17

Amanecí con bolsas horrorosas bajo los ojos, que me conferían un aire mayor y gastado, y la Neura instalada en los sesos. De pronto me sentía ratón atrapado en la caja experimental de un investigador sádico que va dándote descargas eléctricas para que averigües el camino que quiere que sigas, al final del cual tendrás una golosina como premio y él se llenará de contento diciendo a sus ligues que ha determinado tu coeficiente de inteligencia ratonil. Sin importarle nada más. Sin importarle el ratón. Sin importarle el ratón que quedó con el cuerpo lacerado y jodido.

La caja experimental era el caso Stradivarius y el investigador loco la sociedad que me empujaba de un lado a otro, descubriendo un tío que se quería tirar a su hermana, o una hermana que alcanzaba la cima de la excitación si un «gángster» le tocaba los pezones y le sacaba los mocos.

En una mañana de primavera, dura y gris, me sorprendía de nuevo inundado por la Soledad, odiando al coronel Huston Orrin Stradivarius, sus condecoraciones estúpidas y su estúpida silla de ruedas. Odiaba a sus hijos, a la señorita Wise, a Kristine Kleinman y a Haste, el chófer que se dejaba reventar las narices por un gordo con pistola. Lo único positivo de las últimas jornadas fue el momento en que la doncella me puso el culo en las rodillas. Por un instante había habido un inexplicado optimismo en mi persona y música en el ambiente que me envolvía.

Planeé, para alejar la Neura, olvidar por un día el trabajo y dedicarlo a la chavalona que me hiciera sentir emociones nuevas, enterándome como había pasado la noche. El número telefónico anotado en una página sobada de su agenda era un punto de partida.

Llamé a la compañía de teléfonos.

—¡Habla el sargento Coxe, de Homicidios, Pasadena! ¡Necesito saber el nombre del abonado de cierto número!

La telefonista contestó que la petición no era regular y que había que hablar con la celadora, el jefe de servicios, el jefe de día, el gerente de turno, el consejo de accionistas y el presidente de los Estados Unidos.

—¡Al diablo con todos! —gruñí tan grosero como sólo puede serlo un policía auténtico—. ¡Siga obstruyendo la labor de la justicia y antes de que termine su jornada sabrá lo que cuesta un peine!

Sin buenos modos se llega muy lejos. Hubo cuchicheos al otro lado del hilo, me pidió el número en cuestión y en menos de un minuto tenía una dirección en Santa Mónica y el nombre de algo llamado Templo de Cleis.

Dejé la Neura en la oficina que se las compusiera como pudiese y llegué a Santa Mónica antes del almuerzo.

El Templo de Cleis era un caserón perdido en las colinas, con amplio espacio delante aplanado por las apisonadoras, cercado con alambre de espino. Estaba semicubierto de andamios porque andaban en obras de ampliación y la fachada aparecía sustituida parcialmente por una fábrica de sillería que le otorgaba cierto parecido con una catedral gótica. Medio centenar de obreros se afanaba como hormiguitas industriosas y las mezcladoras de cemento escoñaban con su estruendo la paz campestre. De la vista de los enormes bloques de piedra tallada a mano que descargaban los camiones se infería que en la obra corría el dinero a caño libre.

Me acerqué a un tipo con casco, de brazos nervudos y pinta de capataz, porque era el único que no daba golpe liando un pitillo a la sombra, y le enseñé diez dólares.

—¿De qué se trata, jefe? —pregunté señalando con el pulgar las hormiguitas atareadas.

Atrapó los dos billetes con la habilidad de quien coge una mosca al vuelo, los introdujo en el bolsillo posterior del pantalón y volvió a la artesanía del tabaco.

—De la habitual chifladura de los desgraciados de siempre: estamos construyendo algo que dejará tamañita a la Basílica de San Pedro.

—Por el precio que he pagado podría contarme quién paga…

Se encogió de hombros dando a entender que ni lo sabía, ni le importaba.

—Sólo puedo decirle que nuestras órdenes son concisas; trabajo acelerado y antes de las cinco, todos a casa. No quedamos ninguno. Ni un guarda. Los del Templo se encargan de la vigilancia nocturna. Creo que también entonces montan su «show» pero no me haga demasiado caso. Cobramos por no ser curiosos.

Con un gesto inquirí si podía acercarme al caserón.

—Adelante, amigo —empezó a chupar su obra de arte—. Usted es mi invitado.

La parte de la fachada que aún estaba intacta aparecía alegre en el día gris. Había rosas blancas trepadoras, macizos de pensamientos y begonias aterciopeladas que flanqueaban la entrada. En la pesada puerta de roble, un cartel clavado. Leí:

Un cartel más pequeño avisaba:

En la carretera acababa de hacer su aparición un vendedor de salchichas, con una camioneta blanca y roja, chaquetilla blanca, delantal rojo y gorrito del mismo color. «¡Ricas salchichas! —voceaba—. ¡Lo mejor para acallar el ruido de las tripas, chicos!».

Caminé hacia él pensando que acababa de topar con uno de tantos cultos seudorreligiosos que proliferan a este lado del Pacífico. Como muchos de los afincados en Los Ángeles proceden de Iowa y Kansas hay una fuerte tendencia puritana que se desahoga con la permisibilidad de chifladuras de iluminados y hasta prácticas de brujería. A lo mejor la joven Azalea simpatizaba con la secta. Si su señorita frecuentaba los hurgaderos chinos era lo menos que cabía esperar de la criada.

—¡Eh, camarada! —me llamó el vendedor ambulante—. No se marche sin probar una de mis salchichas. ¡Cosa buena, camarada!

Llegué a la camioneta y le di un dólar. Pinchó con un largo tenedor una de las piezas que se asaban sobre las brasas, la introdujo en un pan poroso envuelta en una hoja de lechuga, me la tendió, y se quedó con el cambio.

—Buen negocio… —dije por los trabajadores que miraban en nuestra dirección ansiosos de que el silbato del capataz les permitiese aproximarse a acallar el hambre.

—Podría ser mejor si me dejaran venir por las noches. Lástima que sean tan rígidas.

—¿Qué ocurre? ¿Tienen algo contra sus salchichas?

—¿No ha leído el cartel, camarada? ¡Rigurosamente prohibido a los hombres!

Contesté que me había empapado del letrero, pero que no comprendía lo que quería decir. Sus pequeños labios se estiraron en una mueca.

—Cada noche se reúnen cientos de chavalas y entonan himnos. Luego vuelven por donde han venido, excepto unas pocas que pasan la noche en el caserón. Traté de acercarme con la camioneta un día y me volaron el gorro de un balazo.

Comí la salchicha sin decir palabra, que no soy de los que hablan con la boca llena. El salchichero añadió en plan venenoso:

—¡El dinero que ganan con el Templo! No hay más que ver lo que se invierte en obras. Y los pobres, sin poder lucrarnos.

Sugerí que pusiera una vendedora.

—Ya lo hice. Encargué a mi novia del trabajo. Pero la convirtieron al culto, me abandonó por ser tío y les regaló las salchichas. Menos mal que no les dio la camioneta… Perdí más de doscientos pavos.

El silbato anunció un alto para los constructores de basílicas. Echaron a correr hacia donde nos encontrábamos y yo me despedí del vendedor con un plan bullendo bajo el sombrero, que la curiosidad de Flower es cosa mala cuando se dispara, lo prometo.

El plan combinaba la obligación con la devoción. Me fui de tiendas al Paseo Marítimo, pasando una tarde como hacía tiempo no recordaba. Una tarde loca, loca, palabra.

En la primera tienda adquirí una falda acampanada en tonos almendra amarga de mi medida, con una blusa de organdí que era un sueño, junto con un abriguito de entretiempo que no me lo había hecho mejor mi modista. Cuando me lo probé todo a la dependienta se le abrió la boca hasta mostrar las amígdalas, pero a mí no me importó. En la siguiente adquirí un sujetador de mi talla, braguitas de encaje que hubieran avergonzado a Triple M. por lo ridículas que le quedaban las suyas, medias de seda tostada, que para una vez que me ponía no iba a usar nilón y un liguero vaporoso. A todo ello añadí la combinación correspondiente con encajes en la parte de arriba.

Los zapatos de tacón me dieron más guerra porque los que me gustaban me quedaban pequeños, pero con paciencia y tesón logré conseguirlos. Añadí a ellos un bolso que era un suspiro, y pasé a una perfumería donde me hice con una peluca castaña, pestañas postizas, maquillaje, esmalte para las uñas, lápiz labial y esencia, todo de Elizabeth Arden.

En un salón de belleza me depilé las piernas. En un principio me ponían pegas, pero con billetes por delante allané dificultades. Ya más aplacadas, las «esteticiénes» me sugirieron el tratamiento eléctrico, pero como tenía prisa las engañé diciendo que más adelante, y que con la cera saldría del paso.

Allí mismo me arreglé con todo lo adquirido y cuando me miré al espejo tuve que reconocer que me acababa de convertir en una de las mujeres más sensacionales que puedan verse. El sombreado de los párpados me daba un aire enigmático, el carmín me hacía una boca de tentación, la melena se me ahuecaba en ondas señoriales sobre la nuca, el busto era firme con sus rellenos de papel apretado y las uñas tenían destellos de sangre coagulada.

Cuando abandoné el establecimiento dos tíos quisieron echárseme encima, incapaces de reprimir sus impulsos, y aunque no estaban nada mal les esquivé como pude corriendo hacia el Sedán turquesa-demencial con visillos, no fuese a llegar tarde al Templo de Cleis.

El rey de las salchichas frustrado tenía razón. El espectáculo impresionaba. Automóviles en larga caravana, conducidos exclusivamente por mujeres, que nunca hubiese creído que existieran tantas con el permiso correspondiente con lo burras que son, se deslizaban con lentitud hacia el santuario o lo que fuera. La escasa fluidez del tráfico era debida a que bastante antes de llegar un control formado por tiarronas de caqui y carabina al hombro revisaba cada coche con mirada de águila. Unos recibían pronto la autorización para seguir adelante, pero a otros se les obligaba a abrir hasta el maletero como precaución contra cualquier infiltración masculina.

Cuando me llegó el turno, una cabeza que era toda pelo espeso y cejas como tiras de felpa se introdujo por la ventanilla. Abrió la bocaza en la que habría cabido holgadamente un domador de leones hasta los hombros, y dijo:

—¡Coño, qué guapa eres! A ti no te hago perder el tiempo, belleza, Pasa.

Y es que para las chicas con palmito todo resulta pan comido.

Seguí adelante, orgulloso de mi éxito. Los vehículos se desparramaban por la explanada del Templo. Focos potentes daban un aspecto irreal a la escena. Varios cientos de mujeres, la mayoría jóvenes y ataviadas con esmero, se apiñaban en el interior del recinto acotado. Antes de acceder a él una pareja de matonas de color canela subido, también de caqui y armadas hasta los dientes, pedían identificación a las que iban a entrar.

Quise escabullirme ante este control más riguroso, pero era demasiado tarde. Me hallaba en el centro de una fila de cinco en fondo y me empujaban hacia adelante, sin el menor resquicio para escurrir el bulto. Aún lo pasé peor cuando una de las guardias me puso la zarpa en el hombro, me pidió el carnet de Cleis y me encontré nada menos que ante la inolvidable Jessica Spearing.

—¡Identificación! —exigió la exchófer de Teo, sin percatarse de la palidez que se me extendía bajo el maquillaje.

—Soy nueva… —tartamudeé atiplando la voz, lo que no me costó demasiado trabajo.

Se fijó en mí.

—Nueva y guapísima —dijo pasándose la lengua por los labios—. A lo mejor tienes algo contra las negras…

—No, señora —contesté en plan modoso—. Me parecen muy simpáticas.

Me pasó el brazo por la cintura.

—Dame un beso, guapa.

Una pecosilla de curvas sensuales protestó a mi lado:

—¡Qué vergüenza! Los policías hacen lo mismo en todos los sitios: magrear con la excusa del cumplimiento de su deber.

La intervención fue providencial. Jessica me empujó adentro y yo pasé sin más requisito, con la chiquilla de las pecas.

—Son unas abusonas —dijo, caminando a mi lado—. A mí casi todos los días me soban metiéndome la mano entre piernas con el pretexto de ver si una es un hombre disfrazado.

Dejé escapar un suspiro. Si me llegan a someter a ese examen, Jessica se habría quedado de cemento.

Permanecimos de pie, en medio de la muchedumbre de féminas. En el ambiente palpitaba una emoción sólida como un pedazo de queso. Unos altavoces difundían cantos gregorianos coreados por las circunstantes. Algo me rozó el costado. Miré. La pecosa me tocaba con la cadera, como quien no quiere la cosa. La verdad es que se estaba aprovechando de las apreturas para rozarme.

En la puerta del Templo hizo su aparición una muchacha alta y esbelta. La multitud la acogió con un clamor que repetía: «¡Maestra! ¡Bienvenida, Maestra!». Hubo una pequeña avalancha hacia adelante y la curvilínea de las pecas perdió contacto con mi costado, y menos mal, porque me estaba poniendo nervioso.

La Maestra lucía una túnica blanca hasta los pies, abierta por delante hasta el ombligo, y melena de cobre bruñido que le caía hasta media espalda. Subió a un estrado, alzó los brazos desnudos adornados con pesadas ajorcas de oro y esmeraldas, levantó el rostro hacia las estrellas y se quedó rígida, en una postura majestuosa y dominante. Su porte me era familiar.

—¡Hermanas! —declamó—. ¡Invoquemos el espíritu de la divina Cleis para que por su intercesión su madre Safo condescienda en habitar en nuestro seno!

—¡Sí! —rugió la muchedumbre—. ¡Invoquémosla!

Yo no hacía caso de la concentración femenina. Estaba tratando de recuperarme porque acababa de reconocer la voz de la muchacha de la túnica y los brazaletes que valían una fortuna. Pese a la distorsión metálica de los amplificadores aquella voz era la de la tía que en una ocasión me había impedido hablar con Teo. La Maestra del Templo de Cleis no era otra que Adrienne Diabetes. Al cabo del tiempo me encontraba con las tipas de la otra vez: Jessica, de guardia; Adrienne, en el estrado. El Destino insistía en sus bromas pesadas. Había ido allí para olvidar el caso Stradivarius y me obligaba a recordar dolorosamente el caso Connally.

—¡De rodillas! —mandó, imperiosa, la Diabetes.

Todo el público se puso de hinojos y yo hice lo mismo, aunque temía cargarme una media. Entonaron una salmodia que decía, más o menos:

Madre Safo, tú que nos escuchas desde la Eternidad.

Madre Safo, tú que descubriste hace dos mil años la Esencia del Amor.

Madre Safo, tú que sabes lo que padecemos y sufrimos,

Baja, por la intercesión de tu Hija, la divina Cleis,

Desciende y habita la humilde morada de nuestro corazón.

Insúflale tu Espíritu,

Inúndalo con tu Iluminación,

Haz que brote, caudaloso, el Amor por la Belleza, la Ternura y el Bien,

Que sólo en la Mujer puede anidar.

Presérvanos de las asechanzas del Hombre.

Ayúdanos a despreciarlo y humillarlo, que nuestro Enemigo es.

Safo,

Madre Safo,

Habita nuestro corazón.

Mientras duraba la letanía alguien me acariciaba la pantorrilla. Busqué a la atrevida y en la semipenumbra nocturna brillaron los dientes de Jessica Spearing que había abandonado su puesto de guardia para buscarme con intenciones deshonestas.

Terminada la salmodia nos pusimos en pie.

La Maestra Diabetes se descolgó con una plática contra el amor heterosexual poniendo a parir a los hombres, que no está mal pues no siempre han de ser las mujeres las que paran, al tiempo que cantaba que la Liberación sólo se alcanzaba por el tribadismo como más de veinte siglos antes cantara la poetisa de Lesbos, a cuya hija se consagraba el Templo que en poco tiempo superaría en magnificencia a los erigidos por las supersticiones institucionalizadas.

Interrumpida en diversos pasajes de la perorata por las ovaciones, la Maestra siguió dale que te pego a denigrar al macho durante más de media hora, diciendo que eran feísimos, en lo que no tenía ni pizca de razón porque yo podía mostrarle cinco o seis preciosos, y que la Belleza estaba depositada en la mujer, tabernáculo del amor.

Mientras duraba la paliza, Jessica se las había apañado para situárseme al lado y agarrarme la mano. Yo no me atrevía a rechazarla para no despertar sospechas. En alguna etapa del discurso se escucharon disparos lejanos a los que las seguidoras del culto sáfico no prestaron la menor atención. Notando mi sobresalto, la negra susurró:

—No te asustes, criatura. Sucede todas las noches. Los tíos de Santa Mónica quieren colarse en el recinto, pero nuestras tiradoras los hacen desistir.

Al dar por finalizado el rollo la Diabetes recitó unas estrofas de Safo y nos invitó a pasar a la gimnasia y a la música, parte de los ejercicios colectivos extraídos de la doctrina de la Madre Safo para la práctica grupal, antes del Gran Sorteo y la danza de cierre.

A tales alturas de la sesión otra tortillera se me había colocado detrás y me restregaba el vientre por el trasero sin el menor escrúpulo, tocándome la espalda con los pechos, sin importarle que la negra me tuviera agarrada la mano, que allí se aprovechaba la gente más que en el autobús. Miré hacia atrás creyendo que sería la pecosa de las curvas tratando de recuperar el tiempo perdido, y casi caí de bruces, porque no era ella sino la mismísima Kristine Kleinman, enfermera de Huston Orrin Stradivarius, quien practicaba el froteurismo contra mi retaguardia.

Era la caraba. Había acudido al Templo de Cleis por culpa de Azalea y me encontraba a todas las demás tías conocidas en los últimos meses. No me reconocían y confundiéndome con una chavala auténtica, me atacaban. Hube de admitir que al acicalarme con esmero me había pasado.

La orden de la gimnasia sirvió para que me apartara de aquellas calentonas. Hubimos de situarnos en filas y componer estéticas figuras levantando los brazos y alzando grácilmente las piernas y cuando terminamos con el ejercicio entonamos cánticos diversos.

—¡Ahora llega el momento del Sorteo, por todas esperado! —anunció la Maestra—. ¡Las diez agraciadas podrán pasar la noche amando a las Sacerdotisas de Cleis!

Dos chicas ataviadas como Adrienne transportaron una caja de cristal que le pusieron delante. Adrienne sacaba tarjetas e iba cantando nombres. Más que una ceremonia religiosa, me recordaba un concurso de televisión. Las afortunadas gritaban de alegría, abriéndose paso a codazos hacia el caserón.

Concluida aquella especie de rifa carnal, la Maestra se despidió:

—¡Os dejo, hermanas! ¡La divina Cleis os espera mañana! ¡No faltéis! ¡Traed a otras hermanas en el Amor! ¡Quedad con la danza y gozad, ahora que la inigualada Safo está en vosotras!

Un gran clamor le dio el adiós. Los altavoces transmitieron una enervante melodía de siringas y pífanos, y las reunidas iniciaron por grupos de dos o de tres un cimbreo de frenesí creciente, un tanto en plan poseso, mientras se despojaban del vestuario. Yo comencé a deslizarme disimuladamente hacia la salida esquivando las garras que intentaban apresarme.

A mitad del recorrido me atrapó la Kleinman. Estaba encuerada y el sudor brillaba en sus grandes brazos, en sus pechos agitados y en los muslos musculosos.

—¡Baila conmigo, guapa! —graznó tratando de quitarme la blusa.

—Es que me he dejado la cena al fuego…

—¡A la mierda la cena!

Me debatí cuando me besaba la barbilla y el cuello haciendo que perdiera los pendientes. Una pantera de ébano vino en mi auxilio.

—¡Esa nena es mía! —rugió Jessica, tan desnuda como la noche en que la vi salir de la habitación 510 del «Luxor».

—¡Es mía! —la agarró de los pelos la enfermera.

—¡Es mía, que yo la he visto antes!

Rodaron por el suelo pegándose mandobles y yo escapé como alma que lleva el diablo de un paraje que se había convertido en un circo de locas que se montaban unas sobre otras, revolcándose por el polvo en un follón de lujuria tortilleril muy poco apropiado para paladares con delicadeza.

Corrí dejándome un tacón por el camino y salí quemando nafta para reincorporarme al sosiego de la avenida de Yucca, Laurel Canyon, sin detenerme ni a cambiar el disfraz.

Sammie, que tenía el turno de noche, no me reconoció bajo la caracterización y hasta paró el elevador entre plantas, tratando de propasarse. Le solté tal sopapo que se le fueron las ganas, y yo mismo manejé la palanca hasta mi piso.

Abrí la puerta de la oficina sin accionar el conmutador de la luz porque el destello del intermitente del drugstore de Perry era suficiente y me permitía orientarme sin gastar kilovatios, que soy muy ahorrativo a veces. Los muebles, bajo los destellos, tenían perfiles fantasmales. En el apartamento vecino Glenn Miller interpretaba «How i’d like to be you in Bermuda» lo que quería decir que la vagina de Flossie estaba trabajando.

De improviso un sexto sentido funcionó para avisarme que no me encontraba solo. No me pidan que explique cómo son estos asuntos. Cuando uno se dedica a la vida azarosa y aventurera suele recibir tales advertencias. Andaba metido en algo en lo que se había producido un intento de asesinato, estaba por medio un «gángster» de gran talla y toda precaución era poca, aunque uno las hubiera dejado en olvido por su incursión marginal en el Templo de Cleis. En las oficinas propias es donde los investigadores nos llevamos las sorpresas más desagradables.

Quise volverme y dar la luz maldiciendo la manía del ahorro, y no conseguí ninguna de las dos cosas. Mucho antes un objeto pesado me alcanzaba en la nuca, llenando el despacho de ruido de vidrios rotos.

—¡Leche! ¡Mi florero! —mascullé.

Fue lo último que dije antes de sumirme en la inconsciencia.