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Después de cambiarme fui hasta el Banco, entregué el cheque, vi aumentar el respeto del cajero al enterarse de quien lo firmaba, recibí dinero fresco y rápido, volví al despacho y marqué el número de Miss Vagina. Contestó in person, por encima de las sonoridades de los trombones de varas y las trompetas.
—¿Quién es?
—Adivínelo y conseguirá el premio de la marca patrocinadora.
—¡Cielos! ¡El investigador marica!
—Acertó, putilla estajanovista. ¿Le enviamos nuestro obsequio o prefiere recogerlo personalmente?
—Escuche, detective barato. Tengo mi permiso en regla. Estoy en plena actividad laboral y puedo ponerle una demanda por atentar contra mi rendimiento.
—Escúcheme usted, fulana de las rebajas. Hay tres de a cinco como donativo si sabe ser más razonable de lo que aparenta.
No es que de repente perdiera el yogur, pero se las arregló para ponerle un poco de azúcar.
—¿Qué sucede, muchacho? ¿Después de darse el filete con Mistress Connally comprende al fin que pasar un rato con una dama vale más que una tarde con un efebo? ¿Al fin necesita mis servicios? ¡Eureka!
—Déjese de estupideces. Malgasta su talento.
—Es que me irrita que me molesten mientras trabajo, Flower.
—A mí me molesta que me trabajen mientras me irrito, Vagina. ¿Le interesan los quince pavos?
—¡No me diga que va en serio! Obviamente me chiflan. Le daré hora para mañana, querido. Por ese precio le haré el número «Fantasía del Caribe», con derecho a colchón de plumas.
—No me ha entendido. Necesito información rápida. No puedo esperar. Hablemos ahora o la busco en otra parte y ahorro gastos.
—¿Qué hace que no ha pasado ya? Conoce el camino… Utilice la típica ganzúa. —Y añadió, para el acompañante de turno—: ¡Tú cierra el pico! Las oportunidades de enero no dan derecho a reclamaciones.
El apartamento de Flossie era el doble que el mío, demostrando que el amor mercenario aún a precios bajos produce dos veces más de ingresos que la investigación privada. Tenía un saloncito con cortinas de cretona, un tresillo alegre, una mesa coja y bibelots a discreción. Venía luego un dormitorio medieval, con cama de dosel tan grande como un campo de béisbol, y fotografías a gran tamaño de su propietaria, en ninguna vestida del todo, retocadas hasta la náusea.
Me recibió sentada en la cama, con la espalda contra el testero, la sábana hasta el cuello y los brazos fuera. Los ojos azules en una cara pequeña me lanzaron una ojeada especulativa. La sábana se alzaba por el centro, agitada como una tienda de campaña bajo la cual un gato se dedicase a dar caza a ratones esquivos. Hice caso omiso de la actividad, deposité los billetes ostensiblemente sobre la mesilla, acallé el pic-up y tome asiento en una butaquita.
—Creo que sabe más que yo de la visitante que he recibido.
—Es posible. Soy lectora empedernida de «The Chismes Weekly Magazine» y me conozco todas las celebridades. —Dio una patada en la tienda de camping—. ¡Quieto, Dick!
—La escucho.
—Es la actual reina del petróleo californiano, consorte de Teophilus Warren Connally III.
Las sábanas soltaron un gruñido y se quedaron quietas.
—Se trata de una tía ambiciosa, implacable, cruel y sin escrúpulos, deseada por los magnates de medio mundo y que sin embargo exhibe una virtud como la mujer del César. No falta a una sola de las fiestas de la mejor sociedad de Los Ángeles, a las que raramente la acompaña su marido. En realidad casi nunca se les ve juntos.
—¿De dónde viene el dinero?
—¿Quiere toda la historia? El primer Connally compró unos terrenos en los que apareció petróleo. El segundo creó el imperio y amasó millones hasta perder la cuenta, incrementándolos encima al casar con la heredera del Rey de los Tirachinas Elásticos. De ese matrimonio nació un único hijo, T. W. III. La señora Connally falleció hace tres años, de accidente, al abrir demasiado descuidadamente el armario de las joyas en su mansión de West Hollywood y caerle encima tonelada y media de brillantes. Todo eso lo sabría usted si leyese «The Chismes» en vez de ser suscriptor de «Muscle Power».
Ignoré la ironía e ignoré asimismo la reanudación de actividades subsabanáticas.
—Cuénteme cuándo entró Tatiana a formar parte de la familia, y a tener influencia.
—Contrajo matrimonio con Teo el Joven a principios del año pasado. —Sobre el regazo de Flossie apareció un abultamiento—. ¡No me hagas eso, Dick! —El abultamiento descendió hasta la posición teórica de las canillas de mi interlocutora y dos pantorrillas peludas asomaron por los pies de la cama—. Teophilus el Viejo siguió al frente de los negocios hasta noviembre último, fecha en que murió de una indigestión de pipas de calabaza, vicio al que jamás logró sustraerse y que ya en ocasiones anteriores había puesto en peligro su vida.
El bulto de antes subió por las rodillas de Flossie como un topo en un corto de Walt Disney.
—Hábleme más de Tatiana.
—¡Dick, por favor! —se estremeció la rubia teñida.
—Eso no es lo que le he pedido.
El bulto estaba a la altura del estómago.
—Mistress Connally… Tatiana… ¡Dick, canalla!
Los ojos de Flossie giraron en las órbitas y quedaron en blanco. Echó la cabeza hacia atrás, rígida, como en trance, y emitió un sonido similar al que haría si estuviese gargarizando. La cogí por los hombros, zarandeándola.
—¡Cuénteme el resto!
La única respuesta que obtuve fue: «Dick, bandido; ya te enseñaré yo».
—De esa arrastrada no sabe más —habló la sábana varonilmente—; pero se lo puedo contar yo si me paga otra media hora con la chica.
Entonces emergió en busca de oxígeno, congestionado, el propietario de las pantorrillas peludas, situándose al lado de Flossie. Se trataba de un pelirrojo de pelo hirsuto, peinado con raya al medio, cuya cabeza descansaba en un largo cuello de avestruz. Poseía una prominente y movediza nuez de Adán, que viajaba arriba y abajo estilo ascensor descontrolado. Las cejas eran de hilo de panoja y las orejas estaban tan separadas de su nacimiento que a buen seguro le ayudarían a caminar sin esfuerzo los días de viento favorable. Flossie, ya recuperada, le acarició la mejilla amorosamente, presentándomelo.
—Richard P. Murdock, un amigo. Es hijo de Wolfgang H. Murdock, el malogrado Director General de Suministro de Pipas del extinto T. W. Connally II.
Aquello explicaba todavía mejor la sorpresa de Vagina. Mientras aguardaba al hijo de un ejecutivo de la C.O.C. había visto salir a Mistress Petroleum del apartamento de al lado. Ya era casualidad.
Decidí ipso facto que valía los cinco pavos suplementarios y los puse en compañía de los anteriores.
—Agradecido, señor Flower —sonrió—. Flossie: en marcha.
La chavala gorjeó: «¡Periscopio abajo! ¡Inmersión! ¡Tu-ut! ¡Tu-ut!» y se sumergió cama adentro. Quedamos los dos solos, frente a frente.
—¿Qué quiere saber de su amiguita?
—De amiguita, nada —aclaré—. Conocida, y gracias. Cuanto más me cuente, mejor se habrá ganado el dinero.
—Su nombre auténtico es Tatiana Tereskova Putain Proskouriakoff. Apareció en la Compañía veintitrés meses atrás como auxiliar de las ayudantes de las mujeres de limpieza, desarrollando una carrera tan fulgurante que a los diez minutos de su ingreso se encontraba convertida en Directora General de los Suministros de Pipas y secretaria privadísima del viejo Connally.
—Estos cargos —continuó— eran los de mayor influencia en el organigrama de la C.O.C., inmediatamente después del de presidente, y muy por encima del de los Consejeros. A mi padre, Murdock, le costó la conquista del primero seis lustros de sacrificios, horas extraordinarias, renuncias y servilismos, y Tatiana se lo arrebató en nueve minutos, siete segundos, tres décimas.
Dije que comprendía su animadversión.
—La comprenderá mejor cuando sepa el resto. Mi pobre padre pidió de rodillas a Putain que le devolviera el cargo. Ella se le rió en las barbas mandándole a tomar viento. Desesperado, en un rapto de locura, se lanzó a la calle desde la ventana, del entresuelo, con tan mala fortuna que resultó atropellado por el patinete de un niño. Sufrió contusiones múltiples, a consecuencia de las cuales falleció.
—Las desgracias nunca vienen solas —comenté con simpatía.
—Le puse pleito como inductora del suicidio de Wolfgang. Ha sido un proceso ruinoso. Se trajinó al juez como lo hace todo: con el sexo por delante. El resultado fue veredicto de muerte accidental por atropello. Perdí las apelaciones y me denunció por difamación y persecución. Para no cansarle, Míster Flower, esa mujer me ha arruinado. Trato de olvidar mi tragedia entregándome al vicio y al desenfreno, pero aún así debo esperar las temporadas de liquidaciones de Flossie porque mi economía sólo me permite eso o la autosatisfacción manual.
Era una historia sórdida.
Una historia sórdida como las que ocultan tantas familias de buen nombre en Los Ángeles. Parece que se mueven en la opulencia, el bienestar, la felicidad y el boato, y cuando rascas un poco encuentras montones de basura. Así es el mundo de las tan ostentosas élites.
Después del ascenso Tatiana Putain se había convertido en la factótum de la Connally Oil Company, prestando inestimables servicios a su presidente. Teniendo en cuenta que éste era un viejo verde no hacía falta mucha imaginación para adivinar la clase de servicios que eran. El viejo, satisfechísimo, no sabiendo cómo recompensarla mejor, la casó con su hijo para que tuviera acceso a la inmensa fortuna. Al morir. Teo se hizo cargo de los negocios y la antigua ayudante de las auxiliares de limpieza, retirada de toda actividad laboral, se daba una vida que envidiaría la misma Cleopatra de Marco Antonio.
Por la parte inferior de la cama aparecieron las piernas de Flossie hasta las corvas. Comenzó a canturrear «Oh, el dulce placer de la venganza» no por la historia de Murdock, sino por ella misma.
—No hagas tonterías, pequeña —advirtió su interlocutor. Luego siguió hablándome—. Pero Teo es un gran tipo. ¿Cuál dirá que fue su primera medida al ocuparse de la presidencia?
—Subirse el sueldo.
—No. Jubiló con paga doble a todo el personal masculino y al femenino de más de veinticinco años. Contrató solo a muchachas; a muchachas jovencísimas. ¡Y qué chicas, señor Flower! Las reclutó entre las más buenas de la Unión y aún fichó a otras de Europa.
Flossie comenzaba a trepar dentro del lecho. Sus piernas desaparecieron de mi campo visual. Murdock pidió un poco de calma, ya que estaba ganando dinero para ella. Yo dije que la iniciativa de T. W. III podría resultar inteligente, ya que vivimos en una sociedad de un machismo que es el colmo.
—Ya —rió el pelirrojo—. No obstante se deben considerar otros aspectos de la cuestión. Por ejemplo… ¡Flossie, ahora no!
La sábana se había alzado por debajo de la cintura del hombre.
—¿Por ejemplo, qué, jolines?
—Que la iniciativa puede perseguir otros fines que los estrictamente comerciales. Es cierto que el negocio marcha mejor que nunca, porque todos los financieros van a hacer operaciones con Teo con tal de verle las empleadas. Pero no es menos cierto que él tiene prácticamente abandonada a Tatiana y eso indicaría… ¡Flossie, te lo ruego!
Bajo la cintura del tío parecía haber más actividad que en la Union Station a la hora del trasbordo de viajeros de la Southern Pacific al ferrocarril de Santa Fe.
—¡Dígame lo que indica! —grité.
—Podría ser que… ¡Flossie!, que el patrón se aprovechara… ¡Flossie, Flossie!
El tiempo corría en mi contra. Richard Murdock pronto dejaría de serme útil.
—¿Quiere decir que el presidente actual se beneficia de las empleadas y no sólo de la secretaria privada como su antecesor?
—Nadie ha dicho jamás nada, pero…
Sus ojos estaban velados. Dibujaba una mueca estúpida. Le abofeteé.
—¿Se porta Connally como un caballero o como un golfo?
—¿Connally? ¿De quién me habla? ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? ¡Flossie, mi vida! ¡Flosssssie! ¡Oh, Flo!
No me quedaba nada por hacer. Richard P. Murdock estaba más fuera de combate que su papá el día que lo arrolló el patinete.
Abandoné el departamento con una idea bastante más clara del asunto que antes de aflojar los veinte machacantes. Y con una idea clarísima de cómo trabajaba Miss Vagina.
Un tipo aguardaba su turno para pasar dentro. Me preguntó si podía hacerlo. Contesté que no, que Flossie todavía tenía a uno en la cama. Se quejó diciendo que era su hora y que qué podía hacer. Le dije que lo mejor sería que se fuera al diablo.