¡Si de aquí al sábado no traes algo que valga la pena, te saco del caso y busco otro fisgón! ¡Los hay a paletadas! Así que ya sabes…
En vez de sacarme del caso, me sacó del coche de un caderazo. Caí sentado en la arena, viéndola ponerse al volante y marchar sin importarle ni poco ni mucho lo lejos que me dejaba de la parada del autobús. En el fondo me alegré, porque con lo que se le alteraba el eros en cuanto me veía, de haber viajado juntos mi virtud habría estado más en peligro en el «Cadillac» que la de la señorita Pechoalto cuando el marido de mi cliente se la encerraba en el «Rolls» los fines de semana.
Eché a andar por las dunas desérticas con la tetilla lacerada por los pellizcos, el labio inflamado por la dentellada y las mejillas ardiendo por los guantazos, en busca de alguien que me devolviera a la civilización.
Cuando el sol debía estar alcanzando su cénit me encontré con el motorista amable.
—¿Qué tal, señor? —saludó con la exquisita cortesía que le era consustancial—. ¿Terminó con bien el secuestro?
—Usted mismo puede comprobarlo, agente.
—Lo veo, en efecto. Es lo que le digo a Hetty. Hetty es mi media naranja, ¿sabe? Le digo: Hetty, esas cosas hay que dejarlas seguir por sus pasos contados, sin meter demasiada baza en ellas. Las más de las veces se resuelven por sí solas, ahorrando un montón de quebraderos de cabeza a los jefes, y un montón de dinero al contribuyente.
Para no discutir le di la razón, apuntando que la única molestia era hallarme a muchas millas del lugar en que estaba aparcado mi automóvil. Contestó que había una solución fácil si quería montar de paquete en su máquina. Me llevó hasta la parada de taxis de Palos Verdes y allí nos despedimos, muy amigos, hasta el próximo secuestro.
Cuando llegué a los Sausalito Apartments el portero había recogido un recado para mí. Archer había llamado en dos ocasiones para informar que el objetivo estaba localizado en el T. W. C., Ranch, de San Fernando Valley, y que volvería a ponerse en contacto en treinta minutos por si tenía instrucciones que darle. Dejé ordenado a Frank que le encargase permanecer en observación sin actuar hasta que llegase yo para hacerme cargo de las operaciones. Me fui hacia el Sedán.
La actitud de mi cliente forzaba la acción.
A Flower le encanta jugar forzado.