13
La calle Drury se hallaba en las afueras, donde las construcciones por pisos comienzan a ralear. La señorita Wise ocupaba un apartamento en una casa de ocho alturas de fachada violeta contaminación, propio de la secretaria que se ha quedado a mitad de la carrera; de la secretaria que no ha superado la etapa de tomar en taquigrafía las cartas del jefe para luego ponerlas a máquina; de la secretaria que no escaló en la profesión, despertando en su superior el deseo incontenible de llevarla a la piltra. Quiero decir que se trataba del apartamento típico que se consigue con un sueldo, no el que se disfruta cuando la intimidad secretaria-jefe es del ciento por ciento y el tío corre con los gastos de instalación y mantenimiento de su asalariada.
Me recibió con un traje de «tweed» color uva podrida que la favorecía muy poco, con zapatos planos, y me ofreció una bebida. Al margen de esto, apenas si hizo algo más. Me cayó simpática porque, caramba, era la primera mujer del caso que no se me insinuaba.
Pedí un «peppermint» con hielo que es lo mío, me lo preparó porque tenía la bodega bien surtida, se sirvió una abundante ración de ginebra en el vaso en el que previamente había colocado una rodaja de limón, y se atizó un lingotazo capaz de tumbar a una mula. El alcohol puso sendos rosetones en las sumidas mejillas.
—La escucho, señorita Wise.
Examinó pensativamente el vaso que sostenía entre los dedos, como si, de pronto, descubriera que estaba allí.
—Usted quiere información sobre Berenice Stradivarius…
Asentí, animándola a continuar.
—Creo que puedo serle de más ayuda que Clyde.
Me di cuenta de que había escuchado la conversación del bufete. Me di cuenta de que se refería a su jefe por el nombre de pila. Me di cuenta de que tenía una manchita de huevo en la barbilla. Es que no se me escapa una.
—Los Stradivarius son una familia peculiar, señor Flower; Berenice no desentona del grupo.
Miré su busto escueto, que sin el sostén de cartón-piedra apenas si era algo más que una protuberancia de adolescente. Era la típica oficinista enamorada de su patrón, a la que éste hacía menos caso que una escoba. Posiblemente su ausencia de pecho la llevaba a hablar con despecho. La situación me favorecía.
Captó la dirección de mis ojos, sonrojándose hasta el nacimiento de los cabellos teñidos a mechas.
—Prefiero no hablar de Clyde, para que no forme prejuicios. Pero le daré una pista que supla mi silencio. Volviendo a Berenice voy a proporcionarle datos que no conoce: es una tirada; se acostaba con el mayordomo, y el coronel lo despidió; se acostaba con el chófer anterior y Stephen lo puso en la calle; la semana pasada fueron tres electricistas a realizar una reparación en la casa y se acostó con los tres. Si duda de mis palabras puedo darle nombres y direcciones para que lo compruebe personalmente.
Indiqué que no era necesario y que me fiaba de su palabra.
—¿Por qué me cuenta todo esto, señorita Wise?
—Digamos que por un afecto desinteresado hacia la persona que me paga el sueldo.
Como evasiva no estaba demasiado bien, pero no insistí para no echar a perder la buena disposición que la dominaba. Hice tintinear el hielo en mi copa, como un monaguillo tocando la campanilla para que los fieles empiecen a darse golpes de pecho.
—La pista se llama «The Red Cock». Yo que usted me daría una vuelta por allí esta misma noche.
Creo que pegué un salto de varias pulgadas en mi asiento. «The Red Cock» era el club de Eddie Fatty Morningstar, el más conocido e implacable jugador y pandillero de este lado de California, y si la hija de mi cliente lo visitaba podía terminar por verse en malas compañías.
—¡No querrá decir que Berenice lo frecuenta!
—Casi todas las noches, Míster Flower, con la excusa de ganar algún dinero en la ruleta. —Puso los dos índices juntos—. Ella y Eddie están así. Además, Arthur Haste es un hombre de Morningstar. Cuando despidieron al otro chófer, el susodicho se las arregló para colocarlo en la vacante, para estar más enterado del comportamiento de Berenice. Eddie se ha colado como un colegial.
La señorita Wise acababa de hacer estallar una bomba bajo mi asiento. Con Eddie en el ajo podía correr la sangre. De hecho el atentado de que fuera objeto Clyde quedaba bajo una nueva luz, ya que era muy estilo Morny enviar un matón a que le suministrase unos plomos sólo por la nimiedad de regalar flores a su chica. Y no digamos, si se enteraba del regalo del sujetador.
La señorita Wise añadió en tono enigmático:
—A lo mejor después de ir al club Berenice le da el esquinazo a Eddie. Si sucede le recomiendo que se desplace rápidamente a nuestro bufete. Aquí tiene las llaves. Es cuanto puedo decirle, señor Flower. Le ruego que no me haga más preguntas. Mi posición es muy delicada.
Recogió plácidamente las manos sobre la mesa pareciendo una penitente que acababa de descargar la conciencia. Su rostro anguloso y cetrino se había llenado de sombras. Yo ardía de deseos de llamar a Huston Orrin y pedir un aumento de paga, porque una cosa es controlar una chica y otra muy distinta enredarse con Fatty. Cincuenta diarios resultaba un precio tirado. Pero cogí las llaves y agradecí la amabilidad de la señorita Wise.
Es que no tengo remedio.
En la parte posterior de «The Red Cock» se hallaba enclavado el garito de Gordo Morningstar. «The Red Cock» es un club pretencioso en el que sobran cromados y espejos y falta iluminación. Un pianista y dos violines mal alimentados daban la murga, porque aquél era el concepto que Eddie poseía sobre la elegancia. En las mesitas correspondientes la concurrencia huía de la música con ayuda del «scotch».
Para acudir al antro me atavié de discreto. Cuando quiero pasar inadvertido no me disfrazo: me pongo en plan normal, y de normal nadie se puede figurar que soy yo. Ingenio llamo a eso.
Con el sombrero sobre las cejas y el rostro a cubierto por el ala me instalé cerca de la cristalera que daba a la calle y asumí el continente del bebedor que trata de olvidarse de la judiada que le hizo su mamá al arrojarle a este mundo cruel.
Morny en persona atendía a la clientela de alto copete. Se trataba de un tipo enorme, de cara de torta, cuyas papadas se desparramaban hacia abajo cubriendo el lazo del esmoquin. Guardaba cierto parecido con Roscoe Arburkle, su homónimo de apodo: los cabellos pegados con fijador, ojillos pequeños como fríjoles crueles perdidos en la grasa del rostro, manos como jamones, y siendo inmensamente gordo aparentaba bastantes menos de los cuarenta años que tenía. Lucía camisa blanca con botonadura de brillantes y cuando sonreía veíase en su boca más oro del que Johan A. Sutter encontrara en California en sus ricos yacimientos.
Morny acudía todo zalemas al encuentro de las parejas formadas por caballeros pulcramente vestidos y damas en traje de noche, besaba las manos enjoyadas, les invitaba a una copa y después les conducía hacia las cortinas del fondo, para pasarles a la sala de juego y que perdieran hasta la camisa.
Conforme avanzaba la noche Gordo empezó a dar muestras de impaciencia, consultando sin parar el reloj. Esto acabó al detenerse un «Packard» color limonada junto a la entrada. Atisbé identificando a Arthur Haste, que tieso como un huso en su uniforme recién planchado, ayudaba a bajar a la señorita Stradivarius.
Traía una capa de seda negra sobre un traje de gasa blanca, corto y vaporoso. Nada extraordinario al lado de lo que lucían las señoras que habían desfilado hasta el momento, a no ser por el enorme escote en forma de U que batía todos los récords de lo impúdico. Morny la ayudó a despojarse de la capa que entregó a la chica del guardarropa y no se fijó en los delgados brazos sino en el escote monstruoso. Su mirada porcina se iluminó como un amanecer neblinoso en la tundra. Arthur volvió al coche y encendió un cigarrillo. Él sí estaba guapísimo.
Fatty y Berenice ocuparon sendas banquetas ante la barra. La del gordo aguantó estoicamente sin un crujido, poniendo bien alto el pabellón de los artesanos americanos. Se atizaron tres martinis sin pausa para el aliento, celebrando la reunión. Eddie dijo algo en una de las orejas de la chica adornadas con rubíes, y la chica se rió. La chica se inclinó sobre una de las coliflores que Eddie tenía a los lados de la cabeza, dijo algo, y Eddie se rió. Pidieron otra ronda para celebrar lo graciosos que eran.
Los frijoles de Gordo buceaban el valle formado por las glándulas mamarias de la joven. Volvió a aproximarse al tímpano femenino y a contar otro chiste. Berenice soltó la carcajada. Se tomaron el quinto martini. Berenice se acercó al oído del «gángster» y le contó algo durante un rato, ahogándose de risa. Gordo palideció en lugar de reír. Dejó la banqueta, salió a la calle como una tromba y aulló el nombre del chófer.
Haste le hizo frente. Eddie habló mientras el otro bajaba la cabeza como chico sorprendido en falta. Entonces Morningstar le descargó un jamonazo en la cara con toda su alma, arrojándole contra el capó por la fuerza del impacto con la nariz reventada como un tomate maduro, manchándole el uniforme de sangre. A continuación le empujó dentro del coche, le gritó que se alejara de su vista, y el maltrecho sirviente lo puso en marcha abandonando aquellos andurriales. No me cupo duda de que Berenice le había contado la incursión de Haste en el baño a calzón quitado y Eddie había tomado medidas rápidas y expeditivas.
Volvió a la banqueta, le contó a Miss Escote lo que acababa de hacer mostrando el jamón despellejado y la muchacha atrajo todas las miradas con sus carcajadas de beoda mientras acariciaba la manaza de nudillos magullados.
Siguieron los martinis con Morny poniéndose a tono, que Berenice hacía ya rato que lo estaba, de manera que en vez de decirle cosas al oído se las decía a las tetas, como si las conociera de toda la vida. La chavala apoyaba la palma diestra en el tonel que era el pecho del obeso y le empujaba hacia atrás a cada nueva broma. El «gángster» como dotado de un mecanismo equilibrador, oscilaba hacia atrás y adelante muy gracioso, aumentando por momentos el periodo pendular, y terminaba hundiendo los morros en el escote, demorándose más de lo debido en el valle. Berenice se reía tanto que me hizo temer que le estallara el sujetador.
Cuando ambos alcanzaron una trompa razonable dejaron la barra y se perdieron rumbo a la ruleta.
Se deslizó una hora con la parsimonia de una procesión.
Al cabo de ese tiempo reapareció mi pareja. Eddie se mostraba satisfecho y la chica rebosaba sábanas de a mil. No podía cerrar el bolso de mano, de tan repleto y hasta llevaba un fajo enrollado entre los senos, allí donde las mejicanas suelen lucir un clavel perfumado. La señorita Wise no me había engañado respecto a la procedencia del dinero de Berenice.
Fueron hacia la salida mientras el portero hacía venir el «Mercury» de Morningstar. Un matón abrió la puerta a Berenice, que subió. Eddie se demoró impartiendo órdenes al matón. Un «Cadillac» coca-cola se puso junto al «Mercury», permaneció emparejado con él menos de un minuto y luego partió.
Eddie despidió al matón, yendo a ocupar el volante. Dio una ojeada al interior y retrocedió con asombro. Se pasó la mano por la torta facial y miró primero otra vez al coche y luego a la desierta calle. La rabia le congestionó. Se puso a dar saltitos blandiendo el puño amenazador, como un personaje de Mack Sennet acabado de burlar. O mucho me equivocaba, o mi perseguida, con su peculiar sentido del humor, había pasado al «Cadillac» escabulléndosele bajo sus mismas papadas.
Hice como si hubiera llego al límite de mis libaciones, dejé dinero junto a la botella y salí pasando junto a Fatty que no dejaba de dar brincos y emitía los sonidos característicos de un volcán a punto de entrar en erupción.
Con pasos fingidamente inciertos me fui hacia mi Sedán y di la vuelta a la llave de contacto.
Se imponía llegar cuanto antes a la calle Ventura y ver qué era lo que había querido dar a entender la señorita Wise con su sugerencia.